Elogio de Europa

Hay lugares donde se siente palpitar el alma de un país. Así, por ejemplo, es imposible no sentir a los Estados Unidos junto a la estatua de la libertad, o no sentir a Francia junto a la torre Eiffel. Llega un punto en que se consuma una especie de “fusión” entre el lugar y su historia, de un lado, y del otro, el fluir de la vida de aquellos que le han llenado con sus voces, sus problemas y sus sueños.

Llegado aquí como extranjero, aguzo mi oído a las voces de Irlanda y trato de sentir el ritmo de su andadura. Descubro que no habrá nada demasiado nuevo en los centros comerciales, porque en ellos se derrama impávido el torrente de una vida que es más o menos igual en todas partes. Lo propio de un país hay que buscarlo no donde fluye el dinero sino donde corren y se atropellan las ideas, o donde entran en conflicto las pasiones, los amores y los odios. Casi diría que, allí donde la gente está dispuesta a perder lo inmediato, empezando por su dinero, en ese preciso lugar está el umbral del alma de una nación.

En efecto, no llamamos héroes a los que supieron cómo llenar sus arcas, sino casi al revés: consideramos que son héroes los que arriesgaron su patrimonio, y detrás de él, sus seguridades, e incluso su propia vida.

Ahora bien, no es obvio en dónde podremos encontrar esas fuentes de heroísmo y de inspiración, que han dado su estilo y comunicado su aire a una nación; pero una buena pista está en los monumentos patrios y en los lugares venerados. Más allá del bullir de turistas, que a veces semeja el murmullo de un “shopping centre”, existe un discurso en las piedras, pervive un poema en las paredes, hay un grito sordo en la forma misma de aquellas calles que vieron desfilar a los gigantes de otras eras, o escucharon las sentencias que segaron sus vidas.

Y eso tiene Europa: la conciencia de que esas voces, así fueran vacilantes o imperfectas, tenían una razón de ser. A diferencia de la ingenua admiración norteamericana por todo lo que se anuncie como “nuevo”, Europa ha aprendido a catar el vino viejo, y a no embriagarse fácilmente con Coca-Cola.

Detrás de esa opción europea por negarle permiso al tiempo para destruirlo todo a su aire, hay una convicción profundamente liberadora en su sencillez: no somos esencialmente distintos de quienes nos han precedido ni demasiado diferentes de los que vendrán. Semejante declaración de humildad antropológica es la que permite que haya espacio para las voces que el tiempo quisiera silenciar.

Nuestros egoísmos –dice en alguna parte no escrita el credo de Europa– son parecidos a los de aquellos que estuvieron antes aquí, lo mismo que nuestro afán de grandeza o nuestra frágilidad ante el placer, o la comodidad, o la vanidad. Por otra parte –sigue ese “credo”– nuestra capacidad de bondad y nuestro gusto por lo genuinamente bello, nuestra generosidad y ansia de sabiduría, son hermanas de esas mismas virtudes, cuando apenas dejaban ver su brote en siglos añejos.

Otro con mejor conocimiento, no yo, podrá hacer estudios bien interesantes sobre qué tanto de esa alma continental se refleja en la propuesta de Constitución Europea que por ahí anda circulando. Por lo pronto, mal síntoma me parece que, contrariando su propia esencia, Europa quiera quitar de un plumazo siglos y siglos de cristianismo. Aun si no fuéramos creyentes, tal cosa chilla por absurda y por descentrada del corazón de este continente, que ha sabido construir tantas cosas sin preocuparse de pagar mayor tributo a los altares del “presentismo”.

Sea de ello lo que fuere, pienso que Dios me ha permitido sentir el palpitar de Europa. Creo que algo he podido escuchar de su balada. Y se me antoja que hay quien la conoce bien: vive en el Vaticano.