El reto de las lenguas indígenas en la evangelización

En el antiguo imperio de los incas se hablaban innumerables lenguas. El padre Acosta, al tratar de hacer el cálculo, pierde la cuenta, y termina diciendo que unos centenares (De procuranda Indorum salute I,2; 4,2 y 9; 6,6 y 13; Historia natural 6,11). Ya en 1564 se disponía de un Arte y vocabulario de la lengua más común, el quechua, libro compuesto por fray Domingo de Santo Tomás y publicado en Valladolid.

Pero los padres y misioneros, fuera de algunas excepciones, no se animaban a aprender las lenguas indígenas, pues eran muy diversas y había poca estabilidad en los oficios pastorales, de manera que la que hoy se aprendía, mañana quizá ya no les servía. De hecho, a la llegada de Santo Toribio al Perú, todavía los indios aprendían la doctrina «en lengua latina y castellana sin saber lo que dicen, como papagayos». La acción misionera en México había ido mucho más adelante en la asimilación de las lenguas.

«Fue arduo el problema lingüístico del Perú, observa Rodríguez Valencia. Pero era necesario resolverlo, por gigantesco que fuera el esfuerzo. Y es de justicia y de satisfacción mencionar a los Virreyes, Presidentes y Oidores de Lima, que prepararon con su pensamiento y su denuedo de gobernantes el camino a la solución misional de Santo Toribio» (I,347). Solórzano sintetiza la posición de aquéllos: «No se les puede quitar su lengua a los indios. Es mejor y más conforme a razón que nosotros aprendamos las suyas, pues somos de mayor capacidad» (Política indiana II,26,8). Muchas veces se discutió en el Consejo de Indias la posibilidad de unificar toda América en la lengua castellana. La tentación era muy grande, si se piensa en la escuela y la administración, la actividad económica y la unidad política. Pero «triunfó siempre el criterio teológico misional de llevar a los indios el evangelio en la lengua nativa de cada uno de ellos. Se vaciló poco en sacrificar el castellano a las necesidades misionales» (Rgz. Valencia I,347). De hecho, sólamente «en 1685 se toman providencias definitivas para unificar la lengua de América en el castellano, pues hasta entonces, por fuerza de la evangelización en lengua nativa, estaba “tan conservada en esos naturales su lengua india, como si estuvieran en el Imperio del Inca”» (I,365).

El Virrey Toledo, que visitó el Virreinato casi entero, fue en esto el «adalid seglar de la lengua indígena, “que [según decía] es el instrumento total con que han de hacer fruto [los sacerdotes] en sus doctrinas”» (I,348). Bajo su influjo, el rey Felipe II prohibió la presentación de clérigos para Doctrinas si no sabían la lengua indígena.

Por otra parte, si ya Loaysa en 1551 había iniciado en su propia catedral limeña una Cátedra de lengua indígena, en 1580 el rey dispuso que en Lima y en todas las ciudades del Virreinato se fundaran estas Cátedras, que tenían finalidad directamente misional. En efecto, en ellas habían de hacer el aprendizaje necesario el clero y los religiosos, y por ellas se pretendía que los naturales «viniesen en el verdadero conocimiento de nuestra santa fe católica y Religión Cristiana, olvidando el error de sus antiguas idolatrías y conociendo el bien que Nuestro Señor les ha hecho en sacarlos de tan miserable estado, y traerlos a gozar de la prosperidad y bien espiritual que se les ha de seguir gozando del copioso fruto de nuestra Redención» (19-9-1580). La dignidad cristiana de esta cédula real está a la altura del Testamento de Isabel la Católica.

Llegó al Perú la real cédula en la misma flota que trajo al arzobispo Mogrovejo, quien procuró en seguida su aplicación, como veremos, en el Concilio III de Lima (1582-83). No muchos años después, pudo escribir al rey elogiando al clero: «procuran ser muy observantes… y aprender la lengua que importa tanto, con mucho cuidado» (13-3-1589). Y en una relación de 1604, hay en el arzobispado «ciento veinte Doctrinas de Clérigos, y figura una relación de un centenar de sacerdotes seculares de la Diócesis que saben la lengua… Esa cifra da idea de la marcha rápida e implacable de la imposición de la lengua indígena en el Arzobispado de Lima» (Rgz. Valencia I,364).

Puede, pues, decirse que «el esfuerzo misional de las lenguas indígenas retrasó en más de un siglo la unificación de idioma en América. Prevaleció el criterio teológico y se sacrificó el castellano» (I,364). Ésa es la causa histórica de que todavía hoy en Hispanoamérica sigan vivas las lenguas aborígenes, como el quechua, el aymará o el guaraní.

A cada uno en su lengua

El mismo Santo Toribio, que ya quizá en España estudiara el Arte y vocabulario quechua, a poco de llegar, usaba el quechua para predicar a los indios y tratar con ellos -«desde que vine a este Arzobispado de los Reyes», le informa al Papa-. Siendo tantas las lenguas, solía llevar intérpretes para hacerse entender en sus innumerables visitas. No poseía, pues, el santo arzobispo el don de lenguas de un modo habitual, pero en algunos casos aislados lo tuvo en forma milagrosa, como la Sagrada Congregación reconoció en su Proceso de beatificación.

En una ocasión, por ejemplo, según informó un testigo en el Proceso de Lima, entró a los panatguas, indios de guerra infieles. Salieron éstos en gran número con sus armas y le rodearon, «y su Señoría les habló de manera que se arrojaron a sus pies y le besaron la ropa». Uno de los intérpretes quiso traducir al señor arzobispo lo que los indios le decían «en su lengua no usada ni tratada», pero éste le contestó: «Dejad, que yo los entiendo». Y comenzó a hablarles en lengua para ellos desconocida «que en su vida habían oído ni sabido… y fue entendido de todos, y vuelto a responder en su lengua». En esta forma asombrosa «los predicó y catequizó y algunos bautizó y les dió muchos regalos y dádivas, con que quedaron muy contentos». Fundó allí una Doctrina, dejando un misionero a su cargo.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.