Los Jóvenes Entrevistan a

CATALINA DE SIENA

 


 

Jóvenes: Catalina, ¿tus papás, cómo escogieron tu nombre?

 

Catalina: Mis papás eran personas muy devotas, y en casa se leían vidas de santos, por ejemplo, a la hora de la comida. Pues bien, hay una santa fa­mosa de la antigüedad que se llamaba Catalina, una santa mártir; pienso que fue por ella que me llamaron así.

 

Jóvenes: Pero tú no naciste el día de esa santa már­tir...

 

Catalina: No, yo nací un 25 de marzo: el 25 de marzo de 1347.

 

Jóvenes: ¿Y qué santo se celebra el 25 de marzo? ¿Por qué no te pusieron más bien el nombre de ese santo o de esa santa?

 

Catalina: ¡El 25 de marzo es la fiesta de la Anunciación, en el que celebramos la Encarna­ción del Hijo de Dios en las entrañas de María! Según eso yo he debido llamarme «Anunciación», o algo así; pero, ya ven, me bautizaron con el nombre de Catalina, y estoy muy contenta con mi nombre.

 

Jóvenes: Es bonito, sí. Pero, ¡cuéntanos algo más sobre tus papás! ¿Cómo se llamaban, cómo eran ellos? ¿Tuviste muchos hermanos?

 

Catalina: ¡Muchachos, son muchas preguntas! Voy por partes. Mi papá se llamaba Jacobo, y mi mamá, Lapa.

 

Jóvenes: ¿Lapa?

 

Catalina: Sí. Hoy nadie se llama así, pero ese era el nombre de mi mamá. Ellos eran muy distintos en su forma de ser. Mi papá era un hombre más bien silencioso, gran trabajador, muy casero y cariño­so; amaba la justicia y era muy calmado, pero, cuando se ponía furioso, ¡había que verlo! ¡Esa casa temblaba! Y si el daba una orden, eso se cumplía a toda costa. Mi mamá, en cambio, era muy enérgica y fogosa; levantaba la voz con fre­cuencia -¡pero jamás a mi papá! Era una mujer poco instruida, como sucedía con todas las muje­res en la época, pero gozaba de una sensatez y un amor al hogar que la hacían la Reina de la casa. Como dije, ambos eran piadosos, pero de distinto modo. Mi papá gustaba más de la oración y la lectura; mi mamá, en cambio, era lo que hoy se dice muy «rezandera», pero no sentía... ¿cómo lo dijera? No sentía fuego por Dios; creo que Dios y la eternidad no le apasionaban.

 

Jóvenes: ¿Y tus hermanos?

 

Catalina: Sí, mis hermanos... Fuimos muchos en la casa: yo vine a ser la hija número 24, y aún tuve una hermanita menor.

 

Jóvenes: ¡25 hijos! ¿Cómo hacían para vivir?

 

Catalina: Bueno, no se olviden de que más hijos son más bocas, pero también más brazos. En casa todos trabajábamos. Desde pequeños aprendimos a ayudarnos.

 

Jóvenes: ¿Y no peleaban? ¿Todos eran así santicos, como tú?

 

Catalina: Muchachos, muchachos: no me gusta que me digan «santica»: santo es Dios. Además, sí había peleas: ¡por algo mi papá tenía que ser tan calma­do: se necesitaba un árbitro! Y si al­guien les dice que los italianos hablamos duro, ¡créanle! Tan cierto será, que a veces la gente cree que estamos discutiendo, cuando resulta que ape­nas está co­menzando el diálogo...

 

Jóvenes: ¿En qué parte de Italia naciste?

 

Catalina: Yo nací en Siena, un pueblo del norte de Italia, que queda más bien cerca de Florencia. Ahí nací y ahí transcurrió mi infancia y mi juven­tud.

 

Jóvenes: Hace rato dijiste que las mujeres eran poco instruidas en tu época; ¿entonces qué hacían, no se educaban?

