Contrición
(dolor de los pecados)
Dolor
de los pecados es arrepentirse de haber pecado y de haber ofendido a Dios. Arrepentirse
de haber hecho una cosa es querer no haberla hecho, comprender que está mal
hecha, y dolerse de haberla hecho. El arrepentimiento es un aborrecimiento del
pecado cometido; un detestar el pecado.
No
basta dolerse de haber pecado por un motivo meramente humano. Por ejemplo, en
cuanto que el pecado es una falta de educación (irreverencia a los padres), o
en cuanto que es una cosa mal vista (adulterio), o que puede traer consecuencias
perjudiciales para la salud (prostitución), etc. El arrepentimiento profundo,
que mira la aborrece la ofensa a Dios, precisamente porque Dios ha sido
ofendido, y que se propone no volver a ofenderlo, es exactamente la contrición.
No
es lo mismo el dolor de una herida -que se siente en el cuerpo- que el dolor de
la muerte de una madre -que se siente en el alma-. El arrepentimiento es «dolor
del alma». Pero el dolor de corazón que se requiere para hacer una buena
confesión no es necesario que sea sensible realmente, como se siente un gran
disgusto. Basta que se tenga un deseo sincero de tenerlo. El arrepentimiento es
cuestión de voluntad. Quien diga sinceramente «quisiera no haber cometido tal
pecado» tiene verdadero dolor en el alma. Un dolor de amor.
El
dolor es lo más importante de la confesión. Es indispensable: sin dolor no hay
perdón de los pecados. Por eso es un disparate esperar a que los enfermos estén
muy graves para llamar a un sacerdote. Si el enfermo pierde sus facultades,
podrá «arrepentirse».
El
dolor debe tenerse antes de recibir la absolución; su materia son todos los
pecados graves que se hayan cometido. Si sólo hay pecados veniales es necesario
dolerse al menos de uno, o confesar algún pecado de la vida pasada.