Mensaje del Arzobispo
de Buenos Aires
En
horas críticas del amado pueblo de la Argentina, |
I.
Una esperanza renovada y audaz
II.
La ciudad de Dios en la historia secular
III.
Después de los cacerolazos, ¿qué?
IV.
Martín Fierro, poema "nacional"
1.
La pregunta por la "identidad nacional" en un mundo globalizado
2.
La Nación como continuidad de una historia común
3.
Ser un pueblo supone, ante todo, una actitud ética, que brota de la libertad
V.
Martín Fierro, poema "incluyente"
1.
Un país moderno, pero para todos
2.
Debe el gaucho tener Escuela...
VI.
Martín Fierro, compendio de ética cívica
1.
Los recursos de la cultura popular
2.
Los consejos de Martín Fierro
2.1.
Prudencia o "picardía": obrar desde la verdad y el bien... o por
conveniencia
2.2.
La jerarquía de los valores y la ética exitista del "ganador"
2.3.
El trabajo y la clase de persona que queremos ser
2.4.
El urgente servicio a los más débiles
2.5.
Nunca más el robo, la coima y el "no te metás"
2.6.
Palabras vanas, palabras verdaderas
VII.
Conclusión: Palabra y amistad
Hay momentos en la vida (pocos, pero esenciales) en que es preciso tomar decisiones críticas, totales y fundantes. Críticas, porque se ubican en el preciso límite entre la apuesta y la claudicación, la esperanza y el desastre, la vida y la muerte. Totales, porque no se refieren a algún aspecto particular, a un "asunto" o "desafío" optativo, a un sector determinado de la realidad, sino que definen una vida en su totalidad y por un largo tiempo. Es más: hacen a la más profunda identidad de cada uno. No sólo suceden en el tiempo, sino que le dan forma a nuestra temporalidad y a nuestra existencia. En ese sentido es que uso el tercer adjetivo, fundantes. Fundan un modo de vivir, una forma de ser, de verse a uno mismo y de presentarse en el mundo y ante los semejantes, una determinada posición ante los futuros posibles.
Hoy quiero compartir con ustedes la percepción de que estamos justamente en uno de esos momentos decisivos. Pero no individualmente, sino como Nación. Es una convicción compartida por muchos, incluso por el Santo Padre, como nos lo dio a entender en nuestra última visita episcopal a Roma. La Argentina llegó al momento de una decisión crítica, global y fundante, que compete a cada uno de sus habitantes; la decisión de seguir siendo un país, aprender de la experiencia dolorosa de estos años e iniciar un camino nuevo, o hundirse en la miseria, el caos, la pérdida de valores y la descomposición como sociedad.
El objeto de esta meditación no es recargar las tintas en la sensación de amenaza sino, por el contrario, invitarlos a la esperanza. Quisiera profundizar las reflexiones que compartía con ustedes hace un par de años pero ya desde la concreta y decisiva experiencia de estos meses. La esperanza es la virtud de lo arduo pero posible, aquella que invita, sí, a no bajar nunca los brazos, pero no de un modo meramente voluntarista, sino encontrando la mejor forma de mantenerlos en actividad, de hacer con ellos algo real y concreto. Virtud que por momentos nos impulsa a avanzar, gritar y sacudirnos las tendencias a la inacción, la resignación y la caída. Pero que, en otras ocasiones, nos invita a callar y sufrir, alimentando nuestro interior con los deseos, ideales y recursos que nos permitirán -cuando llegue el momento propicio, el kairós- dar a luz realidades más humanas, más justas, más fraternas. Porque la esperanza no se apoya solamente en los recursos de los seres humanos, sino que busca sintonizar con la acción de Dios, que recoge nuestros intentos integrándolos en su plan de salvación.
Nuestra reflexión sobre la esperanza en el año 2002 tiene una diferencia fundamental con la que ya compartimos en el 2000: se ubica en el pico mismo de la crisis, en su punto de mayor inflexión. Pero, al mismo tiempo, creo no equivocarme al discernir que ese pico constituye justamente el momento propicio, el tiempo en que la historia adquiere una especial densidad y las acciones de las mujeres y los hombres cobran mayor significado. Si los gestos de solidaridad y amor desinteresado siempre fueron una especie de profecía, un signo poderoso de la posibilidad de otra historia, hoy su carga de propuesta es infinitamente mayor. Marcan una huella transitable en medio del pantano, una dirección justa en el instante de extravío. Contrariamente, la mentira y el robo (ingredientes principales de la corrupción) siempre son males que destruyen la comunidad. La sola práctica de la corrupción puede desbarrancar definitivamente esta frágil construcción que, como pueblo, queremos intentar.
Si prestamos nuestro asentimiento a la palabra del Evangelio, sabemos que aun lo que parece fracaso puede ser camino de salvación. Esto es lo que puntualmente hace la diferencia entre un drama y una tragedia. Mientras que en la segunda el destino ineluctable arrastra la empresa humana al desastre sin contemplaciones y todo intento de enfrentarlo no hace más que empeorar el final irremisible; en el drama, en cambio, la vida y la muerte, el bien y el mal, el triunfo y la derrota se mantienen como alternativas posibles: nada más lejos de un optimismo estúpido, pero también del pesimismo trágico, porque en esa encrucijada quizás angustiante, podemos también intentar reconocer los signos ocultos de la presencia de Dios, aunque más no sea, como chance, como invitación al cambio y a la acción... y también como promesa. Estas palabras pueden tomar un cariz dramático, pero nunca trágico. Pero atención: no se trata de gestos teatrales, sino de la convicción de que estamos en el momento de gracia, en el foco de nuestra responsabilidad como miembros de una comunidad, es decir, lisa y llanamente, como seres humanos.
Ahora bien, ¿qué nos puede decir la fe cristiana acerca de este momento crucial, además de ubicarnos en el estrecho desfiladero de la libertad, sin destinos predeterminados en lo que hace al éxito o fracaso de nuestras empresas humanas? Permítanme una especie de viaje en el tiempo para situarme casi mil seiscientos años atrás, junto a la ventana a través de la cual un hombre veía terminarse un mundo, sin ninguna certeza de que después viniera algo mejor. Me refiero a san Agustín, que fue obispo de Hipona en el norte de África en los años finales del Imperio Romano.
