LA TEOLOGÍA
ANTE EL LENGUAJE POSTCIENTÍFICO
Fr. Nelson Medina F., O.P.
Director: Fr. Enrique Aranda Ospina, O.P.
Santafé de Bogotá, julio de
1993
1.1 Contexto social y
eclesial
1.2 Marco teórico: las
grandes etapas
2.1 La ciencia moderna:
un lenguaje formal de incidencia social
2.1.1 ¿QUÉ CAMBIA EN LAS IDEAS CIENTÍFICAS
CUANDO SE POPULARIZAN?
2.1.2 ¿POR QUÉ LA EXCRECENCIA INTERPRETATIVA
TIENDE A SUPERAR AL DATO CIENTÍFICO?
2.1.3 ¿CUÁNDO CUESTIONAR UNA INTERPRETACIÓN DEL
HECHO CIENTÍFICO?
2.1.3.1 Preguntar
desde la ciencia misma
2.1.3.2 Preguntar
desde fuera de la ciencia
2.2 Las tradiciones de
los pueblos y los lenguajes pre-convencionales
2.2.1 LA FORMALIZACIÓN DE LAS PALABRAS, Y SUS
CONSECUENCIAS PARA LA CULTURA POSTCIENTÍFICA
2.2.2 ¿TIENDE TODO LENGUAJE A LA
REPRESENTATIVIDAD?
3.1 La teología ante el
análisis del lenguaje
3.1.2 R. BULTMANN Y LA DESMITOLOGIZACIÓN
3.1.3 K. BARTH Y LA RESPONSABILIDAD DEL TEÓLOGO
3.1.4 P. TILLICH Y LA «DOCTRINA TRADICIONAL»
3.2 La cuestión de las
definiciones y de las demostraciones
3.3 La tradición de
significados en Israel
3.3.1 SINGULARIDAD HERMENÉUTICA DE LA SAGRADA
ESCRITURA
3.3.2 LOS RELATOS Y SU INTERPRETACIÓN
3.3.3 LOS LENGUAJES NO-CONVENCIONALES
4. LA TEOLOGÍA
COMO PALABRA DE DIOS EN LA HISTORIA
4.1 Jesucristo, Palabra
del Padre
4.2 Teología: unidad en
la diversidad
Deseo
expresar mi gratitud a quienes hicieron posible esta obra : a Dios, en primer
lugar, y a su Iglesia, Sacramento de salvación para el mundo; también a mi
Comunidad, y especialmente al P. Enrique Aranda, O.P. Agradezco igualmente la
oportuna colaboración y consejo de los apreciados Padres Mario Gutiérrez y
Rodolfo de Roux, de la Compañía de Jesús.
Hoy
percibimos con fuerza la urgencia de la evangelización como la tarea de la Iglesia. Al respecto
escribía ya Pablo VI:
Evangelizar
significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la
humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma
humanidad... No se trata solamente de predicar el Evangelio en zonas
geográficas cada vez más vastas o poblaciones cada vez más numerosas, sino de
alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio
los criterios de juicio,
los valores determinantes,
los puntos de interés,
las líneas de pensamiento,
las fuentes inspiradoras y
los modelos de vida de la humanidad,
que están en contraste con la Palabra de Dios y con el designio de salvación[1].
Ahora
bien, si miramos cuáles son los criterios, valores, puntos de interés, líneas
de pensamiento o fuentes de nuestra cultura, de inmediato percibimos un fuerte
constraste con la Palabra de Dios y con el designio de salvación. En el
conjunto de nuestra cultura, a veces denominada «de muerte», podríamos
encontrar una negación casi para cada uno de los puntos indicados por Pablo VI.
Lo cual indica una resistencia al mensaje, una especie de barrera que atraviesa
los corazones, las familias, las instituciones y las estructuras. No podemos
afirmar sin más, como quisiéramos, que el Evangelio impregna la cultura
contemporánea.
De otra
parte, es verdad que si miramos la realidad de fe y esperanza de nuestros
pueblos, si percibimos el soplo de vida nueva que alienta en diversos lugares,
movimientos y personas de nuestras comunidades, tampoco podemos negar la
gracia ni ocultar la luz. Con todo, será mejor que nos dejemos apremiar por la
plenitud que falta, antes que sentirnos satisfechos con la primicia recibida.
Así las
cosas, ¿de qué barrera hablamos? ¿Qué detiene la marcha del Evangelio entre
nosotros? ¿Qué se opone a que haya Pascua en tantos hogares, personas y
pueblos? Dos evidencias se imponen: primera:
en estas cuestiones no hay un diagnóstico sencillo y patente a todos; segunda: sin embargo, un error en el
diagnóstico dispersa las fuerzas y a menudo multiplica las divisiones
intraeclesiales.
