LA TEOLOGÍA
ANTE EL LENGUAJE POSTCIENTÍFICO

Fr. Nelson Medina F., O.P.
Director: Fr. Enrique Aranda Ospina, O.P.
Santafé de Bogotá, julio de 1993

0. AGRADECIMIENTOS

1. INTRODUCCIÓN

1.1 Contexto social y eclesial

1.2 Marco teórico: las grandes etapas

1.2.1 LA ERA AGRARIA

1.2.2 LA ERA INDUSTRIAL

1.2.3 LA ERA POST-MODERNA

2. LA CUESTIÓN DEL LENGUAJE

2.1 La ciencia moderna: un lenguaje formal de incidencia social

2.1.1 ¿QUÉ CAMBIA EN LAS IDEAS CIENTÍFICAS CUANDO SE POPULARIZAN?

2.1.2 ¿POR QUÉ LA EXCRECENCIA INTERPRETATIVA TIENDE A SUPERAR AL DATO CIENTÍFICO?

2.1.3 ¿CUÁNDO CUESTIONAR UNA INTERPRETACIÓN DEL HECHO CIENTÍFICO?

2.1.3.1 Preguntar desde la ciencia misma

2.1.3.2 Preguntar desde fuera de la ciencia

2.2 Las tradiciones de los pueblos y los lenguajes pre-convencionales

2.2.1 LA FORMALIZACIÓN DE LAS PALABRAS, Y SUS CONSECUENCIAS PARA LA CULTURA POSTCIENTÍFICA

2.2.2 ¿TIENDE TODO LENGUAJE A LA REPRESENTATIVIDAD?

3. «HABLAR DE DIOS»

3.1 La teología ante el análisis del lenguaje

3.1.1 LA TEOLOGÍA APOFÁTICA

3.1.2 R. BULTMANN Y LA DESMITOLOGIZACIÓN

3.1.3 K. BARTH Y LA RESPONSABILIDAD DEL TEÓLOGO

3.1.4 P. TILLICH Y LA «DOCTRINA TRADICIONAL»

3.1.5 LA «DEI VERBUM»

3.2 La cuestión de las definiciones y de las demostraciones

3.3 La tradición de significados en Israel

3.3.1 SINGULARIDAD HERMENÉUTICA DE LA SAGRADA ESCRITURA

3.3.2 LOS RELATOS Y SU INTERPRETACIÓN

3.3.3 LOS LENGUAJES NO-CONVENCIONALES

3.3.4 ¿Y POR QUÉ ISRAEL?

4. LA TEOLOGÍA COMO PALABRA DE DIOS EN LA HISTORIA

4.1 Jesucristo, Palabra del Padre

4.2 Teología: unidad en la diversidad

5. DE NUEVO, EL EVANGELIO

6. BIBLIOGRAFÍA

 

0. AGRADECIMIENTOS

Deseo expresar mi gratitud a quienes hicieron posible esta obra : a Dios, en primer lugar, y a su Iglesia, Sacramento de salvación para el mundo; también a mi Comunidad, y especialmente al P. Enrique Aranda, O.P. Agradezco igualmente la oportuna colaboración y consejo de los apreciados Padres Mario Gutiérrez y Rodolfo de Roux, de la Compañía de Jesús.

1. INTRODUCCIÓN

1.1      Contexto social y eclesial

Hoy percibimos con fuerza la urgencia de la evangelización como la tarea de la Iglesia. Al respecto escribía ya Pablo VI:

Evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad... No se trata solamente de predicar el Evangelio en zonas geográficas cada vez más vastas o poblaciones cada vez más numerosas, sino de alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio

los criterios de juicio,
los valores determinantes,
los puntos de interés,
las líneas de pensamiento,
las fuentes inspiradoras y
los modelos de vida de la humanidad,
que están en contraste con la Palabra de Dios y con el designio de salvación
[1].

Ahora bien, si miramos cuáles son los criterios, valores, puntos de interés, líneas de pensamiento o fuentes de nuestra cultura, de inmediato percibimos un fuerte constraste con la Palabra de Dios y con el designio de salvación. En el conjunto de nuestra cultura, a veces denominada «de muerte», podríamos encontrar una negación casi para cada uno de los puntos indicados por Pablo VI. Lo cual indica una resistencia al mensaje, una especie de barrera que atraviesa los corazones, las familias, las instituciones y las estructuras. No podemos afirmar sin más, como quisiéramos, que el Evangelio impregna la cultura contemporánea.

De otra parte, es verdad que si miramos la realidad de fe y esperanza de nuestros pueblos, si percibimos el soplo de vida nueva que alienta en diversos lugares, movimientos y personas de nuestras comunida­des, tampoco podemos negar la gracia ni ocultar la luz. Con todo, será mejor que nos dejemos apremiar por la plenitud que falta, antes que sentirnos satisfechos con la primicia recibida.

Así las cosas, ¿de qué barrera hablamos? ¿Qué detiene la marcha del Evangelio entre nosotros? ¿Qué se opone a que haya Pascua en tantos hogares, personas y pueblos? Dos evidencias se imponen: primera: en estas cuestiones no hay un diagnóstico sencillo y patente a todos; segunda: sin embargo, un error en el diagnóstico dispersa las fuerzas y a menudo multiplica las divisiones intraeclesiales.

Desde luego, no pretendemos dar aquí el diagnóstico, sino solo ofrecer algo de luz en torno a un problema esencial a la tarea misma de evangelizar: el lenguaje. Nuestro presupuesto es que la cultura postmoderna depende en buena parte de factores no suficientemente conocidos ni valorados, con respecto al impacto de la ciencia. Juzgamos que del modo como se resuelva esta «macro-cuestión» dependen, entre otras cosas, las actitudes básicas que habremos de tomar ante un mundo que no se opone a Dios discutiendo sobre Él, sino que, con su indiferen­cia o con su inocua disolución de la fe en el nudo sentimiento de «lo sagrado», parece decirnos que Él, el Dios de Jesucristo, no viene al caso. Conviene, pues, partir de un marco teórico (1.2) que nos ayude a situar nuestra propia cultura, para examinar luego su vertiente semiológica (2.).

1.2      Marco teórico: las grandes etapas

Como marco teórico que nos ayude a ubicar la incidencia social del fenómeno «ciencia», distinguiremos con Gregorio Iriarte tres grandes etapas o eras en el desarrollo de la civilización[2]. Se trata de un esquema amplio, que en cuanto generalización tiene algo de abusivo, pero que resultará útil a nuestro propósito.

1.2.1     LA ERA AGRARIA

Es la propia de la antigüedad. Representa algo así como el primer encuentro del hombre con la naturaleza: el agua, el fuego, el aire proveen la energía; los instrumentos de trabajo son rudimentarios y el esfuerzo humano y animal indispensable. El rendimiento es bajo y la economía de subsistencia se perpetúa en un tiempo cíclico, identificando el productor con el consumidor. No hay especialización en el trabajo; por ello la familia debe ser amplia; las costumbres se repiten bajo un régimen vertical de autoridad, aceptada y sacralizada por todos. Hay tendencia a una mentalidad mágica y acrítica que no duda en discriminar e incluso perseguir a quienes piensen distinto.

1.2.2   LA ERA INDUSTRIAL

Propia de los siglos XVIII, XIX y primera mitad del XX. Han cambiado las fuentes de energía: ahora son el carbón, el petróleo, el gas. La producción en serie se tecnifica y abarata, hasta hacerse competi­tiva; por lo mismo, el trabajo se diversifica y especializa. El tiempo es visto de una manera lineal y dinámica; el «progreso» y «lo moderno» se vuelven norma en lo social (servicios públicos, educación, urbanis­mo, medios de transporte) y en lo personal (mejor nivel de vida, deseo de autorrealización, necesidad de estar informado, libertad religiosa). Puesta en medio de estos extremos, la familia se reduce a su núcleo y queda supeditada al activismo de las máquinas y a la constante mutación de las circunstancias políticas e ideológicas. La moral es relativa y pragmática; la perspectiva, ecuménica y de corte más bien subjeti­vo. De hecho, la fe se convierte paulatina­mente en asunto privado. Hay oportunidad para el disfrute, y el confort llega a conver­tirse en punto de referencia. La enorme importancia del dinero convoca la fuerza laboral hacia las ciudades con los consiguientes resultados: centralismo, burocracia, contaminación, por un lado; proletariza­ción, margina­ción y masificación, por el otro. Los medios de comunicación social adquieren un enorme poder a menudo cómplice de poderes e ideologías deshumanizantes: simplemente, la publicidad hace ley. El individua­lismo y la sensación de anonimato crean islas de felicidad en falsas satisfacciones. Se explicitan y proclaman los derechos humanos, aunque no se respeten de igual manera.

La modernidad nace de la absoluta confianza en la razón humana y en libre albedrío. El hombre se siente capaz de hacer un mundo a su manera; ve en la naturaleza una cantera, y en el otro hombre, su obrero, su jefe o su competencia. Cree en el progreso de una manera pragmática y gozosa, pero al mismo tiempo cultiva las virtudes del trabajo, el ahorro y la disciplina. Es tolerante en todo lo que no disminuya su lucro ni cierre el paso a los propios proyec­tos.


1.2.3   LA ERA POST-MODERNA

Es la era de la industria selectiva y altamente especializada; era de la electrónica que valora y casi sacraliza la formación tecnológica superior. Hay más medios que fines. La cuestión del sentido global de la existencia o de la validez de las utopías co­mu­ni­ta­rias de­sa­pa­rece o se provisionaliza por completo. Muy a menudo las relaciones interper­sonales mismas se diluyen, empobrecen­ o trivializan; por consi­guiente, las autoridades tradicionales se relativizan y la moral es entera­mente personalizada, en función de un consenso «blando» con el entorno. Los grandes ideales no hallan eco ante la premura de la efectividad y el exacerbado ritmo de vida. En consecuencia, se da un rechazo instintivo a lo rígido o dogmático, pues la tónica general es de desencanto ante el «proyecto moderno», ahora juzgado como pretencioso. La familia se atomiza y en ocasiones práctica­mente desapare­ce. La formación humanística se subvalora y los medianamen­te inteligentes o deficientes quedan por completo al margen. Las grandes institucio­nes (partidos, ideolo­gías, iglesias) se ven como lejanas y las preferencias van por los círculos pequeños y cálidos en los que cada uno siente que puede reencon­trarse. En este clima suele surgir un egoísmo colectivo a partir de la etnia o de diversas formas de fundamentalismo. A la vista de la contaminación ambiental y de los riesgos de tiranía tecnológi­ca (armamentismo, manipulación genética, psicolo­gía subliminar) se intenta un retorno a lo natural, lo ecológico. Por lo mismo, hay gran aprecio por el cuerpo y por todo lo que reafirme el yo en medio del mimetismo común: así hallan su lugar toda suerte de excentricidades, modas, religiosidad «al gusto». El mundo se ve y vive como una «gran aldea».

