Basado en un artículo de Fr. André Duval,
O.P.
San Francisco es un
laico, Santo Domingo un clérigo. Parece haber sido siempre de Iglesia, educado
desde sus niñez, “a la manera eclesiástica”, por su tío el Arcipreste, provisto
quizá, desde la adolescencia, de algún beneficio en la diócesis de Osma,
instruído en las disciplinas sagradas, en las mejores escuelas de su país.
Subprior del Capítulo regular de Osma, he aquí uno de los principales personajes
de la administración diocesana, hombre de confianza de su obispo, tanto en los
viajes y negocios diplomáticos, la visita ad
limina, como en la audaz empresa de una nueva forma de predicación en el
seno de una misión pontificial.
Durante diez años, el
Prior de las monjas de Prulla no es un predicador cualquiera independiente,
sino de la calidad del clero local. Administra bienes de la Iglesia en
Fanjeaux, en Prouille, en Limoux, en Lavaur, más tarde en Tolouse. Solidario de
la cruzada y de sus jefes una que otra vez, le hacen beneficiario de dominios
conquistados, representa a la Iglesia oficial ante los herejes a los cuales
concede la reconciliación e impone la penitencia canónica.
Si Arzobispos,
Obispos y otros prelados de la región lo tienen en gran estima, es seguramente
en razón de su santidad, pero también porque pertenece a su mundo. En la
ausencia de Pedro de Vaux de Cernai gobierna en lo espiritual la diócesis de
Carcasona, y está en estrecha relación con el Obispo de Tolouse cuando
comienza, en la primavera de l2l5, la Orden de Predicadores. Así, con un
intervalo de más de diez años, es al lado de un Obispo como Domingo toma
contacto con la Curia Romana, en la animación de un gran Concilio. Inocencio
III valora los proyectos de Domingo, pero también confía en su habilidad
canónica, en su sentido de institución eclesiástica. Junto a Honorio III, a
Hugolino y otros Cardenales que hacen llamamiento a sus servicios, Domingo no
parece hacer figura de genio aventurero, sino de hombre seguro, suficientemente
hábil en las cosas de la Iglesia para llevar a buen término la reforma de las
Monjas o aún para grupar bajo su autoridad religiosos de todas la Ordenes en
una vasta tarea de predicación en Lombardía.
En su carrera
eclesiástica, Santo Domingo ha procedido siempre en el mismo plano. Quizá no
haya escogido ser de Iglesia: se descubre tal en el despertar de su vida
personal. Pero en esta situación ha consentido. Este consentimiento, cada vez más profundo, es todo el secreto de su
santidad, de su obra. Un comprometimiento cada vez más lúcido y voluntario
en las realidades de la Iglesia, todas las realidades de la Iglesia
Los años de Palencia
y de Osma son decisivos. Firmeza de costumbres, estudiosidad excepcional de la
Palabra de Dios, sensibilidad hacia todos los que sufren, hacia los pobres,
ávido de oración: es el signo de abertura del jóven canónigo hacia el misterio
de la Iglesia, signo y realidad de salvación.
“Una de las súplicas frecuentes y
singulares a Dios, era que le diera una caridad verdadera y eficaz para
cultivar y procurar la salvación de los hombres; porque él pensaba que no sería
verdaderamente miembro de Cristo sino el día en que pudiera entregarse
totalmente con todas sus fuerzas a ganar almas, como el Señor Jesús, Salvador
de todos los hombres, se consagró totalmente a nuestra salvación.”
¿Arrebato edificante
de un hagiógrafo? ¡Pero tantos testigos han hablado de las noches de oración de
Santo Domingo, de sus gritos y de sus lágrimas! ¿Y por qué también esta
necesidad, insólita en su época, de celebrar cada día el sacrifio de la Santa
Misa? Domingo no es de Iglesia solamente en apariencia, sino de corazón. El no tiene otro drama personal que el que
se juega en la Iglesia: la salvación de los hombres.
En el origen de los frailes
menores [franciscanos] ha habido el problema personal de Francisco de Asís: un
descubrimiento de Dios, una mirada nueva sobre el Evangelio, un espíritu y un
corazón conmovidos por el encuentro personal de Jesucristo, una conversión. Santo Domingo no es un convertido. Este no
es su caso, ni su perseverancia ni su salvación; lo suyo, su problema es la
Iglesia.
Es la “execrable
herejía de los Búlgaros” la que detiene y retiene en el Languedoc al Obispo de
Osma y a su Subprior. Sí, pero el mal profundo no viene de Oriente. Está en la
desviación de todo un pueblo y de sus jefes laicos respecto de una Iglesia a
quien se rehusa reconocer como la Santa Esposa de Cristo. El mal está en este
rompimiento entre el mensaje y los medios de salvación que la Iglesia posee y
los hombres por los cuales ella los comunica, en una revuelta contra la Iglesia
en nombre del mismo Evangelio.
No es Domingo, sino
su Obispo quien, desde la solemne asamblea eclesiástica de Montpellier denuncia
la crisis y propone un plan. Qué importa de quien venga la iniciativa, es el
momento de ser verdaderamente de Iglesia. Algunos meses, y el viento de
entusiasmo por un modo nuevo de predicación se habrá acabado, los obreros se
dispersarán, la cruzada se juzgará más eficaz. Pero Domingo es de aquellos que
no se resignan, y, casi solo, persevera. Para
él no se trata de método sino de vida. Ir hasta el fín en condición de
sacerdote de Jesucristo en la Iglesia de su tiempo.
