Por: San José María Escrivá de Balaguer
Este rato de conversación delante del Señor, en el que hemos
meditado sobre la devoción y el cariño a la Madre suya y nuestra, puede, pues,
terminar reavivando nuestra fe. Está comenzando el mes de mayo. El Señor quiere
de nosotros que no desaprovechemos esta ocasión de crecer en su Amor a través
del trato con su Madre. Que cada día sepamos tener con Ella esos detalles de
hijos —cosas pequeñas, atenciones delicadas—, que se van haciendo grandes
realidades de santidad personal y de apostolado, es decir, de empeño constante
por contribuir a la salvación que Cristo ha venido a traer al mundo. (Es
Cristo que pasa, 149, 5)
Porque María es Madre, su devoción nos enseña a ser hijos: a
querer de verdad, sin medida; a ser sencillos, sin esas complicaciones que
nacen del egoísmo de pensar sólo en nosotros; a estar alegres, sabiendo que
nada puede destruir nuestra esperanza. El principio del camino que lleva a la
locura del amor de Dios es un confiado amor a María Santísima. Así lo escribí
hace ya muchos años, en el prólogo a unos comentarios al santo rosario, y desde
entonces he vuelto a comprobar muchas veces la verdad de esas palabras. No voy
a hacer aquí muchos razonamiento, con el fin de glosar esa idea: os invito más
bien a que hagáis la experiencia, a que lo descubráis por vosotros mismos,
tratando amorosamente a María, abriéndole vuestro corazón, confiándole vuestras
alegrías y vuestra penas, pidiéndole que os ayude a conocer y a seguir a Jesús.
(Es Cristo que pasa, 143)
En nuestras relaciones con Nuestra Madre del Cielo hay también esas normas de piedad filial, que son el cauce de nuestro comportamiento habitual con Ella. Muchos cristianos hacen propia la costumbre antigua del escapulario; o han adquirido el hábito de saludar —no hace falta la palabra, el pensamiento basta— las imágenes de María que hay en todo hogar cristiano o que adornan las calles de tantas ciudades; o viven esa oración maravillosa que es el santo rosario, en el que el alma no se cansa de decir siempre las mismas cosas, como no se cansan los enamorados cuando se quieren, y en el que se aprende a revivir los momentos centrales de la vida del Señor; o acostumbran dedicar a la Señora un día de la semana —precisamente este mismo en que estamos ahora reunidos: el sábado—, ofreciéndole alguna pequeña delicadeza y meditando más especialmente en su maternidad. (Es Cristo que pasa, 142, 6)
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