2. LA CUESTIÓN DEL LENGUAJE

Un vocabulario se hace «técnico» o «formal» en la medida en que es usado para unos propósitos determinados por un grupo particular de personas dentro de la sociedad. El uso de este vocabulario de acuerdo con unas reglas (una gramática), da origen a lenguajes formales, como son el de los botánicos, los matemáticos o los teólogos.

Por definición, pues, el lenguaje formal es de suyo para especialistas. Sin embargo, algo singular ha sucedido con el lenguaje científico, a pesar de su formalidad, caracterizada por el uso extensivo de términos matemáticos: el desarrollo, primero industrial, luego médico, y luego omnímodo, que la ciencia moderna hizo posible, fue adosando un carácter cada vez más instrumental al conjunto del conocimiento científico, como tal, con lo cual las categorías de la ciencia se fueron convirtiendo en lenguaje usual de nuestra cultura moderna y postmoderna, y en uno de sus cimien­tos.

Sin embargo, este lenguaje, asumido así acríticamente, resultó luego, por obra de un proceso intencional de difusión, refractario a los lenguajes no formales, o por lo menos heterogéneo con respecto a ellos, en posición de clara superioridad. Esto suscitó para nuestro siglo una profunda escisión en el conocimiento teológico, que por una parte, es siempre heredero de una palabra de suyo pre-formal (la Escritura), y por otra, se halla de todos modos en camino de una sistematización semejante a la de las ciencias.

2.1      La ciencia moderna: un lengua­je formal de incidencia social

2.1.1     ¿QUÉ CAMBIA EN LAS IDEAS CIENTÍFICAS CUANDO SE POPULARI­ZAN?

Los resultados de la investigación en las diversas ciencias repercuten más allá de los científicos. A través de diversos medios, las concepciones nuevas que nacen en los laboratorios llegan a más y más personas, hasta crear un ambiente cultural en el que ya se miran como «normales» y «naturales» supuestos y postula­dos que no son obvios ni universales por sí mismos. Algunos de estos medios son: la educación, los programas de divulgación, y sobre todo la conversación cotidiana. Especialmente en esta puede apreciarse hasta dónde lo que era resultado de una elaboración científica, y por tanto rigurosa, pasa a ser un elemento de juicio que se recibe acríticamente, y por tanto, con un margen de seguridad mayor al que se le pide a los demás elementos de juicio.

Dos señales de esto son:

1. El mirar al científico como aquel "gurú" de nuestro tiempo, que tiene las respuestas que en otro tiempo se pedían a las religio­nes.

2. Las estrategias publicitarias que destacan los ingredientes o procedimientos científicos que hacen posible la maravillosa eficacia de los productos en venta.

Po­de­mos de­cir que el pro­ceso general tiende a llevar ideas desde el banco de las teorías de la ciencia hacia los cimientos de la cosmovisión del hombre de la calle. Mas el término «ideas» no es exacto, porque si bien es cierto que cada científico tiene bastante claridad sobre el alcance, y por ello, sobre los límites de las ideas que expone, suele suceder que, a medida que el proceso de divulgación avanza, estos límites se hacen borrosos. En tal caso, por vía de las analogías y extrapolaciones, los medios de populari­zación de la ciencia van juntando al núcleo de ideas una serie de implicaciones y generalizaciones que nunca hubieran suscrito sus autores originales.

Ejemplo significativo de nuestro siglo, en esta materia, es lo sucedido con la energía nuclear. Años hubo en los que se pensó que pronto quedaría atrás el petróleo con sus derivados, ante la abundancia energética que habría de sobrevenir a la humanidad. En esos años de entusiasmo no se calibraron debidamente los costos tecnológicos y sociales (riesgos) que de veras traería una "era nuclear". Es sintomático que las posiciones antinucleares sean una de las principales banderas de los partidos verdes.

Esto es inevitable, en cuanto que las fronteras de la ciencia y sus niveles de abstracción aumentan indefinidamente, alejándose de hecho del lenguaje, las experiencias y los problemas inmediatos de los que no son científicos por profesión. Por ello, quizá quepa el término ideología para describir esa amalgama de profundas verdades y superficiales medio-verdades en las que suele discurrir la cosmovisión de la opinión pública. No hay que presumir de entrada una intención torcida en quienes dirigen o impulsan el proceso, pero lo cierto es que su propia visión es la que se va amalgamando con el núcleo propiamente científico, hasta parecer una cosa con él.

Ahora bien, la «cosmovisión de la opinión pública» es como un nombre largo para el «sentido común». Lo que estamos afirmando, entonces, es que este sentido común depende en gran medida de los resultados de la ciencia. Por ejemplo: el ambiente decimonónico, tan convencido del determinismo de las leyes naturales como de la firmeza de los marcos de referencia cartesianos para el espacio, solo podía extrañarse ante la Teoría de la Relatividad de A. Einstein. Pero ese determinismo, digno hijo del positivismo del mismo siglo, no era un resultado científico, sino el contexto cultural en el que habían sido difundidos los resultados mismos de la ciencia. Podemos visualizar este contexto cultural como una especie de excrecencia que sin cesar brota de los datos firmes de la ciencia. Diremos, en consecuencia, que esta excrecencia es la extrapolación acrítica del cuerpo de conocimientos que se tiene en un momento dado.

2.1.2   ¿POR QUÉ LA EXCRECENCIA INTERPRETATIVA TIENDE A SUPERAR AL DATO CIENTÍFICO?

Convendremos en que en el común de las personas no influyen tanto las teorías científicas cuanto su excrecencia. Para un europeo culto de finales del siglo pasado tenía que resultar difícil creer en algo por fuera de su esquema determinista, y ello no en virtud de los iniciadores de la Física Matemática (Galileo, Newton, etc.), sino en virtud del modo como se fue divulgando esa matematización por los hombres cultos de la época. La divulgación termina por afectar prácticamente todos los ámbitos de la cultura.

Y la razón parece ser esta: tanto quien enseña como quien escucha las verdades científicas tiene algo más que preguntas científicas. Si el pensamiento y el lenguaje que pertenecen estrictamente a la ciencia (como la entendemos hoy) dieran abasto a todas las preguntas, simplemente las excrecencias no se darían. En ese caso, el lenguaje unívoco y formal de las teorías científi­cas sería siempre nuestro lenguaje y los malentendidos desaparece­rían e la tierra.

Pero de hecho no sucede así. Los hombres del siglo XIX pedían a la Física Matemática afirmaciones cosmológicas sobre el espacio, y esto era algo que esa Física no podía ofrecer. Su necesidad era mayor que su certeza, y por ello extrapolaban. La revolución vino cuando la ciencia posterior mostró que más de una hipótesis (v.gr., que el espacio físico cumple las leyes del espacio euclídeo), y que más de un postulado se había tenido por «dato». La razón última de todo esto no está en la ciencia, ni en los científicos, sino en la magnitud de las preguntas humanas: en nuestra increíble capacidad de inquirir por el fundamento de los fundamentos. No por azar el principio del siglo XX, mucho más humilde en esto que su antecesor, hubo de preguntar a cada ciencia por su fundamentación.

2.1.3   ¿CUÁNDO CUESTIONAR UNA INTERPRETACIÓN DEL HECHO CIENTÍFI­CO?

La interpretación aleja del dato escueto para decir algo sobre quien lo conoce. Es una «excrecencia» que muestra a un tiempo la limitación en el conocimiento de lo conocido y del cognoscente. En este sentido, es siempre una «barrera», o mejor: una frontera vulnerable a nuestro preguntar.

Este preguntar puede hacerse fundamentalmente de dos modos: al modo de los científicos, y al modo de los no científicos.

2.1.3.1                  Preguntar desde la ciencia misma

El científico, que se esfuerza por afinar sus instrumentos analíticos y experimentales, conoce bastante bien los límites de sus propias teorías y conceptos. Está de algún modo «vacunado» contra excesos, y es a menudo quien, asumiendo un nuevo papel, intenta divulgar en términos sanos los progresos de la ciencia.

El científico cuestiona una interpretación cuando ve que las palabras que intentan traducir la teoría al lenguaje vulgar distorsionan el sentido.

2.1.3.2                  Preguntar desde fuera de la ciencia

Supongamos, por citar un ejemplo concreto, que Juan es un joven intelectual amante de los temas científicos. Ana, la novia de Juan, gusta más de la literatura que de la ciencia, y por su temperamento aprecia mucho la novela histórica. Un día Juan comenta con su novia que, de acuerdo con cierta escuela científica, ha quedado demostrado que las pasiones humanas, del amor al odio, son en realidad reacciones bioquímicas propias de la corteza cerebral y del sistema hormonal del organismo. Ana desde luego no está de acuerdo, cuestiona, trae a cuento casos concretos que, según ella, prueban que «el amor no cabe en ninguna probeta», y termina diciéndole con raro énfasis que lo que ella siente por él es más que bioquímica.

¿Qué ha sucedido aquí? ¿Tiene Ana un argumento formal para contradecir el peso de la evidencia experimental y racional que Juan ha leído en sus revistas científicas? Claramente, no lo tiene. Ella presiente, intuye que hay algo que anda mal en eso de el amor sea una gigantesca biomolécula.

Los hombres de ciencia son en general muy parcos en sus afirmaciones, y no suelen abordar por oficio preguntas como "¿en qué consiste el amor?". A lo sumo, asocian un nombre a un conjunto de fenómenos observables, y así provistos con una hipótesis de trabajo, emprenden la investigación. En este caso, un mismo nombre -"amor"- puede en realidad estar cumpliendo dos funciones diversas, según se le mencione dentro o fuera de la labor del científico.