Todo lo que Agustín había conocido (y no sólo él, sino su padre, su abuelo y muchísimas generaciones más antes que él) se derrumbaba. Los pueblos llamados "bárbaros" presionaban sobre los límites del Imperio, y la misma Roma había sido saqueada. Como hombre formado en la cultura grecorromana, no podía menos que sentirse perplejo y angustiado ante la inminente caída de la civilización conocida. Como cristiano, se encontraría en el difícil lugar de seguir apostando a la esperanza en el Reino de Dios (que durante demasiado tiempo, ya entonces, había sido identificado con el Imperio cristianizado) sin cerrar los ojos a lo ya inevitable, históricamente hablando. Y como obispo, se sentía con el deber de ayudar a sus fieles (y a la cristiandad toda) a procesar esta catástrofe sin perder la fe, antes bien, saliendo de la prueba con una mejor comprensión del misterio salvífico y una confianza en el Señor fortalecida.
En aquella época, Agustín, un hombre que había conocido la incredulidad y el materialismo, encontró la clave para dar forma a su esperanza en una profunda teología de la historia, desarrollada en su libro La Ciudad de Dios. Allí, superando ampliamente la "teología oficial" del Imperio, el santo nos presenta un principio hermenéutico determinante de su pensamiento: el esquema de los "dos amores" y las "dos ciudades". En síntesis, éste es su argumento: existen dos "amores": el amor de sí, predominantemente individualista, que instrumenta a los demás para los propios fines, considera lo común sólo en cuanto referido a su propia utilidad y se rebela contra Dios; y el amor santo, que es eminentemente social, se ordena al bien común y sigue los mandatos del Señor. En torno a estos "amores" o finalidades se organizan las "dos ciudades": la ciudad "terrena" y la ciudad "de Dios". En una, viven los "impíos". En la otra, los "santos".
Pero lo interesante del pensamiento agustiniano está en que estas "ciudades" no son verificables históricamente, en el sentido de identificarse plenamente con una u otra realidad secular. La ciudad de Dios, claramente, no es la Iglesia visible: muchos de la ciudad celestial están en la Roma pagana, y muchos de la terrena, en la Iglesia cristiana. Las "ciudades" son entidades escatológicas: recién en el Juicio Final podrán visualizarse con sus perfiles definidos, como la cizaña y el trigo después de la cosecha. Mientras tanto, aquí en la historia, están inextricablemente entremezcladas. Lo "secular" es la existencia histórica de las dos ciudades. Si escatológicamente ellas son mutuamente excluyentes, en cambio, en el saeculum, el tiempo mundano, no pueden ser adecuadamente distinguidas y separadas. La línea divisoria pasa... por la libertad de los seres humanos, personal y colectiva.
¿Por qué traigo a colación estos antiguos pensamientos de un obispo del siglo V? Porque nos enseñan una manera de ver la realidad. La historia humana es el ambiguo campo donde se juegan múltiples proyectos, ninguno de ellos humanamente inmaculado. Pero a través de todos ellos, podemos considerar que se mueven el "amor inmundo" y el "amor santo" de los que hablaba san Agustín. Fuera de todo maniqueísmo o dualismo, es legítimo tratar de discernir viendo por una parte los acontecimientos históricos como "signos de los tiempos", las semillas del Reino y, por otra parte, las realizaciones que -desvinculadas de la finalidad escatológica- sólo abonan la frustración del más alto destino del hombre. Es decir, percibir la realidad a través de una valoración teológica y espiritual, desde el punto de vista de las ofertas de gracia y las tentaciones al pecado que se presentan al libre albedrío.
Teniendo en cuenta este criterio evangélico me atrevo a compartir con ustedes estas reflexiones acerca de la realidad actual de nuestro país y, sobre todo, de los valores que están en juego en ella. Valores o "amores": aquello que atrae y moviliza nuestros deseos y nuestras energías, orientándonos a la gracia o al pecado, haciéndonos miembros de una u otra "ciudad", conformando el entramado profundo de nuestra realidad histórica secular; y -por lo tanto- el camino concreto de salvación que Dios nos pone ante nuestros pies. Intentaré entresacar, de los acontecimientos recientes, algunas direcciones fundamentales que parece necesario ubicar, a fin de colaborar con una búsqueda comunitaria de discernimiento y conversión, como nos lo propuso Juan Pablo II.
Puede ser un lugar común, pero todos somos conscientes de que aquella noche del cacerolazo (me refiero a la primera) algo cambió en nuestra ciudad. No en la dirigencia, o al menos no primeramente, sino en el pueblo. En el interior de las familias, en la conciencia de cada uno de los ciudadanos que decidió abandonar el negativismo o la queja privada, mera rumia de amargura, para reconocer al vecino, al compatriota, solidarizados aunque más no fuera en el hastío y la bronca. En unos instantes, la calle dejó de ser el lugar de paso, el ámbito de lo ajeno, para convertirse en el espacio común, desde el cual salir a buscar otras cosas comunes que parecían habernos sido arrebatadas. Contra toda la mitología tecnológica, lo público volvió a ser la plaza, y no sólo la platea. Los mismos medios de comunicación, siempre omnipresentes y, por momentos, casi creadores de la "realidad", se vieron desbordados y tuvieron que focalizarse en uno o dos puntos neurálgicos, mientras la gente invadía todo con cantos y cacerolas, a pie, en bicicletas, en autos.
Luego vinieron los acontecimientos que todos conocemos y también los desbordes, y las diversas interpretaciones y lecturas de los cacerolazos. No es mi intención entrar en ellas. Solamente quiero hacer pie en aquel momento de participación colectiva, en cuanto signo de intento de recuperación de lo "común", como punto de partida para la lectura de nuestra realidad profunda.
