Conoce el Fuego del Espíritu Santo, 2 de 2

[Predicación a una asamblea de la Renovación Carismática Católica en San Salvador. Junio de 2014]

Parte 2: Cuarta razón por la que requerimos del Fuego de Dios

(4) Sólo el Espíritu hace posible la transmisión fiel y eficaz del Evangelio. Esto conviene verlo en Cristo y luego en los discípulos de Cristo.

(4.1) Cristo significa “Mesías,” “Ungido.” Para comprender qué es un mesías, conviene hacer el contraste entre los únicos tres reyes (los únicos tres ungidos) que tuvo el pueblo de Dios mientras estuvo unificado. Son ellos: Saúl, David y Salomón. En términos de comportamiento moral todos tuvieron graves falencias pero hay algo que hace sobresalir a David. Mientras que Saúl llegó a creerse gran cosa por su capacidad militar, y salomón se apoyó demasiado en su sola inteligencia humana, a David nunca se le olvidó ser oveja por el hecho de ser pastor del pueblo de Dios. Eso es lo propio de un mesías: acoger el don de Dios, ponerlo a su servicio, y tener siempre presente que el don es de Dios y no propio.

(4.2) Nosotros necesitamos fuego para evangelizar. (4.2.1) Lo mismo que Jeremías, necesitamos esa experiencia de la Palabra viva que no podemos retener, aunque ella nos acarree burlas, ataques o indiferencia. (4.2.2) Para rehacer nuestras fuerzas, necesitamos calor de hogar de fe, y eso es lo que nos concede la comunidad creyente. (4.2.3) Vivimos en un mundo de muertos-vivos, de zombies, y nuestra motivación no puede depender del reconocimiento o los aplausos de los demás. Hay que llevar adentro el motor.

Conoce el Fuego del Espíritu Santo, 1 de 2

[Predicación a una asamblea de la Renovación Carismática Católica en San Salvador. Junio de 2014]

Parte 1: Tres de las cuatro razones por las que requerimos del Fuego de Dios

* El pasaje de los Discípulos de Emaús (en Lucas 24) nos recuerda que el fuego de amor hacia Cristo puede resfriarse y pasar por crisis. También demuestra que Cristo mismo, desde la fuerza de su resurrección, puede infundir un nuevo ardor en nuestro caminar de fe. Lo cual conduce a la pregunta: ¿por qué necesitamos del Fuego Nuevo que trae el Resucitado? Hay cuatro poderosas razones, de las cuales en esta enseñanza examinamos tres:

(1) El fuego purifica: (1.1) El germen de tentación que lleva al pecado no soporta la alta temperatura de amor de la Cruz de Cristo. (1.2) El Espíritu es un amor mejor que hace palidecer y facilita descartar los falsos amores que llevan a idolatría.

(2) El fuego nos hace dóciles: como el hierro que transformado por el calor puede ser forjado. Y nótese algo: Ningún argumento convencerá al hierro frío de que puede tomar la forma sublime que sólo le dará la forja. Por eso el fuego no discute: obra.

(3) El fuego nos hace hermanos: sólo molidos por el poder de la Palabra, que tritura nuestros ídolos, y remojados y horneados por el Espíritu llegamos a ser Pan vivo que da vida al mundo.

Una gran lección de San Agustín de Hipona

“Desde Hipona, al otro lado del Mediterráneo San Agustín miraba a Roma como la madre de la civilización, sustentadora de la Pax Romana, de las leyes, de las artes y de esa nueva fuerza que había surgido en Palestina tres siglos antes: el cristianismo que ahora llenaba el imperio con nuevos ímpetus ya no de conquistar naciones y hollarlas bajo las cáligas romanas sino de evangelizarlas para traerlas al rebaño de Cristo. Esa visión de Agustín quedó destrozada cuando las noticias del saqueo de Roma le llegaron en 410 a.D. …”

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¡Ven, Espíritu Santo!

Ninguna lección más importante que aprender qué es y quién es el amor.

Descubrir qué es el amor es aprender a distinguirlo de sus numerosas falsificaciones; descubrir quién es el Amor es entrar en una relación personal de donación con Aquel que se llama “don” y que sólo puede ser comprendido en el acto mismo de darse.

El Espíritu Santo es la agilidad misma del amor en acto de amar. Sencillamente no puede concebirse algo más activo que Aquel que da el ser y hace ser. Por eso es metafísicamente imposible para un ser creado situarse por fuera de sus propias posibilidades de ser para ver cómo el Espíritu hace posible ser.

A esto alude Cristo cuando dice que no sabemos de dónde viene ni a dónde va el viento aunque percibimos su actuar. Todo conocimiento del Espíritu es reflejo: podemos regresar sobre sus maravillas, y elevar el pensamiento hacia la magnitud de su poder y la inmensidad de su hermosura pero va siempre delante de nosotros, y a la vez nos antecede como la realidad antecede a la palabra que intenta atraparla.

Sin embargo, el Espíritu no se sitúa en el ámbito de la pura ignorancia sino en el espacio inconmensurable de una luz que hace inteligible áreas que ignorábamos de nosotros mismos. Por eso el Pneuma, el Espíritu, no puede ser invocado si no es en relación con el Lógos, el Verbo, que se ha encarnado y que con la santidad de su vida ha expulsado las tinieblas. Cualquier expectativa del Pneuma sin el Lógos nos arroja en el terreno de la ignorancia crasa y nos convierte así en juguetes de los espíritus malignos, y no en instrumentos vivos del Espíritu Santo de Dios.

La oración del cristiano es entonces una prolongación y eco de la oración de Cristo, que ha rogado al Padre, con eficacia invencible, que nos conceda el Espíritu. La voz de Jesús, que brota de su amantísimo y compasivo corazón, nos enseña a decir con acento de hijos: ¡VEN, ESPÍRITU SANTO!