Pe­ro, ¿es vá­lido con­tes­tar a razones con presentimientos, y a experimentos con simples intuicio­nes? He aquí donde el papel de Ana empieza a ser secundario. Ella no puede demostrar la validez o falsedad de una teoría científica. ¡Mas tampoco ha conocido la teoría científica! Ella ha escuchado una interpretación de un hecho ci­en­tí­fi­co.

Pues bien, ya que Ana, desde su experiencia, no puede convenir con la interpretación que recibe, da la señal de alarma a Juan, para que este, no ella, revise sus presupuestos. A primera vista se trataría de una intromisión de Ana en el terreno de la ciencia, terreno que ella definitivamente no domina. En realidad, si ha habido alguna intromisión, ha sido la de quien pretendió hablar del amor en términos tan simplificadores que tenían que resultar inadmisibles para Ana.

De lo común del ejemplo aducido puede inferirse que esta segunda manera de cuestionar las interpretaciones científicas es la más usual. Será este también el camino más frecuente para las preguntas de los filósofos, los teólogos, los artistas, etc.

2.2      Las tradiciones de los pueblos
y los lenguajes pre-convencionales

2.2.1   LA FORMALIZACIÓN DE LAS PALABRAS, Y SUS CONSECUEN­CIAS PARA LA CULTURA POSTCIENTÍFICA

Que el conocimiento se sistematice quiere decir que adquiere una intencionalidad significativa particular. En este sentido, el uso del lenguaje formal no es ingenuo, sino «crítico», esto es, sometido al análisis de la razón.

Ahora bien, esto, que es propio del conocer sistemático, tiene hoy una expresión singular en nuestra cultura, que depende en buena parte de la ciencia. En efecto, para su avance la ciencia ha necesitado de una gran precisión y delimitación de conceptos. Así como no puede meterse el mundo entero en un laboratorio, sino que necesitamos «parcelar» la realidad para estudiarla, otro tanto sucede con el lenguaje científico: es el resultado de un proceso a veces muy largo de depuraciones sucesivas que intentan dejar a cada palabra un sentido claro y distinto.

Pensemos en lo que significan los términos "fuerza" o "energía" para un físico, en comparación con lo que evocan al no especialista. Y conviene decir aquí "evocan", porque, más que un significado convencional y determinado una vez por todas, estas palabras, fuera del laboratorio, acogen racimos enteros de experiencias y recuerdos. Po ejemplo, bajo el título "energía" estarán los discursos enérgicos, las cuentas del servicio eléctrico, la central de distribución del fluido, el brillante desempeño de un equipo deportivo, etc. Casi en el otro extremo, las expresiones "energía cinética", "energía elástica", etc. llegan a ser tan unívocas, que llevan adosadas fórmulas matemáticas establecidas.

Esta ca­pa­ci­dad de afi­na­ción semántica, cuyo término ideal es la representati­vidad -que cada palabra signifique algo real y definido y nada más-, es uno de los pilares del verdadero avance científico. No podrían hacerse tan rápidamente internacionales los resultados de los investigadores científicos si no estuvieran escritos en un lenguaje que reduce los malentidos al mínimo. En ese «translenguaje» se pretenden obviar las barreras culturales o sociales, las distancias y tiempos, en orden a un progreso real del pensamiento. Así cada investigador formal, no solo entonces el científico, sino también el filósofo o el teólogo que sistematizan su pensamiento, pueden, de acuerdo con la metáfora de Newton, «pararse en los hombros de sus antecesores», así sea para refutar­los. En sus manos el lenguaje se convierte en una fina cuadrícula en la que cada dato exterior tiene su propio camino de acceso.

Subráyese sin embargo esto: aunque el proceso es formalmente semejante en toda sistematización, el impacto exterior, en el no especialista, no es ni mucho menos idéntico.

Cosa que bien se nota en la manera de divulgar el lenguaje. Las agencias de publicidad saben siempre mezclar algún término desconoci­do y sonoro en sus campañas para nuevos productos. La función esencialmente mágica de estos términos contrasta con el esfuerzo de traducción y simplificación que deben hacer filósofos y teólogos para no quedarse hablando solos.

¿Por qué es así? Pro­ba­ble­mente por la «voluntad de poder» que suele ir aneja al progreso científico. Esta voluntad no es inherente al conocimiento pero históricamente se ha amalgado con él. El análisis de las causas que han llevado a este estado de cosas escapa al dominio del científico como tal, el cual, más a menudo de lo que quisiera, debe ver con decepción cómo su aporte, lamentable­mente politizado, pasa a ser un instrumento de dominación o un argumento malamente «demócratico». Hemos de destacar este punto, porque es uno de los límites de la ciencia matemático-politizada, que vendrá luego a ser criticada desde otras instan­cias, particularmente, desde la filosofía.

2.2.2  ¿TIENDE TODO LENGUAJE A LA REPRESENTATIVIDAD?

Si lo unívoco de lo representatividad puede ilustrarse bien con la imagen de un árbol de un solo fruto, hay que deir que conocemos también árboles de muchos frutos. Especialente el género poético contiene muchas especies de estos árboles. En efecto, la poesía, más que representar una realidad la presenta apelando en cierto modo a la realidad del lector. Y parece que son mejores aquellas poesías que logran «internarse» en el lector, hasta hacerle posible dialogar con su propia realidad. En este caso los frutos semánticos de estas palabras son inagotables, porque las mismas palabras crecen con el que las pronunia y van viviendo la vida de él.

Ahora bien, esto no se debe al género literario por sí mismo, sino a algo más. Ofrecemos como postulado general este: el lenguaje que dice algo significati­vo de una persona no es enteramente convencional. En efecto, hemos dicho que la sistematización del lenguaje proviene de una intencionalidad racional que tiene su término en el lenguaje mismo, en orden a la representación del objeto externo, en cuanto conocido. En contraste, el término de llegada en el yo que se expresa no es el lenguaje ni un objeto en cuanto conocido, sino en acto de darse a conocer. De acuerdo con esto, la revelación de alguien es siempre más que las palabras que la revelan.

Este otro uso del lenguaje, sin embargo, se entiende mejor desde una perspectiva genética. Puesto que la reflexión racional que supone un lenguaje convencional es un paso posterior al encuentro con la realidad como tal, es evidente que en la historia de los pueblos hallamos primero lenguajes no-convencionales, precisamente porque son preconvencionales.

Estas palabras, cercanas a la onomatopeya y a la expresión inarticulada de las necesidades básicas, pronto entran en la tradición, primero oral y luego escrita, de los pueblos. Son como «fuentes» en las que la experiencia es aún muy fresca, y por lo mismo, muy local. A ellas, y a sus experiencias fundantes, acuden una y otra vez los pueblos, para hacerse partícipes -decimos hoy- del «horizonte de sentido» en el que el lenguaje nacional se hace comprensible.

Los himnos nacionales, y las melodías más queridas del folclor popular, v.gr., aprendidas por los niños en la escuela, y cantadas o interpretadas en tantas y tantas circunstancias, llegan a contener una enorme carga de sentido, que solo valora quien por uno u otro motivo se ve lejos de la tierra donde se oyen esos cantos. Piénsese en un exiliado o en un estudiante extranjero, por ejemplo.

Ta­les pa­la­bras tie­nen por ello una gran capacidad para generar y alimentar las tradicio­nes semánticas, lo cual trae por lo menos dos conse­cuencias que no se dan en los lenguajes científicos:

a. El lenguaje de palabras es siempre defectivo en la compren­sión de la historia de un pueblo. En efecto, el lenguaje preconvencional no tiene la pretensión de decirlo todo, ni siquiera lo más importante.

Caso interesante, por ejemplo, el del rey Omrí, a quien el texto de la Escritura, desde una perspectiva deuteronomista, dedica unos breves renglones (cf 1Re 16,16-28), pero que, en el conjunto de los reyes de Israel, tuvo relativa importancia para el contexto interna­cional.

b. Los conocimientos de un pueblo, en cuanto expresados en palabras, se van diversificando, por su propio peso, a medida que el proceso de entrega («traditio») de significados progresa en el tiempo y en el espacio.

Des­ta­que­mos, al tér­mino de esta parte, que la diversificación semántica propia de las tradiciones va creando una especie de complejo de significados que no resultan fácilmente accesibles ni patentes a cualquiera: de hecho, muchos de los nuevos sentidos que van adquiriendo las palabras no están codificados en ninguna parte; son simplemente metáforas vivas de las experiencias de los grupos humanos, y por ello no son en primer lugar objeto de un estudio sistemático.

Al comparar los lenguajes convencionales y los preconvencionales, hasta cierto punto la situación es semejante a la que se da entre un laboratorio y una casa de familia. En el primero, todo tiene su lugar y su función particular. Es posible que a quien se asoma por ahí la primera ve todo le parezca excesivamente complejo y hasta desordena­do, pero esta impresión cesa en cuanto se nos explica para qué está este oscilador, aquella centrifugadora, etc. Entonces se da uno cuenta de que ese abigarrado conjunto está en realidad regido por ideas y líneas investigativas muy claras y hasta sencillas.

Al contrario, en la casa, aun lo trivial, lo obvio y lo aparentemente organizado tienen cada uno su sentido. Desde la decoración de la sala hasta la colección de estampillas, una casa es el retrato actualizado de la vida de quienes la habitan. Por eso cabe la analogía entre la casa y el lenguaje que evoluciona por tradición, de una parte, y el laboratorio y el lenguaje que evoluciona por convención, de la otra.


3. «HABLAR DE DIOS»

3.1      La teología ante el análisis del lenguaje

Hemos querido mostrar que nuestra cultura contemporánea, más allá de los diversos «mundos» (primero, segundo, tercero...), se ha apropiado de una visión secular, cuyo origen puede rastrearse hasta el modo de difusión del conocimiento científico, en el sentido restrictivo que tomó la palabra «ciencia» desde la perspectiva matemático-instrumental.

De ello surgen opciones contrastadas entre lo que descubre y establece la ciencia, en cuanto a nuestra manera de mirar el mundo y de vivir en él, y aquello que elabora la teología. Al parecer, el origen de algunas de estas oposiciones puede situarse en un estrato profundo de nuestra manera de mirar el mundo. En efecto, oposición, propiamen­te hablando, solo puede darse entre seres que pertenecen a una misma clase según algún respecto. Si pues el mensaje del Evangelio halla resistencia o indiferencia (que acaso sea el modo supremo de resistir), hemos de preguntarnos no solo por qué sino también cómo el «discurso» sobre el Dios de Jesucristo resulta incompatible con la cultura postcientífica.