Y les propongo un camino "indirecto" que pasa por la misma historia de nuestro ser nacional que, espero, pueda ayudar: recorrer los versos del Martín Fierro, en busca de algunas claves que nos permitan descubrir algo de lo nuestro para retomar nuestra historia con un sentimiento de continuidad y dignidad. Soy consciente de los riesgos de la lectura que estoy instándolos a compartir. A veces imaginamos a los valores y las tradiciones, hasta a la misma cultura, como una especie de joya antigua e inalterable, algo que permanece en un espacio y un tiempo aparte, no contaminándose con las idas y venidas de la historia concreta. Permítanme opinar que una mentalidad así sólo lleva al museo y, a la larga, al sectarismo. Los cristianos hemos sufrido demasiado las estériles polémicas entre tradicionalismo y progresismo como para dejarnos caer nuevamente en actitudes de este tipo.
Lo que aquí me parece más fecundo es reconocer en el Martín Fierro una narración, una especie de "puesta en escena" del drama de la constitución de un sentimiento colectivo e inclusivo. Narración que, incluso más allá de su género, de su autor y de su tiempo, puede ser inspiradora para nosotros, ciento treinta años después. Claro: habrá muchos que no se sentirán identificados con un gaucho matrero, prófugo de la justicia (y, de hecho, importantes personalidades de nuestra historia cultural cuestionaban la entronización de un tal personaje a la categoría de héroe épico nacional). No faltará, por otro lado, quien tenga que reconocer (en secreto) que prefiere al Juez o al Viejo Vizcacha, al menos en lo que hace a su forma de entender lo que vale y lo que no vale la pena en la vida... Y otros más, no cabe duda, se habrán sentido como el Moreno cuyo hermano había sido apuñalado por Fierro.
Para todos hay lugar. Y no es cuestión de instalar un nuevo maniqueísmo. En una obra de esta envergadura, no hay buenos-buenos y malos-malos. Y aunque a José Hernández no le faltó intención política y hasta pedagógica en su construcción de la Ida y la Vuelta, lo cierto es que el poema trascendió sus circunstancias para decir algo que hace a la esencia de nuestra convivencia. Desde esa trascendencia, desde las "resonancias" que puede generar en nosotros, y no desde una inútil dialéctica sobre modelos anacrónicos, hay que asomarse al poema.
Es curioso. Solamente viendo el título del libro, antes incluso de abrirlo, ya encuentro sugerentes motivos de reflexión acerca de los núcleos de nuestra identidad como Nación. El gaucho Martín Fierro (así se llamó el primer libro publicado, después conocido como la "Ida"). ¿Qué tiene que ver el gaucho con nosotros? Si viviéramos en el campo, trabajando con los animales, o al menos en pueblos rurales, con un mayor contacto con la tierra sería más fácil comprender... En nuestras grandes ciudades -claramente en Buenos Aires- mucha gente recordará el caballo de la calesita o los corrales de Mataderos como lo más cercano a la experiencia ecuestre que haya pasado por su vida. Y ¿hace falta hacer notar que más del 86 % de los argentinos viven en grandes ciudades? Para la mayoría de nuestros jóvenes y niños, el mundo del Martín Fierro es mucho más ajeno que los escenarios místico-futuristas de los comics japoneses.
Esto está muy relacionado, por supuesto, con el fenómeno de la globalización. Desde Bangkok hasta Sâo Paulo, desde Buenos Aires hasta Los Ángeles o Sydney, muchísimos jóvenes escuchan a los mismos músicos, los niños ven los mismos dibujos animados, las familias se visten, comen y se divierten en las mismas cadenas. La producción y el comercio circulan a través de las cada vez más permeables fronteras nacionales. Conceptos, religiones y formas de vida se nos hacen más próximas a través de los medios de comunicación y el turismo.
Sin embargo esta globalización es una realidad ambigua. Muchos factores parecen llevarnos a suprimir las barreras culturales que impedían el reconocimiento de la común dignidad de los seres humanos, aceptando la diversidad de condiciones, razas, sexo o cultura. Jamás la humanidad tuvo como ahora la posibilidad de constituir una comunidad mundial plurifacética y solidaria. Pero, por otro lado, la indiferencia reinante ante los desequilibrios sociales crecientes, la imposición unilateral de valores y costumbres por parte de algunas culturas, la crisis ecológica y la exclusión de millones de seres humanos de los beneficios del desarrollo cuestionan seriamente esta mundialización. La constitución de una familia humana solidaria y fraterna en este contexto sigue siendo una utopía.
Un verdadero crecimiento en la conciencia de la humanidad no puede fundarse en otra cosa que en la práctica del diálogo y el amor. Diálogo y amor suponen en el reconocimiento del otro como otro, la aceptación de la diversidad. Sólo así puede fundarse el valor de la comunidad: no pretendiendo que el otro se subordine a mis criterios y prioridades, no "absorbiendo" al otro, sino reconociendo como valioso lo que el otro es, y celebrando esa diversidad que nos enriquece a todos. Lo contrario es mero narcisismo, mero imperialismo, mera necedad.
Esto también debe leerse en la dirección inversa: ¿cómo puedo dialogar, cómo puedo amar, cómo puedo construir algo común si dejo diluirse, perderse, desaparecer lo que hubiera sido mi aporte? La globalización como imposición unidireccional y uniformante de valores, prácticas y mercancías va de la mano con la integración entendida como imitación y subordinación cultural, intelectual y espiritual. Entonces, ni profetas del aislamiento, ermitaños localistas en un mundo global, ni descerebrados y miméticos pasajeros del furgón de cola, admirando los fuegos artificiales del Mundo (de los otros) con la boca abierta y aplausos programados. Los pueblos al integrarse al diálogo global aportan los valores de su cultura y han de defenderlos de toda absorción desmedida o "síntesis de laboratorio" que los diluya en "lo común", "lo global". Y -al aportar esos valores- reciben de otros pueblos, con el mismo respeto y dignidad, las culturas que le son propias. Tampoco cabe aquí un desaguisado eclecticismo porque, en este caso, los valores de un pueblo se desarraigan de la fértil tierra que les dio y les mantiene el ser para entreverarse en una suerte de mercado de curiosidades donde "todo es igual, dale que va... que allá en el horno nos vamo a encontrar".