En Roma, los clérigos
habían sido burlados por el evangelismo sincero de un mercader lionés, Pedro
Valdo, causando así el cisma y la herejía. Inocencio III, al contrario, toma en
serio el Poverello de Asís, y seguro
de su fidelidad, se apoya sobre él para captar y mantener en la Iglesia todo lo
que las aspiraciones populares llevan de auténtico. Pero también es necesario
un movimiento en otro sentido, y aquí Domingo e Inocencio III se comprenden.
Una vida
integralmente evangélica en una fidelidad sin reticencia a la Iglesia romana,
es la gracia de San Francisco de Asís. Vivir
la vida eclesiástica según la verdad del Evangelio, para predicar auténtica y
eficazmente este evangelio, es la gracia de Santo Domingo.
Habiéndolo dejado
todo para seguir a Cristo pobre, San Francisco se nos presenta, a pesar de él,
fundador de la Orden. Santo Domingo ha querido fundarla. Una experiencia
brillante de algunos meses -“la santa predicación” narbonense- diez años de
perseverancia, de maduración, de oración¼ Domingo no piensa solamente en los albigenses,
sino que piensa en sentido eclesial. Modesto canónigo al lado del Obispo de
Tolosa, en camino hacia el Concilio de Letrán, lleva en sí la idea de la Orden
de Predicadores. Nada menos. Toma la
responsabilidad de una función permanente de la institución eclesial.
Domingo es hombre de Iglesia, de la Iglesia católica. No
reune obreros más que para hacerlos trabajar: 15 de agosto de l2l7, la dispersión de Prulla hacia
Tolouse, París, Bolonia, Roma, Madrid. Capítulo de l22l, la expansión magnífica
de la Orden en ocho provincias. Y sin cesar, la obsesión de ir más lejos: los
musulmanes, los cumanos, los pueblos del Norte¼
Francisco de Asís
experimenta dificultades y sinsabores serios como legislador. De hecho, la
regla franciscana lleva la huella del cardenal Hugolino. Domingo, en cambio,
parece haberlo dispuesto todo, cuando llega la confirmación solemne de su
Orden, firmemente asentada en el estilo canonical y la dedicación específica a
la predicación. Sus cualidades “profesionales”, si se puede decir, de hombre de
Iglesia afluyen aquí. Y el arte de la novedad y de la intrepidez con respecto a
la formas antiguas. La vida religiosa no solamente gira sobre la conversión
personal, sino sobre los hombres a quienes hay que salvar. ¿Los predicadores de
entre los canónigos regulares? La etiqueta permanece aún; de hecho ellos no son
hombres de tal o cual Iglesia, sino al servicio de toda la Iglesia dispensadora
de la palabra divina que ilumina y que salva.
“El Hermano Francisco y quienquiera que
esté a la cabeza de esta Orden promete y prometerá obediencia y respeto al
Señor Papa Inocencio y a sus sucesores”.
La Orden de los
Menores está bajo la vigilancia de un Cardenal protector. Nada de esto para Santo Domingo y los suyos. Ninguna garantía se
exige, porque ninguna cuestión de fidelidad se pone. Aquí la fidelidad se
supone.
Escribiendo a los
obispos para recomendarles los primeros frailes menores, el Papa los invita a
tener por buenos católicos, cristianos verdaderamente ortodoxos a estos hombres
que se proclaman “del evangelio”. Los hijos de Santo Domingo son presentados
por la Santa Sede como total y oficialmente destinados a la predicación de la
Palabra de Dios en la pobreza. En los frailes menores se destaca la cualidad
personal de los hombres; en los predicadores, la función en la Iglesia. No es
cuestión de sentir con la lglesia militante, sino que se está dentro de la
misma iglesia.
Estar en la Iglesia como en su medio espontáneo de vida.
Vivir interiormente de su misterio. Llevar y experimentar en sí la angustia de la salvación de
los hombres, que es como la sustancia viva de la Iglesia. Sufrir en este plano
sus verdaderos sufrimientos. Ser lúcido en sus crisis y animoso en la medida de
esta lucidez. Ser magnánimo en su servicio. Encontrar en una fidelidad indiscutida
la fuente y la seguridad de las iniciativas que se le entregan. Ser humilde
servidor de aquellos que tienen la misión de gobernar, la misión de Dios,
siendo ellos mismos servidores de la Palabra que salva. O Lumen Ecclesiae!
1. A partir de los textos en negrilla, escriba un párrafo en que sintetice qué quiere decir la
frase: “Santo Domingo es un hombre de
Iglesia”.
2. De acuerdo con lo que Duval nos dice sobre San Francisco de Asís, ¿qué sería una
mirada típicamente “laical” sobre el mundo y sobre la Iglesia?
3. “Ser de Iglesia”, ¿supone una limitación
(“clericalización”) de los comportamientos y/o un empobrecimiento de las
perspectivas? Justifique su respuesta.
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