Tiempo Para El Evangelio

 

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Fr. Nelson Medina F.,O.P.

 

Santafé de Bogotá,

Cuaresma del año de gracia 1992

 

Presentación

¿Por qué, mi niño?

Habla Jesucristo

Tiempo Para El Evangelio

Adelantar El Juicio, Anticipar La Salvacion

A La Hora De Partir

Misericordia Quiero

Despierta, Tu Que Duermes, Y Te Iluminará Cristo

Ora Et Labora

El Canto De La Redención

El Cielo, El Altar, Los Pobres

Más Allá De Toda Ley Escrita

Veinte Máximas

A La Hora De Mi Muerte, Llámame (Oración al dejar esta tierra)

 

Retorno a los escritos de Vida Espiritual

Presentación

 

«Muchas veces y de muchas modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas: en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien hizo los mundos, el cual, siendo resplandor de su gloria e impron­ta de su substancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa, después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la majestad en las alturas» (Heb 1,1‑3).

 

Puede decirse, con la debida reveren­cia, que el presente folleto desea ser un comentario al texto precedente. Jesucristo es la Palabra del Padre, el Mensaje supremo, la Noticia importante, Aquello que necesitábamos saber, Aquel a quien debíamos conocer. Su voz, llegada a nosotros por medios comunes o extraor­dinarios, nos conduce a la revelación del Rostro de Dios en el Hombre. En el momento sublime de la Cruz, esta revela­ción se hace desconcertante, pero plena y definitiva.

 

Bajo la autoridad y parecer de la santa Iglesia Católica, se ofrecen las palabras aquí escritas. Quiera Dios, el Padre que se nos ha revelado enteramente en Cristo, su Hijo, Nuestro Señor, acogerlas y hacerlas germinar, para su honor y gloria.

 

 

 

Fr. Nelson M.

 

 

 

¿Por qué, mi niño?

 

«¿Por qué has de ir con el rostro bajo? ¿Quién apagó la luz de tus ojos?

 

«¿Por qué a veces te hablo y no me respondes? ¿Por qué gritas en mis oídos "dónde estás", y luego tapas los tuyos cuando te susurro "aquí"? ¡Oh, mi niño! ¡Y te disgusta que te llame "niño"! Pero sigues siendo un niño, y sigues siendo mío.

 

«¿Por qué quieres limitarme? ¿Por qué quieres que mis promesas se parezcan a tus deseos? ¡Oh, mi niño! Saldrías ganando si me aceptaras, y así ganaras la posibilidad de ser conmigo.

 

«¿Porqué te haces daño? ¿Por qué quieres hacerme sufrir, privándote de mí? ¡Oh, mi niño! Caminas por mi mundo y bajo mi cielo; respiras mi aire, bebes mi agua y te alimentas de mis campos; yo te arropo, te doy piso y te hago ser. Sin mí pierdes lo mejor de ti.

 

«¿Por qué te ocupan tanto tus cosas? ¿Por qué tus pensamientos te parecen tan importantes? ¡Oh, mi niño! Desearías apagar mi sol para que se viera bien tu linternita. ¡Y a veces pateas la tierra que te sostiene! Sería mejor besar esa tierra y agradecer ese sol.

 

«¿Por qué me empequeñeces? ¿Por qué me tratas como si no me conocieras? ¡Oh mi niño! He hecho todo para que me conoz­cas. Yo no ahorro esfuerzos, no guardo nada para mí, no tengo segundas inten­ciones, no prometo más de lo que tengo ni ofrezco menos de lo que soy.

 

«¿Por qué huyes de mi dulzura? ¿Por qué saboreas tus venenos? ¡Oh mi niño! ¡Se te ha lastimado el paladar, se te ha embotado el gusto! Al contrario: ¡qué suave bondad y qué gozo embriagará tu alma cuando al fin vuelvas a mí!

 

«Ven, entonces. Ven a cenar a mi Casa: a comer de mi Pan y beber de mi Vino. Ven a alegrarte conmigo.»

 

 

 

Habla Jesucristo

 

Se acerca el cristiano para escuchar a Cristo, su Señor, y oye palabras que tienen sabor de eternidad y fuerza de vida. Con grande amor y majestad habla Jesucristo, y dice:

 

«Nadie te amó tanto como yo. Te conocí y te amé antes de que existieras. En el vientre de tu madre tejí con amor tu organismo, y plasmé en ti la imagen mía, y así te hice semejante a Dios. No dejé de amarte cuando pecabas; no se enfrió mi amor cuando te alejabas de mí. Desde la Cruz vi tu rostro, y con mi muerte transformé la maldición que te agobiaba en una bendición sin límites. Tampoco ahora ceso de amarte. Soy tu fuerza y tu vida.

 

«Me perteneces. Me pertenecen tus alegrías, porque yo soy tu verdadera alegría, y lejos de mí sólo se siente tristeza de muerte. Me pertenecen tus pensamientos, porque yo lleno tu pensa­miento y tu ser. ¿En qué puedes pensar que esté lejos de mi poder o de mi misericordia? Me pertenece tu sangre, que yo lavé y limpié con mi propia Sangre. ¿Cómo sería tu vida, si yo te quitara mi vida? Yo no quiero un poco de ti, porque yo no te di un poco de mí. Quiero todo de ti, pero lo quiero con amor.