Volviendo al Martín Fierro: sólo podemos abrir con provecho nuestro "poema nacional" si caemos en la cuenta de que lo que allí se narra tiene que ver directamente con nosotros aquí y ahora y no porque seamos gauchos o usemos poncho, sino porque el drama que nos narra Hernández se ubica en la historia real cuyo devenir nos trajo hasta aquí. Los hombres y mujeres reflejados en el tiempo del relato vivieron en esta tierra, y sus decisiones, producciones e ideales amasaron la realidad de la cual hoy somos parte, la que hoy nos afecta directamente. Justamente esa "productividad", esos "efectos", esa capacidad de ser ubicado en la dinámica real de la historia, es lo que hace del Martín Fierro un "poema nacional". No la guitarra, el malón y la payada.
Y aquí se hace necesaria una apelación a la conciencia. Los argentinos tenemos una peligrosa tendencia a pensar que todo empieza hoy, a olvidarnos de que nada nace de un zapallo ni cae del cielo como un meteorito. Esto ya es un problema: si no aprendemos a reconocer y asumir los errores y aciertos del pasado que dieron origen a los bienes y males del presente, estaremos condenados a la eterna repetición de lo mismo, que -en realidad- no es nada eterna pues la soga se puede estirar sólo hasta cierto límite... Pero hay más: si cortamos la relación con el pasado, lo mismo haremos con el futuro. Ya podemos empezar a mirar a nuestro alrededor... y a nuestro interior. ¿No hubo una negación del futuro, una absoluta falta de responsabilidad por las generaciones siguientes, en la ligereza con que se trataron las instituciones, los bienes y hasta las personas de nuestro país? Lo cierto es esto: Somos personas históricas. Vivimos en el tiempo y el espacio. Cada generación necesita de las anteriores y se debe a las que la siguen. Y eso, en gran medida, es ser una Nación: entenderse como continuadores de la tarea de otros hombres y mujeres que ya dieron lo suyo, y como constructores de un ámbito común, de una casa, para los que vendrán después. Ciudadanos "globales", la lectura del Martín Fierro nos puede ayudar a "aterrizar" y acotar esa "globalidad", reconociendo los avatares de la gente que construyó nuestra nacionalidad, haciendo propios o criticando sus ideales y preguntándonos por las razones de su éxito o fracaso, para seguir adelante en nuestro andar como pueblo.
Ante la crisis vuelve a ser necesario respondernos a la pregunta de fondo: ¿en qué se fundamenta lo que llamamos "vínculo social"? Eso que decimos que está en serio riesgo de perderse, ¿qué es, en definitiva? ¿Qué es lo que me "vincula", me "liga", a otras personas en un lugar determinado, hasta el punto de compartir un mismo destino?
Permítanme adelantar una respuesta: se trata de una cuestión ética. El fundamento de la relación entre la moral y lo social se halla justamente en ese espacio (tan esquivo, por otra parte) en que el hombre es hombre en la sociedad, animal político, como dirían Aristóteles y toda la tradición republicana clásica. Es esta naturaleza social del hombre la que fundamenta la posibilidad de un contrato entre los individuos libres, como propone la tradición democrática liberal (tradiciones tantas veces opuestas, como lo demuestran multitud de enfrentamientos en nuestra historia). Entonces, plantear la crisis como un problema moral supondrá la necesidad de volver a referirse a los valores humanos, universales, que Dios ha sembrado en el corazón del hombre y que van madurando con el crecimiento personal y comunitario. Cuando los obispos repetimos una y otra vez que la crisis es fundamentalmente moral, no se trata de esgrimir un moralismo barato, una reducción de lo político, lo social y lo económico a una cuestión individual de la conciencia. Esto sería "moralina". No estamos "llevando agua para el propio molino" (dado que la conciencia y lo moral es uno de los campos donde la Iglesia tiene competencia más propiamente), sino intentando apuntar a las valoraciones colectivas que se han expresado en actitudes, acciones y procesos de tipo histórico-político y social. Las acciones libres de los seres humanos, además de su peso en lo que hace a la responsabilidad individual, tienen consecuencias de largo alcance: generan estructuras que permanecen en el tiempo, difunden un clima en el cual determinados valores pueden ocupar un lugar central en la vida pública o quedar marginados de la cultura vigente. Y esto también cae dentro del ámbito moral. Por eso debemos reencontrar el modo particular que nos hemos dado, en nuestra historia, para convivir, formar una comunidad.
Desde este punto de vista, retomemos el poema. Como todo relato popular, Martín Fierro comienza con una descripción del "paraíso original". Pinta una realidad idílica, en la cual el gaucho vive con el ritmo calmo de la naturaleza, rodeado de sus afectos, trabajando con alegría y habilidad, divirtiéndose con sus compañeros, integrado en un modo de vida sencillo y humano. ¿A qué apunta esto? En primer lugar, no movió al autor una especie de nostalgia por el "Edén gauchesco perdido". El recurso literario de pintar una situación ideal al comienzo no es más que una presentación inicial del mismo ideal. El valor a plasmar no está atrás, en el "origen", sino adelante, en el proyecto. En el origen está la dignidad de hijo de Dios, la vocación, el llamado a plasmar un proyecto. Se trata de "poner el final al principio" (idea, por otro lado, profundamente bíblica y cristiana). La dirección que otorguemos a nuestra convivencia tendrá que ver con el tipo de sociedad que queramos formar: es el telostipo. Ahí está la clave del talante de un pueblo. Ello no significa ignorar los elementos biológicos, psicológicos y psicosociales que influyen en el campo de nuestras decisiones. No podemos evitar cargar (en el sentido negativo de límites, condicionamientos, lastres, pero también en el positivo de llevar con nosotros, incorporar, sumar, integrar) con la herencia recibida, las conductas, preferencias y valores que se han ido constituyendo a lo largo del tiempo. Pero una perspectiva cristiana (y éste es uno de los aportes del cristianismo a la humanidad en su conjunto) sabe valorar tanto "lo dado", lo que ya está en el hombre y no puede ser de otra forma, como lo que brota de su libertad, de su apertura a lo nuevo, en definitiva, de su espíritu como dimensión trascendente, de acuerdo siempre con la virtualidad de "lo dado".
