TUVE
UN SUEÑO
Como
saben, los sueños son locos. Hay algo de verdad, algo de imaginación y algo de
totalmente irreal. A veces expresan también lo que se encuentra reprimido en el
subconsciente, según lo que afirman los sicólogos.
De
todos modos, he aquí “mi sueño”, así como lo recuerdo. Aclaro que estoy por
cumplir mis 64 años de edad y creo que estoy afectado por una ligera forma de
arterosclerosis. Así que posiblemente “mi sueño” era mucho más amplio y algo
diferente de lo que recuerdo.
Hay
partes que han sido reconstruidas, otras omitidas... Bueno, cada uno tome y
piense lo que quiera. En el fondo, se trata de un sueño. ¿Por qué darle
demasiada importancia?
Me
encontraba acostado en una carreta, como cuando era niño e iba al campo con mi
papá y mi hermano Vicente. A un cierto momento, el conductor me habló,
diciéndome que me levantara, puesto que ya habíamos llegado.
Me
encontraba en las afueras de Roma y una discreta multitud me esperaba ansiosa.
Sin muchas explicaciones, me llevaron al Vaticano, donde estaba por abrirse el
cónclave.
De
buenas a primera, resulto electo papa.
–Un
momento– le contesté al encargado de solicitar mi aceptación–. Antes de
aceptar, quiero saber si de veras ustedes están dispuestos a ayudarme o se van
a lavar las manos y me van a dejar solo, como ha sucedido tantas veces en el
pasado. En este caso, arréglense ustedes, yo no acepto.
No
recuerdo qué pasó ni cuánto tiempo demoró el forcejeo.
Lo
que recuerdo es que, vestido como siempre con mis huaraches y mi suéter, me
encuentro en un salón, como cuando imparto alguna conferencia. Solamente que en
este caso estoy hablando a los Señores Cardenales, sin nada escrito en las
manos, como es mi costumbre.
–My
friends– empiezo (esto tal vez se debe al hecho que tuve este sueño en Denver,
CO., USA, el 7 de mayo de 2002), –como ustedes saben, no soy un gran teólogo ni
un gran organizador. Soy un misionero. Así que lo que más me preocupa es la
misión, aquella misión que Jesús encomendó a los apóstoles, antes de subir al
cielo, y que ahora incumbe a cada uno de nosotros de una manera especial.
Ahora
bien, con toda franqueza, digan qué opinan acerca de este tema tan importante y
qué podemos hacer para relanzar la misión. Quiero cosas prácticas. Ya les dije
que no soy ni un gran teólogo ni un filósofo ni un gran organizador.
Así
que no me vayan a pedir encíclicas o cosas por el estilo. No soy bueno para la
pluma. Lo que se ha escrito hasta la fecha, es ya suficiente para arrancar. En
la marcha, iremos viendo si se necesita alguna aclaración o rectificación.
Como
les decía, quiero cosas prácticas para relanzar la misión, cosas sencillas que
hagan fermentar toda la Iglesia y ¿por qué no?, toda la sociedad.
Ustedes
saben como van las cosas. Si queremos mejorarlas, no nos queda más que la
fuerza del Evangelio. Para eso estamos nosotros. Con toda humildad, pero al
mismo tiempo con toda autoridad (acuérdense que somos los sucesores de los
apóstoles) y confiando totalmente en el poder de Dios, que nos acompaña
continuamente, tenemos que repetir aquellas palabras que San Pedro dirigió al
tullido: “No tengo ni oro ni plata. Lo que tengo te lo doy: En el nombre de
Jesús, levántate y anda” (Hech 3,6).
Sí,
mis queridos hermanos, esto tenemos que hacer: invocar el poder de Jesús
resucitado, como hizo San Pedro en aquella ocasión, y van a ver como esta
humanidad decaída se va a levantar, empezando por nuestra Iglesia. ¿O no creen
ustedes que esto sea posible? Entonces, ¿dónde está nuestra fe?
Al
terminar mi primera alocución a los señores cardenales, noté una que otra
lágrima por algunas mejillas surcada por los años. Todos estaban ansiosos por
saber adónde iba a parar todo esto. Todo les parecía irreal, fuera de toda
expectativa. Algo como un sueño. Claro que era todo un sueño: un sueño en el
sueño.
