Meditación sobre la muerte
(Reflexión
de Fr. Erico Macchi, O.P.,
ante el féretro de Ciríaco, abuelo de uno de nuestros frailes)
La mera mención de la palabra muerte nos provoca temor. Quizá olvidamos que somos algo más que materia y que morir es la última aventura que nos ofrece la existencia, la postrera ocasión de mostrar el amor que une al que parte y a los que continuamos. Aunque ese adiós acaso no sea definitivo, él ha experimentado la paz que procura Dios en su infinito amor y ha adquirido la conciencia de lo que sucede más allá del mundo material que se abandona.
Los
acompañamos en el sentimiento. Hemos visto partir a un ser muy querido, muy valioso.
Pero es la voluntad de Dios que aun con dolor abandonemos nuestra historia para
entrar definitivamente en el seno del Padre. La vida no es más que un estado embrionario,
una preparación para la verdadera vida en Cristo, de ahí que se pueda afirmar que
el hombre no nace del todo hasta que muere. Entonces ¿Por qué lamentar que haya
nacido un nuevo niño entre los inmortales, que un nuevo miembro se haya incorporado
a su venturosa sociedad?.
Esencialmente
somos un misterio. Un acto de amor y benevolencia de Dios que nos invita a peregrinar,
sirviendo, sintiendo, construyendo y especialmente amando. Esas son nuestras tareas
en los días de la existencia. Pero no terminan aquí, en la limitación de nuestro
frágil y vacilante camino. En algún momento, justamente la muerte nos permitirá
hallar plenitud más allá del dolor, la angustia y los temores.
Ciriaco,
nuestro amigo, esposo, padre y abuelo y todos nosotros estamos invitados a un banquete
en otra parte, una fiesta de gozo que va a durar eternamente. Su silla ya está siendo
ocupada, pues, se ha ido antes que nosotros.
No podemos
continuar juntos, pero ¿Por qué afligirnos por eso, si pronto vamos a seguirlo,
y sabemos dónde encontrarlo, y que él nos está esperando?