Ahora bien: los condicionamientos de la sociedad y la forma que estos adquirieron, así como los hallazgos y creaciones del espíritu en orden a la ampliación del horizonte de lo humano siempre más allá, junto a la ley natural ínsita en nuestra conciencia se ponen en juego y se realizan concretamente en el tiempo y el espacio: en una comunidad concreta, compartiendo una tierra, proponiéndose objetivos comunes, construyendo un modo propio de ser humanos, de cultivar los múltiples vínculos, juntos, a lo largo de tantas experiencias compartidas, preferencias, decisiones y acontecimientos. Así se amasa una ética común y la apertura hacia un destino de plenitud que define al hombre como ser espiritual. Esa ética común, esa "dimensión moral", es la que permite a la multitud desarrollarse junta, sin convertirse en enemigos unos de otros. Pensemos en una peregrinación: salir del mismo lugar y dirigirse al mismo destino permite a la columna mantenerse como tal, más allá del distinto ritmo o paso de cada grupo o individuo.
Sinteticemos, entonces, esta idea. ¿Qué es lo que hace que muchas personas formen un pueblo? En primer lugar, hay una ley natural y luego una herencia. En segundo lugar, hay un factor psicológico: el hombre se hace hombre en la comunicación, la relación, el amor con sus semejantes. En la palabra y el amor. Y en tercer lugar, estos factores biológicos y psicológicos se actualizan, se ponen realmente en juego, en las actitudes libres. En la voluntad de vincularnos con los demás de determinada manera, de construir nuestra vida con nuestros semejantes en un abanico de preferencias y prácticas compartidas (san Agustín definía al pueblo como "un conjunto de seres racionales asociados por la concorde comunidad de objetos amados"). Lo "natural" crece en "cultural", "ético"; el instinto gregario adquiere forma humana en la libre elección de ser un "nosotros". Elección que, como toda acción humana, tiende luego a hacerse hábito (en el mejor sentido del término), a generar sentimiento arraigado y a producir instituciones históricas, hasta el punto que cada uno de nosotros viene a este mundo en el seno de una comunidad ya constituida (la familia, la "patria") sin que eso niegue la libertad responsable de cada persona. Y todo esto tiene su sólido fundamento en los valores que Dios imprimió a nuestra naturaleza humana, en el hálito divino que nos anima desde dentro y que nos hace hijos de Dios. Esa ley natural que nos fue regalada e impresa para que "se consolide a través de las edades, se desarrolle con el correr de los años y crezca con el peso del tiempo" (cfr. Vicente de Lerins, 1er. Conmonitorio, cap. 23). Esta ley natural, que -a lo largo de la historia y de la vida- ha de consolidarse, desarrollarse y crecer es la que nos salva del así llamado relativismo de los valores consensuados . Los valores no pueden consensuarse: simplemente son. En el juego acomodaticio de "consensuar valores" se corre siempre el riesgo, que es resultado anunciado, de "nivelar hacia abajo", entonces ya no se construye desde lo sólido sino que se entra en la violencia de la degradación. Alguien dijo que nuestra civilización, además de ser una civilización del descarte es una civilización "biodegradable".
Volviendo a nuestro poema: el Martín Fierro no es la Biblia, por supuesto. Pero es un texto en el cual, por diversos motivos, los argentinos hemos podido reconocernos, un soporte para contarnos algo de nuestra historia y soñar con nuestro futuro:
Yo he conocido esta tierra
en que el paisano vivía
y su ranchito tenía
y sus hijos y mujer.
Era una delicia ver
cómo pasaba sus días.
Esta es, entonces, la "situación inicial", en la cual se desencadena el drama. El "Martín Fierro" es, ante todo, un poema incluyente. Todo se verá luego trastocado por una especie de vuelta del destino, encarnado, entre otros, en el Juez, el Alcalde, el Coronel. Sospechamos que este conflicto no es meramente literario. ¿Qué hay detrás del texto?
Antes que un "poema épico" abstracto, Martín Fierro es una obra de denuncia, con una clara intención: oponerse a la política oficial y proponer la inclusión del gaucho dentro del país que se estaba construyendo:
Es el pobre en su orfandá
de la fortuna el desecho.
Porque naides toma a pecho
el defender a su raza.
Debe el gaucho tener casa,
Escuela, Iglesia y derechos.
Y Martín Fierro cobró vida más allá de la intención del autor, convirtiéndose en el prototipo del perseguido por un sistema injusto y excluyente. En los versos del poema se hizo carne cierta sabiduría popular recibida del ambiente, y así en Fierro habla no sólo la conveniencia de promover una mano de obra barata sino la dignidad misma del hombre en su tierra, haciéndose cargo de su destino a través del trabajo, el amor, la fiesta y la fraternidad.
A partir de aquí, podemos empezar a avanzar en nuestra reflexión. Nos interesa saber dónde apoyar la esperanza, desde dónde reconstruir los vínculos sociales que se han visto tan castigados en estos tiempos. El cacerolazo fue como un chispazo autodefensivo, espontáneo y popular (aunque forzar su reiteración en el tiempo le hace perder las notas de su contenido original). Sabemos que no alcanzó con golpear las cacerolas: hoy lo que más urge es tener con qué llenar las mismas. Debemos recuperar organizada y creativamente el protagonismo al que nunca debimos renunciar, y por ende, tampoco podemos ahora volver a meter la cabeza en el hoyo, dejando que los dirigentes hagan y deshagan. Y no podemos por dos motivos: porque ya vimos lo que pasa cuando el poder político y económico se desliga de la gente, y porque la reconstrucción no es tarea de algunos sino de todos, así como la Argentina no es sólo la clase dirigente sino todos y cada uno de los que viven en esta porción del planeta.
¿Entonces, qué? Me parece significativo el contexto histórico del Martín Fierro: una sociedad en formación, un proyecto que excluye a un importante sector de la población, condenándolo a la orfandad y a la desaparición, y una propuesta de inclusión. ¿No estamos hoy en una situación parecida? ¿No hemos sufrido las consecuencias de un modelo de país armado en torno a determinados intereses económicos, excluyente de las mayorías, generador de pobreza y marginación, tolerante con todo tipo de corrupción mientras no se tocaran los intereses del poder más concentrado? ¿No hemos formado parte de ese sistema perverso, aceptando en parte sus principios -mientras no tocaran nuestro bolsillo-, cerrando los ojos ante los que iban quedando fuera y cayendo ante la aplanadora de la injusticia, hasta que esta última prácticamente nos expulsó a todos?