 

Catalina: Definitivamente, eran otros tiempos. Las muje­res tenían una misión muy clara y muy impor­tante, aunque quizá muy limitada: el hogar. Las niñas aprendíamos desde muy temprana edad las labores de la casa; pronto éramos hábiles para coser, lavar, cocinar, y enamorar...

 

Jóvenes: ¿Para enamorar?

 

Catalina: Sí, para enamorar. Al fin y al cabo, no se hace casa si no hay esposo, ¿no? ¿Y por qué me abren así los ojos? ¿Está mal que hable de amor?

 

Jóvenes: Claro que no, Catalina, sólo que nos parece raro que una santa hable de conseguir esposo y de cómo enamorar a un hombre...

 

Catalina: Bueno, yo no dije todo eso... Ya veo que les preocupan mucho los asuntos del amor. La verdad es que así eran también los muchachos y las niñas de mi tiempo... Hay cosas en las que me parece que la gente no cambia.

 

Jóvenes: ¿Nos podrías decir algo sobre cómo eran las parejas de la época?

 

Catalina: Con todo gusto: vi muchísimas. Ante todo, tengan en cuenta que la gente solía casarse a muy temprana edad: los muchachos, a veces a los diez y siete años, o incluso menos; y las ni­ñas, a los trece o catorce. Así que todos debían aprender muy pronto los artes del amor: ellos a ser galan­tes, y ellas, a ponerse lindas y a caminar con aires de gran señora.

 

Jóvenes: ¿Trece o catorce años? ¿Por qué tan tempra­no?

 

Catalina: Tal vez porque no se veía razón para esperar. Además, en mi tiempo la gente vivía menos años que ahora. Mucha gente era anciana hacia los cuarenta y, aunque había excepciones, el prome­dio de vida debía estar por los cuarenta y tantos años. Por lo mismo, había que apresurarse.

 

Jóvenes: ¿Y tú hiciste lo mismo? ¿También tú te apre­suraste a tener tu novio?

 

Catalina: Las costumbres eran muy distintas. Si hablo de esos matrimonios jóvenes, no se imagi­nen que había muchos noviazgos.

 

Jóvenes: ¿Entonces?

 

Catalina: Es que los matrimonios eran asuntos que arre­glaban prácticamente las familias y no los intere­sados mismos.

 

Jóvenes: ¡Pero eso es injusto!

 

Catalina: En cierto modo, y yo estoy de acuerdo con Uds., pero era lo que sucedía.

 

Jóvenes: ¿Pero, al fin, estuviste comprometida, sí o no?

 

Catalina: ¡Qué modo de preguntar! Les diré: no estuve comprometida para casarme con ningún hombre de esta tierra, porque desde niña quise dedicarme a Dios. Él fue, Él es mi Esposo.

 

Jóvenes: ¿Y no te gustaban los muchachos de la época?

 

Catalina: ¡Claro que sí! Pero no más que Cristo.

 

Jóvenes: Y ahí fue cuando te resolviste a hacerte monjita...

 

Catalina: ¡Ya les dije que no me gustan mucho esos diminutivos: la «monjita»...! Da la impresión de que no fuera una monja de verdad...

 

Jóvenes: Pero no te disgustes...

 

Catalina: Todo está bien; no estoy enojada. Pero tam­bién tengo mis gustos. Además, yo no fui «monjita».

 

Jóvenes: ¿Sino «monjota»?

 

Catalina: ¡Qué muchachos estos! ¡Son incorre­gibles! Pero así los quiero. Escúchenme bien: no fui monjita, ni monjota, ni monja. Así se llaman las mujeres que viven en monasterios o en con­ventos, y yo no viví ni en un monasterio ni en un conven­to.

 

Jóvenes: ¿Entonces?

 

Catalina: Vivía en mi casa.

 

Jóvenes: ¿Con tus papás y tus hermanos?

 

Catalina: Con mis papás y mis hermanos.

 

Jóvenes: ¿Y el hábito ese con que te pintan? Y si vivías en tu casa, ¿por qué no te casaste mejor?

 

Catalina: No me casé, porque ya estaba despo­sada con mi Amado, con Jesucristo. Y el hábito lo utilizo porque es una señal de mi consagración a Cristo.