 

«Dime, ¿a quién sirves? ¿No has escu­chado que yo he recibido todo poder de mi Padre? ¿Conoces la diferencia entre servirme a mí, que tanto te amo, y servir a los poderes de este mundo, que tanto te odian? Yo llamo "amigos" y "hermanos" a quienes me sirven, y yo mismo soy su fuerza, su alegría y su recompensa. Esos poderes, en cambio, tratan a sus siervos como esclavos y enemigos; son insaciables, reclaman cada vez más tiempo, más dinero y más amor. Son ladrones que desearían destruirte, beberse tu sangre y darte por recompensa la muerte.

 

«Sin embargo, no temas. Estoy más cerca de ti que cualquier amigo o enemi­go tuyo. Cuando duermes, son mis brazos quienes te sostienen en el ser; cuando despiertas, son mis ojos quienes ilumi­nan los tuyos.

 

«Conozco toda la creación, del alto cielo a lo profundo del abismo. A cada uno le doy cuanto necesita. Hay quien requiere sólo agua y luz, y yo le doy agua y luz. Tú fuiste creado por mi Padre para participar y gozar del mismo Espíritu por el que soy Cristo. Naciste para ser en mí, y en mí ser como Dios. Yo quiero colmar tu deseo. No soy envi­dioso ni mezquino. Me gozo mirándote, cuando en ti descubro la bondad y el poder de mi Padre. Quiero darte lo que necesitas; quiero saciarte de lo que ya es tuyo, porque yo lo gané para ti en la noche de la Cruz y en el día de la Resurrección. Bien sabes que mi Resurrec­ción no conoce fin, y que yo tengo las llaves de la muerte. A ti quiero darte vida.

 

«Todos son movidos por el poder de mi Dios, según el ser que de él han recibi­do. Mi Padre obra en las piedras como piedras que son. El es dureza y consis­tencia para ellas, y así las sostiene en el ser que les dio. Su poder, empero, es distinto luego en la delicadeza de las plantas, en la belleza de las flores, en la altura de los árboles, en la inteli­gencia de los ángeles o en cualquiera otra de sus obras. En el hombre, el poder de Dios, mi Padre, no sólo es vida natural, sino también vida de la gracia. Por eso yo no te obligo como si fueras una piedra, sino que te amo y te doy mi gracia, para que en ti halle su perfec­ción el deseo de mi Padre y resplandezca más y más su gloria.

 

«Te amo con amor eterno: con el Amor que he recibido de mi Padre. Y mi amor es poderoso en ti, como en las demás criaturas. Si me amas, sentirás mi amor como calor de vida; si renuncias a amarme, sentirás mi amor como fuego de condenación y oprobio. Porque has de saber que el Amor que procede del Padre y de mí llena todo lo creado; para quienes creen y aman, ese Amor es Amor; pero para quienes no creen y sólo entienden de odio, tal Amor les parece odio y les produce fastidio, y por eso hablan mal del Espíritu Santo y del designio de mi Padre Dios.

 

«No quiero que te suceda nada malo. Puesto que yo fui hasta ti y permanezco contigo en mi naturaleza humana, y ahora glorificado sigo siendo verdadero hom­bre, del mismo modo quiero que vengas a mí y permanezcas conmigo y seas Dios conmigo, en justicia y santidad. Ya que te he acogido como amigo y hermano, recíbeme tú también: dame amplio espacio en ti. Quiero vivir en ti; quiero imperar y ser Señor en ti, para gloria de mi Padre y para salvación tuya. Ya que mi amor se ha vuelto tiempo para esperarte, no tardes más; haz que tu amor y tu voluntad se hagan pronta y solícita respuesta. Llámame y estaré contigo. No te apartes de mí, que yo me quedaré a tu lado. Quiero formar un gran Rebaño; deseo congregar a la familia de los hijos de Dios, porque anhelo celebrar mis Bodas con la Iglesia Santa.»

 

Con estas y muchas otras palabras sabe hablar Cristo a quien desea escucharle.

 

 

 

Tiempo Para El Evangelio

 

De improviso, la tarde se quiebra. Un presentimiento visita el alma, ante la certeza de que Dios tiene planes en verdad maravillosos para nuestra vida. El cristiano aguza su oído, y así escu­cha al Señor que le dice:

 

«Bello es el cielo que brilla en tus ojos y bella la tierra que sostiene tus pasos. Sin embargo, has de preguntarte si estás dispuesto para el final.

 

«Ciencia y saber destila la creación; sabiduría y prudencia enseña la histo­ria. Sin embargo, has de mirar muy bien si estás preparado para el fin.

 

«Labor y trabajo acompañan al hombre; el mundo está lleno de cosas por hacer y asuntos pendientes. Sin embargo, has de responderme cuando te pregunte: ¿qué significó tu vida? ¿Qué quisiste decir con tanta ciencia, tanta sabiduría, tanto trabajo y tantísimas cosas?

 

«Vamos a mirar tu vida como un jardín. Dime, ¿qué crece en ti? ¿Hay fruto en ti de la palabra que yo sembré?

 

«Miremos tu vida como una ciudad. Dime, ¿qué se habla en ti? ¿Quiénes tienen derecho a entrar y quiénes derecho a salir de ti?

 

«Comparemos tu vida con una pintura, un enorme cuadro. ¿Estoy yo ahí? Y sobre todo: ¿cuánto tiempo crees que te queda para acabar tu cuadro?