Por
fin un cardenal norteamericano rompió el hielo:
–My
Brothers, –empezó con cierta turbación, pero al mismo tiempo con decisión –.
Nuestro hermano, el obispo de Roma y sucesor de Pedro, habló. Ahora nos toca a
nosotros.
Y
dirigiéndose a mí directamente, siguió en un lenguaje muy pintoresco, entre
inglés, italiano y latín. Habló de disminución alarmante de vocaciones
sacerdotales, escándalos provocados por sacerdotes con problemas sexuales y
puntualmente aprovechados por los enemigos gratuitos de siempre, cierta
oposición al interior de la misma Iglesia por su doctrina acerca del
matrimonio, el control de la natalidad y en general el problema de la
sexualidad, para concluir:
–Holy
Father, frente a todo esto, muchas veces he sido tentado de renunciar y
retirarme en un monasterio o en un pueblito apartado como simple párroco. En
distintas ocasiones, comenté esto con el Señor Nuncio Apostólico, que me animó
a seguir adelante hasta cumplir los 75 años, según las normas establecidas.
Así
que sigo adelante sin entusiasmo, en el más grande desamparo y en la más grande
incertidumbre, sin saber qué aconsejar a los que se me acercan a mí en busca de
orientación.
Aquí
la cinta se me borró. Tengo la impresión que siguió hablando un buen rato más
entre uno que otro aplauso de parte de sus colegas norteamericanos, que
entendían más su mentalidad y su lenguaje, salpicado de un humor y unos chistes
misteriosos para muchos.
Por
fin recuerdo que lo interrumpí, diciendo:
–Mi
querido hermano en Cristo, por favor diga qué sugiere Usted en concreto para
poner fin a toda esta incertidumbre y desaliento, y relanzar la misión.
–Un
Concilio Ecuménico – contestó el cardenal norteamericano sin titubeos.
Al
principio, quedamos todos sin palabras, como petrificados, hasta que no se me
ocurrió esbozar un aplauso, que pronto se volvió en una marea de gritos,
aplausos, palmadas en las espaldas, abrazos... que hizo cimbrar la sala del
Consistorio.
–Bueno.
Se hará el Concilio –concluí en forma solemne–, aunque esta idea nunca se me
había ocurrido antes. Ni modo. Esta es la colegialidad episcopal y la vamos a
poner en práctica hasta las últimas consecuencias.
Otros
cardenales intervinieron en la conversación, dando sugerencias concretas para
despertar al pueblo católico de su pasividad y hacerlo más consciente acerca de
su dignidad como pueblo de Dios.
–Es
tiempo de poner cada cosa en su lugar– afirmó un cardenal de una de las más
grandes ciudades de Latino América–. Es inútil que sigamos hablando de
Ecumenismo entre nosotros, cuando nuestro grande problema son las sectas. Es
necesario insistir en nuestra identidad como católicos, para hacer frente a
esta enorme avalancha de sectas, que están confundiendo y destruyendo gran
parte de nuestras comunidades católicas. Es necesario que en todos los
seminarios y centros de estudio católicos se implante la Apologética, que
enseña a enfrentar con realismo el problema de las sectas.
–No
para pelear– añadió otro cardenal de Portugal –, sino para fortalecer la fe del
católico frente a la ola de desprestigio levantada por nuestros enemigos de
siempre.
No
faltó quien mencionó la necesidad de hacer frente a la nueva Leyenda Negra, que
están creando muchos medios masivos de comunicación, manejados por gente
anticatólica y sin escrúpulo.
Cuando
pareció que las ideas estaban lo suficientemente claras (¿cuánto tiempo pasó?
¿Dos días? Quien sabe), concluí:
–Hermanos,
es tiempo de nombrar una comisión para redactar un documento, que vamos a dar a
conocer al pueblo católico, que está ansioso de saber cuál será el rumbo que va
a llevar la Iglesia en los próximos años. El documento va a empezar con estas
palabras: “Pareció bien al Espíritu Santo y a nosotros...” (Hech 15,28).
–Como
el documento del primer Concilio de Jerusalén –interrumpió un cardenal– .
Precisamente,
y aclaro que lo vamos a firmar todos, empezando por mí. Así que veamos quiénes
pueden formar parte de esta comisión.
–Que
sea un documento breve y claro, para que todos lo puedan entender con
facilidad– comentó otro cardenal.