Desde
luego, no pretendemos dar aquí el
diagnóstico, sino solo ofrecer algo de luz en torno a un problema esencial a la
tarea misma de evangelizar: el lenguaje. Nuestro presupuesto es que la cultura
postmoderna depende en buena parte de factores no suficientemente conocidos ni
valorados, con respecto al impacto de la ciencia. Juzgamos que del modo como se
resuelva esta «macro-cuestión» dependen, entre otras cosas, las actitudes
básicas que habremos de tomar ante un mundo que no se opone a Dios discutiendo
sobre Él, sino que, con su indiferencia o con su inocua disolución de la fe en
el nudo sentimiento de «lo sagrado», parece decirnos que Él, el Dios de
Jesucristo, no viene al caso. Conviene, pues, partir de un marco teórico (1.2) que nos ayude a situar nuestra
propia cultura, para examinar luego su vertiente semiológica (2.).
Como marco teórico que nos ayude
a ubicar la incidencia social del fenómeno «ciencia», distinguiremos con
Gregorio Iriarte tres grandes etapas o eras en el desarrollo de la civilización[2]. Se trata de un esquema amplio,
que en cuanto generalización tiene algo de abusivo, pero que resultará útil a
nuestro propósito.
Es la propia de la antigüedad.
Representa algo así como el primer encuentro del hombre con la naturaleza: el
agua, el fuego, el aire proveen la energía; los instrumentos de trabajo son
rudimentarios y el esfuerzo humano y animal indispensable. El rendimiento es
bajo y la economía de subsistencia se perpetúa en un tiempo cíclico,
identificando el productor con el consumidor. No hay especialización en el
trabajo; por ello la familia debe ser amplia; las costumbres se repiten bajo un
régimen vertical de autoridad, aceptada y sacralizada por todos. Hay tendencia
a una mentalidad mágica y acrítica que no duda en discriminar e incluso
perseguir a quienes piensen distinto.
Propia de los siglos XVIII, XIX
y primera mitad del XX. Han cambiado las fuentes de energía: ahora son el
carbón, el petróleo, el gas. La producción en serie se tecnifica y abarata,
hasta hacerse competitiva; por lo mismo, el trabajo se diversifica y
especializa. El tiempo es visto de una manera lineal y dinámica; el «progreso»
y «lo moderno» se vuelven norma en lo social (servicios públicos, educación,
urbanismo, medios de transporte) y en lo personal (mejor nivel de vida, deseo
de autorrealización, necesidad de estar informado, libertad religiosa). Puesta
en medio de estos extremos, la familia se reduce a su núcleo y queda supeditada
al activismo de las máquinas y a la constante mutación de las circunstancias
políticas e ideológicas. La moral es relativa y pragmática; la perspectiva, ecuménica
y de corte más bien subjetivo. De hecho, la fe se convierte paulatinamente en
asunto privado. Hay oportunidad para el disfrute, y el confort llega a convertirse
en punto de referencia. La enorme importancia del dinero convoca la fuerza
laboral hacia las ciudades con los consiguientes resultados: centralismo,
burocracia, contaminación, por un lado; proletarización, marginación y
masificación, por el otro. Los medios de comunicación social adquieren un
enorme poder a menudo cómplice de poderes e ideologías deshumanizantes:
simplemente, la publicidad hace ley. El individualismo y la sensación de
anonimato crean islas de felicidad en falsas satisfacciones. Se explicitan y
proclaman los derechos humanos, aunque no se respeten de igual manera.
La modernidad nace de la absoluta confianza
en la razón humana y en libre albedrío. El hombre se siente capaz de hacer un
mundo a su manera; ve en la naturaleza una cantera, y en el otro hombre, su
obrero, su jefe o su competencia. Cree
en el progreso de una manera pragmática y gozosa, pero al mismo tiempo
cultiva las virtudes del trabajo, el ahorro y la disciplina. Es tolerante en
todo lo que no disminuya su lucro ni cierre el paso a los propios proyectos. |
Es la era de la industria
selectiva y altamente especializada; era de la electrónica que valora y casi
sacraliza la formación tecnológica superior. Hay más medios que fines. La
cuestión del sentido global de la existencia o de la validez de las utopías comunitarias
desaparece o se provisionaliza por completo. Muy a menudo las relaciones
interpersonales mismas se diluyen, empobrecen o trivializan; por consiguiente,
las autoridades tradicionales se relativizan y la moral es enteramente
personalizada, en función de un consenso «blando» con el entorno. Los grandes
ideales no hallan eco ante la premura de la efectividad y el exacerbado ritmo
de vida. En consecuencia, se da un rechazo instintivo a lo rígido o dogmático,
pues la tónica general es de desencanto ante el «proyecto moderno», ahora
juzgado como pretencioso. La familia se atomiza y en ocasiones prácticamente
desaparece. La formación humanística se subvalora y los medianamente
inteligentes o deficientes quedan por completo al margen. Las grandes
instituciones (partidos, ideologías, iglesias) se ven como lejanas y las
preferencias van por los círculos pequeños y cálidos en los que cada uno siente
que puede reencontrarse. En este clima suele surgir un egoísmo colectivo a
partir de la etnia o de diversas formas de fundamentalismo. A la vista de la
contaminación ambiental y de los riesgos de tiranía tecnológica (armamentismo,
manipulación genética, psicología subliminar) se intenta un retorno a lo
natural, lo ecológico. Por lo mismo, hay gran aprecio por el cuerpo y por todo
lo que reafirme el yo en medio del mimetismo común: así hallan su lugar toda
suerte de excentricidades, modas, religiosidad «al gusto». El mundo se ve y
vive como una «gran aldea».