 

«Sí, vengo a hablarte del tiempo. El tiempo es fiesta, para algunos ¡Oh! ¿Qué dirán el día en que cese la música, se descorra el velo y se vea el abismo? El tiempo es oro, para otros. ¡Ay! ¿Qué dirán el día en que llegue mi servidora, la Muerte, y no tengan cómo pagar el precio decisivo, y nada puedan ya ofrecer por sí mismos? El tiempo es absurdo, para otros. ¡Oh! ¿Qué dirán ese Día, cuando la luz definitiva de la gloria muestre a todos que lo bueno fue siempre el Bien? Otros aún juzgan que su tiempo es sólo de ellos. ¿Qué dirán, dime, cuando me vean? ¿Qué dirán los que no me esperan? Sí, vengo a hablarte del tiem­po, ahora que puedo hablarte.

 

«Va llegando la noche. Tus ojos me dicen que has pecado. Mis ojos te dicen que no temas. Aún hay tiempo. Tus manos me hablan de horas en vano, de obras inicuas, de tiempo perdido. Mis manos te hablan de obras bellísimas, de horribles dolores y de una nueva bendición. Dame tus días y toma los míos. Hay gracia, hay vida, hay perdón. ¿Oíste cuando te dije por boca de mi sacerdote : "yo te absuelvo de tus pecados"? Hay tiempo y mucho que hacer. Urge amar. Es preciso que el ardor de la gracia aleje la tibieza, el egoísmo y la duda. Hay que llevar la paz del Evangelio por todos los caminos, para congregar a los elegi­dos, para reunir a los creyentes, para ver el rostro de mi Amada, la Iglesia. Ella, mi Amada Iglesia, es la razón del tiempo presente: por ella aguardo toda­vía; por ella preparo el tiempo de mi visita.»

 

El cristiano medita en la palabra que se le ha concedido escuchar, y bendice la piedad de Dios, que con tanta miseri­cordia es Salvador y Juez.

 

 

 

Adelantar El Juicio,
Anticipar La Salvacion

 

Cansado de tantas y tan diversas opiniones de la gente, un cristiano meditaba sobre la verdad de las cosas. Y confiado en que la sabiduría divina es más firme que los decires humanos, llegó a escuchar a su Señor, que con acento firme le decía:

 

«Muchas personas han vivido y viven pendientes de los juicios y prejuicios de los demás. Su vida es un mar tormentoso, sometido a todos los vientos y todas las olas. Pero muchísimas más personas pretenden vivir al margen de toda opinión ajena. Se imaginan que son norma para sí mismos, y con ello lo único que han logrado es agregar, a la tormenta, la noche.

 

«La verdad es que tampoco la palabra que tú dices sobre tu vida es definitiva. Unas veces estás alegre y otras triste; por un tiempo te levantas con soberbia, y luego te deprimes en profundo abatimiento. Además, no conoces toda la verdad sobre ti, y bien puede ser que en algunas de tus culpas seas menos malo de lo que piensas, y en algunas de tus buenas obras merezcas menos elogios de los que pretendes.

 

«He aquí que yo tengo algo que decirte y algo qué decir sobre ti. Dios, mi Padre, que te ha formado, conoce tu ser: sus ojos no sufren la mentira de las apariencias y sus manos llevan siempre a término las palabras de su boca. El da la muerte y la vida, hunde en al abismo y levanta, da la pobreza y la riqueza, humilla y enaltece.

 

«Bien lo dijo mi Predicador: Es viva y eficaz la palabra de Dios, y más cortante que espada alguna de dos filos. Penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, hasta las junturas y las médulas; y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón. No hay para ella criatura invisible: todo está desnudo y patente a los ojos de Aquel a quien has de dar cuentas.

 

«Hoy es un día de gracia; este es tiempo de misericordia. ¡No se ha pronunciado la última palabra sobre tu vida! Dios hace de ti palabra suya cuando te crea cada día, cuando te habla cada mañana, cuando te escucha cada tarde. Pero, atiende: llegará un día último, en el cual no haya más que hablar. Ese Día, Dios dirá qué piensa de ti, de tus juicios, de tus obras, de tus pensamientos, de tu amor.

 

«Hoy te hablo, y aquel día te hablaré. Pero hay esta diferencia: cuando escuches esa última palabra ‑que resonará en toda la Creación y en todos los rincones de la Historiatú sabrás por fin quién eres.

 

«Piensa en que la muerte ‑mi muertey la resurrección ‑mi resurrección han llevado al extremo la Historia. Nada encontrarán los siglos más grave o más terrible que mi muerte; nada más admirable o más glorioso que mi resurrección. Ven. Abraza mi Muerte, que es el Juicio; acoge mi Resurrección, que es la Justicia. Que si Dios te justifica, ¿quién te condenará?

 

«Escucha: Dios, sabiendo cuánta majestad y poder hay en su Palabra, ha querido anticipar el Juicio en forma de inagotable torrente de misericordia, perdón, redención y salvación. Soy Dios para ti, soy Dios contigo, soy Jesucristo. Dios te concede adelantar el juicio para ofrecerte de una vez su justicia salvadora y así liberarte no sólo del pecado y del castigo, sino también del temor al pecado y al castigo.

 

«Escucha: nada puede traerte tanta paz como saber que por encima de las opiniones ajenas y de los complejos tuyos, está el parecer de mi Padre Celestial. Mira que ahora te salva el que luego te juzgará. ¿Habrá que temer ese juicio, si ya te lo anuncia mi Cruz? ¿Habrá que temerlo, si el Juez quiere otorgarte su perdón?