–Algo
que fácilmente pueda ser publicado por entero en los periódicos y transmitido
por radio y televisión– añadió otro.
–¿Cómo
se llamará el próximo Concilio? –preguntó un cardenal africano–.
Después
de unos momentos de reflexión y mientras todas las miradas se apuntaban sobre
mí, declaré en forma solemne:
–El
próximo Concilio se llamará: “II Concilio Ecuménico de Jerusalén”.
¡Viva
el Papa!, gritaron todos, completamente sorprendidos por una decisión tan
inesperada.
–¿Y
la guerra entre israelíes y palestinos?– preguntó un cardenal.
–¿Y
el problema de la seguridad?– añadió otro.
–Ni
modo. Acuda al Concilio el que pueda. Será el Concilio de los valientes. Así
podemos conocer más de cerca la realidad de la guerra, la pobreza y la
incomodidad. Además, nadie quita que la celebración del próximo Concilio ayude
a resolver más pronto los problemas de Oriente Medio y a restablecer la paz en
una región tan conflictiva y sufrida.
–Esto
puede ayudar también a restablecer la unidad con los hermanos ortodoxos–
contestó un cardenal, entre la euforia general.
Para
preparar el documento, se solicitó la presencia de algunos obispos y sacerdotes
que trabajan en el Vaticano y algunos laicos expertos en asuntos de
comunicación.
Contando
con su valiosa experiencia en estos asuntos, pronto salió el documento, que en
pocos minutos dio la vuelta al mundo, despertando por todas partes el más
grande entusiasmo y poniendo al mundo católico en una grande efervescencia.
Los
titulares de los periódicos y los noticieros de radio y televisión se hicieron
eco del júbilo general ante un acontecimiento tan importante y tan oportuno
para la Iglesia Católica y la humanidad entera:
“II
Concilio Ecuménico de Jerusalén: La Iglesia vuelve a sus orígenes”; “El Papa de
los huaraches abre puertas y ventanas”; “Euforia Católica: más identidad y más
apertura”, etc.
Todos
los comentaristas eran unánimes en subrayar la novedad del estilo que se estaba
imprimiendo a la Iglesia, hablando de colegialidad episcopal, confianza en los
destinos de la Iglesia, fortalecimiento interno y nuevas perspectivas para el
diálogo ecuménico.
Entre
los medios intelectuales tuvo mucha resonancia una entrevista, concedida por un
famoso teólogo a un semanario católico muy conocido. El título de la entrevista
era: “Una Iglesia siempre joven” y hablaba de un agotamiento del actual modelo
de Iglesia, manejado desde hace siglos, en busca de un nuevo modelo, menos
centralizado y autoritario y más carismático y variado al estilo de los
primeros siglos del cristianismo.
“Es
necesario –afirmaba el teólogo– regresar a la simplicidad evangélica,
definiendo aquellos valores básicos que pueden dar sentido a la vida del
cristiano en el mundo de hoy y luchar para que se vuelvan en patrimonio común
para todo católico”.
Otro
teólogo subrayó el papel fundamental de la Biblia en la vida del creyente y de
la Iglesia en general. “Primero la Biblia y después el catecismo –afirmó con
énfasis en un programa de radio–. Y todo esto, empezando por la preparación a
la Primera Comunión”.
Hecho
esto, se empezó pensar en una clausura
del Consistorio, en espera que los acontecimientos fueran madurando para tomar
otras medidas según la necesidad. El cardenal secretario de Estado se hizo
intérprete del sentir común de los miembros de la asamblea:
–Hermanos,
Dios nos ha concedido presenciar un acontecimiento de gracia sin precedentes.
Con esto volvemos al espíritu de los orígenes de nuestra fe. De seguir así, no
me extrañaría que yo fuera el primero en quedar sin trabajo. (Una risa general,
acompañada por algunos aplausos, mientras yo le hacía señas a que siguiera
adelante y que no se preocupara demasiado por la posibilidad de perder su
empleo).
Antes
que nada, agradezcamos a Dios una gracia tan grande y pidámosle con fe que nos
acompañe en una tarea tan grande y trascendental, que pesa sobre nuestros
hombros, a veces bastante fatigados.
No
se olviden de estar continuamente en contacto conmigo y la comisión o las
comisiones, que se van hacer cargo de la preparación del magno acontecimiento.
