LA
TARDE
Fr.
Nelson Medina, O.P.
Ya sé qué es lo que me atrae tanto de los paisajes de la tarde por estas tierras y sierras de Dios: la combinación de la suavidad de las nubes con la firmeza de las montañas.
Resulta que
es la ternura la que envuelve a la fuerza, y es la grandeza la que se abaja y
pliega. ¡Justicia de Dios y misericordia del Altísimo!
Me gusta
también el humo que sale de las chimeneas y saluda con cariño a las nubes que a
esa hora descienden en majestuoso silencio. Tiene su alegría ese humo, que,
animoso y desenvuelto, saluda a la tarde entera y no tiene miedo de ser tan
pequeño.
El aire
está frío y el humo no sube mucho en su carrera. Se frena, como sintiendo el
vértigo de la campiña sin fronteras. Imagino que, al mirar desde lo alto estos
campos de mi Dios, ese humo comprende lo ridículo de nuestras cercas y
barreras, y lo necio de esa pretensión de llamar nuestro a un rincón de un
universo que nació sin vallados ni confines.
El humo,
aunque no puede olerse a esa distancia, se sabe qué lleva en su olor. Es el
fogón de la humilde casa, es el hogar que recoge las cuitas y risas, los
dolores y angustias del campesino fatigado, del muchacho imberbe, de la niña
que tiene mil preguntas sin nombre... Ese humo huele a historia humana, huele a
caldo de dudas y postre de amores, huele a esperanza y canto.
El humo,
pues, sube como incienso; las vísperas del cosmos han empezado, y allí estamos
nosotros como sacerdotes de un mundo que sólo tiene nuestras voces para alabar
a su Creador.
La nube
baja al encuentro del humo. La nube es blanca, y el humo gris. La nube es cielo
que llega a la tierra; el humo es tierra que quiere ser cielo. En algún punto
se encuentran, y el cielo bautiza a la tierra, y la tierra se viste de cielo.
La nube está
hecha de sueños, y el humo de hechos. ¡Oh Dios! ¿Dónde se abrazan los hechos y
los sueños? ¿Quién nos enseñará esa danza en que hechos y sueños recogen el
ritmo de tus horas, Señor?
Mientras
aquella danza nos roba el aliento y atrapa el pensamiento, otra agua tiene su
propia canción.
Porque la
danza de la nube y el humo sucede en el silencio de las estrellas que asoman
por turnos. Le hace falta una canción. Y esa es la que brota de los peñascos
atrevidos y de las breñas imposibles.
Uno sabe
que esa agua está ahí, pero es todo un acontecimiento ver cómo estalla su
blancura y se arroja, casi altanera, dispuesta a sufrirlo todo, a darlo todo, a
cambiarlo todo.
Las gotas
de la vanguardia, en ese ejército blanquísimo, golpean con fuerza a las rocas
del camino. Y se rompen en mil gotitas, que ya no son agua sino pura luz. Y al
romperse mueren y al brillar resucitan. Son una pascua en la montaña. Pagan con
su muerte su camino en el collado, y encuentran su sendero no para sí mismas
sino para las gotas que les siguen.
Y me admira
que todo ello sucede sin poeta que lo cante, sin ojos que lo contemplen y sin
boca que sepa bien agradecerlo a su Autor. ¡Oh! ¡Qué cartas de amor nos ha
escrito este Autor! ¡Y qué poco se las hemos leído!
Voy a
llamar feliz a quien sepa leer el lenguaje de Dios, y voy a llamar santo a
quien pueda bien predicarlo.