Hoy debemos articular, sí, un programa económico y social, pero fundamentalmente un proyecto político en su sentido más amplio. ¿Qué tipo de sociedad queremos? Martín Fierro orienta nuestra mirada hacia nuestra vocación como pueblo, como Nación. Nos invita, a darle forma a nuestro deseo de una sociedad donde todos tengan lugar: el comerciante porteño, el gaucho del litoral, el pastor del norte, el artesano del Noroeste, el aborigen y el inmigrante, en la medida en que ninguno de ellos quiera quedarse él solo con la totalidad, expulsando al otro de la tierra.
Durante décadas, la escuela fue un importante medio de integración social y nacional. El hijo del gaucho, el migrante del interior que llegaba a la ciudad, y hasta el extranjero que desembarcaba en esta tierra, encontraron en la educación básica los elementos que les permitieron trascender la particularidad de su origen para buscar un lugar en la construcción común de un proyecto. También hoy desde la pluralidad enriquecedora de propuestas educadoras, debemos volver a apostar: a la educación, todo.
Recién en los últimos años, y de la mano de una idea de país que ya no se preocupaba demasiado por incluir a todos e, incluso, no era capaz de proyectar a futuro, la institución educativa vio decaer su prestigio, debilitarse sus apoyos y recursos y desdibujarse su lugar en el corazón de la sociedad. El conocido latiguillo de la "escuela shopping" no apunta sólo a criticar algunas iniciativas puntuales que pudimos presenciar. Pone en tela de juicio toda una concepción, según la cual la sociedad es Mercado y nada más. De este modo, la escuela tiene el mismo lugar que cualquier otro emprendimiento lucrativo. Y debemos recordar una y otra vez que no ha sido ésta la idea que desarrolló nuestro sistema educativo y que, con errores y aciertos, contribuyó a la formación de una comunidad nacional.
En este punto, los cristianos hemos hecho un aporte innegable desde hace siglos. No es aquí mi intención entrar en polémicas y diferencias que suelen consumir muchos esfuerzos. Simplemente, pretendo llamar la atención de todos y, en particular de los educadores católicos, respecto de la importantísima tarea que tenemos entre manos. Depreciada, devaluada y hasta atacada por muchos, la tarea cotidiana de todos aquellos que mantienen en funcionamiento las escuelas, enfrentando dificultades de todo tipo, con bajos sueldos y dando mucho más de lo que reciben, sigue siendo uno de los mejores ejemplos de aquello a lo cual hay que volver a apostar, una vez más: la entrega personal a un proyecto de un país para todos. Proyecto que, desde lo educativo, lo religioso o lo social, se torna político en el sentido más alto de la palabra: construcción de la comunidad.
Este proyecto político de inclusión no es tarea sólo del partido gobernante, ni siquiera de la clase dirigente en su conjunto, sino de cada uno de nosotros. El "tiempo nuevo" se gesta desde la vida concreta y cotidiana de cada uno de los miembros de la Nación, en cada decisión ante el prójimo, ante las propias responsabilidades, en lo pequeño y en lo grande. Cuanto más en el seno de las familias y en nuestra cotidianeidad escolar o laboral.
Mas Dios ha de permitir
que esto llegue a mejorar.
Pero se ha de recordar
para hacer bien el trabajo
que el fuego pa calentar
debe ir siempre por abajo.
Pero esto merece una reflexión más completa.
Seguramente, tampoco a Hernández se le escapaba que los gauchos "verdaderos", los de carne y hueso, no se iban a comportar tampoco como "señoritos ingleses" en la nueva sociedad a fraguar. Provenientes de otra cultura, sin alambrado, acostumbrados a décadas de resistencia y lucha, ajenos en un mundo que se iba construyendo con parámetros muy distintos a los que ellos habían vivido, también ellos deberían realizar un importante esfuerzo para integrarse, una vez que se les abrieran las puertas.
La segunda parte de nuestro "poema nacional" pretendió ser una especie de "manual de virtudes cívicas" para el gaucho, una "llave" para integrarse en la nueva organización nacional.
Y en lo que explica mi lengua
todos deben tener fe.
Ansí, pues, entiéndanme,
con codicias no me mancho.
No se ha de llover el rancho
en donde este libro esté.
Martín Fierro está repleto de los elementos que el mismo Hernández había mamado de la cultura popular, elementos que, junto con la defensa de algunos derechos concretos e inmediatos, le valieron la gran adhesión que pronto recibió. Es más: con el tiempo, generaciones y generaciones de argentinos releyeron a Fierro... y lo rescribieron, poniendo sobre sus palabras las muchas experiencias de lucha, las expectativas, las búsquedas, los sufrimientos... Martín Fierro creció para representar al país decidido, fraterno, amante de la justicia, indomable. Por eso todavía hoy tiene algo que decir. Es por eso que aquellos "consejos" para "domesticar" al gaucho trascendieron con mucho el significado con que fueron escritos y siguen hoy siendo un espejo de virtudes cívicas no abstractas, sino profundamente encarnadas en nuestra historia. A esas virtudes y valores vamos a prestarles atención ahora.
Los invito a leer una vez más este poema. Háganlo no con un interés sólo literario, sino como una forma de dejarse hablar por la sabiduría de nuestro pueblo, que ha sido plasmada en esta obra singular. Más allá de las palabras, más allá de la historia, verán que lo que queda latiendo en nosotros es una especie de emoción, un deseo de torcerle el brazo a toda injusticia y mentira y seguir construyendo una historia de solidaridad y fraternidad, en una tierra común donde todos podamos crecer como seres humanos. Una comunidad donde la libertad no sea un pretexto para faltar a la justicia, donde la ley no obligue sólo al pobre, donde todos tengan su lugar. Ojalá sientan lo mismo que yo: que no es un libro que habla del pasado, sino más bien del futuro que podemos construir. No voy a prolongar este mensaje -ya muy extenso- con el desarrollo de los muchos valores que Hernández pone en boca de Fierro y otros personajes del poema. Simplemente, los invito a profundizar en ellos, a través de la reflexión y, por qué no, de un diálogo en cada una de nuestras comunidades educativas. Aquí presentaré solamente algunas de las ideas que podemos rescatar entre muchas.
