201. Cristo levantado en alto

201.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.

201.2. La gente levanta sus ojos a las cosas altas, y la atención está presta para lo muy noble, lo muy bello, lo muy costoso o lo muy fuerte. Mas Cristo está levantado en alto como a modo de respuesta o de juicio a todo lo que el mundo quiere mirar.

201.3. Bien dijo Él que iba a atraer todas las cosas hacia sí, porque de lo alto viene la luz que os hace presentes todas las cosas, y por eso Él, levantado hacia el cielo, atrae los ojos que no pueden dejar de mirarle. Pilato, según la costumbre romana, puso un letrero encima de la cabeza de Cristo, de modo que su espantosa muerte sirviera de escarmiento. Por eso lees: «Esta inscripción la leyeron muchos judíos, porque el lugar donde había sido crucificado Jesús estaba cerca de la ciudad; y estaba escrita en hebreo, latín y griego» (Jn 19,20).

201.4. ¿Comprendes lo que sucedió? ¿No te maravilla la sapiencia de Dios? ¡Pilato quiso hacer visible a Cristo! Su intención era torcida: pretendía que nadie hiciera lo que Él hizo y que nadie fuera como Él fue; pero Dios tomó el fruto de esa perversa intención y lo cambió de tal modo que la visibilidad de Cristo es la que despierta en el corazón humano el arrepentimiento, la conversión y, lo que es más grande, la imitación misma de su Señor.

201.5. Observa que Pilato, no contento con declarar el supuesto “crimen” de Cristo, quiso publicarlo en las lenguas más importantes de aquella época. ¿No es una ironía —bendita ironía— que con ese gesto, así su intención fuera aviesa, estaba precisamente anticipando el poder del Evangelio, que habría de ser declarado y publicado en todas las lenguas y de todas las formas?

201.6. Cristo levantado es como un obstáculo con el que aquellos judíos se tropezaban al querer entrar o salir de Jerusalén. Cristo fue sacado de la ciudad —de su ciudad, la que le pertenecía más que a nadie—, así como había sido arrojado de en medio de sus hermanos por el ímpetu de aquel odio que hacía gritar: «¡Fuera, fuera!» (Jn 19,15). Y allá, afuera de la ciudad, Cristo está como una puerta, de modo que quienes iban a entrar a las fiestas de Pascua, porque era tiempo de Pascua, tenían que encontrase con Cristo, y los que iban a salir de la ciudad tenían que encontrase con Cristo. Unos y otros tenían que ver a Cristo. La maravillosa sabiduría divina quiso que así sucediera para regalar una enseñanza muy, muy profunda.

201.7. Sólo se entra a la Pascua a través de Cristo; propiamente: a través de su Cruz. Sólo existe fiesta de la Pascua verdadera después de haberse encontrado con Cristo. Y así debe ser, porque la Pascua de la Iglesia, que bien representada queda en la santa ciudad de Jerusalén, tiene todo su motivo, su alimento y su razón de gozo en el amor del Crucificado.

201.8. Mas lo contrario es verdad también: al salir de la Iglesia también hay que encontrarse con Cristo. Pues si alguno se sintiere tentado de abandonar la Iglesia, el rostro ensangrentado del amor más grande será el último recurso de la paciencia divina para que aquella alma no se pierda. Y si se obstina en desertar, no necesitará más juicio que recordar por los siglos que despreció aquellos ojos, que esto solo es mayor tormento que cualquier fuego y cualquier azufre.

201.9. Aunque hay otro modo de entender esta presencia de Cristo a la salida de la ciudad, a saber, que quien salga a predicar sepa de un modo compendiado y fácil de exponer cuál es el Evangelio que tendrá que anunciar. Por esto cabía bien la reprimenda de Pablo a los fieles de Galacia: «¡Oh insensatos gálatas! ¿Quién os fascinó a vosotros, a cuyos ojos fue presentado Jesucristo crucificado?» (Gál 3,1). Todo evangelizador debe empezar su evaluación personal preguntándose: “¿Presenté a Cristo Crucificado?.”

201.10. Y es Pablo también, inspirado por el Divino Espíritu, quien me concede las palabras con que hoy me despido, aplicándolas a tu caso. Yo no ceso de dar gracias por ti recordándote en mis oraciones, para que el Dios de Nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, te conceda espíritu de sabiduría y de revelación para conocerle perfectamente; iluminando los ojos de tu corazón para que comprendas cuál es la esperanza a que has sido llamado por Él; cuál la riqueza de la gloria otorgada por Él en herencia a los santos, y cuál la soberana grandeza de su poder (cf. Ef 1,16-19). Que si así te sucede, para ti será el Reino de los Cielos.