Un vocabulario se hace «técnico»
o «formal» en la medida en que es usado para unos propósitos determinados por
un grupo particular de personas dentro de la sociedad. El uso de este
vocabulario de acuerdo con unas reglas (una gramática),
da origen a lenguajes formales, como son el de los botánicos, los matemáticos o
los teólogos.
Por
definición, pues, el lenguaje formal es de suyo para especialistas. Sin
embargo, algo singular ha sucedido con el lenguaje científico, a pesar de su
formalidad, caracterizada por el uso extensivo de términos matemáticos: el
desarrollo, primero industrial, luego médico, y luego omnímodo, que la ciencia
moderna hizo posible, fue adosando un carácter cada vez más instrumental al conjunto del
conocimiento científico, como tal, con lo cual las categorías de la ciencia se
fueron convirtiendo en lenguaje usual de nuestra cultura moderna y postmoderna,
y en uno de sus cimientos.
Sin
embargo, este lenguaje, asumido así acríticamente, resultó luego, por obra de
un proceso intencional de difusión, refractario a los lenguajes no formales, o
por lo menos heterogéneo con respecto a ellos, en posición de clara
superioridad. Esto suscitó para nuestro siglo una profunda escisión en el
conocimiento teológico, que por una parte, es siempre heredero de una palabra
de suyo pre-formal (la Escritura), y por otra, se halla de todos modos en
camino de una sistematización semejante a la de las ciencias.
Los resultados de la
investigación en las diversas ciencias repercuten más allá de los científicos.
A través de diversos medios, las concepciones nuevas que nacen en los
laboratorios llegan a más y más personas, hasta crear un ambiente cultural en
el que ya se miran como «normales» y «naturales» supuestos y postulados que no
son obvios ni universales por sí mismos. Algunos de estos medios son: la
educación, los programas de divulgación, y sobre todo la conversación
cotidiana. Especialmente en esta puede apreciarse hasta dónde lo que era
resultado de una elaboración científica, y por tanto rigurosa, pasa a ser un
elemento de juicio que se recibe acríticamente, y por tanto, con un margen de
seguridad mayor al que se le pide a los demás elementos de juicio.
Dos señales de esto son: 1. El mirar al científico como aquel
"gurú" de nuestro tiempo, que tiene las respuestas que en otro
tiempo se pedían a las religiones. 2. Las estrategias publicitarias que destacan
los ingredientes o procedimientos científicos que hacen posible la maravillosa
eficacia de los productos en venta. |
Podemos
decir que el proceso general tiende a llevar ideas desde el banco de las teorías de la ciencia hacia los
cimientos de la cosmovisión del hombre de la calle. Mas el término «ideas» no
es exacto, porque si bien es cierto que cada científico tiene bastante claridad
sobre el alcance, y por ello, sobre los límites de las ideas que expone, suele
suceder que, a medida que el proceso de divulgación avanza, estos límites se
hacen borrosos. En tal caso, por vía de las analogías y extrapolaciones, los
medios de popularización de la ciencia van juntando al núcleo de ideas una
serie de implicaciones y generalizaciones que nunca hubieran suscrito sus
autores originales.
Ejemplo significativo de nuestro siglo, en
esta materia, es lo sucedido con la energía nuclear. Años hubo en los que se
pensó que pronto quedaría atrás el petróleo con sus derivados, ante la
abundancia energética que habría de sobrevenir a la humanidad. En esos años
de entusiasmo no se calibraron debidamente los costos tecnológicos y sociales
(riesgos) que de
veras traería una "era nuclear". Es sintomático que las posiciones
antinucleares sean una de las principales banderas de los partidos verdes. |
Esto es
inevitable, en cuanto que las fronteras de la ciencia y sus niveles de
abstracción aumentan indefinidamente, alejándose de hecho del lenguaje, las
experiencias y los problemas inmediatos de los que no son científicos por
profesión. Por ello, quizá quepa el término ideología
para describir esa amalgama de profundas verdades y superficiales
medio-verdades en las que suele discurrir la cosmovisión de la opinión pública.