Habló
de aspectos logísticos, doctrinales y pastorales, y del aspecto económico, “que
no hay que sobrevaluar ni tampoco minimizar, tratándose de un acontecimiento
que sale fuera de las perspectivas normales de la Iglesia”.
A
un cierto momento un anciano cardenal, lo interrumpió:
–Como
siempre, una vez terminada la fiesta, cada quien regrese a su lugar con la
rutina de siempre. A mí me falta un año para dimitir como arzobispo
residencial. Posiblemente, cuando se abra el Concilio, ya estaré muerto y
enterrado. ¿Qué me importa todo esto que Usted está diciendo? Hasta siento
ganas de dimitir hoy mismo, para que alguien más joven tome mi lugar y dé
seguimiento a todo este proceso que estamos empezando y que va a culminar con
el Concilio.
Un
coro de aprobación acompañó el sentir del anciano cardenal. De hecho un buen
porcentaje de cardenales se encontraba en la misma situación.
Otro
cardenal se dirigió directamente a mí y me preguntó:
–¿Cuándo
se empezarán a dar las reformas que Usted quiere promover dentro de la Iglesia?
Yo
le contesté de inmediato, entre el estupor de todos:
–Hoy
mismo se empezarán a dar estas reformas. No hay que esperar ningún Concilio
para empezar el cambio en la Iglesia. Hoy, hoy, hoy. –Repetí con insistencia y
algo exaltado–. ¿O no nos entendemos?
–¿Qué
tipo de cambios podemos empezar a realizar hoy mismo?
–Cualquier
tipo de cambio que tenga que ver con la misión.
–¿Cambios
de tipo pastoral?
–Claro.
No se metan en asuntos doctrinales. Esto es más complicado y lo vamos a ver en
el Concilio, si será necesario abordar este aspecto.
–¿Podemos
decidir el asunto de los sacerdotes casados?
–Claro
que sí: sacerdotes, obispos y cardenales. Cada conferencia episcopal decida lo
que más convenga para su porción del Pueblo de Dios.
Todos
quedaron altamente sorprendidos por el giro que estaban tomando las cosas.
Nadie se hubiera imaginado nunca ni siquiera la posibilidad de cambios tan
radicales y rápidos. Y continué:
–Lo
que importa es que para cualquier asunto haya una base bíblica y tradicional.
Que todo se haga en la perspectiva de la más completa ortodoxia, partiendo
siempre de la Biblia y la Tradición. Una vez salvado esto, se puede realizar
cualquier cambio que sirva para relanzar la misión. Acuérdense: “Salus animarum
suprema lex”.
Otro
principio importante: “Una vez que haya unanimidad acerca de algún asunto,
tratado por una conferencia episcopal a nivel nacional, regional o continental,
ipso facto, se transforma en ley”. En este caso no se necesita ninguna
aprobación de parte de Roma. Basta avisar.
¿Son
o no son ustedes sucesores de los apóstoles, directos responsables de la
Misión? Adelante, entonces, con ánimo.
–¿No
sería conveniente que como preparación al Concilio Ecuménico, se realizaran
primero sínodos diocesanos, regionales y continentales?– sugirió un cardenal de
Asia.
–Perfecto.
A ver, llamen a los expertos de la Curia para que preparen un documento,
parecido al que hicieron el otro día: breve, sencillo y claro. Como siempre, lo
vamos a firmar todos. Y que sea enviado de inmediato a los nuncios apostólicos
para que lo hagan llegar a todos los obispos, superiores mayores y dirigentes
de los movimientos laicales. Que todos nos sintamos comprometidos en esta
tarea.
–¿No
sería bueno enviarlo también a los representantes de las Iglesias hermanas?
–Claro.
En el fondo, se trata de relanzar la Misión. Cualquiera nos puede dar
sugerencias al respecto.
De inmediato, otro cardenal tomó la palabra
en nombre de un grupo de colegas:
–¿Podemos
abordar también el asunto del nombramiento de los obispos?
–Claro.
Si en algún lugar los miembros de la Conferencia Episcopal están de acuerdo en
aportar algunos cambios con relación a la praxis actual, que se proceda.
Yo
insistiría en estos dos criterios fundamentales: sana doctrina y experiencia
pastoral. Queremos obispos que sean verdaderos apóstoles. Excelencia pastoral,
más que excelencia académica. Si se juntan los dos aspectos, mejor: excelencia
académica y excelencia pastoral.