Téngase en cuenta que no siempre está en discusión la divinidad como tal. En efecto, no es seguro que el deísmo sea propedéutico hacia el Dios de Jesús. Además, como muestra entre otros el fenómeno de la New Age, hoy parece posible una "mística (enteramente) intramundana", que no renuncia a Dios, pero tampoco lo pronuncia.

El he­cho es que, tanto el teólogo que afirma demasiado en serio que estudia a Dios, como el científico que no halla lugar para Dios entre sus hipótesis, parecen partir del supuesto tácito de que Dios es un ser entre los otros seres, miembro de una lista de las cosas del mundo. Así viene a resultar que una idea se opone a otra, o una teoría a otra, o una religión a otra.

Lo cual nos conduce al problema más genérico de cómo hablar de Dios, problema en cierto modo heredero de los tratados De Divinis Nominibus de la antigüedad. Pues si Dios no es un objeto más, ¿cómo nombrar a lo que no es ni una idea, ni una cosa, ni un proyecto?

Intentamos aquí sistematizar algunas de las respuestas más relevantes en la teología contemporánea, aunque sus posiciones no sean inmediata­men­te aceptadas o aceptables hoy.

3.1.1     LA TEOLOGÍA APOFÁTICA

Para los místicos, antiguos o contemporáneos, la cuestión queda definitiva­mente zanjada por la inefabilidad divina. Inefabi­lidad dicha a veces abiertamente, a veces solo coimplicada en la vaguedad de la expresión[3].

Esta propuesta resulta inesperadamente próxima a la crítica del lenguaje en general y del lenguaje «metafísico» en particular, llevada a cabo en este siglo por la corriente del positivismo lógico. Con todo, lo inefable no puede ser el principio, sino el final del camino. Partir de la inefabilidad hace imposible o por lo menos carente de sentido a toda teología, toda religión y toda predicación.

3.1.2   R. BULTMANN Y LA DESMITOLOGIZACIÓN

Hay otros puntos de partida posibles. R. Bultmann hace una amplia crítica a la mitología, cuya intención, según él, es presentar lo divino como parte del mundo objetivo. Si la iglesia, pues, sigue proclamando el mensaje sin separarlo del aparato mitológico de signos y milagros, este mensaje y la misma iglesia se convierten en ininteligibles para el mundo de la edad de la ciencia.

De tal atolladero no nos puede sacar el lenguaje abstracto, porque, afirmaba Bultmann: «de Dios solo podemos decir lo que obra en nosotros»[4]. De lo cual desea extraer él esta consecuencia: «La cuestión acerca de Dios es idéntica a la cuestión acerca de mí mismo»[5].

Esta interpretación, comúnmente llamada existencial, presenta graves objeciones. Ante todo, y como ya anota J. Macquarrie[6], ¿no puede seguir Dios el camino que siguen los demonios en la propia desmitologización de Bultmann cuando trata de ellos? En este caso, Dios vendría a ser solo el nombre de un conjunto de factores de la existencia. Y quizá entonces toda teología tendría que disolverse en antropología.

Algo semejante sucede, guardadas las proporciones, en las demás interpretaciones de tipo existencial, siempre que circuns­criben enteramente la significatividad al ámbito de una experiencia «directa» de Dios. Quien no tiene esa experiencia, o quien se siente capaz de explicarla en términos de aspiraciones y proyeccio­nes meramente humanas (L. Feuerbach) se sentirá siempre autorizado para prescindir de todo discurso sobre Dios. Su agnosticismo, por otra parte, hallará un refuerzo adicional si la «experiencia de Dios» es descrita por los creyentes en términos solo emocionales y sentimentales.

3.1.3   K. BARTH Y LA RESPONSABILI­DAD DEL TEÓLOGO

K. Barth, por contraste, da la primacía al hecho mismo de la revelación y se pone de parte del texto, más que del oyente. El teólogo, para él, es «responsable» de la palabra divina:

El sujeto de la teología es la palabra de Dios. La teología es una ciencia y enseña que al elegir sus métodos, sus cuestiones y sus respuestas, sus conceptos y su lenguaje, sus fines y limitaciones, se siente responsable del mandato vivificante de este tema específi­co y no de ningún otro del cielo o de la tierra[7].

De acuerdo con Barth, el discurso de Dios solo puede venir del mismo Dios, y por consiguiente, no hay «teología natural»: incluso nuestra maldad es conocida solo por la palabra revelada.

Si entonces nos preguntamos cómo puede esa palabra ser inteligible a nosotros, esto es, cómo puede irrumpir su infinita trascendencia en la inmanencia de nuestro mundo, Barth acude a la analogia gratiae: Dios condesciende; confiere por gracia a nuestro lenguaje la capacidad de hablar sobre él[8]. Sin embargo, como anota Macquarrie[9], esto no resuelve en realidad la cuestión, porque lo que nos preguntamos es precisamente qué quieren decir sentencias como «Dios confiere su gracia a nuestro lenguaje». En lo cual se ve que la respuesta de Barth resulta en últimas circular.

3.1.4   P. TILLICH Y LA «DOCTRINA TRADICIONAL»

Las insinuaciones de Barth colocan de nuevo sobre el tapete un término que tiene su propia historia en la teología: la analogía. En efecto, la doctrina «tradicional» describe nuestra posibilidad de hablar sobre Dios por una analogia entis entre Dios y el mundo. Analogía difícilmente aceptable, en general, por los teólogos protestantes, como acabamos de ver expresamente en K. Barth. Con una importante excepción, si se leen estas líneas de P. Tillich:

El enunciado de que Dios es el ser mismo no es un enunciado simbólico. No indica algo más allá de él. Significa lo que dice directa y propiamente; si hablamos de la realidad de Dios, lo primero que afirmamos... es que Dios es un ser por sí mismo.[10]

Tillich ve como tarea del teólogo una función de «media­ción» o correlación; su labor es «la afirmación de la verdad del mensaje cristiano y la interpretación de esta verdad para cada nueva generación»[11]. Diríamos, en breves palabras: si Dios es análogo al mundo, el lenguaje sobre Dios (el «mensaje») es también análogo al lenguaje sobre el mundo (la «situación»). Hay que mirar entonces al mensaje, como quería Barth, pero también a la situación, como pide Bultmann. El puente lo constituye, según Tillich, un modo específi­co de preguntar. Es el modo propio de la pregunta última, que no puede versar sino sobre el ser, pregunta que el mismo hombre es, y en la cual intuye a Dios.

Solo quienes han experimentado la sacudida de la transi­toriedad, la congoja en la que son conscientes de su finitud, la amenaza del no ser, pueden comprender lo que significa la noción de Dios[12].

Este modo de ver la analogía replantea toda la cuestión en un plano «trascendente». Su gran ventaja es ofrecer un lugar incontes­table para el conocimiento religioso: la misma existencia huma­na, en su radicalidad. Pero la radicalidad tiene su contrapeso. Como bien anota Moltmann, «la formula­ción de Tillich expresa la idea de Dios solo antropoló­gica­mente, y la antropología solo trascendental­mente»[13]. Con ello se desearía hermanar las experiencias de los hombres de todas las latitudes y de todos los tiempos, pero a un alto precio: prescindir de las concrecio­nes del aquí y ahora social y político. Por ello, aunque sería injusto reducir su teología a un gran ensayo sobre el «ser-en-el-mundo», es inevitable que de ella se desprenda la completa privatización de la fe y la identificación práctica entre el «hombre» supuestamente abstracto y trascendente con el burgués europeo del siglo XX[14]. La consecuencia se sigue de su modo particular de aproximarse al ser.

En cualquier caso, sin embargo, Tillich ha vuelto a pronunciar la palabra conflictiva: analogía. Conviene ahora examinar las resonancias de este término en la doctrina «tradicional». Podemos considerar como su exponente propio a Tomás de Aquino. De Dios, afirma Tomás, no podemos decir lo que es, sino lo que no es[15]. Por consiguien­te, nuestras palabras no lo representan propiamente, ni Él llega nunca a ser un objeto, en el sentido epistemológico moderno de la palabra.

En Descartes, la independencia formal entre sujeto y objeto encontró un sustrato real en la diferencia entre la «res cogitans» y la «res extensa». Luego, cuando la física-matemática sustituyó a la philosophia naturalis, tal diferen­cia condujo a la implícita suposición de que es posible describir el universo «desde fuera», como un sistema de ecuaciones que representan fielmente la realidad del mundo. Junto a esta suposición, la idea de que siempre es posible hallar una analogía entre lo «micro» y lo «macro» del mundo, situó al cientí­fico en una tribuna omnicomprensiva, la teoría, para la cual Dios a lo sumo podría entrar como hipótesis (Laplace).

Pe­ro, de otra par­te, las frases que hablan de Él no son pura metáfora, ni por consiguiente tienen un modus significandi esencialmente distinto del que necesitamos para hablar del mundo, aunque las res signifi­catae sean infinitamente distintas. En esta línea Tomás va muy lejos, pues dice expresamente que hay «nombres» de Dios que dicen algo de lo que Él es en sí, precisamente aquellos que «aluden de modo absoluto y afirmativo a una de sus perfeccio­nes»[16]. En este sentido, cabe bien hablar de que «Dios es la justicia», «Dios es la vida», etc., y sobre todo está muy bien que se diga que «Dios es». Al igual que para Tillich, para el Aquinate la afirmación clave es que «Dios es».

Pero sería un error de perspectiva hacer equivalentes la doctrina «tradicional» y la de Tillich. Este parte propiamente de la noción de ser de Heidegger, con todo lo que su sein y dasein pueden tener de claro y de oscuro. Y Tillich sabía bien porque era necesario cambiar el punto de partida. No se trata simple­mente de prejuicios antiescolásticos. A lo largo de este siglo, tanto católicos como protestantes han presentado diversas objecio­nes al modo tradicional de mirar el lenguaje sobre Dios, modo que por lo demás es coherente con la manera tradicional de entender la revelación.