Nace el hombre con la astucia
que ha de servirle de guía.
Sin ella sucumbiría,
pero sigún mi experiencia
Se vuelve en unos prudencia
y en los otros picardía.
Hay hombres que de su cencia
tienen la cabeza llena;
hay sabios de todas menas,
mas digo sin ser muy ducho,
es mejor que aprender mucho
el aprender cosas buenas.
Un punto de partida. "Prudencia" o "picardía" como formas de organizar los propios dones y la experiencia adquirida. Un actuar adecuado, conforme a la verdad y al bien posibles aquí y ahora, o la consabida manipulación de informaciones, situaciones e interacciones desde el propio interés. Mera acumulación de ciencia (utilizable para cualquier fin) o verdadera sabiduría, que incluye el "saber" en su doble sentido, conocer y saborear, y que se guía tanto por la verdad como por el bien. "Todo me es permitido, pero no todo me conviene", diría san Pablo. ¿Por qué? Porque además de mis necesidades, apetencias y preferencias, están las del otro. Y lo que satisface a uno a costa del otro termina destruyendo a uno y otro.
Ni el miedo ni la codicia
es bueno que a uno lo asalten.
Ansí no se sobresalten
por los bienes que perezcan.
Al rico nunca le ofrezcan
y al pobre jamás le falten.
Lejos de invitarnos a un desprecio de los bienes materiales como tales, la sabiduría popular que se expresa en estas palabras considera los bienes perecederos como medio, herramienta para la realización de la persona en un nivel más alto. Por eso prescribe no ofrecerle al rico (comportamiento interesado y servil que sí recomendaría la "picardía" del Viejo Vizcacha) y no mezquinarle al pobre (que sí necesita de nosotros y, como dice el Evangelio, no tiene nada con que pagarnos). La sociedad humana no puede ser una "ley de la selva" en la cual cada uno trate de manotear lo que pueda, cueste lo que costare. Y ya sabemos, demasiado dolorosamente, que no existe ningún mecanismo "automático" que asegure la equidad y la justicia. Sólo una opción ética convertida en prácticas concretas, con medios eficaces, es capaz de evitar que el hombre sea depredador del hombre. Pero esto es lo mismo que postular un orden de valores que es más importante que el lucro personal, y por lo tanto un tipo de bienes que es superior a los materiales. Y no estamos hablando de cuestiones que exijan determinada creencia religiosa para ser comprendidas: nos referimos a principios como la dignidad de la persona humana, la solidaridad, el amor.
"Ustedes me llaman Maestro y Señor; y tienen razón, porque lo soy. Si yo que soy Señor y Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes." Jn 13,13-15
Una comunidad que deje de arrodillarse ante la riqueza, el éxito y el prestigio y que sea capaz, por el contrario, de lavar los pies de los humildes y necesitados sería más acorde con esta enseñanza que la ética del "ganador" (a cualquier precio) que hemos mal aprendido en tiempos recientes.
El trabajar es la ley / porque es preciso alquirir. No se espongan a sufrir / una triste situación. Sangra mucho el corazón / del que tiene que pedir.
¿Hacen falta comentarios? La historia ha marcado a fuego en nuestro pueblo el sentido de la dignidad del trabajo y el trabajador. ¿Existe algo más humillante que la condena a no poder ganarse el pan? ¿Hay forma peor de decretar la inutilidad e inexistencia de un ser humano? ¿Puede una sociedad que acepta tamaña iniquidad escudándose en abstractas consideraciones técnicas ser camino para la realización del ser humano?
Pero este reconocimiento que todos declamamos no termina de hacerse carne. No sólo por las condiciones objetivas que generan el terrible desempleo actual (condiciones que, nunca hay que callarlo, tienen su origen en una forma de organizar la convivencia que pone la ganancia por encima de la justicia y el derecho), sino también por una mentalidad de "viveza" (¡también criolla!) que ha llegado a formar parte de nuestra cultura. "Salvarse" y "zafar"... por el medio más directo y fácil posible. "La plata trae la plata"... "nadie se hizo rico trabajando"... creencias que han ido abonando una cultura de la corrupción que tiene que ver, sin duda, con esos "atajos" por los cual muchos han tratado de sustraerse a la ley de ganar el pan con el sudor de la frente.
La cigüeña cuando es vieja
pierde la vista, y procuran
cuidarla en su edá madura
todas sus hijas pequeñas.
Apriendan de las cigüeñas
este ejemplo de ternura.
En la ética de los "ganadores", lo que se considera inservible, se tira. Es la civilización del "descarte". En la ética de una verdadera comunidad humana, en ese país que quisiéramos tener y que podemos construir, todo ser humano es valioso, y los mayores lo son a título propio, por muchas razones: por el deber de respeto filial ya presente en el Decálogo bíblico; por el indudable derecho de descansar en el seno de su comunidad que se ha ganado aquél que ha vivido, sufrido y ofrecido lo suyo; por el aporte que sólo él puede dar todavía a su sociedad, ya que, como dice el mismo Martín Fierro, es de la boca del viejo / de ande salen las verdades. No hay que esperar hasta que se reconstituya el sistema de seguridad social actualmente destruido por la depredación: mientras tanto, hay innumerables gestos y acciones de servicio a los mayores que estarían al alcance de nuestra mano con una pizca de creatividad y buena voluntad. Y del mismo modo, no podemos dejar de volver a considerar las posibilidades concretas que tenemos de hacer algo por los niños, los enfermos, y todos aquellos que sufren por diversos motivos. La convicción de que hay cuestiones "estructurales", que tienen que ver con la sociedad en su conjunto y con el mismo Estado, de ningún modo nos exime de nuestro aporte personal, por más pequeño que sea.