 

Jóvenes: ¿Consagración a Cristo y viviendo en la casa? No entendemos...

 

Catalina: En cierto modo, tienen razón para no entender. Es que hoy no existe propiamente ese tipo de vida que yo llevé. Fue algo propio del si­glo XIII y del siglo XIV, sobre todo. La gente solía llamarnos «mantellate», porque utilizába­mos una especie de «manto» Es como si, en cas­tellano, nos dijeran «mantadas». Pero nosotras mismas nos llamába­mos «Hermanas de la Peni­tencia de Santo Do­mingo».

 

Jóvenes: ¿Nosotras? ¿Es que había más mujeres en ese cuento?

 

Catalina: Claro, éramos muchas, y cada una vivía consa­grada a Dios en su propio hogar. Claro que nos reuníamos con frecuencia: por lo menos una vez a la semana, pero cada una vivía en su casa.

 

Jóvenes: Sin esposo, y sin hijos...

 

Catalina: Desde luego: sin esposo. Aunque algu­nas sí tenían hijos.

 

Jóvenes: ¿Hijos? ¡Eso está más grave que los matri­monios a los trece años! ¡Cómo se aprende de cosas hablando contigo!

 

Catalina: Gracias por decirlo. Pero no se extra­ñen de lo que he dicho. No es que a la mantellata se le permitiera tener hijos, sino que algunas mu­jeres viudas, que ya los habían tenido, entraban luego de Hermanas de Penitencia.

 

Jóvenes: Bueno, eso se entiende un poco mejor...

 

Catalina: En efecto. Son formas de vida religiosa que van surgiendo de acuerdo con el tiempo y las circunstancias. También hoy el Espíritu Santo va suscitando obras y estilos nuevos. ¡Dios es muy creativo!

 

Jóvenes: Pero no debía ser fácil estar consa­grada a Dios y vivir por ahí por la casa...

 

Catalina: ...y por la calle. No, no era fácil. Tal vez por eso nuestra forma de vida consagrada evolucionó luego hacia estilos nuevos, como son hoy las religiosas que llaman «de vida activa». Aunque, ¿quién sabe? Quizá sería interesante que hubiera, también hoy, «Hermanas de Penitencia». Además, no se les olvide que ninguna vida cristiana es fácil, si se la quiere vivir a fondo. Y sin embargo, no hay alter­nativa. Por­que si no quieres vivir a fondo, des­perdicias la vida, que es peor que morir.

 

Jóvenes: Hablas con tanta seguridad... ¿De dónde aprendiste tantas cosas?

 

Catalina: A ver, no es que yo sepa muchas cosas, pero trato de saber bien lo que sé. ¿Les cuento? Yo no fui una mujer muy curiosa, o digamos: muy «novelera». Me encantaba el silencio; me atraía la soledad. Y en la soledad hallé a Dios y Él me halló.

 

Jóvenes: Eso se oye muy romántico...

 

Catalina: Y lo es. ¿Ustedes creen que Dios no es delica­do y tierno y detallista? Yo me enamoré de Él, porque su amor es dulce, sin mezcla de amar­go. Todos sabemos que los amores de esta tierra no son así. ¡Hay tanto interés en eso que hoy se llama «amor»! En Dios yo descubrí, ya desde niña, algo distinto. Algo que siento muy dentro y que no puedo decir con palabras.

 

Jóvenes: ¿Cómo es eso del «dulce sin mezcla de amargo»?

 

Catalina: Es que Dios no cambia. Nos ha dado pruebas evidentes de su amor, y sobre todo, nos ha mos­trado que ese amor es constante, firme, profun­do...

 

Jóvenes: ¿Por qué estás tan segura?

 

Catalina: Podría decir: «porque lo he vivido», pero también puedo decir algo mejor: porque tenemos ante los ojos la evidencia de esa firmeza. Basta que mire­mos a Cristo Crucificado: eso es amar. Así ama Dios.

 

Jóvenes: ¿Desde niña pensabas así?

