EL FORMADOR: UN MAESTRO DE ESPÍRITUS
Fr. Angel
Villasmil, O.P.
Cuando nos ponemos a observar minuciosamente la realidad de la vida religiosa, nos encontramos con que una de las realidades más dramáticas que la aquejan es la ausencia de personas que deseen dedicarse a la formación. Los Superiores Generales, los Provinciales y, en general, los Superiores Mayores de los Institutos de Vida Consagrada, tienen en este problema uno de los principales quebraderos de cabeza. ¿Quién se quiere dedicar a la formación? ¿A quién poner de maestro o de maestra? ¿Quién puede aceptar de buen grado esta labor? Normalmente termina encomendándose esta labor al más dispuesto, al que no dice “no” a nada. Pero, podemos preguntarnos igualmente: ¿es el más disponible el más apto para la formación?
En muchos ámbitos de
reflexión de los escenarios de los Institutos de Vida Consagrada, se considera
que “formar para formar” es una de las principales labores que hay que
acometer. Esta conciencia no deja de tener una buena dosis de ingenuidad. No
cabe duda que es necesario formar a los formadores, que es imprescindible
ofrecerles herramientas que les permitan poder desarrollar su labor de una
manera elegante y coherente. Pero no hay que perder de vista, y hay que
afirmarlo con toda la fuerza que el caso requiera, que ser formador es una
gracia que se recibe dentro de la gracia misma de la vocación. Desde esta
afirmación, queda descartada la apreciación de que todo el mundo sirve para
formador, o que el “buen religioso”, el “religioso observante”, de graves
costumbres y de moral intachable, es el más adecuado para acometer la empresa
de la formación. Nada más lejos de la realidad. Ha sido esta falsa conciencia
la que ha llevado a muchos superiores mayores a cometer garrafales desaciertos
a la hora de encomendar la labor de la formación a personas que no han recibido
la gracia de la formación dentro de la gracia de su vocación.
Cuando en 1574, el P.
Ángel de Salazar, Provincial de los Carmelitas de Castilla, impone a Santa
Teresa de Jesús priora del Monasterio de la Encarnación de Ávila, ésta, con el
sano realismo que siempre la caracterizó, dijo: “hermanas mías, fue el hambre
la que me puso en este cargo”. Con ello, la santa quiso afirmar que la
impusieron priora del Monasterio de la Encarnación porque no había más que
hiciera tan chocante oficio. De la misma manera, hoy muchos son y pueden
llamarse formadores por el hambre, porque no hubo más quien aceptara ese cargo.
El futuro de una Orden,
de una Congregación, de una Provincia, de un Monasterio, depende en muy buena
medida de sus formandos. Se podría afirmar, pues, que la prioridad de un
Instituto tiene que estar en asegurar un proceso de formación que se convierta
en garante de calidad en aquellos que son formados. De lo contrario, los candidatos
pasaran sin problema alguno, aunque en realidad los problemas habrá que
enfrentarlos después, y lo que no se supo cortar, orientar, reorientar y sanar
en el proceso de formación, saldrá después, una vez terminado el proceso de
formación, después de la ordenación, en el cado de los clérigos, o de la
profesión perpetua o solemne, en el caso de los religiosos no ordenados, de las
religiosas y de las monjas.
Tenemos que,
necesariamente, hacer un esfuerzo en aras de la sensatez y de la sinceridad. No
porque se disimulen, los problemas dejan de existir. Al contrario, cuando un
problema se disimula, corre el riesgo de agudizarse intensamente. El problema
de la formación y de los formadores tiene que ser tratado en un modo tal, que
la reflexión y la sinceridad en el discernimiento lleve a la toma de decisiones
adecuadas, cuyos efectos sean los más felices.
Una vez más, es
pertinente afirmar que el verdadero formador y la verdadera formadora son
aquellos que, en primer lugar, han recibido la gracia de la formación dentro de
su propia vocación. Aquellos que no experimenten ser formador o formadora como
una carga que tienen que soportar hasta el próximo capítulo provincial o
general, o hasta la nueva elección de priora, en el caso de los monasterios. En
segundo lugar, los formadores y las formadoras tienen que ser hombres y mujeres
que, por la experiencia del Espíritu Santo que ellos hayan tenido y tengan en
sus vidas, sean capaces de orientar a los demás en su propia experiencia del
Espíritu. Sólo así, los procesos de formación tendrán el éxito que todos
esperamos.