AMANECER A 8.000 MTS...
Como el viaje desde
Asunción, en el Paraguay, hasta Sao Paulo, en Brasil, camino a Colombia, va de
Occidente a Oriente, puedo decir que hemos viajado hacia la luz.
Cuando salimos de Asunción
era noche cerrada y el amanecer nos sorprendió a 8.000 mts. de altura. Una
cinta rosada, un dibujo en el horizonte, seguido del suave azul que anuncia la
llegada de sol. Y el sol, de puro grande puede ser sencillo y de puro bello se
vuelve discreto...
El agua de ríos y
lagunas se transforma en espejo que devuelve el infinito hacia el firmamento,
donde las estrellas aún se resisten en su feudo y pugnan por lo que es suyo.
Y las nubes, tan
pequeñas y tantas! ¿Por qué serán tantas? Parecen lana que una mano gigantesca
hubiera dejado caer con caprichoso mimo sobre la jungla verde, escandalosamente
joven, desenfadadamente bella.
Las nubes, tan humildes
y tan puras, esperan en silencio que alguien les regale color. El sol las saluda
desde lejos con rayos de sangre. Es el precio que pagan temprano en la mañana y
al morir de la tarde...
Uno siente de repente
que arriba de esas nubes el mundo deviene monasterio. Todo aguarda en silencio,
casto y obediente silencio, digno coro de ángeles santos.
Sólo una palabra resuena
con fuerza, aquella palabra del salmo: "¡Gloria!". Sí, verdaderamente
"el cielo proclama la gloria de Dios". Una conmoción te recorre, casi
hasta las lágrimas, y a pesar del cansancio de los días pasados, es imposible
dormir ante el espectáculo de una belleza que simplemente se ofrece. Nada pide
de ti. Es discreta y elocuente.
Y conmueve también
pensar que esa cinta rosada, esa aurora de gracia, recorre sin cesar nuestro
planeta. Siempre está amaneciendo, en alguna parte.
He encontrado la luz,
pero la línea del alba va ahora detrás de nosotros, buscando otros pueblos,
buscando otros ojos... quizá distraídos, quizá ocupados en sus propios
problemas, incapaces de agradecer y de admirar la hermosura del nuevo día.
La cinta rosada, la
cinta del alba, recorre el mundo sin cesar: un anuncio de misericordia y de
belleza recorre el mundo sin cesar. Es Dios mismo acariciando la tierra. Porque
"tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo Único...".
Esa caricia de luz es un
recuerdo también de la presencia de Jesucristo. Es Él quien ha vencido a la
noche; es Él quien ha traído la luz. En pocos momentos como en éste se siente
con tanta fuerza que Él es nuestro día. Y que el Día de Cristo nunca termina.
Fr.
Nelson Medina, O.P.
En el aeropuerto de Sao Paulo, vía a Bogotá.
25 de marzo de 2002