Una
vez llegados los canonistas de la curia y los expertos en comunicación, les
expliqué el asunto en pocas palabras, dándoles toda la tarde para realizar el
trabajo. Y continué:
–Hermanos,
ya que estamos bastante cansados del trabajo que hemos realizado en estos días.
Ahora démonos un agasajo. ¿Qué les parece esta sugerencia? Mientras los
expertos preparan el documento, ¿por qué no salimos de la Ciudad para descansar
un poco en algún lugar en las afueras de Roma?
De
inmediato se formaron unos corrillos para definir los detalles de la fiesta de
despedida, en un clima de hermandad y sano esparcimiento.
–Que
esté cerca de una pizzería– comentó un cardenal.
–Sí,
cerca de una pizzería,– añadieron los demás.
Unos
minutos después ya estábamos de viaje, mientras los expertos se quemaban las
pestañas con los artículos del Derecho Canónico.
Una
tarde encantadora entre chistes, recuerdos de los años mozos en las distintas
universidades de la Ciudad Eterna, promesas de seguir en contacto por
Internet...
Nadie
se fijó que entre aquellos alegres ancianitos se encontraba el Papa en persona.
Es que aún no me lograban identificar (apenas una vez había aparecido en
público, saludando a la gente desde la fachada de la Basílica de San Pedro).
A
las altas horas de la noche, poco a poco cada uno fue tomando su rumbo para
descansar unas horas antes de concluir el Consistorio y emprender cada quien el
viaje de regreso a sus comunidades. Nos despedíamos una y otra vez para volver
a juntarnos por grupitos y contar el último chiste. Es como si quisiéramos
parar el tiempo, para que el sueño no terminara nunca.
El
día siguiente regresamos todos a la Asamblea. Los expertos habían hecho un buen
trabajo. Bastaron unos cuantos retoques y a firmar todos. Algo inolvidable. Se
respiraba aire de Pentecostés.
Antes
de clausurar definitivamente el Consistorio, me permití hacer una breve
alocución:
–Hermanos,
estamos al final de esta experiencia, tan enriquecedora para todos. Sin
embargo, antes de separarnos, quiero que sepan ustedes, y que quede entre
nosotros, que no es mi intención seguir en este cargo toda la vida.
Yo
quiero ser un Papa de transición, como el Papa Juan XXIII, ya beato. Si no
muero antes, es mi firme intención dimitir al momento de clausurar el Concilio,
dando inicio al Cónclave, de donde saldrá el nuevo sucesor de Pedro. En
realidad, no es lo mismo abrir caminos que gobernar. A cada quien lo suyo. Yo
me conozco bastante bien a mí mismo y sé hasta donde puedo llegar. Así que no
me pidan más de lo que no pueda dar.
Lo
que tenemos que hacer ahora, es fijarnos en aquellos elementos del episcopado
bien empapados en este nuevo estilo de gobierno, para que los pueda nombrar
cardenales y así estar en condiciones de tomar las riendas de la Iglesia.
–Y
Usted ¿qué piensa hacer, una vez renunciado al cargo de Obispo de Roma? ¿Se va
a recluir en un monasterio? –preguntó un cardenal.
–Ni
pensarlo. Estoy seguro que me moriría de inmediato. Lo que pienso hacer, es
regresar con mis inditos de la sierra de Oaxaca, donde empecé mi aventura como
misionero y pasar con ellos los últimos años de mi vida. Es que cuando a uno le
entra el gusano de la misión, nunca se le quita, hasta la muerte.
Un
cierto velo de tristeza cubrió el rostro de muchos cardenales, que al
despedirse no dejaban de expresarme todo su cariño y espíritu de solidaridad.
Cuando
todos los cardenales se fueron y quedé solo con el secretario de Estado, éste
me preguntó:
–¿No
le parece que nos estamos embarcando en una aventura?
–Claro
que sí. Todo lo que tiene que ver con el Espíritu es siempre una aventura. No
se le olvide nunca.
¿Cuánto
tiempo duró el sueño? ¿Una hora? ¿Dos horas? ¿Tres horas? ¿O un solo instante,
como afirman algunos expertos? El hecho es que todo lo demás se quedó borroso
en mi memoria.