No hay que presumir de entrada una intención torcida en quienes dirigen o
impulsan el proceso, pero lo cierto es que su propia visión es la que se va
amalgamando con el núcleo propiamente científico, hasta parecer una cosa con
él.
Ahora
bien, la «cosmovisión de la opinión pública» es como un nombre largo para el
«sentido común». Lo que estamos afirmando, entonces, es que este sentido común
depende en gran medida de los resultados de la ciencia. Por ejemplo: el
ambiente decimonónico, tan convencido del determinismo de las leyes naturales
como de la firmeza de los marcos de referencia cartesianos para el espacio,
solo podía extrañarse ante la Teoría de la Relatividad de A. Einstein. Pero ese
determinismo, digno hijo del positivismo del mismo siglo, no era un resultado
científico, sino el contexto cultural en el que habían sido difundidos los
resultados mismos de la ciencia. Podemos visualizar este contexto cultural como
una especie de excrecencia que sin
cesar brota de los datos firmes de la ciencia. Diremos, en consecuencia, que
esta excrecencia es la extrapolación acrítica del cuerpo de conocimientos que
se tiene en un momento dado.
Convendremos
en que en el común de las personas no influyen tanto las teorías científicas
cuanto su excrecencia. Para un europeo culto de finales del siglo pasado tenía que resultar difícil creer en algo
por fuera de su esquema determinista, y ello no en virtud de los iniciadores de
la Física Matemática (Galileo, Newton, etc.), sino en virtud del modo como se
fue divulgando esa matematización por los hombres cultos de la época. La divulgación
termina por afectar prácticamente todos los ámbitos de la cultura.
Y la
razón parece ser esta: tanto quien enseña como quien escucha las verdades
científicas tiene algo más que preguntas científicas. Si el pensamiento y el
lenguaje que pertenecen estrictamente a la ciencia (como la entendemos hoy)
dieran abasto a todas las preguntas, simplemente las excrecencias no se darían.
En ese caso, el lenguaje unívoco y formal de las teorías científicas sería
siempre nuestro lenguaje y los malentendidos desaparecerían e la tierra.
Pero de
hecho no sucede así. Los hombres del siglo XIX pedían a la Física Matemática
afirmaciones cosmológicas sobre el espacio, y esto era algo que esa Física no
podía ofrecer. Su necesidad era mayor que su certeza, y por ello extrapolaban.
La revolución vino cuando la ciencia posterior mostró que más de una hipótesis
(v.gr., que el espacio físico cumple
las leyes del espacio euclídeo), y
que más de un postulado se había tenido por «dato». La razón última de todo
esto no está en la ciencia, ni en los científicos, sino en la magnitud de las
preguntas humanas: en nuestra increíble capacidad de inquirir por el fundamento
de los fundamentos. No por azar el principio del siglo XX, mucho más humilde en
esto que su antecesor, hubo de preguntar a cada ciencia por su fundamentación.
La
interpretación aleja del dato escueto para decir algo sobre quien lo conoce. Es
una «excrecencia» que muestra a un tiempo la limitación en el conocimiento de
lo conocido y del cognoscente. En este sentido, es siempre una «barrera», o
mejor: una frontera vulnerable a nuestro preguntar.
Este
preguntar puede hacerse fundamentalmente de dos modos: al modo de los
científicos, y al modo de los no científicos.
El científico, que se esfuerza
por afinar sus instrumentos analíticos y experimentales, conoce bastante bien
los límites de sus propias teorías y conceptos. Está de algún modo «vacunado»
contra excesos, y es a menudo quien, asumiendo un nuevo papel, intenta divulgar
en términos sanos los progresos de la ciencia.
El
científico cuestiona una interpretación cuando ve que las palabras que intentan
traducir la teoría al lenguaje vulgar distorsionan el sentido.
Supongamos, por citar un ejemplo
concreto, que Juan es un joven intelectual amante de los temas científicos.
Ana, la novia de Juan, gusta más de la literatura que de la ciencia, y por su
temperamento aprecia mucho la novela histórica. Un día Juan comenta con su
novia que, de acuerdo con cierta escuela científica, ha quedado demostrado que
las pasiones humanas, del amor al odio, son en realidad reacciones bioquímicas
propias de la corteza cerebral y del sistema hormonal del organismo. Ana desde
luego no está de acuerdo, cuestiona, trae a cuento casos concretos que, según
ella, prueban que «el amor no cabe en ninguna probeta», y termina diciéndole
con raro énfasis que lo que ella siente por él es más que bioquímica.