 

«No temas, cristiano, no temas. Escucha la palabra del que venció la muerte y ahora vive Resucitado de entre los muertos: "Shalom. La paz contigo". Desde más allá de la Historia, te saluda mi voz y te dice: "La paz contigo". Desde la victoria te canta mi alma y te ofrece el Espíritu de Verdad, que te guía hacia la Verdad completa. Desde tu futuro junto a mí, desde lo que estás llamado a ser, mis ojos se alegran aguardándote. Pero también desde el pasado, desde la noche de la Cruz, mis ojos te reconocen: he dejado que allí te miren para que no olvides cuánto te amo y cuál es el camino hacia la gloria.

 

«Hoy es tu día de salvación. Hoy me has escuchado. Reconoce quién soy yo y quién eres tú. Conociéndote ante Dios, anticipas el Juicio; conociéndolo en ti, anticipas tu salvación. Guarda silencio, por hoy. Deja que yo te hiera y te cure; deja que te quebrante y te reconstruya; ven a morir conmigo, ven a resucitar a mi lado.»

 

Sorprendido del esplendor divino, el cristiano levanta su mirada y por un fugaz instante ve la sombra luminosa de la Cruz. Entonces sonríe del mundo, y siente un cariño inmenso por todos los mortales.

 

 

 

A La Hora De Partir

 

Ante la fugacidad de los días que corren y corren, hasta parecer alcan­zarse unos a los otros, se preguntaba un cristiano qué habría de quedar de tantos afanes. Y en sueños oyó que el Señor le hablaba:

 

«Sólo una cosa era realmente impor­tante: que me conocieras, y que en mí supieras quién eres. Ahora tu historia llega a su final. El tiempo se ha venci­do y ya es hora de dejar de escribir y de leer lo que has escrito. Mira, pues, tu pasado, que ya no volverá, y mira la eternidad que te aguarda. Ha concluido tu oportunidad para el bien y tu ocasión para el mal. Veamos entonces quién fuiste, quién eres y quién serás.

 

«Sólo una cosa era realmente impor­tante: que me amaras, y que en mí amaras cuanto existe. Revisa tu libro. Mira dónde está escrita la palabra "amor". Esa palabra me interesa. Mira ahora si está escrita con minúscula o con mayús­cula. Bien, puedes borrar tus amores minúsculos; esos no franquearán la muerte. Fueron, pero ya no son. Revisa de nuevo tu libro. Haz un índice de tus Amores mayúsculos, esto es, los que han nacido de mi Amor. Puedes escribir esas palabras con oro puro, porque durarán para siempre.

 

«Sólo una cosa era realmente impor­tante: que me sirvieras, y que así fueras dueño del hermoso mundo. No olvides que yo soy el Señor. ¿Ves tus páginas en blanco? Son tus caprichos: puro tiempo perdido: ¡nada! ¡Nada quedó de ellos! Cuenta las palabras vacías, las sonrisas falsas, los cinismos ver­gonzosos, las hipocresías, las rebeldías infantiles, la soberbia. Por cada una de esas palabras, una lágrima; y por cada una de esas sonrisas, un gemido; y por cada cinismo, un agudo lamento; y por cada hipocresía, un nuevo dolor; y para la soberbia, fuego: fuego puro. Es el precio que pagaste.

 

«Sólo una cosa era realmente impor­tante: que tu estuvieras escrito en mi Libro. ¿No oíste hablar del Libro de la Vida? Lee, pues, ahora. Busca tu nombre en mis páginas. Lee en mí. Yo soy una cosa con mis palabras. Lee entonces en mí. Mira si te pareces a mí, después que yo quise parecerme tanto a ti. Y si te vieres escrito en mi Libro, alégrate. Porque el tiempo ya no espera. Y ahora, cuando ha llegado el momento de partir, sólo lo importante vale. Levántate, pues, y habla. Yo soy Jesucristo; tú, ¿quién eres?.»

 

Así comienza a hablar el Señor, en el umbral de la muerte.

 

 

 

Misericordia Quiero

 

Habíase detenido el camino hacia Dios en aquel cristiano, porque no lograba perdonar. Angustiado en su dureza, clamó al Señor, y el Señor le respondió:

 

«Sed misericordiosos, como es miseri­cordioso vuestro Padre Celestial.

 

«No juzguéis tan duro al hombre: es sólo un hombre.

 

«Y si tiene delirios de grandeza, es por su misma pequeñez.

 

«Si os parece ávido de cuanto ven sus ojos, comprended que es la enfermedad de un peregrino.

 

«Y si en su camino se aferra al equi­paje, compadeceos de su pobreza.

 

«Ninguna ropa tapará su desnudez. Y sus respuestas no lograrán acallar el clamor de su ignorancia.

 

«Si veis en sus ojos veneno de envidia, no envidiéis su triste condición.

 

«No temáis los bramidos de los hom­bres, cuando sueñan ser terribles fieras: suelen los hombres gritar como poderosos, y sus gritos son súplicas; son gemidos que imploran perdón, afecto, una mano amiga, un corazón abierto.

 

«Si escucháis las mentiras de los hombres, no olvidéis que la Mentira se cierne sobre ellos, casi tanto como el absurdo, o la muerte.

 

«Por ello, no juzquéis tan duro al hombre: es sólo un hombre.

 

«Pero en él hay buena semilla y una chispa de infinito. Es la obra suprema de la creación, es la razón de ser de la historia, es mi digno y amado interlocu­tor.

