Para llegar a gozar de la vida
eterna no basta saber que Dios existe, se necesita amarlo y demostrar ese amor
con obras, esforzándonos en cumplir la voluntad del Señor.
Recordemos el ejemplo de aquel
joven médico que al leer el periódico descubre la foto de una linda chica y su
dirección, se decide a escribirle y cortejarla a distancia, enamorándose cada
día más.
¿Qué hubiera ocurrido si a
nuestro médico en el país lejano no le hubiera llamado la atención la joven de
la fotografía? ¿O, si luego de unas pocas cartas, hubiera perdido el interés
por ella y cesado la correspondencia? Aquella muchacha no habría significado
nada para él a su regreso. Aunque se toparan en la estación a la llegada del tren,
su corazón no se sobresaltaría al verla. Su rostro hubiera sido uno más entre
la multitud.
Algo parecido sucederá si no
empezamos a amar a Dios en esta vida: no hay modo de unirnos a Él en la
eternidad. Si nuestro corazón llega a la eternidad sin amor de Dios, la dicha
simplemente, no existirá. Como un hombre sin ojos no puede ver la belleza del
firmamento estrellado, un hombre sin amor de Dios no puede ver a Dios; entra en
la eternidad ciego No es que Dios diga al pecador impenitente (el pecado no es
más que una negativa al amor de Dios):
Si no vienes preparado, no quiero que te me acerques. ¡Largo de aquí
para siempre! No. El hombre que muere
sin amor de Dios, o sea, sin arrepentirse de su pecado, ha hecho su propia
elección. Fue él quien, consciente y lúcidamente, rechazó de un manotazo la
amante invitación que Dios le ofrecía.
Lo primero será, pues, conocer
todo lo que podamos sobre Dios, para poder amarlo, mantener vivo nuestro amor y
hacerlo crecer. Volviendo a nuestro imaginario galeno: si ese joven no hubiera
visto el periódico donde aparecía la chica, resulta evidente que nunca habría
llegado a amarla. No podría haberse enamorado de quien ni siquiera sospechaba
su existencia. E, incluso, si después de ver su fotografía, el joven no le hubiera
escrito y por la correspondencia conocido sus virtudes y su personalidad, la
primera chispa de interés nunca a se habría hecho fuego abrasador.
Ésa es la razón por la cual
nosotros estudiamos a Dios y lo que Él nos ha dicho de Sí. Ésa
es la razón por la cual recibimos clases de catecismo en la infancia y cursos
de religión en la juventud y madurez. Por esa razón atendemos a las homilías
los domingos y leemos libros y folletos doctrinales, asistimos a círculos de
estudio, seminarios y conferencias. Son parte de lo que podríamos llamar
nuestra correspondencia con Dios. Son parte de nuestro esfuerzo por
conocerlo mejor para que nuestro amor por Él pueda crecer y fructificar.
Pero no basta conocer para amar.
Existe un termómetro infalible para medir nuestro amor por alguien, y es hacer
lo que agrada a la persona amada, lo que le gustaría que hiciéramos. Volviendo
al ejemplo de nuestro mediquillo: si, a la vez que dice amar a su novia y
querer casarse con ella, se dedicara a derrochar su tiempo y dinero en
prostitutas y borracheras, sería un hipócrita de cuerpo entero. Su amor no
sería veraz si no tratara de ser la clase de persona que ella querría que
fuese, si no pusiera en práctica las recomendaciones que ella le sugiere en sus
cartas.
Análogamente, hay una sola forma
de mostrar nuestro amor a Dios, y que consiste en hacer lo que Él quiere que
hagamos, siendo la clase de persona que Él dispuso que fuéramos. El amor a Dios
no está sólo en los sentimientos. Amar a Dios no significa que nuestro corazón
deba dar brincos cada vez que pensamos en Él; eso no es esencial. El amor a
Dios reside en la voluntad. No es por lo que sentimos sobre Dios, sino lo que
estamos dispuestos a hacer por Él, como probamos nuestro amor a Dios.
Mientras más amemos a Dios aquí,
tanto mayor será nuestra dicha en el cielo. Aquel que ama a su prometida sólo
un poco, será dichoso al casarse con ella. Pero otro que ame más a la suya será
más dichoso que el primero en la consumación de su amor. Del mismo modo, al
aumentar nuestro amor a Dios (y nuestra obediencia a su voluntad) aumenta !
nuestra capacidad de ser felices en Dios.
Así, pues, aunque es cierto que
cada uno de los que están en el cielo es totalmente dichoso, también es verdad
que unos poseen mayor capacidad de dicha que otros. Para utilizar un ejemplo
antiguo: un pequeño dedal y un barril pueden estar ambos llenos, pero el barril
contiene más agua que el dedal. O también, si cinco individuos contemplan una
pintura famosa todos están pasmados ante el cuadro, pero cada uno en grado
distinto, dependiendo de su conocimiento y sensibilidad pictóricos.
Todo esto es lo que el catecismo
enseña al decir: ¿Para qué te ha creado
Dios? , a lo que contesta diciendo:
Para conocerlo, amarlo y servirlo en esta vida . Esa palabra de en
medio, amar , es la palabra clave, la
esencial. Pero el amor no se da sin previo conocimiento, pues hay que conocer a
Dios para poder amarlo. Y no es amor verdadero el que no se traduce en obras:
haciendo lo que al amado le complace.
Antes de terminar, interesa mucho
tener en cuenta que Dios no nos deja abandonados a nuestra humana debilidad en
este asunto de conocerlo, amarlo y servirlo. No se ha limitado a ponernos un
instructivo en las manos y dejar que nos arreglemos con su interpretación lo
mejor que podamos. Dios ha enviado a
Alguien para que nos dé la
fuerza interior y para ilustrar lo que debemos saber en orden a nuestro destino
eterno. Dios ha enviado ni más ni menos que a su propio Hijo, el Verbo eterno,
que vino a la Tierra para darnos la Vida que hace posible nuestra felicidad
sobrenatural, y para enseñarnos el Camino y la Verdad con su palabra y ejemplo.
El Hijo de Dios hecho hombre,
Jesucristo Nuestro Señor, subió al cielo el jueves de la Ascensión, y no
tenemos ya más entre nosotros su presencia física y visible. Sin embargo, ideó
el modo de permanecer aquí hasta el final de los tiempos. Con sus doce Apóstoles
como núcleo y base, Jesús se modeló un nuevo tipo de Cuerpo. Es un Cuerpo
Místico más que físico por el ! que permanece en la Tierra. Las células de su
Cuerpo son personas en vez de protoplasma. Su cabeza es Jesús mismo, y el alma
es el Espíritu Santo. La voz de este Cuerpo es el mismo Cristo, quien nos habla
íntimamente para enseñarnos y guiarnos. A este cuerpo, el Cuerpo Místico de
Cristo, que continuará la misión salvadora por todos los siglos y en todas las
partes, lo llamamos Iglesia. La Iglesia enseña la Verdad y muestra el Camino.
Pero la Iglesia también tiene -es el mismo Señor que continúa en Ella- la Vida
del Redentor. No sólo nos ayuda desde
fuera , como un maestro de la Tierra, sino que nos da la nueva vida, vida de
Cristo, para poder unirnos con Él algún día.
Remitido por Piera Ferrari