Juan
Pablo II: Una oración para comenzar con serenidad la jornada
Intervención
del Papa en la audiencia general de este miércoles
CIUDAD
DEL VATICANO, 30 mayo 2001 (ZENIT.org).- En
la oración de la mañana, el cristiano pone su día en las manos de Dios,
experimentando una tranquilidad y serenidad únicas. Una experiencia para que la
que el pontífice ha recomendado en su intervención durante la audiencia de este
miércoles el rezo del Salmo 5, tal y como propone la Liturgia de las Horas en
las Laudes.
De esta oración, explicó el Papa, «el fiel recibe la carga interior para
afrontar un mundo con frecuencia hostil. El Señor mismo le tomará de su mano y
le guiará por las calles de la ciudad, es más, le "allanará el
camino"».
Ofrecemos a continuación el texto de la catequesis que Juan Pablo II pronunció
en la audiencia general.
* * *
1. «Por la mañana
escucharás mi voz, por la mañana te expongo mi causa, y me quedo aguardando».
Con estas palabras, el Salmo 5 se presenta como una oración de la mañana y, por
tanto, se sitúa perfectamente en el contexto de las Laudes, el canto del fiel
al inicio del día. El tono de fondo de esta súplica está más bien marcado por
la tensión y el ansia, por los peligros y las amarguras que están por suceder.
Pero no desfallece la confianza en Dios, siempre dispuesto a sostener a su fiel
para que no tropiece en el camino de la vida.
«Sólo la Iglesia tiene una confianza así» (Jerónimo, «Tractatus LIX in
psalmos», 5,27: PL 26,829). Y san Agustín, llamado la atención sobre el título
que se le da al Salmo y que en su versión latina dice: «Para aquella que recibe
la herencia», explica: «Se trata, por tanto, de la Iglesia que recibe en herencia
la vida eterna por medio de nuestro Señor Jesucristo, de modo que posee al
mismo Dios, adhiere a Él, y encuentra en Él su felicidad, según lo que está
escrito: "Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la
tierra» (Mateo 5, 4) («Enarr. in Ps.», 5: CCL 38,1,2-3).
«Tu», Dios
2. Como sucede con frecuencia en los Salmos de «súplica» dirigidos al Señor
para ser liberados del mal, en este Salmo entran en escena tres personas. Ante
todo aparece Dios (versículos 2-7), el «Tú», por excelencia del Salmo, al que
el orante se dirige con confianza. Ante las pesadillas de la jornada agotadora
y quizá peligrosa, emerge una certeza: el Señor es un Dios coherente, riguroso
con la injusticia, ajeno a todo compromiso con el mal: «Tú no eres un Dios que
ame la maldad» (versículo 5).
Una larga lista de personas malvadas --el malhechor, el mentiroso, el
sanguinario y traicionero--desfila ante la mirada del Señor. Él es el Dios
santo y justo que se pone de parte de quien recorre los caminos de la verdad y
del amor, oponiéndose a quien escoge «las sendas que llevan al reino de las
sombras» (cf. Proverbios 2,18). El fiel, entonces, no se siente solo y
abandonado cuando afronta la ciudad, penetrando en la sociedad y en la madeja
de las vicisitudes cotidianas.
«Yo», el orante
3. En los versículos 8 y 9 de nuestra oración matutina el segundo personaje, el
orante, se presenta a como un «Yo», revelando que toda su persona está dedicada
a Dios y a su «gran misericordia». Está seguro de que las puertas del templo,
es decir el lugar de la comunión y de la intimidad divina, cerradas a los
impíos, se abren de par en par ante él. Entra para experimentar la seguridad de
la protección divina, mientras afuera el mal se enfurece y celebra sus triunfos
aparentes y efímeros.
De la oración matutina en el templo el fiel recibe la carga interior para
afrontar un mundo con frecuencia hostil. El Señor mismo le tomará de su mano y
le guiará por las calles de la ciudad, es más, le «allanará el camino», como
dice el Salmista, con una imagen sencilla pero sugerente.
En el original hebreo esta confianza serena se funda en dos términos («hésed» y
«sedaqáh»): «misericordia o fidelidad», por una parte, y «justicia o
salvación», por otra. Son las palabras típicas para celebrar la alianza que une
al Señor con su pueblo y con cada uno de sus fieles.
«Ellos», los enemigos
4. Así se perfila, por último, en el horizonte la figura oscura del tercer
actor de este drama cotidiano: son los «enemigos», los «malvados», que ya
estaban en el fondo de los versículos precedentes. Después del «Tú» de Dios y
del «Yo» del orante, ahora viene un «Ellos» que indica una masa hostil, símbolo
del mal en el mundo (versículos 10-11). Su fisonomía está caracterizada un
elemento fundamental de la comunicación social, la palabra. Cuatro elementos
--boca, corazón, garganta, lengua-- expresan la radicalidad de la maldad de sus
decisiones. Su boca está llena de falsedad si corazón maquina constantemente
perfidias, su garganta es como un sepulcro abierto, dispuesta a querer solo la
muerte, su lengua es seductora, pero «llena de veneno mortífero» (Santiago 3,
8).
5. Después de este retrato áspero y realista del perverso que atenta contra el
justo, el salmista invoca la condena divina en un versículo (versículo 11), que
la liturgia cristiana omite, queriendo de este modo conformarse a la revelación
del Nuevo Testamento del amor misericordioso, que ofrece también al malvado la
posibilidad de la conversión. La oración del salmista experimenta al llegar a
ese momento un final lleno de luz y de paz (versículos 12-13), después del
oscuro perfil del pecador que acaba de diseñar. Una oleada de serenidad y de
alegría envuelve a quien es fiel al Señor. La jornada que ahora se abre ante el
creyente, aunque esté marcada por cansancio y ansia, tendrá ante sí el sol de
la bendición divina. El salmista, que conoce en profundidad el corazón y el
estilo de Dios, no tiene dudas: «Tú, Señor, bendices al justo, y como un escudo
lo rodea tu favor» (v. 13).
N.B.: Traducción del italiano realizada por Zenit.