 

«Es triste el pecado, ¿verdad? Grave cosa el mal, ¿no es cierto? Pero con­suélate: no cabrían tantos males en el hombre, si no fuera tanta su grandeza. Yo, que lo conozco, te lo puedo asegu­rar: en él hay una chispa de infinito. ¿Por qué apagar esa chispa? Dadle amor. Amad a vuestro prójimo; amadle sin medida, porque no tienen medida su sed, ni su pecado, ni su indigencia. Pero si aún necesitáis una medida, tomad mi Cruz y unidla a vuestro pecho. Cuando mi Sangre se confunda con vuestra sangre, tendréis la medida del amor.»

 

Y aquel cristiano de duro corazón daba gracias, porque al resonar el nombre de la Cruz de Cristo, una puerta se abrió en su alma, y por esa puerta entró la paz.

 

 

 

Despierta, Tu Que Duermes,
Y Te Iluminará Cristo

 

El cristiano recuerda y revive su bautismo. Ora en silencio, y de repente, Cristo mismo le habla desde la altura:

 

«Como de oscura noche, despertaste al fin. Mi luz, alegre y clara, bañó tus ojos entenebrecidos, y el resplandor de mi gloria alejó toda sombra de tu vida. Me gozo viéndote alegre, porque esa alegría quise para ti. Te saludo, hijo de mi llanto, precio de mi Sangre; te llevo escrito en mis llagas y grabado en mi corazón. Ya nadie podría arrancarte de mí, porque he llamado a juicio a tus enemigos y he atado para siempre a tus adversarios.

 

«Levanta, pues, tu mirada, porque tu lugar es la altura. Aspira el aroma del cielo y aprende a detestar el pecado que te humilla. ¡Lejos de ti la ocasión de pecar! Levanta tus ojos a los míos, amado de mi alma, oveja de mi rebaño, y contempla en mí el mundo nuevo: mira lo que has de ser, cómo has de obrar y cuánto has de amar.

 

«¡Alza la cabeza, hombre libre! Bien deseo que nada te sacie en esta tierra, porque de mucho amar lo pasajero te olvidarías de lo eterno. Bien deseo que conserves limpias tus manos, porque no tienen parte conmigo los soberbios, ni los sanguinarios, ni los mentirosos, ni los negligentes, ni los impuros. Y sobre todo: bien deseo que arda tu pecho con Fuego del mundo nuevo. Basta ya de esa mentira que tantos de este mundo llaman "amor"; lo tuyo ahora es la Verdad, la humildad, la alegría, la santidad. Lo tuyo ahora soy yo, y lo mío eres tú.

 

«Por hoy, entonces, ocúpate de lo mío, y deja que yo me ocupe de lo tuyo. Escribe hoy, con tus hermanos, una página de Evangelio. Séllala luego con la unción de mi Espíritu y confíala a mi misericordia. Y que al despedir tu día, y al terminar tu vida, la paz de mis ojos salude tu rostro, y lea yo mi nombre en tu frente.

 

«¡En pie, sé valiente! No olvides a dónde has de llegar, y no te olvidarás de cómo has de caminar. No olvides cuánto te espero, y no cesarás de aguardarme. Y nunca olvides cuánto te amo, porque ya sabes que nunca dejaré de amarte.»

 

Así habla Cristo, y su voz resuena como fragor de muchas aguas, y su luz resucitada hace ver pálido este sol.

 

 

 

Ora Et Labora

 

Como espesa niebla, la duda se había adueñado del corazón de aquel cristiano. Sabía de Cristo y lo amaba, pero amaba también la mediocridad, de modo que, arropado por el detestable calorcillo de la tibieza, no acababa de decidirse por el Señor.

 

A la vuelta de una esquina se ve la torre de una iglesia; como venidos del cielo, los ecos de la voz de un anciano sacerdote pregonan las grandezas de Cristo en la Eucaristía. Entonces el cristiano recapacita, y es la voz del mismo Cristo quien le interpela:

 

«Has amado más tus harapos que el vestido de gloria que te di el día de tu bautismo. Has amado más los caminos de la tierra que los del cielo, y te atenaza la duda. Temes y te preguntas si es posible la santidad para ti. Temes, como todos; pero no todos se preguntan. Preguntar es una gracia, créeme.

 

«A quienes tienen poca fe y aún desconfían de mi Dios, hay que decirles que se esfuercen mucho: así no retrocederán en el camino recién iniciado. Pero cuando crezca su fe y hayan aprendido a confiar en mí, habrá que recordarles quién les dio querer y obrar: así avanzarán con firmeza hasta el término dde lo comenzado.

 

«Pues aquel que aún se pregunta y duda sobre cuál es su parte y cuál la de Dios, ya presiente que tendrá que hacer mucho; en cambio, aquel otro que va descubriendo cuánto hice y sigo haciendo, tanto más logra cuanto más confía.

 

«Tal parece, en efecto, que Dios será siempre un Juez despiadado para quien piensa sólo en sus propios esfuerzos y logros. Sin embargo, quien ha conocido los esfuerzos y logros de Dios en Cristo no duda en reconocer su propia impiedad e injusticia. Porque de tanto mirar tus propios intereses llegarás a temer por tu condenación; en cambio, de aprender a mirarme llegarás a reconocer la terrible fuerza del amor de dios y el incomprensible interés que tiene por salvarte.

