De perseguidor a perseguido:
el milagro de una conversión
A través de los cristales el locutorio del Maestro de
Novicios ve a un hombre de aspecto siniestro que, sentado, le espera.
El padre Bruno, por un instante, duda: "¿Quién será?,
¿Tendrá buenas intenciones?"
El visitante se pone bruscamente de pie:
- ¡Hola, soy Bogdan Grela! - le dice.
- Tome asiento ¿qué lo trae por aquí?
El desconocido frunce el ceño y jugueteando nerviosamente
con su gorra responde:
- ¡Me atrapó! ¡Ya no tengo más remedio que entrar en el
convento!
- ¿Quién te ha atrapado? No tengas prisa, explícate.
- El Padre Miguel, tú le conoces...
- Sí, lo sé...
- El Padre Miguel fue condenado a muerte en Cracovia y un
mes más tarde, ahorcado. Se le negó la asistencia espiritual de un sacerdote a
pesar de todos los esfuerzos que tú hiciste para visitarle en la prisión. No se
permitían visitas a las "ratas negras". Yo fui su guardián durante
los tres meses que precedieron a su condena, pues era el custodio de los
condenados a muerte.
El Padre Bruno se muerde los labios:
- ¿Me traes un mensaje?
- No. O mejor dicho: sí. La víspera de su ejecución me
hizo prometer que vendría a contártelo todo. Y aquí estoy, pues. Para llegarme
hasta aquí tuve que cortar todos los lazos que me unían a mi tétrico oficio y
despedirme para siempre.
El rostro del Padre Bruno se contrae. Está ante un
desconocido de aspecto poco tranquilizador. ¿Será un espía? Los comunistas ven
en cada sacerdote una fortaleza que expugnar.
- ¿Quién me asegura que no me estás tendiendo una trampa?,
pregunta al fin
- ¡Él mismo! La tarde de su ejecución me llamó y me dijo:
"Bogdan, si él duda de ti, recuérdale nuestra conversación sobre el
ciruelo, cuando teníamos once años. Nuestro pacto y nuestro juramento"
El Padre Bruno palideció recordando el día en que ambos
habían decidido hacerse misioneros y esperaban morir mártires. El que muera
primero, dará al otro una señal. Para sellar el juramento habían escupido en el
suelo, prometiendo mantener el secreto. Sí, era un ciruelo...
- ¡Prosigue!, exclamó el Padre, entusiasmado.
Bogdan seguía jugueteando con la gorra
- Bueno, pero no me interrumpas, porque no estoy acostumbrado
a recitar lecciones y tengo que pensar mucho para recordar todos los detalles.
La historia comenzó cuando lo trajeron a mi reparto. Con
la camisa adherida al cuerpo, chorreaba sangre. Lo habían apaleado. No
obstante, estaba tranquilo. Esto me impresionó, porque los otros prisioneros se
desesperaban. No creas que ser guardián de condenados a muerte es tarea
agradable: chillan, se golpean, son arrogantes y brutales. Pero él no. Le
habían aporreado horriblemente: la espalda y el pecho eran una llaga viva...
Jamás me consideró enemigo, al contrario, siempre me
esperaba con una dulce sonrisa. Esto me exasperaba: ¿Por qué me sonríe este
tío?
Una tarde, tras haber distribuido la sopa, entré en su
celda y a quemarropa le pregunté: "¿Por qué me sonríes? ¡Dentro de diez
días te colgarán!"
"Oh eso no tiene importancia -me respondió- lo grave
es vivir lejos de Dios".
Me hervía la sangre: "¡Qué le importará a tu querido
Dios si te cuelgan o te sueltan! ¡No moverá ni un dedo para salvarte!"
"Lo crees tú -replicó amablemente-. Le importo tanto
que para salvarme se dejó crucificar por mí."
Era demasiado: "¡Salvarte, salvarte! Esa tontería no
es para mí ni para ti. O tal vez sea para ti porque tú eres párroco ¿verdad? Te
has dejado atrapar. Ahora arréglatelas. Pero yo... Mira mis manos. ¿Sabes
cuánta sangre han derramado? Ya he perdido la cuenta de mis víctimas. ¡Tu
insípida cruz no es para mí!"
"Si, precisamente para ti -fue la respuesta-. ¡Jesús
murió por ti!"
Al pronunciar estas palabras Bogdan Grela tiembla...
- Yo creí que se burlaba de mí y dando un portazo me alejé
furioso.
Al día siguiente, después de haber distribuido la sopa a
los prisioneros, reanudé la conversación: "Ciertas historietas tuyas no me
las contarás en serio, ¿verdad?
"¿Qué historietas?, inquirió sonriendo dulcemente.
Yo estallaba:
"Esas de tu querido Dios y su carcomida cruz. ¿Qué
tengo yo que ver con él?"
Me fijó su mirada profunda y repuso:
"Dios tiene mucho que ver con tigo. No le eres
indiferente ¡TE AMA!"
"¡Estás loco! Pero hombre ¿qué dices?, ¿Dios amarme a
mí?"
Grela se golpea el pecho con fuerza: suena como un tambor.
- Para demostrarle que estaba equivocado le conté toda mi
vida. Mi vida maloliente. No me callé nada. No pertenezco a la categoría de los
agraciados. En casa éramos once, mi padre era albañil. Cierto día funesto, le
falló el corazón y precipitó de un andamio. Le recogieron muerto. Entonces mi
madre tuvo que salir a ganarse la vida como lavandera. Yo tenía seis años.
Cuando ella regresaba por las tardes yo observaba sus manos hinchadas de tanto
fregar. No tenía tiempo para nosotros que vivíamos en la calle o mejor en el
canal. Mis hermanas eran bonitas y comenzaban a coquetear. Para comprarles
ropa, afeites y adornos comencé a robar.
