Antropología Teológica, 02, El giro antropológico, parte 1 de 2

[Curso presencial ofrecido en la Facultad de Teología de la Universidad Santo Tomás, en Bogotá. 2014.]

Hay varias definiciones de “giro antropológico.” En nuestro caso, lo entendemos como un cambio de paradigma cultural según el cual se leen las realidades del mundo y de Dios ante todo desde su presencia en el ámbito del hombre, en cuanto dotado de razón y de capacidad de decidir sobre su futuro.

La atmósfera cultural de la Edad Media

La mejor manera de entender este “giro” es haciendo contraste con el ambiente cultural y social de la Edad Media. A la caída del Imperio Romano, la Iglesia Católica es la única institución capaz de cohesionar, reconstruir y dar crecimiento al tejido social. Esta posición única lleva a que los valores principales del mensaje del Evangelio se conviertan en valores sancionados como pilares de la sociedad entera.

En concreto, la predicación sobre la salvación y la eternidad, tan propia de los mártires y los monjes del desierto, lleva a un énfasis casi unilateral en la trascendencia y el Cielo. Vivir es solamente un modo de prepararse para el Cielo, que es la única vida verdadera.

Tal lenguaje, que rectamente entendido lleva a la generosidad, el amor al prójimo y la santidad, puede sin embargo ser manipulado y construido como desprecio al mundo presente y al cuerpo humano; o puede incluso servir de aprobación tácita para las injusticias porque, si el mundo presente no interesa, tampoco interesa que en este mundo haya equidad.

Por supuesto, el mundo medieval se rige por una lógica “vertical” en la cual la palabra desciende del púlpito, las órdenes descienden del trono, y la protección desciende del beneplácito de los nobles y sus ejércitos. De nuevo: hay un sentido correcto para entender lo “vertical” porque vertical es el cuidado que desciende de una madre a su hijo, por dar un ejemplo, pero tal verticalismo puede también engendrar irresponsabilidad en los súbditos y abuso y estancamiento en los líderes.

Raíces de un cambio

Las cosas empiezan a cambiar por la interacción de tres factores interrelacionados: el comercio, el afianzamiento de los burgos y la conformación de un número mayor de gremios. Los cruces de caminos son el escenario en que nuevos lenguajes y nuevas lógicas de poder se establecen y arraigan.

Pronto los comerciantes y los miembros de los diversos gremios ven la necesidad de apoyarse entre ellos mismos para defender su propiedad y sus intereses. Lenta e imperceptiblemente se pasa de una lógica vertical a un pensamiento mucho más “horizontal” en el que la confianza se deposita en primer lugar en el “aliado,” el socio, el “confederado,” el ser humano.

Entre tales asociaciones hay que destacar el papel de las nacientes universidades. El conocimiento es un bien compartido, que no disminuye sino crece al pasar de maestros a discípulos. Con razón, unos y otros se reconocen como parte de un mismo universo, una misma “universitas.” Se crea y ensancha así un espacio en que ya no importa sólo la palabra que sale de la cátedra por excelencia, la del obispo, porque ahora hay muchas cátedras en los centros de estudio, incluyendo los fundados por la misma Iglesia. También esto afianza un pensamiento más horizontal, en el que tiene protagonismo el hombre.

Un caso importante es el de la Universidad de Bolonia, que nace en medio de tensiones entre el rey y el Papa, y que toma como divisa rescatar los estudios clásicos del derecho: lo que hoy llamamos “derecho romano.” Desde el principio, Bolonia quiere una sociedad organizada desde la racionalidad de los constituyentes de la sociedad: las personas, las cosas, las instituciones; una sociedad, entonces, que ya no depende de los textos bíblicos o la injerencia de la Iglesia para definir su bien.

El Renacimiento

A medida que las ciudades se convierten en escenario de decisiones y de biografías enteras, se configura la identidad del “ciudadano,” el “burgués,” que se reconoce sujeto de derechos y parte activa de alianzas específicas, empezando por el hecho de ser parte de la misma ciudad.