Ave de pico encorvado
le tiene al robo afición.
Pero el hombre de razón
no roba jamás un cobre,
pues no es vergüenza ser pobre
y es vergüenza ser ladrón.
Quizás, en nuestro país, esta enseñanza haya sido de las más olvidadas. Pero más allá de ello, además de no permitir ni justificar nunca más el robo y la coima, tendríamos que dar pasos más decididos y positivos. Por ejemplo preguntarnos no sólo qué cosas ajenas no tenemos que tomar, sino más bien qué podemos aportar. ¿Cómo podríamos formular que también son "vergüenza" la indiferencia, el individualismo, el sustraer (robar) el propio aporte a la sociedad para quedarse sólo con una lógica de "hacer la mía"?
"Pero el doctor de la Ley, para justificar su intervención, le hizo esta pregunta: "¿y quién es mi prójimo?" Jesús volvió a tomar la palabra y le respondió: un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos ladrones, que lo despojaron de todo, lo hirieron y se fueron, dejándolo medio muerto. Casualmente bajaba por el mismo camino un sacerdote: lo vio y siguió de largo. También pasó por allí un levita: lo vio y siguió de largo. Pero un samaritano que viajaba por allí, al pasar junto a él, lo vio y se conmovió. Entonces se acercó y vendó sus heridas, cubriéndolas con aceite y vino; después lo puso sobre su propia montura, lo condujo a un albergue y se encargó de cuidarlo. Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al dueño del albergue, diciéndole: "Cuídalo, y lo que gastes de más, te lo pagaré al volver".¿Cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones?. El que tuvo compasión de él, le respondió el doctor. Y Jesús le dijo: "Ve, procede tú de la misma manera". Lc 10,29-37
Procuren, si son cantores,
el cantar con sentimiento.
No tiemplen el estrumento
por solo el gusto de hablar
y acostúmbrense a cantar
en cosas de jundamento.
Comunicación, hiper comunicación, incomunicación. ¿Cuántas palabras "sobran" entre nosotros? ¿Cuánta habladuría, cuánta difamación, cuánta calumnia? ¿Cuánta superficialidad, banalidad, pérdida de tiempo? Un don maravilloso, como es la capacidad de comunicar ideas y sentimientos, que no sabemos valorar ni aprovechar en toda su riqueza. ¿No podríamos proponernos evitar todo "canto" que sólo sea "por el gusto de hablar"? ¿Sería posible que estuviéramos más atentos a lo que decimos de más y a lo que decimos de menos, particularmente quienes tenemos la misión de enseñar, hablar, comunicar?
Finalmente, citemos aquella estrofa en la cual hemos visto tan reflejado el mandamiento del amor en circunstancias difíciles para nuestro país. Aquella estrofa que se ha convertido en lema, en programa, en consigna, pero que debemos recordar una y otra vez:
Los hermanos sean unidos,
porque esa es la ley primera.
Tengan unión verdadera
en cualquier tiempo que sea,
porque si entre ellos pelean
los devoran los de ajuera.
Estamos en una instancia crucial de nuestra Patria. Crucial y fundante: por eso mismo, llena de esperanza. La esperanza está tan lejos del facilismo como de la pusilanimidad. Exige lo mejor de nosotros mismos en la tarea de reconstruir lo común, lo que nos hace un pueblo. Estas reflexiones han pretendido solamente despertar un deseo: el de poner manos a la obra, animados e iluminados por nuestra propia historia. El de no dejar caer el sueño de una Patria de hermanos que guió a tantos hombres y mujeres en esta tierra.
¿Qué dirán de nosotros las generaciones venideras? ¿Estaremos a la altura de los desafíos que se nos presentan? ¿Por qué no?, es la respuesta. Sin grandilocuencias, sin mesianismos, sin certezas imposibles, se trata de volver a bucear valientemente en nuestros ideales, en aquellos que nos guiaron en nuestra historia, y de empezar ahora mismo a poner en marcha otras posibilidades, otros valores, otras conductas.
Casi como una síntesis, me sale al paso el último verso que citaré del Martín Fierro, un verso que Hernández pone en boca del hijo mayor del gaucho, en su amarga reflexión sobre la cárcel:
Pues que de todos los bienes,
en mi inorancia lo infiero,
que le dio al hombre altanero
Su Divina Majestá,
la palabra es el primero,
el segundo es la amistá.
La palabra que nos comunica y vincula, haciéndonos compartir ideas y sentimientos, siempre y cuando hablemos con la verdad. Siempre. Sin excepciones. La amistad, incluso la amistad social, con su "brazo largo" de la justicia, que constituye el mayor tesoro, aquel bien que no se puede sacrificar a ningún otro. Lo que hay que cuidar por sobre todas las cosas.
Palabra y amistad. "La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros" (Jn 1,14). No hizo rancho aparte; se hizo amigo nuestro. "No hay amor más grande que dar la vida por los amigos. Ustedes son mis amigos si hacen lo que les mando. Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre" (Jn 15,13-15). Si empezamos ya mismo a valorar estos dos bienes, otra puede ser la historia de nuestro país.
Concluyamos poniendo estos deseos en las manos del Señor, con la oración por la Patria que nos han ofrecido los obispos argentinos:
Jesucristo, Señor de la historia, te necesitamos. Nos sentimos heridos y agobiados. Precisamos tu alivio y fortaleza. Queremos ser una nación, una nación cuya identidad sea la pasión por la verdad y el compromiso por el bien común. Danos la valentía de la libertad de los hijos de Dios, para amar a todos sin excluir a nadie, privilegiando a los pobres y perdonando a los que nos ofenden, aborreciendo el odio y construyendo la paz. Concédenos la sabiduría del diálogo y la alegría de la esperanza que no defrauda. Tú nos convocas. Aquí estamos, Señor, cercanos a María, que desde Luján nos dice: ¡Argentina! ¡Canta y camina! Jesucristo, Señor de la historia, te necesitamos.
Amén.
En la Pascua del año del Señor de 2002.
Jorge Mario Bergoglio Arzobispo de Buenos Aires
(Remitido por Horacio Acosta)