Fr. Nelson Medina F., O.P.
Creo que
una de las predicaciones que más han tocado mi vida la recibí en el Foyer de
Charité de Zipaquirá. Yo no estaba haciendo retiro sino que pasaba por el
lugar, un lugar que amo mucho, y era tiempo de la Misa, de modo que ese fue el
recurso que usó mi Dios para permitirme escuchar algo que ahora les comparto.
En realidad
se puede decir con muy pocas palabras: la soberbia es locura; la humildad es
cordura.
La soberbia
es locura. Esta es la primera parte de la enseñanza. A través de la soberbia
construimos un mundo para nosotros. La soberbia nos hace suponer que somos el
centro del mundo, pero, como eso no es cierto, nos conduce a inventar un
universo, un pequeño imperio del cual se supone que nosotros vamos a ser reyes
y señores.
Y bien,
¿qué es la locura? ¡Eso! Hacer un mundo mental distinto del mundo. Cuando vemos
por las calles el triste espectáculo de un orate nos impresionan su cabello
desgreñado y su ropa hecha jirones, pero de seguro nos impactan mucho más esos
ojos perdidos y la conversación repetitiva y desconectada del mundo real.
Por ello la
soberbia es antesala de la locura, como se ha comprobado dramáticamente en
casos como el del filósofo Nietzsche, pero, aunque no lleve al extremo de
necesitar un manicomio ni ponga a la gente a echar babas o a desnudarse en la
calle, la soberbia nos hace desquiciados de muchos otros modos.
¿No es una
locura, por ejemplo, echar a perder una relación de matrimonio de 12 o 15 años
sólo por no poder decir estas palabras: «tienes razón, me equivoqué,
discúlpame, por favor». ¡Son siete palabras! Y todos hemos conocido hogares que
se han destruido por el orgullo que no deja abrir la boca para pedir un perdón
que el alma reclama a gritos.
¿No es
locura arrojarse a los abismos de los vicios o de las malas compañías por el
orgullo tonto de no recibir un consejo a tiempo? ¿Y a cuántas personas hemos
visto naufragar en sus vidas solamente por esta razón? Han sacrificado lo que
valía la pena, lo mejor de su futuro a un ídolo mudo que se llama “mi soberbia”.
Por otro
lado, la humildad es cordura. Si la soberbia enferma, la humildad sana. Es el
cuadro conmovedor que también hemos podido ver, bendito sea Dios, en más de una
ocasión. Un papá que en su lecho de muerte llama al hijo al que nunca había pedido
perdón. Esta vez el orgullo ha sido quebrado. Con un abrazo trémulo y unas
palabras de ternura le regala en tres minutos a ese hijo una lección que le
cambiará el resto de la vida. ¡Qué magnífica inversión!
La humildad
es cordura simplemente porque nos lleva a la verdad de lo que somos, podemos y
necesitamos. Por ejemplo: todos necesitamos perdón. La humildad nos hace
comprender que esto es así y nos hace prontos a entender que así como nosotros
cometemos errores, los demás también los cometen. De este modo el mundo se
vuelve más humano, más vivible y más... cuerdo.
Jesús quiso
que aprendiéramos de él la humildad (Mt 11,29). Sin ella nos enfermamos. Nos
enloquecemos. Nos autodestruimos, y de paso acabamos con las vidas de nuestros
hermanos. Pidamos al Señor de la Cruz y las Espinas, que es también el Señor de
la gloria y el poder, que nos regale humildad... y cordura.
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