En efecto, los tratados neoescolásticos De Revelatione dependían mucho del carácter «intelectualista» de la profecía, tal como la estudia Tomás en S.Th., II-II, 171-175. Diríamos, quizá exagerando un poco, que en ellos la verdad desciende de la mente divina a la mano del autor inspirado en forma de enunciados atemporales que, o bien podrían ser demostrados rigurosa y como «matemáticamente» a partir de los axiomas de la ontología, o bien están avalados de una vez y para siempre por la autoridad de Dios y son por lo mismo inescruta­bles e inexplorables en su devenir histórico. Por este camino, tanto la exégesis como la teología católica, en general, se fueron aislando del contexto vital de la Escritura y del ámbito social del ministerio.

3.1.5   LA «DEI VERBUM»

Así las cosas, la Constitución Dei Verbum, fruto maduro del Movimiento Bíblico, arrojó nueva luz y trajo bastante aire nuevo. Vio en las «acciones y palabras», de las que Israel fue primer destinata­rio y testigo privilegiado, una pedagogía divina que condujo al pueblo de la alianza hacia la plenitud de luz que brilla en la Pascua de Cristo.[17] Con estas afirmaciones fundamentales, pero sobre todo, con el espíritu que impulsó, y que apenas va dando fruto en nuestros días, el texto conciliar mostró también mejor el género de relación que habrá de establecerse entre el «Dios que habla» (revelación) y el «hablar sobre Dios» (teología).

En un intento de síntesis sobre las características propias de la revelación (y, después de Dei Verbum, también de la teología) enumeramos los siguientes elementos:

1.      La divina revelación tiene la profundidad del lenguaje personal y la exteriori­dad del lenguaje objetivo: al mismo tiempo expresa y representa.

2.      Nace en el entorno de una cultura particular, pero su capacidad de significación trasciende los límites de toda cultura.

3.      Es una gracia, y por lo mismo no se circunscribe al ámbito de lo demostrati­vo; sin embargo, no es antagónica ni heterogénea a la racionalidad humana.

4.      Su contenido nos aboca a lo insondable del misterio; y sin embargo, es enunciable.

5.      Su lenguaje tiene una dimensión de celebración y liturgia que no se agota en las palabras, pero que tampoco se ata a los signos corporales, porque puede también ser analizado, interrogado o sistematizado en una labor de docencia.

6.      De hecho, es un lenguaje de símbolos, cuya verdad sabe de diversas facetas en los diversos géneros literarios; y sin embargo no es refractaria a los conceptos ni a ser compendiada según criterios lógicos.

7.      Participa del carácter histórico del pueblo que la escucha, pero al ser proclamada anuncia realida­des definitivas.

8.      Surge en el contexto de una comunidad que se implica en cada paso del proceso de «escuchar» y «decir», pero depende esencialmente del testimonio de personas concre­tas.

9.      En la comunidad creyente, pertenece ante todo a los pobres a quienes se dirige, pero no puede renunciar al discernimiento de los legítimos pastores.

10.    Halla su punto de contraste en las obras, pero es y debe ser verdadera en las palabras.

11.    No es ajena al saber del hombre sobre sí y sobre el mundo, tal como lo ofrecen las ciencias; alude sin embargo a cuestiones radicales y últimas que hacen frontera con la filosofía.

12.    Ha sido dada y es entendida en el Espíritu Santo; afirmamos con verdad, sin embargo, que su centro y plenitud es Jesucristo.

3.2      La cuestión de las definiciones y de las demostraciones

Supuesto este amplio cimiento para el lenguaje teológico, en la perspectiva de la Dei Verbum, cabe preguntarse hasta dónde es posible y deseable mirarlo en paralelo con el lenguaje conven­cional de las ciencias. Quizá una «traducción» de la teología sería deseable también hoy. ¿De qué modo? Abordamos la cuestión centrán­donos en dos categorías básicas para el lenguaje científico: definir y demostrar.

Ante todo, no somos inventores del vocablo «Dios». Y decidida­mente, esta no es palabra de un lenguaje convencional, ya que antes de aceptarla como nombre de Alguien o de negarla como término vacío o inocuo, la hemos recibido de una tradi­ción[18] incompa­ra­blemente compleja y extensa, en la que han intervenido más generaciones, culturas y personas que en ninguna otra.

Nótese que no podemos superar esta complejidad valiéndonos simplemente de una definición. Las definicio­nes, como tales, no existen in rerum natura; surgen de una intención. Por ello, el acto racional de definir simultáneamente enuncia la forma y la vincula a la intención de quien define. Y si es verdad, como lo afirma la misma ciencia, que no existe un «puro objeto», absolutamente independiente de un «puro sujeto», también es verdad que no existe una definición independiente de un definidor.

Esto explica una frecuente paradoja con respecto a las demostraciones sobre Dios: mientras que para algunos resultan «concluyentes», para quienes no creen suelen parecer incomple­tas o «circulares». No es extraño que así suceda, si se admite como punto de partida una «definición» sobre Dios, pues en este caso no es fácil llegar después a ninguna afirma­ción explícita sobre Él, que sea totalmente indepen­diente de nuestra cabeza.

Pero, por otro lado, también es cierto que la «carga semánti­ca» propia de los vocablos que evolucionan en la tradición de un pueblo de suyo habla de la vida de ese pueblo en todas sus facetas, incluida la racional. En cuyo sentido es verdad que los lenguajes no convencionales «dicen el ser». Y puesto que somos cuerpo y alma, cultura e historia, razón y sentimiento, y tantas cosas más, no parece correcto renunciar a la racionali­dad que también somos.

Dos consecuencias se siguen de aquí, en cuanto a la aproxima­ción racional a la existencia de Dios:

1.      No hemos de pretender demostrar con un lenguaje conven­cio­nal o formal que Dios existe, ni por consiguien­te cuáles son sus atributos. Para tales «demostra­ciones» es necesario un presupuesto narrativo, no-convencional, que no disminuye la lógica de los argumentos pero que sí da contenido a los términos. Que esto sea así no es, por lo demás, una desventaja para el creyente, ni una dispensa de rigor argumentativo: quienes no creen tampoco tienen otro modo de hablar sobre Dios, sea para negarlo o para declarar insoluble la cuestión. Y si desean ser coheren­tes consigo mismos, tendrán que enun­ciar su propia posición apelando, también ellos, a lenguajes no-conven­cionales. Así pues, esta apelación no proviene del tipo del argumento sino de quienes argumentamos.

2.      Con todo, en nombre de lo que somos, tampoco podemos renunciar a dar razones. Dos humanos tienen siempre más en común que de distinto, en lo que a tradi­ciones semánticas pre-convencio­nales se refiere. Y tal es el punto de partida, honesto e irrenun­ciable para toda argumentación en torno a Dios. Así lo ha entendido la Iglesia (cf Rom 1,19) y así lo expresó en el Concilio Vaticano I. Lo que no estuvo siempre claro (y quizá por ello el Vaticano II adoptó otra aproxi­mación) es la necesidad de un lenguaje anterior al formal como base imprescindible para todo razonamiento posterior.

Alguien preguntará por qué no ha sido este el recurso normal al hablar sobre Dios. En realidad sí lo ha sido, aunque a veces de modo implícito. Consta, v.gr., que cuando s. Tomás habla de la existencia de Dios utiliza la expresión «vías», en la que hay un importante matiz. Por lo demás, tanto Tomás como quienes lo escuchaban vivían dentro de una misma tradición semántica, la propia de ese mundo cultural que podía ser la cristiandad medieval, tradición que nosotros, desde nuestro horizonte seculari­zado, nos vemos precisados a redescubrir para escuchar sus palabras.

No hay que confundir, sin embargo, lo que hoy nos parece evidente -que cada discurso de cada época tiene su horizonte hermenéutico propio- con la verdad misma de cada texto. Quiero decir: el hecho de que un autor se expresara sin conciencia de la historicidad de sus palabras y de sus fuentes, y sin atender al contexto no-convencional que le posibilita hablar, no implica, eo ipso, que tales palabras sean caducas. Por ello, en la exégesis de las afirmaciones de teólogos y pastores en torno a la existencia y los nombres de Dios, hemos de hablar admitiendo que hay múltiples condicionamientos, unos más a la vista que otros, que pesan sobre nuestras palabras; pero también hemos de escuchar acomodan­do nuestros oídos a quienes no conocieron del mismo modo todo lo que podía condicionarlos en su momento.

3.3      La tradición de significados en Israel

3.3.1   SINGULARIDAD HERMENÉUTICA DE LA SAGRADA ESCRITURA

Por varias razones hay un pueblo cuya tradición de significa­dos ha sido especialmente influyente en la historia universal. Una de estas razones es que en ese pueblo se fraguó la mayor parte de la Colección de Libros hoy llamada Biblia, y ello en un proceso complejo y no totalmente conocido hoy, en el que intervinieron más manos y modos de pensar que quizá en ningún otro libro o colección de libros. Porque hay muchos más autores en una biblioteca moderna, pero no son tributarios de una misma herencia semántica; y hay muchos más temas en los libros de muchos científicos o literatos, pero cada uno refleja una vida, multifacética y admirable, pero una. En la Biblia en cambio, ya antes de Cristo habían intervenido cerca de dos mil años de la historia de un mismo pueblo.

En este proceso, cada palabra ha ido revelando poco a poco, a golpe de nuevos acontecimientos, cuánto significado guarda dentro. La vida de Israel es el verdadero diccionario de la Biblia, en el que hay que leer qué quieren decir términos como alianza, pascua, sangre, liberación, elección, etc.[19]

3.3.2  LOS RELATOS Y SU INTERPRE­TACIÓN

Los años de desierto y la vida sedentaria; los tiempos de monarquía, de exilio y de vuelta a la tierra prometida; las épocas en que el culto fue alma de la alianza y las de vacuo ritualismo; en fin, cada contexto y cada circunstancia dieron su impronta a aquellos autores, que inspirados por Dios para su tarea, plasmaron las certezas y dudas de su tiempo, valiéndose de un vocabulario que así se fue enriqueciendo incesante­mente.

Viendo al Israel de la Biblia, estamos ante un pueblo que, lejos de verse a sí mismo como autor único de su historia, se reconoció creación de Dios[20]. Para ver de qué modo es esto así, resulta decisivo conside­rar el tipo de experiencias que hicieron nacer y crecer su vocabulario propio. Los autores inspirados, partiendo de su propio entorno aunque no asumiéndolo sin más, tuvieron que «estirar» semánticamente las palabras para plasmar lo que estaban viendo y viviendo.

