Pedro Claver, un mártir del confesionario

Mártir del confesonario

El mismo martirio que el franciscano Motolinía refería un siglo antes en México, lo vivía el jesuita Claver en Cartagena. Ordinariamente, entraba en su confesonario de cinco a ocho de la mañana. Pero en cuaresma o grandes fiestas, «era tal la multitud de negros y negras que venían, que este testigo -el hermano Nicolás- no sabe cómo tenía fuerzas, cuerpo ni espíritu para tanto, y más con una vida austera y rigurosa». Por otra parte, «la iglesia es muy húmeda por estar cerca del mar y estrecha y muy caliente. Hay mucho zancudo [mosquito]. En ella estaba el padre Claver toda la mañana y la mayor parte de la tarde en su confesonario estrecho y caluroso. Los cilicios le acompañaban».

En cambio, atestiguó Zapata de Talavera, para los penitentes «en el confesonario tenía una canastilla con algunos regalos, y con sus manos los daba a algunos negros o negras más enfermos, en especial dátiles y rosmarino».

«Algunas veces, añade un testigo, le sucedió sentarse a confesar a las ocho de la noche y no dejarle levantar hasta las once del día siguiente, de cuyo trabajo le sobrevinieron algunas veces desmayos que le quebraron las fuerzas para poder decir misa. En estos casos permitía algo que él consideraba muy regalado: el hermano Nicolás le aplicaba un poco de vinagre para reconfortarle».

«Hubo una peste de viruelas -refiere el hermano Rodríguez-, el padre Claver visitaba a todos, cansaba a tres o cuatro hermanos, iba con uno y cuando no podía caminar llamaba a otro: era incansable, infatigable. Al entrar, después de horas de trabajo, decía al portero que le llamaran por la noche para las confesiones, porque él estaba listo, y que los otros padres estaban cansados de las fatigas del día y era justo que reposasen. Las llamadas eran frecuentes. Al punto estaba en la portería [tenía la celda al lado para eso] y se presentaba al portero diciéndole que ya estaba vestido y listo. Siempre llevaba al cuello dos cajas de vidrio con los óleos».


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.