 

«No pretendes, pues, escoger cuál es el Dios que te sirve; tampoco hagas un dios a tu imagen. Piensa más bien que si ahora te hablo, es porque quiero formarte en mí y formarme en ti. Que ahora tengas tiempo para Dios quiere decir que ahora Dios tiene tiempo para ti.»

 

Han cesado las campanas. Se ha apagado la voz del anciano predicador. La gente sale de la iglesia. Pero Dios nunca sale del alma; Dios nunca se aleja del mundo.

 

 

 

El Canto De La Redención

 

Solíase preguntar un buen cristiano cuál sería el canto de Cristo en la Cruz. Porque había aprendido que aquel solemne grito al momento de partir de este mundo hacia el Padre, era en Cristo toda una proclama: era el recitativo de nuestra redención. Y mientras esto cavilaba, oyó la voz del Señor, que de lo alto le decía:

 

«Ahora eres otro. Ahora que la luz besó tus ojos; ahora que mi voz abrió tus oídos; ahora que mi palabra halló nido en tu ser; ahora que crees y vives; ahora que esperas y amas; ahora eres otro. Eres tú y más que tú. Eres tú sin lo que te estorbaba; eres tú sin lo que te enfermaba; eres tú sin lo que te ensuciaba; eres tú sin lo que te ocultaba: eres más tú, para gloria de mi Padre del Cielo.

 

«Ahora eres otro. Ahora cantas conmi­go, cuando canto a mi Padre; ahora lloras conmigo, cuando lloro el pecado del mundo; ahora ríes conmigo, cuando vemos reír a los niños; ahora vives conmigo: ahora eres otro. Eres tú y más que tú. Eres tú con mi vida; eres tú con mi sonrisa; eres tú con mi Sangre; eres tú con mi Espíritu: eres más tú, para gloria de mi Padre del Cielo.

 

«Ahora eres otro y yo soy el mismo. Porque mi reino no es de este mundo. Mi reino no surge del dinero, no se sostiene con las armas, no se opaca con los años. Soy el mismo: el que era, el que es, el que viene. ¡Oh! Pero tú miras mi Cuerpo Crucificado y te preguntas si he cambiado. Amado de mi alma, precio de mi Sangre, sólo respóndeme una pregunta: Me revestí de tus culpas, pero te revestí de mi gracia, ¿quién cambió? Grabaste tus llagas en mi piel, pero yo grabé mi inocencia en tu cuerpo, ¿quién cambió? Derribaste mi alma con tus pecados, pero yo derribé tu egoísmo con mi amor, ¿quién cambió? Te diré la verdad: yo no he cambiado. No cambió mi gracia cuando te la daba, ni se perdió mi inocencia cuando la grababa en ti, ni cesó mi amor cuando te amaba. Yo soy el mismo y tú eres otro. Ahora eres más tú, para gloria de mi Padre del cielo.

 

«Ahora eres otro. Tu cabeza brilla con agua del santo bautismo; el aroma de mi Sangre perfuma tu aliento; el fuego de mi Espíritu inflama tu pecho; el calor de mi madre, de la Virgen, rodea tu alma; mi Padre es tu Padre; mi Dios es tu Dios. Ahora eres otro porque yo he vencido al mundo; porque los siglos no han logrado ni lograrán ocultar la Cruz; porque la tierra entera será juzgada en mi presencia, y sólo quedarán en pie los que me aguardan.

 

«Por tu parte, alégrate. Levanta la cabeza. Mírame a los ojos. Yo soy como tú; tú eres como yo.»

 

Y callaba el cristiano oyendo cantar a su Señor. Y se maravillaba pensando que el Verbo se hizo hombre, y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria.

 

 

 

El Cielo, El Altar, Los Pobres

 

Andando siempre de prisa, el cristiano tropieza un día con el dolor de su hermano. Y entonces escucha la voz de Jesucristo, que le dice:

 

«Si levantas tu oído al clamor de mis pobres, oirás voces sobrecogedoras. Hoy nacen niños cada hora y cada minuto. Su llanto, que es el canto del dolor y del amor a la vida, forma a lo largo y ancho de la tierra un coro sonoro y brillante, el coro de los que han podido arribar al mundo. Junto a ellos, una multitud anónima de pequeñuelos no lloran, porque no pudieron nacer, y tampoco cantan, porque no hubo oídos para ellos. Yo sí los escucho, los conozco y los amo.

 

«Si levantas tu oído al clamor de mis pobres, oirás voces cargadas de angus­tia. Voces de aquellos que no pueden gritar, porque han sido aplastados y mutilados. Son las víctimas de las leyes injustas; los torturados por los centros de poder; los que un día se vieron sin palabras ante un arma, ante una sentencia abominable, o ante la indeseada visita de la muerte. Yo los escucho, los conozco y los amo.

 

«Si levantas tu oído al clamor de mis pobres, oirás voces bien tristes. He aquí la voz del anciano llamando a sus amigos, que ya no viven, y a sus hijos, que un día prefirieron dejarlo en paz. He aquí también la voz de quien se halla perdido en el mundo, y pregunta a los que pasan: "¿qué debo hacer?". Es la voz del amor defraudado y de la esperanza que se apagó por falta de alimento; la voz de la vida opaca y árida, la de los días grises, rutinarios y estériles; la voz de quien está solo en medio de la gente; la voz del deprimido. Yo los escucho, los conozco y los amo.