El Decálogo, por ejemplo, tiene ciertamente paralelos con textos legislativos antiguos de Oriente; en este sentido, pertenece a una «herencia común»; pero no es herencia común el prescindir de imágenes ni el rechazar siempre los sacrificios humanos.

La verdad de la Escritura quedó así ligada, para lo sucesivo, al género literario de cada texto. Porque claramente no es lógico afirmar que Dios no tiene manos ni forma humana (cf Ex 20, 4) y pasar luego a decir que, para liberar a los suyos «tendió su diestra» (Ex 15,11-13). El hiato conceptual que supone esta manera de hablar se subsana cuando reconocemos que la Biblia contiene no solo relatos de los acontecimientos, sino también, e indisolublemente, interpre­ta­ciones de los mismos.

Más allá del evento histórico concreto, el paso del tiempo y el uso sucesivo de unas mismas expresiones fueron revelando, para Israel, cuánto significaron y significan hechos como la salida de Egipto o la marcha hacia el destierro de Babilonia. Cada nuevo libro es no solo novedad sino también hermenéutica de los anterio­res y de la tradición no escrita precedente, en búsqueda de una «plenitud de sentido», que la fe cristiana descubre y anuncia en Jesús de Nazareth.[21]

De donde es claro que a la plenitud de Jesucristo se llegó a través del Antiguo Testamento. En cierto modo, así sigue siendo para nosotros, en cuanto las palabras como «vida eterna», «Mesías», «Día del Señor», etc. cobran su sabor y color dentro de este pueblo. Nosotros, pues, las entendemos en cuanto somos herederos de una tradición viva, y ello precisamente en la medida en que esa «vida» (ese Espíritu) está en nosotros.

3.3.3  LOS LENGUAJES NO-CONVENCIO­NALES

Al contrario de lo que sucede en los lenguajes netamente convencionales, que atienden a la delimitación progresiva de los problemas, en el lenguaje usual el conocimiento de un término remite indefectiblemente a una red de relaciones con otros términos y experiencias vivas. Este proceso, pues, es claramente divergente y uno puede preguntarse cómo llega a ser posible una «visión de conjunto» en quienes viven dentro de una tradición (y todos vivimos dentro de alguna).

Es bien importante la diferencia con el lenguaje convencio­nal de la ciencia. Esta no tiende en un primer impulso hacia lo que llamamos una visión panorámica de las cosas, sino que parte precisa­men­te del abigarrado conjunto de sensaciones y percepciones que caracterizan el primer asomarse al mundo, y en un esfuerzo de análisis se fija ordenada y secuencialmente en unos u otros hechos, estableciendo poco a poco regularidades y leyes empíricas. A medida que se van desarro­llando tanto el planteamiento racional como la evidencia experimen­tal, llegan a formularse leyes que cobijan sectores más y más amplios de información en cuerpos ordenados que son las teorías. La aspiración entonces es integrarlas alrededor de un mismo léxico y de unos mismos principios, para construir nuevas teorías de orden superior, sin descartar la posibili­dad de una Ciencia Universal. La comprensión de este léxico queda así vinculada al uso de unas fórmu­las: a medida que la vanguardia de pioneros en cuestiones hacia la frontera avanza, muchas veces a base de tímidas hipótesis, todo un cuerpo de investi­gadores y teóricos selecciona y depura cada palabra y cada idea, hasta entregar a la comunidad científica internacional un conjunto de ecuaciones mutuamen­te complementarias, junto con un grupo de posibles o reales aplicaciones a corto, mediano y largo plazo. En todo esto, sin embargo, la parte «sólida» son los contenidos semánticos de las ecuaciones. En la medida en que estos contenidos aluden a hechos más generales, las fórmulas resultan más abar­cantes. El novel estudiante, por consi­guiente, debe esforzar­se fundamentalmente por percibir el alcance de esos «macro-términos», piezas claves de la descripción científica del mundo.


Qui­zá la cla­ve está en que no toda vi­sión de conjunto requiere de una jerarquía conceptual estricta. En la ciencia, la búsqueda de una mayor generalidad va creando una rigurosa jerarquización en los conceptos y las ecuaciones. Tal es una consecuen­cia del carácter deductivo que tiene toda verdadera teoría, una vez elaborada: se le exige que unos resultados puedan deducirse y preverse a partir de otros, cosa que, por vía netamente racional e intrínseca privilegia un grupo de ideas, leyes y principios operacionales básicos, a los que entonces se considera fundamentales.

Por el contrario, la antropología cultural muestra que en los lenguajes no-convencio­nales, al igual que en algunos grandes pensadores, es difícil hallar cuál es la idea fundamental, entendida como principio a partir del cual lo demás pudiera desglosarse como en una «geometría social».

El lenguaje de los pueblos, y entre ellos, el de Israel, no es una entidad jerarquizada que pudiera recorrerse del todo unidirec­cionalmente según algunos supuestos racionales. Queda siempre un «plus»: algo que «se escapa», que «no encaja», algo que habla de cómo el hombre es problema y misterio para sí.

Sin embargo, de hecho hay quienes han asimilado una especie de síntesis de vida del vocabulario de su propio pueblo: son quienes participan de su tradición viva. En este caso, su síntesis no es un concepto, ni una fórmula: ellos llevan en su entendimiento, y tal vez más en su incons­ciente, una especie de «tejido» en el que está impresa la textura de su propia vida.

En sentido amplio, la palabra meditación alude al camino de asimilación consciente de ese tejido, a través del reconocimiento de las mutuas relaciones entre sus elementos y de la fuerza expresiva de cada uno. Esta actividad no es indispensable para la ciencia, ni menos para la técnica, porque la intrínseca jerarquiza­ción de ambas ya hace patentes las relaciones de unos conceptos con otros, y porque cada concepto comienza por ser delimitado.

Con todo, la meditación no es algo privativo de un ámbito «religio­so». El recuerdo nacional, el pasado de una familia, incluso las memorias de un personaje tienen ya la forma de meditación.

De lo cual surgen dos consecuencias:

1.      En lo que toca al Dios de Israel, no es posible ahorrarse la medita­ción que revive ante los ojos las gestas de Dios. Ningún silogismo, ninguna abstracción hará para nosotros esta tarea. La anámne­sis es verdaderamente irreem­plaza­ble para conocer la vida de un pueblo.

2.      Pero no hemos de considerar a Israel, en cuanto pueblo, como más «religioso» que los demás pueblos. Sus oraciones no son, en principio, huída a una región «espiri­tual» supramunda­na, pues de hecho tienen mucho de recuerdo de sucesos concre­tos.

En Israel sucede así: los acontecimientos de salvación suscitan preguntas («¿por qué nos ha sucedido esto?») que hacen avanzar la tradición teológica del pueblo, primero en forma oral y luego escrita. Por lo mismo, para entender el sentido de las respuestas (y una proclamación de fe en buena parte es una respuesta), es necesario participar de esa tradición, en particu­lar, participando de las preguntas. Una vez que uno descubre en sí mismo aquellos interrogantes que están en la base de la tradición escrita de Israel, fraguada luego en la Biblia, ya está de algún modo en capacidad de recoger el sentido de las afirmaciones sobre la creación y el Creador.

Por lo demás, y precisamente porque Israel es un pueblo entre los demás pueblos, tales interrogantes se hallan fuertemente vinculados a nuestro ser de personas humanas, como veremos en 3.3.4. Por ello, dejando atrás la pregunta sobre si puede darse verdadero «conflicto» entre la ciencia y la Biblia, conflicto ajeno a quien se abstiene de igualar a Dios con lo creado, bien puede plantearse la siguiente cuestión: ¿qué o quién sirve de respuesta a esos interrogantes en quienes manifiestamente no creen en Dios?

Por su parte, cuando el creyente da «razón de su esperanza» no hace otra cosa que dar paso franco a la tradición viva del pueblo al que pertenece. Este «dar paso» es la predicación, cuya estructu­ra semántica, como se ve, es semejante y complementaria a la de la meditación. En ambos casos se parte de la narración de unos hechos vividos e interpretados por el pueblo de Dios, y se pasa, bien a descubrir o a expresar las relaciones que guardan entre sí y con nuestro hoy. Para los cristianos, el tema central de esta predica­ción será desde luego el acontecimiento central de su fe: la Pascua de Jesucristo. Por lo mismo, la predicación así entendida es el antecedente externo propio de la fe.

3.3.4  ¿Y POR QUÉ ISRAEL?

Tenemos así, hasta el momento, que al hablar sobre Dios no podemos partir de una definición, sino que es preciso integrar el tejido de una tradición semántica a través de un proceso que hemos llamado «meditación». Nos pregunta­mos ahora: ¿por qué meditación de la historia de Israel? Si este no es un pueblo de suyo distinto de los otros, ¿en razón de qué esperamos de él una enseñanza esencial­mente distinta de la de los demás? En cualquier pueblo que se hable de un Dios surgirá una tradición preconvencional autorreferente de significados, ¿hay algún motivo racional para escoger la de Israel?

Hemos mencionado ya la singularidad hermenéutica de la Biblia (cf supra 3.3.1). Esta singularidad no es una coincidencia, sino que se apoya en una razón más profunda.

En efecto, los lenguajes que evolucionan por tradición reciben su capacidad significativa de los hechos (cf supra 1.2.2). Y de acuerdo con esto, el hablar sobre Dios es semánticamente relevante si y solo si exhibe acontecimientos que hablen de la intervención divina.

En consecuencia, las definiciones sobre Dios, y en general, los discursos «teológicos» que prescindan en su punto de partida de unos hechos y que por tanto no cuenten la historia de un Dios con su pueblo, terminan por hacer de Dios un ser entre los demás seres -uno más en la lista de un cosmos-, incapaz por sí mismo de ser llamado «Dios». Por contraste, lo que Israel dice sobre Dios tiene una completa coheren­cia con el modo como lo dice. Su narración de las obras de Dios, en cuanto forma del discurso, es coherente con el contenido de su fe en Dios como el Único, y ante todo, como único Creador.