Es en la ciudad donde el dinero muestra con más fuerza su poder de convocatoria y su capacidad de moldear la vida humana. Familias como los Medici, en Florencia, consolidan su lugar en la sociedad a partir del manejo bancario y financiero.

Además, el dinero permite intervenir directamente en el paisaje urbano, como un medio de apaciguar potenciales envidias, y de transformar la gratitud en admiración. Maquiavelo dirá que lo más importante para el “príncipe” (es decir, el que es “principal” más que el que es heredero de títulos nobiliarios) es la “gloria”: esa capacidad de impactar el ánimo y de convertirse en un factor con el que hay que contar: es la manera de ser “alguien.”

El vínculo entre el dinero y los bienes de la ciudad pronto engendra en Italia la institución del “mecenazgo”: un potentado ofrece protección, público y dinero a uno o más artistas, que a su vez le ofrecen sus obras, cada vez más exquisitas en su forma y portentosas en sus dimensiones. Son obras pensadas y realizadas para exaltar la grandeza de esos patrocinadores, que son seres humanos, y por eso son obras que, ya sea que se inspiren en temas bíblicos o clásicos (paganos), al final exaltan simplemente lo humano. El arte entra a jugar así un papel de afianzamiento de los nuevos valores, que ya miran a la naturaleza, al cuerpo humano y a la vida en esta tierra como escenario donde la felicidad y la prosperidad pueden y deben acontecer.

La autodesignación como “hombres del renacer” resulta natural en ese contexto: los puntos de referencia de aquella gente no están ya en la preocupación por el Cielo sino en vivir bien en la tierra con los bienes de este mundo. Se sienten conectados con el mundo clásico y ven a los mil años que los separan de ese mundo como una gigantesca etapa intermedia: para ellos esa es la “Edad Media,” mientras que lo de ellos es el “Renacimiento”

La entronización del sujeto

La subjetividad, esto es, la calidad de “sujeto,” tiene una transformación enorme pero entendible: ya no se espera que una voz superior, la del sacerdote, el noble o el rey, lo explique todo y disponga de todo. Así por ejemplo, Martín Lutero argumenta que sólo admitirá lo que esté de acuerdo con su Biblia y su conciencia. El “libre examen,” la “Sola Scriptura,” la interpretación privada, son claramente una consecuencia de ese modo de ver las cosas.

A su vez, el protestantismo no sólo asume sino que impulsa esa forma de pensamiento y esa concepción del mundo. La privatización de la relación con Dios significa el comienzo de la efectiva desaparición de Dios del ámbito de valores públicos porque no puede admitirse como referencia común lo que pertenece al lenguaje subjetivo. Si bien la fuerza de la costumbre dejó una apariencia de civilización cristiana en los países protestantes, la erosión implacable del tiempo sacaría la única consecuencia posible: Dios ya no viene al caso.

Los ensayos de Michel de Montaigne, difundidos con presteza por el avance imparable de un invento reciente, la imprenta, dan un nuevo curso y fuerza al giro antropológico. Montaigne es descriptivo de lo humano desde el punto único de su propia subjetividad. Aunque habla del propio autor y de las propias convicciones, la obra de Montaigne no se hermana con las Confesiones de San Agustín, por ejemplo. El Obispo de Hipona usa la historia de su vida como un lienzo en el que pinta con maestría los trazos de la gracia divina. El autor francés, en cambio, habla de sí con una mezcla de escepticismo, despreocupación y crudeza que muestra que el tema ahora es el hombre como tal, no lo que el hombre pueda decir de Dios.

Tal es el contexto en el que René Descartes siente la urgencia de refundar la filosofía entera sobre nuevas bases, que no pueden ser otras que las de la subjetividad. El problema del sujeto no es la verdad sino la certeza, y por supuesto, la única certeza de que es capaz es la que logra sobre sí mismo y su propio pensar. Pronto se mostrarán las trágicas consecuencias de esa opción.