 

«Si levantas tu oído al clamor de mis pobres, oirás voces oscuras: los pecados inconfesados, el rumor de la maldita superstición, el horrible invocar espíritus, los cultos satánicos, las tenebrosas propuestas de soborno, las risas torcidas de quienes trafican con la vida y la honra de otros, el tumulto de quienes hacen negocio divulgando el pecado, como si no tuvieran más oficio que alabar al demonio y provocar escándalo en mis niños. ¡Oh pobreza incalculable de quien me ha perdido! Dime: ¿hay alguna voz que escape a mis oídos? Pero estos pecadores, aunque se han cargado de cadenas por sus propias culpas y malos hábitos, todavía tienen aliento para hablar mal de mí. Yo los escucho, los conozco y los amo.

 

«Si levantas tu oído al clamor de mis pobres, oirás mi propio clamor. Llagas y sangre: ese fue mi último sermón. Soledad y abandono: tal fue mi última predicación. En el cielo, en el altar, en mis pobres: ahí me tienes. Gloria, Eucaristía, Indigencia: eso soy para ti. Hablo por voz de los que sufren, sépanlo ellos o no. Hablo en ellos porque los amo. Y tú, ¿dirás que me amas, si no los escuchas? Mis ojos miran en los ojos de mis pobres. ¿Dirás que quieres verme, si rehuyes esos ojos? Mi cuerpo padece en ellos. ¿Dirás que estás conmigo, si odias estar con ellos? Búscame, pues, donde me hallo; ámame como te amo, y sírveme donde deseo ser servido.»

 

Ha terminado la prisa. El cristiano se vuelve, y busca con sus ojos los ojos de Cristo en el pobre. Pero es tarde. Cristo ha pasado, porque también Cristo tiene prisa. Y en el silencio del día que termina, aquel cristiano eleva sus ojos al cielo, hace de su pecho un altar, y ora muy despacio diciendo: Jesús, mi Señor y Redentor, yo me arrepiento de todos los pecados que he cometido hasta hoy.

 

 

 

Más Allá De Toda Ley Escrita

 

Habiendo encontrado a su Señor, el cristiano se alegra y piensa maravillado en cuántas cosas buenas y bellas ha hecho el Altísimo. Mira con cariño la generosidad de la Bienaventurada Virgen María, la siempre fiel y siempre discí­pula, y siente que su alma está dispues­ta para lo grande, lo alto, lo santo. Levanta entonces su corazón a la altura, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios, y escucha la suave palabra de su Redentor, que dulcísimamente le dice:

 

«De ahora en adelante ya no te llamaré siervo, sino amigo. Ya no tendré sólo preceptos para ti, porque para ti he reservado algo mejor. Es verdad que todo hace caso a mi voz, pero más cierto es que, ante mis ojos, la docilidad del amor que me atiende vale mucho más que la simple obediencia del temor que me acata.

 

«Deja, pues, que mi voz te invite a lo mejor; hablemos un poco de lo más per­fecto; miremos juntos hacia el infinito de las pequeñas cosas. Porque has de saber, mi buen amigo, que en el actual estado del mundo, sólo es grande el que sabe hacerse pequeño, y sólo es sabio el que aprende a ser ignorante, y sólo es sensato el que acepta la locura de la Cruz. Prepárate, pues, para escucharme, porque he de hablarte de mis preferidos. Así los llamó, porque con ellos viví de camino por el mundo. Así los llamo, porque fueron mi escuela en Belén y Nazareth, en Galilea y Jerusalén.

 

«Comenzaré por presentarte a una pequeña amiga, la Infancia. Te invito a que seas siempre como un niño. Es sólo una invitación. Mira el mundo con ojos fascinados y despiertos, y descubre en él la mano de mi Dios. Mira a mi Padre, y expón tus necesidades ante él con la confianza de los niños. Para que tu alma se renueve, ama la inocencia, la trans­parencia y la pureza. Ríete de la mucha seriedad y disfruta de las cosas sencillas y buenas. Olvídate de prejuicios y nunca discrimines a la gente por su color, dinero, raza o religión: ¡para todos es el Evangelio! En fin, que la virtud no sea una carga para ti, sino tu manera de andar presto y liviano por el mundo. Créeme que quienes así obran son como niños cristianos. Por ello, suelen ser despreciados. El mundo no los toma en cuenta, pero yo sí sé dónde viven, cuánto hacen y cuánto valen.

 

«Te presento a mi amiga Pobreza. Te invito a que seas de veras pobre. Es sólo una invitación. Del pesebre a la Cruz, la pobreza fue mi vestido y mi compañía. Revestido de ella, llegué a donde no llegan los ricos, siempre tan seguros ‑¡y tan frágiles!detrás de sus rejas y candados. Hecho pobre, vi lo invisible y oculto para el mundo. La pobreza me hizo dueño del corazón de mis amigos, y así, no teniendo nada como mío, conquisté las riquezas de amor y generosidad que deseaba. Es verdad que fui despreciado como pobre, pero sólo por aquellos que ignoraban el precio de mi pobreza.