¿Qué ha
sucedido aquí? ¿Tiene Ana un argumento formal para contradecir el peso de la
evidencia experimental y racional que Juan ha leído en sus revistas
científicas? Claramente, no lo tiene. Ella presiente,
intuye que hay algo que anda mal en eso de el amor sea una gigantesca
biomolécula.
Los hombres de ciencia son en general muy
parcos en sus afirmaciones, y no suelen abordar por oficio preguntas como
"¿en qué consiste el amor?". A lo sumo, asocian un nombre a un
conjunto de fenómenos observables, y así provistos con una hipótesis de
trabajo, emprenden la investigación. En este caso, un mismo nombre
-"amor"- puede en realidad estar cumpliendo dos funciones diversas,
según se le mencione dentro o fuera de la labor del científico. |
Pero,
¿es válido contestar a razones con presentimientos, y a experimentos con
simples intuiciones? He aquí donde el papel de Ana empieza a ser secundario.
Ella no puede demostrar la validez o falsedad de una teoría científica. ¡Mas tampoco
ha conocido la teoría científica! Ella ha escuchado una interpretación de un hecho científico.
Pues
bien, ya que Ana, desde su experiencia, no puede convenir con la interpretación
que recibe, da la señal de alarma a Juan, para que este, no ella, revise sus
presupuestos. A primera vista se trataría de una intromisión de Ana en el
terreno de la ciencia, terreno que ella definitivamente no domina. En realidad,
si ha habido alguna intromisión, ha sido la de quien pretendió hablar del amor
en términos tan simplificadores que tenían que resultar inadmisibles para Ana.
De lo
común del ejemplo aducido puede inferirse que esta segunda manera de cuestionar
las interpretaciones científicas es la más usual. Será este también el camino
más frecuente para las preguntas de los filósofos, los teólogos, los artistas,
etc.
Que el conocimiento se
sistematice quiere decir que adquiere una intencionalidad significativa
particular. En este sentido, el uso del lenguaje formal no es ingenuo, sino «crítico», esto es, sometido al análisis
de la razón.
Ahora
bien, esto, que es propio del conocer sistemático, tiene hoy una expresión
singular en nuestra cultura, que depende en buena parte de la ciencia. En
efecto, para su avance la ciencia ha necesitado de una gran precisión y
delimitación de conceptos. Así como no puede meterse el mundo entero en un
laboratorio, sino que necesitamos «parcelar» la realidad para estudiarla, otro
tanto sucede con el lenguaje científico: es el resultado de un proceso a veces
muy largo de depuraciones sucesivas que intentan dejar a cada palabra un
sentido claro y distinto.
Pensemos en lo que significan los términos
"fuerza" o "energía" para un físico, en comparación con
lo que evocan al no especialista. Y conviene decir aquí "evocan",
porque, más que un significado convencional y determinado una vez por todas,
estas palabras, fuera del laboratorio, acogen racimos enteros de experiencias
y recuerdos. Po ejemplo, bajo el título "energía" estarán los
discursos enérgicos, las cuentas del servicio eléctrico, la central de
distribución del fluido, el brillante desempeño de un equipo deportivo, etc.
Casi en el otro extremo, las expresiones "energía cinética",
"energía elástica", etc. llegan a ser tan unívocas, que llevan
adosadas fórmulas matemáticas establecidas. |
Esta capacidad
de afinación semántica, cuyo término ideal es la representatividad -que cada palabra signifique algo real y
definido y nada más-, es uno de los pilares del verdadero avance científico. No
podrían hacerse tan rápidamente internacionales los resultados de los
investigadores científicos si no estuvieran escritos en un lenguaje que reduce
los malentidos al mínimo. En ese «translenguaje» se pretenden obviar las
barreras culturales o sociales, las distancias y tiempos, en orden a un
progreso real del pensamiento. Así cada investigador formal, no solo entonces el científico, sino también el filósofo o
el teólogo que sistematizan su pensamiento, pueden, de acuerdo con la metáfora
de Newton, «pararse en los hombros de sus antecesores», así sea para refutarlos.
En sus manos el lenguaje se convierte en una fina cuadrícula en la que cada
dato exterior tiene su propio camino de acceso.
Subráyese
sin embargo esto: aunque el proceso es formalmente semejante en toda
sistematización, el impacto exterior,
en el no especialista, no es ni mucho menos idéntico.