Porque partir de una convención sobre Dios lo relega al nivel de «contenido de conciencia»: en el fondo, uno más entre nuestros pensamientos, según el esquema que subyace al politeísmo y lo encuadra muy bien. Al contrario, la afirmación de que todo ha sido creado no es solo una aserción sobre lo creado, sino también sobre el Creador. Semejante afirmación, genéticamente madurada en la meditación de las obras de Dios como Salvador, tiene por lo menos dos grandes repercusiones, que hacen única la tradición semántica israelita:

1.      «En el principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gén 1,1) es una renuncia formal y profunda a hablar de Dios como un ser entre otros. Renuncia que ocasionalmente se llevó hasta los extremos (impronunciabilidad del tetra­grama YHWH).

2.      Si bien lo miramos, de Dios en sí mismo no se afirma en realidad nada, o por lo menos: nada que pudiera sernos conocido sin la relación que guarda Él con sus criaturas. Así la Biblia anuncia en su mismo lenguaje la cercanía y lejanía de Dios, y la capacidad e incapacidad de lo creado para decir algo sobre Él.

4. LA TEOLOGÍA COMO PALABRA DE DIOS EN LA HISTO­RIA

4.1      Jesucristo, Palabra del Padre[22]

Para que Dios pudiera decirnos su Palabra, que al mismo tiempo esclarece la verdad del hombre y lo transforma, era necesario un lenguaje proporcionado a su naturaleza y a nuestra condición humana; un «lenguaje total» que nos permitiera intuir todo el misterio de Dios en toda la extensión y profundidad de nuestro ser, a un tiempo corpóreo y espiritual, histórico y cultural, emocional e intelectivo.

Dos cosas se necesitaban a este propósito: un conjunto de símbolos vitales, frutos de experiencias en un lugar y un tiempo, en los que pudieran plasmarse estos hechos, y un vocabulario que con palabras permitiese articular estos hechos entre sí y con el mundo interior de nuestros demás afectos y pensamientos, y con el contexto cambiante de valores y disvalores propio de los grupos humanos.

Además, para ser expresión y realización del plan salvífico, dos condiciones debía cumplir este lenguaje de palabras y símbolos, de conceptos y metáforas: por una parte, debía resultarnos comprensible; por otra, debía estar en principio dirigido a todo el mundo, sin más límites que la infinita sabiduría y omnipotencia que Dios ejerce por su Palabra, por la que todo fue creado, de modo que el Verbo Salvador no fuese distinto del Verbo Creador.

Ahora bien, para que tal lenguaje resultara comprensible, era necesario que naciera y evolucionara en un grupo humano que viniese a ser como una escuela del amor, la sabiduría y el poder de Dios. Ese grupo, socialmente cohesionado por un origen común, misericor­diosa y libremente elegido ya desde antiguo por el mismo Dios en la persona de Abrahán, constituiría las primicias de su Pueblo. Y en la historia de ese pueblo habrían de irse aunando, en el mutuo crecimiento de significados y significantes, la memoria de los hechos pasados, cuyo sentido se aclararía con los sucesivos, y la esperanza de un futuro nuevo, en el que hallase su cumplimiento toda promesa de Dios y todo legítimo anhelo humano. Tal fue la disposición divina que, a través de los acontecimientos, usos y costumbres de una cultura particular, conformó un conjunto orgánico de símbolos y elaboró un tejido de palabras que podían ser entendidas por su pueblo.

De otra parte para llegar a todo el mundo, la Palabra Divina necesitaba no solo de una voz, sino de toda una caja de resonancia; y tal era la misión del pueblo elegido, al cual progresivamente se había revelado el Señor: ser aquel eco claro y vigoroso que introdujera a los demás pueblos y gentes en la comprensión del lenguaje total de Dios, para que así llegase al mundo entero el anuncio de la salvación.

Es patente entonces cuán grande fue la generosidad del único Dios, y cuán abundante su gracia, porque al elegir, enseñar y enviar a su pueblo predilecto, tendió un puente de comunión entre Él y nosotros. Hoy, llegados a la era decisiva de la historia, nos resultan más admirables las etapas por las que vemos que evolucionó el lenguaje total, cuando descubrimos que Dios, amando y proveyendo libremente, esperó en todo tiempo de su pueblo una respuesta libre y amorosa.

Semejante proceso, al modo de un camino que Dios recorría con su pueblo, llegó a su punto culminante en Jesucristo, justamente llamado «hijo de David», según la carne, y con razón reconocido después «hijo de Dios», según el Espíritu. Porque en el centro de la memoria y de la esperanza del pueblo elegido, y de cara a todos los pueblos de la tierra, Dios mismo, en derroche de gracia, como una máxima manifestación de su poder soberano, como un signo inagotable de su insondable sapiencia y como una ventana luminosa hacia su amor interior, ya no solo habló y actuó, sino que envió a su misma Palabra, hecha hombre.

Y «la Palabra se hizo carne» no solo en el sentido de que tomó una humanidad singular (cuerpo y alma), sino también en cuanto nació de una mujer, bajo la Ley, en el pueblo que Dios quiso escoger. Pues este Pueblo, esta Ley y la presencia de esta Mujer prefiguraban ya y como que anticipaban la Encarna­ción de Dios. De ese modo, la vida, muerte y resurrección gloriosa de Cristo, en lo que hizo, enseñó y padeció, constituyen ese lenguaje plenamente humano y divino que hemos denominado «lenguaje total».[23]

En efecto, la salutífera Encarnación de la Palabra dio forma y contenido a la difusión del Amor Personal de Dios entre nosotros, al manifestar en la luz de una sola existencia, humana y divina a la vez, cuanto ese mismo Amor había inspirado y sugerido desde el principio del mundo. Por ello, para que esa luz llegase a todos los pueblos, la Palabra Encarnada, superado todo dominio de la muerte, envió desde Dios Padre la plenitud de gracia de ese Espíritu de Amor. Este Santo Espíritu, que trajo a nuestra tierra el decreto de renovación de todas las cosas, habita como suavísima y eficaz unción en la Asamblea de fieles, que es la Iglesia por Él santifi­cada, y hace de ella el Nuevo Pueblo de Dios.

Por lo cual, a la luz del Espíritu y de la Palabra revelada que hemos recibido en el testimonio de la Iglesia, creemos y anunciamos a toda criatura que Dios dispensó su salvación con majestad, sabiduría y misericordia, ya desde el principio, en la creación de cuanto existe, y luego en la elección de los patriarcas y en la conformación de Israel. Igualmente creemos y proclamamos que Dios, en la plenitud de los tiempos, haciéndose hombre sin dejar de ser el Señor de todas las cosas, juntó sin confusión en la voz, el pensamiento y las obras del Hombre-Dios toda la historia humana y toda la vida divina.

Por inmensa providencia y piadosa dignación de Dios hemos acogido y no cesamos de acoger en el Espíritu a su Palabra, que siendo definitiva en la Pascua de Cristo, nos descubre sin embargo sus riquezas a medida que todo lo humano comparece ante su presencia. Así es verdad que esta Palabra, de una vez y para siempre pronun­ciada en la fe de los Apóstoles y así consignada en el Canon de las Escrituras, revela su plenitud de sentido resonando en los recodos de la historia de los hombres, y muestra su vigor dando forma al pensamiento de los pueblos. Por Ella van juntas la oración que adora y aguarda, la teología que cree y reflexiona, y la predica­ción que anuncia y realiza lo anunciado.

Así hemos llegado a participar de la vida de Aquel que es Verbo y Sacramento; y mirando en fe a quien nos lo ha dado, estamos seguros de que no nos negará ya ningún bien verdadero. Ahora llamamos «Padre» a Dios, uniendo en nuestra voz las voces de la creación y de la historia; ahora Él nos llama «hijos», uniendo nuestras voces a la de su Hijo Unigénito. Ahora, mientras la memoria de las maravillas realizadas en Israel alienta nuestra esperanza, escuchamos asiduamente la Palabra en la Escritura y en el testimonio de la Iglesia, y participamos en los sacramentos de la fe, porque en ellos obra en favor nuestro cuanto fue visible en Cristo para bien de quienes en Él creyeron. De esta manera recibe su alimento la fe que actúa por el amor.

Ciertamente no es todavía perfecto el diálogo entre Dios y nosotros, porque aún no alcanzamos la totalidad de sentido de su lenguaje. La verdad es que el contenido último de lo que Dios quiere decirnos no es algo distinto de Él mismo, y por ello cabe esperar que la plenitud llegará cuando Dios manifieste plenamente su gloria. Entonces no serán necesarias las palabras ni los símbolos; o mejor: se verán del todo transfigurados, porque no habrá ya más que decir ni qué significar, cuando Dios sea todo en todos.

4.2      Teología: unidad en la diversi­dad

De acuerdo con lo expuesto, la teología, por su origen y por su término, goza de una profunda unidad. De suyo puede ser contem­plada en una mirada sapiencial al Verbum Abreviatum, que es Cristo crucificado. Y ha sido así teología de los místicos, incluso analfabetos, como Catalina de Siena, Doctora de la Iglesia. También así ha sido teología en arte y símbolo para culturas enteras, dejando a la posteridad preciosas «sentencias» en escultu­ras, catedrales, poemas, pinturas y vitrales. De igual manera, e incluso antes que de cualquier otro modo, la teología, así abreviada, ha sido saber del pueblo de Dios, que previamente a toda formulación tiene del Espíritu Santo el don del «sentido de la fe». Saber del pueblo, teología popular que en realidad es la fuente de todo el teologar cristiano, aunque en su camino haya de recorrer etapas, cardar esquemas, explicitar problemas, ofrecer soluciones y argumentos.

Precisamente, la historia de la teología cristiana es de algún modo la historia del camino entre lo implícito y lo explícito, entre el sensus fidelium y el symbolon, entre la narración y la formulación. Historia una y múltiple, que se diversifica sin cesar al ritmo del amor que contempla y adora, y al calor de las opiniones encontradas. En compleja simbiosis con el mundo, la teología, como la Iglesia misma, no tiene una palabra preelaborada, aunque cuente con la certeza de una Verdad que no termina. Pues al enunciar esta Verdad la conoce siempre más, pero solo llega a enunciarla en el trayecto de su dialéctica relación con el mundo, un mundo que expresa a Dios en cuanto creación y lo niega en cuanto pecado. No existe por ello una historia del pensamiento cristiano que sea indepen­diente de los anhelos de santidad y evangelización, de las nuevas corrientes filosóficas, de los desgarramientos eclesia­les internos o de los imprevistos retos pastorales. Por lo mismo, no deberíamos canonizar demasiado una distribu­ción única de la materias teológi­cas. Estas han sido, en diversos grados, caminos de expresión de la única revelación.

