A mi colegio de monjas de la congregación del Amor de Dios iba, de
vez en cuando, a visitarnos alguna misionera recién llegada de Nigeria o
Mozambique. Eran mujeres que habían entregado su juventud a Dios y que
después de profesar, habían solicitado voluntariamente un traslado a aquellas
regiones fustigadas por el hambre y la pólvora y la epidemias más feroces,
para inmolarse en una tarea callada. Eran mujeres enjutas, prematuramente
encanecidas, calcinadas por un sol impío que había agostado los últimos
vestigios de su belleza, y sin embargo risueñas como alumbradas por unas
convicciones indómitas. Habían renunciado a las ventajas de una vida
regalada, habían renunciado al regazo protector de la familia y la
congregación para agotarse en una labor tan numerosa como las arenas del
desierto. Entregaban su vida fértil en la salvación de otras vidas con un
denuedo que parecía incongruente con la fragilidad de sus cuerpecillos
entecos, reducidos casi a la osamenta. Con cuatro pesetas y toneladas de
entusiasmo, habían puesto en marcha comedores y hospitales y escuelas, habían
repartido medicinas y viandas y con suelo espiritual, habían enseñado a los
indígenas a labrar la tierra y a cocer el pan También habían velado la agonía
de mucho niños famélicos, habían apaciguado el dolor de muchos leprosos
besando sus llagas, habían sentido la amenaza de un fusil encañonando su
frente. ¿De dónde sacaban fuerzas para tanto? "Un día descubrí que Dios no era invisible recuerdo que me
contestó una de aquellas misioneras-. Su rostro asomaba en el rostro de cada
hombre que sufre". Este descubrimiento las había obligado a rectificar
su destino. "Si no atendía esa llamada, no merecía la pena seguir
viviendo". Y así se fueron a África o a cualquier otro arrabal del
atlas, con el petate mínimo e inabarcable de sus esperanzas, dispuestas a
contemplar el rostro multiforme de Dios. A veces tardaban años en volver,
tantos que, cuando lo hacían, sus rasgos resultaban irreconocibles incluso
para sus familiares; luego, tras una breve visita, regresaban a la misión,
para seguir repartiendo el viático de su sonrisa, la eucaristía de sus
desvelos. Y así, en un ejercicio de caridad insomne, iban extenuando sus
últimas reservas físicas, hasta que la muerte las sorprendía ligeras de
equipaje, para llevarse tan sólo su envoltura carnal, porque su alma acérrima
y abnegada se quedaba para siempre entre aquellos a quienes habían entregado
su coraje. Algunas, antes de dimitir voluntariamente de la vida, eran
despedazadas por las epidemias que trataban de sofocar, o fusiladas por una
partida de guerrilleros incontrolados. Si los periódicos dedicasen la misma atención a la epopeya anónima
y cotidiana de los misioneros que a este escándalo tan sórdido de abusos y
violaciones y embarazos y abortos, no quedaría papel en el mundo. Repartidos
por los parajes más agrestes u hostiles del mapa, una legión de hombres y
mujeres de apariencia humanísima y espíritu sobrehumano contemplan cada día
el rostro de Dios en los rostros acribillados de moscas de los moribundos, en
los rostros tumefactos de los enfermos, en los rostros llagados de los
hambrientos, en los rostros casi transparentes de quienes viven sin fe ni
esperanza. Son hombres y mujeres como aquellas monjas que iban a visitarme a
mi colegio, enjutos y prematuramente encanecidos, en cuyos cuerpecillos
entecos anida una fuerza sobrenatural, un incendio de benditas pasiones que
mantiene la temperatura del universo. Un día descubrieron que Dios no era invisible,
que su rostro se copia y se multiplica en el rostro de sus criaturas
dolientes, y decidieron sacrificar su vida en la salvación de otras vidas,
decidieron ofrendar su vocación en los altares de la humanidad desahuciada.
Que nos cuenten su epopeya silenciosa y cotidiana, que divulguen su peripecia
incalculablemente hermosa, a ver si hay papel suficiente en el mundo. |
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