Cosa que bien se nota en la manera de
divulgar el lenguaje. Las agencias de publicidad saben siempre mezclar algún
término desconocido y sonoro en sus campañas para nuevos productos. La
función esencialmente mágica de
estos términos contrasta con el esfuerzo de traducción y simplificación que
deben hacer filósofos y teólogos para no quedarse hablando solos. |
¿Por
qué es así? Probablemente por la «voluntad de poder» que suele ir aneja al
progreso científico. Esta voluntad no
es inherente al conocimiento pero históricamente se ha amalgado con él. El
análisis de las causas que han llevado a este estado de cosas escapa al dominio
del científico como tal, el cual, más a menudo de lo que quisiera, debe ver con
decepción cómo su aporte, lamentablemente politizado, pasa a ser un
instrumento de dominación o un argumento malamente «demócratico». Hemos de
destacar este punto, porque es uno de los límites de la ciencia matemático-politizada,
que vendrá luego a ser criticada desde otras instancias, particularmente,
desde la filosofía.
Si lo unívoco de lo
representatividad puede ilustrarse bien con la imagen de un árbol de un solo
fruto, hay que deir que conocemos también árboles de muchos frutos.
Especialente el género poético contiene muchas especies de estos árboles. En
efecto, la poesía, más que representar
una realidad la presenta apelando en
cierto modo a la realidad del lector. Y parece que son mejores aquellas poesías
que logran «internarse» en el lector, hasta hacerle posible dialogar con su
propia realidad. En este caso los frutos semánticos de estas palabras son
inagotables, porque las mismas palabras crecen
con el que las pronunia y van viviendo la vida de él.
Ahora
bien, esto no se debe al género literario por sí mismo, sino a algo más.
Ofrecemos como postulado general este: el lenguaje que dice algo significativo de
una persona no es enteramente convencional. En efecto, hemos dicho que
la sistematización del lenguaje proviene de una intencionalidad racional que
tiene su término en el lenguaje mismo, en orden a la representación del objeto
externo, en cuanto conocido. En contraste, el término de llegada en el yo que
se expresa no es el lenguaje ni un objeto en cuanto conocido, sino en acto de
darse a conocer. De acuerdo con esto, la revelación de alguien es siempre más
que las palabras que la revelan.
Este
otro uso del lenguaje, sin embargo, se entiende mejor desde una perspectiva
genética. Puesto que la reflexión racional que supone un lenguaje convencional
es un paso posterior al encuentro con la realidad como tal, es evidente que en
la historia de los pueblos hallamos primero lenguajes no-convencionales,
precisamente porque son preconvencionales.
Estas
palabras, cercanas a la onomatopeya y a la expresión inarticulada de las
necesidades básicas, pronto entran en la tradición, primero oral y luego
escrita, de los pueblos. Son como «fuentes» en las que la experiencia es aún
muy fresca, y por lo mismo, muy local. A ellas, y a sus experiencias fundantes,
acuden una y otra vez los pueblos, para hacerse partícipes -decimos hoy- del
«horizonte de sentido» en el que el lenguaje nacional se hace comprensible.
Los himnos nacionales, y las melodías más
queridas del folclor popular, v.gr., aprendidas por los niños en la escuela,
y cantadas o interpretadas en tantas y tantas circunstancias, llegan a
contener una enorme carga de sentido, que solo valora quien por uno u otro
motivo se ve lejos de la tierra donde se oyen esos cantos. Piénsese en un
exiliado o en un estudiante extranjero, por ejemplo. |
Tales
palabras tienen por ello una gran capacidad para generar y alimentar las tradiciones
semánticas, lo cual trae por lo menos dos consecuencias que no se dan
en los lenguajes científicos:
a. El
lenguaje de palabras es siempre
defectivo en la comprensión de la historia de un pueblo. En efecto, el
lenguaje preconvencional no tiene la pretensión de decirlo todo, ni siquiera lo
más importante.
Caso interesante, por ejemplo, el del rey
Omrí, a quien el texto de la Escritura, desde una perspectiva deuteronomista,
dedica unos breves renglones (cf 1Re 16,16-28), pero que, en el conjunto de
los reyes de Israel, tuvo relativa importancia para el contexto internacional. |
b. Los
conocimientos de un pueblo, en cuanto expresados en palabras, se van diversificando,
por su propio peso, a medida que el proceso de entrega («traditio») de significados progresa en el tiempo y en el espacio.
Destaquemos, al término de esta parte,
que la diversificación semántica propia de las tradiciones va creando una especie
de complejo de significados que no resultan fácilmente accesibles ni patentes a
cualquiera: de hecho, muchos de los nuevos sentidos que van adquiriendo las
palabras no están codificados en ninguna parte; son simplemente metáforas vivas
de las experiencias de los grupos humanos, y por ello no son en primer lugar objeto de un estudio
sistemático.