A
un cierto momento me encuentro en un sínodo africano ¿nacional, regional o
continental? Quien sabe. Me entero de asuntos totalmente desconocidos para mí,
como el del matrimonio consuetudinario. Se insiste en la necesidad de una
liturgia más conforme al sentir del pueblo africano, con ritmos, danzas y
tradiciones propias del pueblo. También se nota mucha preocupación por el fenómeno
de las sectas y el sincretismo religioso.
En
un sínodo norteamericano, por primera vez en la historia de la Iglesia, se
intenta enfrentar con seriedad el problema de la evangelización, rebasando el
nivel puramente exhortativo de los documentos oficiales y entrando en todos los
detalles de una verdadera planificación pastoral de gran envergadura, haciendo
un abundante uso de los medios masivos de comunicación e invirtiendo una enorme
cantidad de recursos humanos y económicos.
“Cuidado
con la Iglesia Católica– fue el comentario del más prestigioso periódico de
Estados Unidos–. El gigante adormecido empieza a despertar”. Y otro periódico
añadía: “La organización pastoral de la Iglesia Católica se apresta a ser la
más grande empresa a escala mundial”. Era tanto el entusiasmo que estaba
despertando, que ya se hablaba de ramificaciones de dicha organización a nivel
continental y mundial.
–Es
tiempo de modernizarnos – afirmaba el dirigente de un Movimiento Apostólico
Laical.– No podemos seguir como antes, a la buena de Dios. Si para tener éxito
en cualquier cosa, tenemos qué programarnos, ¿por qué no tenemos qué hacer lo
mismo en la Iglesia, por lo que se refiere a la evangelización?
Alguien
me preguntó cómo veía esta mezcla entre Dios y el dólar, la confianza en el
poder de la Palabra y la confianza en la organización. Mi respuesta fue muy
sencilla:
–Acuérdense
que somos “católicos”. ¿De dónde viene la palabra “católico”? Del griego Kata
holon, que quiere decir según el todo. Así que es propio de nosotros católicos
abarcar todo, sin excluir nada, y poniendo cada cosa en su lugar: Dios y el
hombre, el don de Dios y la colaboración del hombre, lo antiguo y lo nuevo...
Si fuera de la Iglesia hay algo bueno, ¿por qué no aprovecharlo? Por lo tanto,
estoy completamente de acuerdo en que se utilicen todos los medios posibles y
se monte la mejor organización posible para relanzar la misión, que representa
la razón fundamental de nuestro existir como Iglesia.
En
otro sínodo asiático, se insiste en recrear una teología católica conforma a la
idiosincrasia local. Altos vuelos pindáricos, que me dejan sin entender casi
nada. Por otro lado, todos saben que soy un misionero, metido de un momento a
otro a la cabeza de la Iglesia, con una preparación cultural común. Por eso nadie
me exige que entienda todo lo que ellos dicen.
Lo
que más me llama la atención es la conciencia general de estar viviendo un
momento excepcional en la historia de su pueblo, en la que todos están llamados
a intervenir como actores.
–Los
misioneros nos trajeron el Evangelio, enfrascado entre muchos elementos
culturales extraños a nuestra manera de ser– decía un anciano sacerdote chino–.
Ahora toca a nosotros liberarlo de toda esta sobre estructura para recrear un
cristianismo a nuestra medida.
Lo
que más me impactó fue el entusiasmo, manifestado en un sínodo latinoamericano,
no recuerdo a qué nivel. Se insistía en la necesidad de que interviniera toda
la Iglesia en la elección de los obispos: consejos parroquiales, dirigentes de
las asociaciones y los movimientos apostólicos, religiosas, clero, obispos de
la región, conferencia episcopal nacional y Santa Sede. Al mismo tiempo, se
debatía la cuestión de los diáconos casados, que pudieran pasar de permanentes
a transitorios, para resolver el grave problema de la escasez de sacerdotes.
También en este caso, se consideraba determinante la opinión de todas las
fuerzas vivas de la Iglesia local: clero, vida consagrada y laicado
comprometido.
“En
realidad,– afirmaba un famoso teólogo que trabajaba desde hacía mucho tiempo en
la periferia de una grande ciudad– no es lo mismo realizar la Celebración de la
Eucaristía o la Celebración de la Palabra, en la que se distribuye la comunión.