 

«He aquí la Virginidad cristiana. Es bastante desconocida y muy poco apreciada. Pero yo te invito a que seas virgen de cuerpo y alma. Es sólo una invitación: a que ames exactamente a mi manera. Amar fue mi vida en esta tierra; amar es mi vida en el cielo. Con ar­diente corazón, humano y divino a la vez, amé; con fuego, con Sangre, con Sabiduría, con Espíritu. Así atraje y cautivé la creación entera. ¡Camino excelso, el amor virginal, camino digno de amoroso seguimiento! Tú, sin embargo, ten presente que este camino es ante todo un don: don del Espíritu Santo, don que mi Padre otorga a quien quiere. Y si alguien pretendiera avanzar temeraria­mente por este camino, sin haber sido llamado a él, se marchitaría sin pareja y sin hijos. Pero no temas. El generoso Espíritu sabe hablar a todo el que quiera oír, e indicar a cada cual su senda. A todos sin embargo, se les manifestará un día que más alto y raro es el amor virginal. Por ello, mayor es su alcance, más elevado su vuelo y mejor su mirar al cielo.

 

«Te presento a mi amiga, la Obediencia. Así como un ojo sigue al otro cuando levantas tu mirada, así mi voluntad siguió en todo a la de mi Padre. Amor y obediencia fue mi alimento; amor y obediencia, mi consuelo. Te invito a que seas obediente en todo; aún más, te invito a que manifiestes y realices tu obediencia haciendo caso a una persona como tú. Te invito, pues, a que recibas con docilidad la instrucción y el mandato de quien te puede dirigir en la Santa Iglesia. De acuerdo con tu conciencia formada, y con la voz del Espíritu en tu interior, obra en esto de la mejor manera, sabiendo que estoy siempre con quien siempre quiere estar conmigo.»

 

Lleno de gozo, el cristiano siente que el corazón se apresura, porque adivina que ha llegado el tiempo de darlo todo y de conquistar la vida eterna.»

 

 

 

Veinte Máximas

 

1. Si conocieras a una persona como tú, ¿te harías su amigo?

 

2. ¿Mereces durar en el mundo?

 

3. Sin virtudes no hay santidad.

 

4. Casi todo lo que me duele es verdad.

 

5. Suele suceder que criticamos en otros lo que deseamos para nosotros.

 

6. No puedo llamarte vencedor si no has llegado a vencerte.

 

7. Que no se te pase el tiempo sin amar a Dios.

 

8. Si eres dueño de ti, ¡qué gran tesoro tienes!

 

9. Ser mejor implica dejar lo que fui­ mos, y esto, a menudo, duele.

 

10. Tú te alejaste de Dios, quizá, pero Dios no se alejó de ti.

 

11. Nadie tan esclavo como aquel que cayó en manos de su propio capricho.

 

12. A veces, lo que nos resulta real­ mente difícil no es amar las virtudes que nos faltan, sino detestar los vicios que nos estorban.

 

13. No desprecies tus preguntas: son tu riqueza.

 

14. Ciertamente ves al Invisible, si al ver cuanto ves, él te parece ausente.

 

15. No basta con que «dejes ser» a tus hermanos; procura que sean; desea que lleguen a ser lo que Dios quiere que sean.

 

16. ¿Cuál es el tamaño de tu amor? Ese es tu tamaño; es lo único real en ti; lo único que dejarás y lo único que te llevarás.

 

17. ¿Te gustaría hacer la peregrinación suprema? Es decir: ¿te atreverías a dejarte?

 

18. ¿Hay paz en tus fronteras?

 

19. No recuerdas cuál fue tu primera palabra, pero, ¿cuál te gustaría que fuera tu última palabra?

 

20. Hay quien perdió la vida ganando cosas. ¿Perderías tus cosas por ganar la vida?

 

 

 

A La Hora De Mi Muerte, Llámame
(Oración al dejar esta tierra)

 

¡Oh Señor Jesucristo!

 

Llegado el momento de partir de esta tierra hacia tu cielo, recuerdo y bendi­go el día glorioso en que quisiste venir del cielo a la tierra, a recorrer nues­tros caminos para hacerte Camino nuestro, a sanar nuestras heridas con óleo de tu Santo Espíritu, a rescatarnos de la ceguera con la luz del padre Eterno, y a cantar el sublime canto de la redención desde el altar augusto de la Cruz.

 

Y nuestra tierra, que se abaja ante el sol que la besa, se alegró con tus pasos, hallando en ti por fin la manera de honrar y servir dignamente a su Creador y Padre.

 

Resucitando de entre los muertos, llenaste de tu Día la noche de nuestra muerte, y así es verdad que todo te obedece, Sabiduría del Padre, Cordero Inmolado, Cristo Glorioso.

 

Por eso me acerco a tu bondad, porque sé que sólo por amor quisiste acercarte tanto a nosotros. Y clamo a tu Sangre el perdón de mis pecados, porque me duele haberte amado poco. Por todo te doy gracias, ¡oh tú, mi Eucaristía!, y contigo me ofrezco al Padre, para aumen­to de su gloria, salud de la Iglesia y salvación de mi vida.

 

Sólo una súplica inflama mi espíritu en esta hora decisiva: llámame. Si ahora me llamas, todo habrá valido la pena. Pero si callas mi nombre, aunque todos lo pronuncien, te habré perdido a ti, Tesoro mío, y entonces jamás habrá nada valioso para mí y nunca habrá nada bueno para mí.

 

¡Oh Señor Jesucristo!, mira que anhelo amar el bien que amas y detestar el mal que detestas. Así pues, llámame desde tu Cruz redentora, que mi nombre será hermoso en tus labios, mi rostro será bello en tus ojos y mi vida será precio­sa en la tuya. Mírame para que pueda mirarte, y con los ángeles y santos me alegre alabándote, en la gloria que desde siempre te pertenece, junto con el Padre y el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.

 

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