¿De verdad cabe llamar a Lutero “Testigo del Evangelio”?

Padre Nelson: me siento muy confundido por recientes declaraciones oficiales que hablan de Lutero como “Testigo del Evangelio.” Yo entiendo el asunto del esfuerzo diplomático propio del ecumenismo, pero ¿en qué momento la diplomacia empieza a falsificar la Historia, y en ese sentido a traicionar el esfuerzo de quienes se opusieron a la doctrina incompleta de Lutero? Una palabra de clarificación parece necesaria. Y no tenga temor por mí, que de ninguna manera dejaré mi Iglesia Católica. Precisamente es el amor a Ella el que me mueve a preguntar esto que pregunto. — J.C.G.

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Sólo puedo compartir tu misma inquietud. También yo entiendo que debemos tender puentes, sanar heridas, y aprender a tratarnos con respeto. Y todos sabemos que hubo crueldades y excesos tanto por parte de luteranos como de católicos. Pero el servicio a la verdad es un bien para todos y creo que en ese sentido sencillamente no cabe una expresión como “Testigo del Evangelio” aplicada a Martín Lutero. Son meritorios los esfuerzos de quienes quieren que nos entendamos mejor entre todos los cristianos pero no hay necesidad de estirar hasta ese punto las palabras sobre todo si uno recuerda hechos que son incontestables.

De un buen artículo de Libertad Digital tomo lo que sigue de aquí en adelante:

El monje agustino Martín Lutero (1483-1546) comenzó su rebelión contra la Iglesia católica el 31 de octubre de 1517, cuando expuso en Wittenberg sus 95 tesis contra las indulgencias. Junto con otros teólogos, como Juan Calvino y Ulrico Zwinglio, Lutero rompió en la primera mitad del siglo XVI la Cristiandad de Occidente, que a comienzos del siglo XV había superado el Cisma de Occidente.

Los protestantes propinaron un golpe demoledor a la unidad de los católicos, destrozaron todo intento de mantener unos principios morales y políticos de unidad entre las naciones europeas y causaron guerras de religión desde Francia a Suecia. En algunos casos, los monarcas aprovecharon este cataclismo, que suele recibir el nombre de la Reforma, para, como hizo Herodes con Juan el Bautista, sacudirse todo límite a su voluntad, ya política, ya sexual. Sobre esta última pueden citarse dos ejemplos patéticos: Enrique VIII, honrado por el papa León XI en 1521 con el título de Defensor de la Fe por un libro contra las teorías luteranas, instauró una iglesia propia para divorciarse de su esposa, hija de los Reyes Católicos, y casarse con su amante, y Felipe de Hesse practicó la bigamia con la bendición de Lutero (sólo le impuso la condición de que la mantuviera en secreto) y del amigo de éste Melanchthon.
Iconoclastia protestante

Los cultos protestantes difundieron el ‘cesaropapismo’, en que el monarca imponía a su pueblo la religión que él escogía y además adquiría la condición de obispo o cabeza de la nueva iglesia. Los reformados, inflamados por su fanatismo, instauraron dictaduras confesionales atroces en Ginebra y Múnster, y no vacilaron en despedazar a los católicos que no abjuraban y se les unían. Igualmente, también se mataban entre ellos: los anabaptistas eran ahogados en ríos y lagos alemanes y suizos. La libertad para interpretar las Escrituras (principio que no aparece en ellas) se la negaban a los católicos y a los demás protestantes.

Otra obra de su despotismo fue la destrucción de un inmenso patrimonio artístico (iglesias, vidrieras, cuadros, libros, estatuas, retablos…) de una magnitud tal que sólo se superó en la revolución francesa y las guerras napoleónicas. Podemos hacernos una idea de los tesoros perdidos por la iconoclastia protestante con piezas supervivientes, como las vidrieras de la iglesia de San Juan Bautista de la ciudad holandesa de Gouda (aparece Felipe II como rey consorte de Inglaterra); el resto del templo fue saqueado.

La unión del cesaropapismo y del fanatismo condujo a la exclusión de los católicos como traidores a la ‘verdad’ (según la exponía cada predicador) y al Estado. En Irlanda, los puritanos acaudillados por Cromwell cometieron un genocidio contra los nativos, justificado ante sus conciencias porque se trataba de papistas. Además, se legitimó el control de las creencias y las conductas morales de los individuos por las autoridades estatales y reformadas en un grado muy superior al que pudo haber en la Edad Media. En las sociedades inglesa, holandesa y sueca se hizo habitual que los políticos y los predicadores advirtiesen contra los ‘criptocatólicos’: portar una estampa de la Virgen o ser hallado en un camino que antes recorrían peregrinos a un santuario acarraba incluso la pena de muerte.
Estados reformados, Estados policiales

La reina Isabel de Inglaterra convirtió en delito la ausencia de los oficios anglicanos, castigado con penas que incluían multas, latigazos, cárcel y muerte; también mandaba a los vecinos denunciar a los inasistentes. En Ginebra, Calvino prohibió los bailes, la música y el nombre de Claude porque estaba asociado a un santuario católico, y su policía religiosa llevaba a la gente a otros oficios (así se descubrió a Miguel Servet, al que luego quemó). Los espías y los fanáticos vigilaban el buen comportamiento.

Las conspiraciones y sublevaciones abundaron. En Inglaterra, muy distinta de la imagen de estabilidad actual, hubo conjuras católicas, puritanas… El anabaptista Thomas Venner, cabecilla del movimiento del Quinto Rey, trató de matar a Cromwell y a Carlos II. La Revolución de 1688 excluyó de la vida pública a los católicos y los cuáqueros.

Estas nuevas doctrinas las combatieron con el pensamiento, la predicación y las armas los españoles (que habían hecho una reforma católica en el siglo XV, del que es la cumbre el cardenal Cisneros) y muchos alemanes, flamencos, suizos, checos y franceses. En 1521, el rey de España, Carlos I, ya elegido emperador, se reunió en Worms para escuchar a Lutero (se negó a retractarse), y quedó tan conmocionado con la doctrina y la soberbia del antiguo monje que se comprometió a combatir al nuevo hereje.