La
Celebración de la Eucaristía corresponde a la esencia propia del catolicismo
desde sus orígenes. Una de las tareas fundamentales de cada pastor de la
Iglesia consiste precisamente en reunir y alimentar la comunidad cristiana
alrededor de la Eucaristía, centro y culmen del ser y quehacer de toda la vida de la Iglesia.
Ahora
bien, cuanto más tiempo una comunidad cristiana queda sin la celebración de la
Eucaristía, tanto más se va protestantizando, es decir, se va acostumbrando a
una manera de ser que no es propiamente
católica, sino protestante.”
Y
concluía de una manera enfática:
“Tratándose
de algo esencial para la vida de la Iglesia, ningún obstáculo tiene que impedir
a cada comunidad contar con los ministros idóneos para la celebración
eucarística, teniendo presente su propia realidad”.
Evidentemente,
no todo era euforia, besos y abrazos. No faltaban momentos de alta tensión. Lo
bueno era que, terminados los debates, todos se volvían como mansos corderos,
especialmente al momento de celebrar la Eucaristía, presidida siempre por un
servidor, cuando estaba presente.
En
distintas ocasiones noté grupitos de gente, que practicaba la corrección
fraterna y la revisión de vida. Posiblemente se trataba de gente de la misma
parroquia o diócesis, que buscaba la manera de “cargar las pilas” para que su
intervención fuera más eficaz.
Llevado
por este nuevo estilo, que se iba creando en los distintos sínodos, yo mismo
empecé a practicarlo con mis colaboradores más allegados. Esto sirvió para
impregnar de espiritualidad toda nuestra actividad, que muchas veces se parecía
más bien a la dirección y administración de una transnacional. No faltó alguien
que habló de regreso a la Iglesia de los Hechos de los Apóstoles.
Todo
era iniciativa, apertura y entusiasmo, entre chismes, golpes bajos y verdaderas
calumnias. Era como si se hubiera abierto una válvula de escape y saliera todo
lo que durante largo tiempo hubiera quedado reprimido.
Muchos
se preguntaban: “Si esto está sucediendo en los sínodos, ¿qué será en el
Concilio? Se ve que el Espíritu está soplando fuerte”.
Frente
a esta realidad, muchos hermanos separados se preguntaban: “Si esta es la
Iglesia Católica, ¿qué nos impide pensar en una pronta reconciliación? ¿No será
esta una hora de gracia, que no tenemos que desperdiciar?”
Y
empezaron a llover las solicitudes para participar en los sínodos y después en
el Concilio. La pregunta era: “¿Participarán como simples observadores o como
miembros activos de los mismos”? Respuesta: “Esto se verá después. Por mientras
participen en las comisiones, opinen, busquen todos juntos la respuesta a los
enormes desafíos, que se presentan a la fe en el mundo de hoy. Lo demás vendrá
después. No vayamos a vendarnos la cabeza antes que llegue la pedrada”.
Otro
problema: “¿Quiénes podrán participar totalmente en la Eucaristía?” Respuesta:
“Los que creen en la Eucaristía como nosotros católicos y tengan el deseo de
luchar por la unidad querida por Cristo bajo la guía de Pedro y los apóstoles
con sus sucesores. Los ministros válidamente ordenados pueden concelebrar con
los ministros católicos. Poco a poco la unidad de los corazones y sacramental
llevará a la unidad completa. Es un camino de reconciliación. Que nadie hable
de regreso o cosas por el estilo. Hablemos más bien de reconciliación. Es más
conforme al dato bíblico e histórico”.
Acerca
del Concilio no recuerdo casi nada. Lástima que se me borró la cinta casi por
completo, precisamente en el momento culminante.
Lo
único que recuerdo es que la mayoría de los participantes era de Oriente en una
gran variedad de ritos, razas y disfraces. ¿Será que, para sanar la grande
herida, se hará necesario regresar a celebrar en Oriente los Concilios
Ecuménicos, como sucedió en el primer milenio de la historia de la Iglesia?
Si
alguien de ustedes tuvo algún sueño parecido, ¿no sería conveniente que lo
compartiera con los demás miembros del “Club de los Soñadores”? Esta página
está a su disposición.
Alguien
habló de un inconsciente colectivo. ¿Quién quita que tenga algo de verdad y
podamos reconstruir la cinta original?