Al comparar los lenguajes convencionales y
los preconvencionales, hasta cierto punto la situación es semejante a la que se
da entre un laboratorio y una casa de familia. En el primero, todo tiene su
lugar y su función particular. Es posible que a quien se asoma por ahí la
primera ve todo le parezca excesivamente complejo y hasta desordenado, pero
esta impresión cesa en cuanto se nos explica para qué está este oscilador,
aquella centrifugadora, etc. Entonces se da uno cuenta de que ese abigarrado
conjunto está en realidad regido por ideas y líneas investigativas muy claras
y hasta sencillas. Al contrario, en la casa, aun lo trivial,
lo obvio y lo aparentemente organizado tienen cada uno su sentido. Desde la
decoración de la sala hasta la colección de estampillas, una casa es el
retrato actualizado de la vida de quienes la habitan. Por eso cabe la
analogía entre la casa y el lenguaje que evoluciona por tradición, de una
parte, y el laboratorio y el lenguaje que evoluciona por convención, de la
otra. |
Hemos
querido mostrar que nuestra cultura contemporánea, más allá de los diversos
«mundos» (primero, segundo, tercero...), se ha apropiado de una visión secular,
cuyo origen puede rastrearse hasta el modo de difusión del conocimiento
científico, en el sentido restrictivo que tomó la palabra «ciencia» desde la
perspectiva matemático-instrumental.
De ello
surgen opciones contrastadas entre lo que descubre y establece la ciencia, en
cuanto a nuestra manera de mirar el mundo y de vivir en él, y aquello que
elabora la teología. Al parecer, el origen de algunas de estas oposiciones puede
situarse en un estrato profundo de nuestra manera de mirar el mundo. En efecto,
oposición, propiamente hablando, solo puede darse entre seres que pertenecen a
una misma clase según algún respecto. Si pues el mensaje del Evangelio halla
resistencia o indiferencia (que acaso sea el modo supremo de resistir), hemos
de preguntarnos no solo por qué sino también cómo el «discurso» sobre el Dios de Jesucristo resulta incompatible con
la cultura postcientífica.
Téngase en cuenta que no siempre está en
discusión la divinidad como tal. En
efecto, no es seguro que el deísmo sea propedéutico hacia el Dios de Jesús.
Además, como muestra entre otros el fenómeno de la New Age, hoy parece posible una "mística (enteramente)
intramundana", que no renuncia a Dios, pero tampoco lo pronuncia. |
El hecho
es que, tanto el teólogo que afirma demasiado en serio que estudia a Dios, como el científico que no halla lugar para Dios entre sus hipótesis,
parecen partir del supuesto tácito de que Dios es un ser entre los otros seres,
miembro de una lista de las cosas del mundo. Así viene a resultar que una idea
se opone a otra, o una teoría a otra, o una religión a otra.
Lo cual
nos conduce al problema más genérico de cómo hablar de Dios, problema en cierto
modo heredero de los tratados De Divinis
Nominibus de la antigüedad. Pues si Dios no es un objeto más, ¿cómo nombrar
a lo que no es ni una idea, ni una cosa, ni un proyecto?
Intentamos
aquí sistematizar algunas de las respuestas más relevantes en la teología
contemporánea, aunque sus posiciones no sean inmediatamente aceptadas o
aceptables hoy.
Para los místicos, antiguos o
contemporáneos, la cuestión queda definitivamente zanjada por la inefabilidad
divina. Inefabilidad dicha a veces abiertamente, a veces solo coimplicada en
la vaguedad de la expresión[3].
Esta
propuesta resulta inesperadamente próxima a la crítica del lenguaje en general
y del lenguaje «metafísico» en particular, llevada a cabo en este siglo por la
corriente del positivismo lógico. Con todo, lo inefable no puede ser el
principio, sino el final del camino. Partir
de la inefabilidad hace imposible o por lo menos carente de sentido a toda
teología, toda religión y toda predicación.
Hay otros puntos de partida posibles.
R. Bultmann hace una amplia crítica a
la mitología, cuya intención, según él, es presentar lo divino como parte del
mundo objetivo. Si la iglesia, pues, sigue proclamando el mensaje sin separarlo
del aparato mitológico de signos y milagros, este mensaje y la misma iglesia se
convierten en ininteligibles para el mundo de la edad de la ciencia.
De tal
atolladero no nos puede sacar el lenguaje abstracto, porque, afirmaba Bultmann:
«de Dios solo podemos decir lo que obra en nosotros»[4]. De lo cual desea extraer él
esta consecuencia: «La cuestión acerca de Dios es idéntica a la cuestión acerca
de mí mismo»[5].
Esta
interpretación, comúnmente llamada existencial,
presenta graves objeciones. Ante todo, y como ya anota J. Macquarrie[6], ¿no puede seguir Dios el camino
que siguen los demonios en la propia desmitologización de Bultmann cuando trata
de ellos? En este caso, Dios vendría a ser solo el nombre de un conjunto de
factores de la existencia. Y quizá entonces toda teología tendría que disolverse en antropología.