Con todo, las grandes líneas de este caminar por la historia no son algo extrínseco a la teología misma. Ella no se limita a su historia, pero, precisamente en cuanto lenguaje no convencional, es más cuando asume más lo que ha sido. Qué se estudie en teología no es, entonces, un problema racional que podamos resolver a partir de unas definiciones sobre los contenidos teológicos, al margen de los tropiezos y alientos de la teología misma en su devenir.

El centro, la «cumbre y fuente», pertenece de suyo a la Sagrada Escritura, desde luego. El caminar del lector por sus páginas revive, desde la diversidad de los autores y de los momentos de síntesis, el peregrinar de Israel hasta Palestina, el itinerario desde los Jueces hasta los Reyes, los Profetas y los Sabios, y el recorrido de Jesús, desde Galilea hasta Jerusalén.

A partir de este primer encuentro, la fe «quiere entender». ¿Quién es este Jesús? La verdad de la salvación, y la verdad del Salvador han de integrarse en la unión dinámica entre la Soteriología y la Cristología, entre la «oikonomía» y el «dogma», entendido en su sentido genuino. Inseparablemente, el misterio de Cristo remite y esclarece el misterio del hombre, que ahora percibe en sí, y como salida de sí, una innegable referencia al absoluto de Dios: estamos en la Antropología Teológica.

Y una vez abierta para nosotros la puerta del conocimiento del Padre, este creyente inquiere por el Misterio de Dios. En un esfuerzo de síntesis de lo revelado, pregunta a la Pneumatología por aquel que es llamado «Don», y capta su paso y su acción en aquella, la siempre Discípula y siempre creyente, María, y en la Comunidad santificada y enviada por el mismo Espíritu que engendró al Verbo en nuestra carne: tal es el objeto de la Eclesiología. Habrá que considerar como vértices densos de autorrealización de esta Iglesia a los Sacramentos. Con todo, será incompleta la imagen de la obra del Evangelio en el mundo, si no la reconocemos en la objetividad de una Historia, y de un Derecho.

Sin embargo, «la fe sin obras es estéril» (cf St 2, 20). El indicativo se convierte en imperativo, una vez que la verdad de Cristo es también verdad de Dios y del hombre. Por ello, el creyente contrasta su vida y la de su comunidad, su propio modo de pensar y las estructuras sociales en que vive, con la Palabra de Dios. Dotado de razón, necesitará de una reflexión inicial -una Moral Fundamental- que evite los extremos del fideísmo autoritario y de la racionalidad autocrática. Se preguntará por la dignidad de la vida, el justo papel de la justicia, el valor de la sexualidad y la profundidad de unión con Dios a la que ha sido llamado por la gracia de Jesucristo.

Este creyente no permanece aislado de la comunidad de los demás creyentes, mientras realiza su estudio. Celebra el misterio que estudia, y por ello ha de ahondar en las raíces de su Liturgia; además, se reconoce deudor y corresponsable de la marcha de la comunidad, a la vista del servicio en algún ministerio Pastoral, probablemente laical.

* * *

5. DE NUEVO, EL EVANGELIO

A modo de conclusión, y nuevo punto de partida, desde nuestras reflexiones, ofrecemos las siguientes propuestas:

1. El mensaje del Evangelio, en cuanto palabra, entra en el concierto de palabras que rodean, e incluso avasallan al hombre contemporáneo; los preconceptos de este hombre llevan la marca de un lenguaje postcientífico, formalmente conceptual, pero intencionalmente dirigido con criterios que permenecen ocultos para quien lo recibe acríticamente. Se impone de ello la necesidad de reconocer mejor el lenguaje de las ciencias en sus estructuras y gramática, pero también en las intenciones que lo difunden en nuestra cultura.

2. Una sana hermenéutica de la Escritura exige acudir a la base social y cultural que rodeó la encarnación de la Palabra, ya desde tiempos de los antiguos Patriarcas; junto a ello, la percepción de los hechos de nuestro tiempo que nos hacen próximos al horizonte de sentido del Israel peregrino.

3. Por lo mismo, la comunidad cristiana, como epifanía del mensaje que se da y que se recibe, es el gran «lugar» de la reflexión teológica, entendida como momento de autorrealización del Evangelio en nuestra conciencia personal y colectiva. Esta teología integral no es heterogénea ni contrapuesta al esfuerzo por el que hombres y mujeres se ofrecen a Jesucristo como sacramentos de su servicio pastoral a los hombres.

6. BIBLIOGRAFÍA

Para el cap. 1:

G. Iriarte, Realidad y Medios de Comunica­ción, CAEP, Cochabamba, Bolivia, 1992. [1.2][24]

A. Toffler, La Tercera Ola, Plaza y Janés, Barcelona, 1986.

Para el cap. 2:

C. Geffré, El cristianismo ante el riesgo de la interpretación, Cristiandad, Madrid, 1984.

J. Macquarrie, God-Talk, El análisis del lenguaje y la lógica de la teología, Sígueme, Salamanca, 1976.

Para el cap. 3:

T. de Aquino, Summa Theologiae, I, q.3.

K. Barth, Dogmatics in outline, New York 1959. [3.1.3]

R. Bultmann, Jesus Christ and mythology, London 1960, 53.

J.M.Gómez-Heras, Teología Protestante, BAC, Madrid, 1972, pp. 186-189.

J. Moltmann, ¿Qué es teología hoy?, Sígueme, Salamanca, 1992. [3.1.2 y 3.1.4]

R. Muñoz, Dios de los cristianos, Ed. Paulinas, Madrid, 1987.

R. Winling, La teología del siglo XX, Sígueme, Salamanca, 1987, pp. 242-253. [3.1.1]

Para el cap. 4:

L. Boff, Salvación en Jesucristo y proceso de liberación, en: Concilium 96 (1974). [4.2 y 5.]

I. Congar, "Cristo, Imagen de Dios Invisible", en: Jesucristo, Estela, Barcelona, 1966, pp. 9-39. [4.1]

W. Kasper, Unidad y Pluralidad en teología, Sígueme, Salamanca, 1969. [4.2]

F. Martínez D., Teología Latinoamericana y Teología Europea, Ed. Paulinas, Madrid, 1989. [4.2]

K. Rahner, El pluralismo en teología y la unidad de confesión de la Iglesia, en Concilium 46 (1969), pp. 427-448. [4.2]

 

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 [1]Evangelii Nuntiandi, nn. 18-19. La distribución de texto es nuestra.

 [2]Para esta parte nos apoyamos en su obra Realidad y Medios de Comunica­ción, CAEP, Cochabamba, Bolivia, 1992. Se consultarán también con provecho: La Tercera Ola, Alvin Toffler, Plaza y Janés, Barcelona, 1986.

 [3]Piénsese en las tendencias simplificadoras que sin mucho discernimiento hacen común denominador de las religiones, los libros sagrados y los personajes inspirados (Jesús, Mahoma, Lao-Tse, etc.), hasta hacer de la ambigüedad norma y de la significatividad un defecto.

 [4]Creer y comprender, Madrid, 1974, 27-37. El artículo original es de 1935.

 [5]Jesus Christ and mythology, London 1960, 53.

 [6]God-Talk, El análisis del lenguaje y la lógica de la teología, Sígueme, Salamanca, 1976. Para esta parte seguiremos en general la secuencia expositiva de esta obra.

 [7]Dogmatics in outline, New York 1959, 5.

 [8]Cf. Church dogmatics, II/1, 76-77.

 [9]Cf. o.c., p. 57.

 [10]Teología Sistemática I, Espluges de Llobregat 1972, 303.

 [11]P. Tillich, Teología Sistemática I, Salamanca 1982, p.15.

 [12]Ibid., p. 88. Para Tillich, la revelación es la irrupción de lo incondicionado -el mandato del Señor- en el mundo de lo condicionado. Irrupción en y a través de símbolos, cuyo culmen es Jesucristo. Y precisamente lo único no simbólico es que Dios es, no «más allá» del mundo, sino como profundidad y «poder» del ser. Cf. José M. Gómez-Heras, Teología Protestante, BAC, Madrid, 1972, pp. 186-189.

 [13]J. Moltmann, ¿Qué es teología hoy?, Sígueme, Salamanca, 1992, p.121.

 [14]Cf. ibid., p. 128.

 [15]Cf. Summa Theologiae, I, q.3, prol.

 [16]Cf. o.c., I, q.13, a.2.

 [17]Cf. n. 2.

 [18]Entendemos aquí esta palabra en el sentido descrito en 1.2.2

 [19]Sobre las razones de esta peculiaridad hermenéutica de la Escritura, cf infra 3.3.4.

 [20]Así clamaba, por ejemplo, Malaquías (2,10):

¿No tenemos todos nosotros un mismo Padre?
¿No nos ha creado el mismo Dios?
¿Por qué nos traicionamos los unos a los otros,
profanan­do la alianza de nuestros padres?

Y en Dt 32,6 leemos:

¿Así pagáis a Yahveh,
pueblo insensato y necio?
¿No es él tu padre, el que te creó,
el que te hizo y te fundó?

 [21]Sobre este punto volveremos en el próximo capítulo.

 [22]Para todo este apartado se leerá con provecho: I. Congar, "Cristo, Imagen de Dios Invisible", en: Jesucristo, Estela, Barcelona, 1966, pp. 9-39.

 [23]Congar destaca la mutua correspondencia entre el revelador, la verdad revelada y la cualidad de vida o de salvación, camino a esta vida: cf. ibid., p. 12. La katábasis de Cristo, Dios hacia nosotros, supone una anábasis de nosotros hacia Dios. Cf. San Fulgencio, Sermo in festo s. Stephani (PL 65, 729-730): fruto de la bajada de Cristo es la subida de los santos celebrada desde el día siguiente de Navidad en la persona del primer mártir, s. Esteban.

 [24] Los numerales entre corechetes ( [...] ) indican la parte del presente trabajo que tiene una mayor relación con la Bibliografía ofrecida.