Cuando mi madre levantó la cabeza yo tenía 16 años y ya
era un ladrón de oficio. Mi madre me dijo un día: "Bogdan, deja ese
trabajo sucio." Felizmente cuando me encerraron ella ya había muerto.
Cuando empiezas a robar, ya no puedes abandonar la costumbre: se convierte en
un deporte. Robaba no por que tuviera hambre, sino por el placer de robar. Más
tarde mataba por el placer de matar, sabes, la sangre se te sube a la cabeza
como si fuera vodka. Me complacía viendo mis manos manchadas de sangre. (Y
seguí contándole mis crímenes para que se nauseara de mí). Aquella viejecita
que estrangulé por pocas monedas. La mujerzuela que besando mis manos me
imploraba ¡Ten compasión de mí! (la terminé deprisa porque venía la policía
pisándome los talones).
Luego estallo la guerra. Me atraparon y estuve prisionero
en Lwow. Cuando llegaron los bolcheviques, abrieron las cárceles y la jauría de
condenados quedó en libertad y yo entre ellos. Inmediatamente conseguí trabajo.
"Ven, me dijeron, ellos te encerraron, ahora te
tocará a ti cuidarlos". Se habían invertido los papeles. Uniforme, gorra y
escoba fueron mis insignias.
Pude hacer mi vida hasta que me encontré con Marieta. Nos
casamos a nuestro modo. Yo la quería de veras a la mujerzuela; pero ella no
pudiendo olvidar a sus clientes me traicionó.
No la maté porque no pude, astuta como era se escabulló.
Juré entonces vengarme de la sociedad entera. En la
prisión necesitaban un aporreador y yo lo hacía a las mil maravillas. Cada vez
que me presentaban un condenado a muerte, me decían: "¡Albricias! ¡Uno
menos!" Hasta que me trajeron al párroco.
A él le conté todo mi pasado, con pelos y señales, con los
detalles más crueles. Lo hice adrede: sentía la necesidad de ser un demonio. La
historia de mi vida fue rodando alrededor de su alma como una película de
episodios. Después de distribuir la sopa mi prisionero no pestañeaba. Hasta que
un día, sonriendo, me preguntó:
¿Eso es todo hijo mío?"
"Ah, sí, hijo mío... ¿No tienes suficiente?"
"La sangre de Cristo todo lo purificará. ¿Quieres que
te dé la absolución?"
Era lo que jamás me hubiese esperado. Me le reí en la
cara... pero a los pocos instantes caí en una crisis de lágrimas. Mi amigo
había hecho vibrar las cuerdas más recónditas de mi corazón.
¿Y si fuese verdad?, me preguntaba. Se siente vértigo
cuando uno descubre que alguien lo quiere de verdad, a pesar de lo nauseabundo
que eres. Así me sentía yo. El Padre Miguel me quería de verdad. ¡Querer a un
corrompido como yo! ¿Lo comprendes?
Lo cierto es que por varias noches seguidas fui a
visitarlo para que me catequizara.
El padre Miguel creía de verdad y sus instrucciones me
revelaban la profundidad del Evangelio.
La víspera de su muerte me llamó y en tono de súplica, me
dijo.
"Bogdan, ¿podrías conseguirme un trozo de pan ácimo?
Quisiera celebrar mi última Misa".
Sin hacérmelo repetir dos veces le pedí a Hawelka, la
mujer del labrador, una botella de vino blanco y un trozo de pan sin levadura.
Media hora después regresaba a la celda de mi condenado a muerte.
Antes de la Misa me dio la absolución y me abrazó.
"¿Cómo puedes abrazar a un monstruo como yo?",
le dije. ¿Y sabes qué me contestó?: "Si no he sido como tú, no es mérito
mío, se lo debo a la gracia de Dios".
Jamás olvidaré aquella noche. Celebró Misa. El vaso de la
prisión fue su cáliz.
Y entonces, entonces...
(Bogdan extiende las manos hacia el cielo).
- Entonces me dio el cuerpo de Cristo. ¡A mí!
Bogdan rompió a llorar...
El padre Bruno le escucha en silencio, con los ojos bajos
y las manos escondidas entre las amplias mangas de su hábito. Su corazón late
fuertemente, como si fuera a saltársele del pecho.
- Ahora sé, Señor, por qué te lo llevaste!
Bogdan se calma y prosigue:
- Luego me dio tus señas y me pidió que te lo contara todo
para que me creyeras. Hasta ahora no tuve el valor de presentarme, pues
continuaba en mi tétrico oficio. Al día siguiente de su muerte pedí el despido
mas los verdugos me lo negaron: ¡yo sabía demasiado! Entonces me presenté al
médico y obtuve un certificado de invalidez por agotamiento nervioso.
Cuando me marché todos sabían que yo no era el mismo.
Y ahora, Padre, dime qué debo hacer. Soy fuerte, el
trabajo duro no me asusta.
El Maestro de novicios entorna los ojos, pensativo; luego
pronuncia la sentencia:
-Hijo mío, quédate tranquilo, te recibo como el testamento
del Padre Miguel. No lo olvides jamás: tu vida ha quedado sumergida en la
Sangre de Cristo. Te prohíbo hablar de ella, a no ser en el confesionario y a
los pies del Crucifijo. Te prohíbo pensar en el pasado, a no ser para dar
gracias a Dios por su infinita Misericordia.
El Padre Bruno se acerca a la ventana del locutorio y
llama a un religioso. Presentándole al candidato le dice:
- Hermano Urbano, aquí tiene usted a un nuevo postulante,
el hermano Bodgan. Enséñele a rezar, a trabajar y a guardar silencio.
Publicado en el libro "El Icono", de María
Winowska
+