 

Catalina: Bueno, las ideas van aclarándose con el tiem­po, pero lo esencial lo recibí desde muy pequeña, cuando Dios mismo quiso mostrarme un poquito de todo lo que me quería. Eso sucedió en una visión. Entonces quise buscarlo con todas las fuerzas de mi corazón de niña.

 

Jóvenes: ¡Qué belleza!

 

Catalina: Gracias. Pero debo decirles que no todo fue bello. Mi familia se opuso mucho a mi modo de buscar a Dios a través de la soledad y el silencio. Tuve que recorrer un camino muy largo para llegar a consagrarme a Dios con las «Hermanas de Penitencia de Santo Domingo».

 

Jóvenes: ¿Te tocó luchar mucho?

 

Catalina: Sí. Nada de lo que vale la pena se hace sin esfuerzo.

 

Jóvenes: ¿Te sentiste realizada cuando te hiciste «Hermana de la Penitencia»?

 

Catalina: En cierto modo, sí. Pero Dios me tenía muchas sorpresas, que fueron conduciendo mi vida en una dirección que yo no me esperaba.

 

Jóvenes: ¿Como qué sorpresas?

 

Catalina: Como viajar por buena parte de Euro­pa, hablar con el Papa, predicarle a mucha gente...

 

Jóvenes: ¿Tú? ¿Y no te daba miedo?

 

Catalina: Yo me fiaba de Dios. Hacía las cosas no por mostrarme yo, sino porque Él fuera cono­cido, amado y servido. Por Él viajé, por Él predi­qué, por Él sufrí y por Él morí, por su Iglesia.

 

Jóvenes: Catalina, ¡hay tantas cosas que pre­guntarte! Pero por lo menos dinos algo: ¿le tenías miedo a la muerte?

 

Catalina: La muerte... A todos nos inquieta la muerte, ¿no? Sin embargo, debo decirles que mi manera de ver la muerte cambió mucho, cuando cambió mi manera de ver la vida.

 

Jóvenes: ¿Cómo así?

 

Catalina: Sí: una vida bien vivida trae paz a la concien­cia y es como una invitación a estar siem­pre con Cristo, allí donde Él está, y donde ya no hay muerte. Por el contrario, una vida mal vivida sólo puede traernos miedo y confusión, cuando pen­samos en la muerte. Les voy a decir la verdad: en mí llegó a nacer una especie de amor a la muerte, y de deseo de morirme, no por deseo de desaparecer, sino por deseo de ofrecerme, de quemarme, de darme. Comprendí que la Iglesia necesita de ese fuego, y vi con dolor que casi nadie quiere quemarse por Dios. Enton­ces me resolví a desgastarme por Él y por lo que Él más ama: su Iglesia. Ese amor y ese esfuerzo me llevaron a morir.

 

Jóvenes: ¿Qué edad tenías?

 

Catalina: Treinta y tres años. Salí de este mundo el 29 de abril de 1380.

 

Jóvenes: ¡Tan jovencita! ¿Hubieras querido vivir más?

 

Catalina: No más, sino mejor.

 

Jóvenes: ¿Mejor? ¡Pero si eres santa!

 

Catalina: Muchachos, niños míos: nada, absolu­tamente nada es suficiente para Dios. Él y sólo Él vale la pena; Él y lo que se hace por amor a Él. Créanme: los demás amores, incluso los de fami­lia, pueden engañar, pero Él, Él no engaña. Es pura luz, pura verdad, pura vida.

 

Jóvenes: Catalina, gracias por tus palabras y por tu tiempo. ¿Alguna sugerencia para los jóvenes de hoy?

 

Catalina: Una especial para ti: conócete a ti mismo; reconoce a Dios en ti; descubre las seña­les de su amor en tu vida; y cuando te sientas tan amado, no te defiendas de amar. ¡Hasta pronto mucha­chos! ¡Permanezcan en el amor de Cristo!


 

*     *     *     *     *

 

 

Fr. Nelson Medina F., O.P.

29 de abril de 1995

 

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