Algo
semejante sucede, guardadas las proporciones, en las demás interpretaciones de
tipo existencial, siempre que circunscriben enteramente la significatividad al
ámbito de una experiencia «directa» de Dios. Quien no tiene esa experiencia, o
quien se siente capaz de explicarla en términos de aspiraciones y proyecciones
meramente humanas (L. Feuerbach) se sentirá siempre autorizado para prescindir
de todo discurso sobre Dios. Su agnosticismo, por otra parte, hallará un
refuerzo adicional si la «experiencia de Dios» es descrita por los creyentes en
términos solo emocionales y
sentimentales.
K. Barth,
por contraste, da la primacía al hecho mismo de la revelación y se pone de
parte del texto, más que del oyente. El teólogo, para él, es «responsable» de
la palabra divina:
El sujeto de
la teología es la palabra de Dios. La teología es una ciencia y enseña que al
elegir sus métodos, sus cuestiones y sus respuestas, sus conceptos y su
lenguaje, sus fines y limitaciones, se
siente responsable del mandato vivificante de este tema específico y no de
ningún otro del cielo o de la tierra[7].
De
acuerdo con Barth, el discurso de Dios solo puede venir del mismo Dios, y por
consiguiente, no hay «teología natural»: incluso nuestra maldad es conocida
solo por la palabra revelada.
Si
entonces nos preguntamos cómo puede esa palabra ser inteligible a nosotros, esto es, cómo puede irrumpir su infinita
trascendencia en la inmanencia de nuestro mundo, Barth acude a la analogia gratiae: Dios condesciende;
confiere por gracia a nuestro lenguaje la capacidad de hablar sobre él[8]. Sin embargo, como anota
Macquarrie[9], esto no resuelve en realidad
la cuestión, porque lo que nos preguntamos es precisamente qué quieren decir
sentencias como «Dios confiere su gracia a nuestro lenguaje». En lo cual se ve
que la respuesta de Barth resulta en últimas circular.
Las insinuaciones de Barth
colocan de nuevo sobre el tapete un término que tiene su propia historia en la teología:
la analogía. En efecto, la doctrina
«tradicional» describe nuestra posibilidad de hablar sobre Dios por una analogia entis entre Dios y el mundo.
Analogía difícilmente aceptable, en general, por los teólogos protestantes,
como acabamos de ver expresamente en K. Barth. Con una importante excepción, si
se leen estas líneas de P. Tillich:
El enunciado
de que Dios es el ser mismo no es un enunciado simbólico. No indica algo más
allá de él. Significa lo que dice directa y propiamente; si hablamos de la
realidad de Dios, lo primero que afirmamos... es que Dios es un ser por sí
mismo.[10]
Tillich
ve como tarea del teólogo una función de «mediación» o correlación; su labor
es «la afirmación de la verdad del mensaje cristiano y la interpretación de
esta verdad para cada nueva generación»[11]. Diríamos, en breves palabras:
si Dios es análogo al mundo, el lenguaje sobre Dios (el «mensaje») es también
análogo al lenguaje sobre el mundo (la «situación»). Hay que mirar entonces al
mensaje, como quería Barth, pero también a la situación, como pide Bultmann. El
puente lo constituye, según Tillich, un modo específico de preguntar. Es el
modo propio de la pregunta última, que no puede versar sino sobre el ser,
pregunta que el mismo hombre es, y en la cual intuye a Dios.
Solo quienes
han experimentado la sacudida de la transitoriedad, la congoja en la que son
conscientes de su finitud, la amenaza del no ser, pueden comprender lo que
significa la noción de Dios[12].
Este modo
de ver la analogía replantea toda la cuestión en un plano «trascendente». Su
gran ventaja es ofrecer un lugar incontestable para el conocimiento religioso:
la misma existencia humana, en su radicalidad. Pero la radicalidad tiene su
contrapeso. Como bien anota Moltmann, «la formulación de Tillich expresa la
idea de Dios solo antropológicamente, y la antropología solo trascendentalmente»[13]. Con ello se desearía hermanar
las experiencias de los hombres de todas las latitudes y de todos los tiempos,
pero a un alto precio: prescindir de las concreciones del aquí y ahora social
y político. Por ello, aunque sería injusto reducir su teología a un gran ensayo
sobre el «ser-en-el-mundo», es inevitable que de ella se desprenda la completa
privatización de la fe y la identificación práctica entre el «hombre» supuestamente
abstracto y trascendente con el burgués europeo del siglo XX[14]. La consecuencia se sigue de su
modo particular de aproximarse al ser.
En
cualquier caso, sin embargo, Tillich ha vuelto a pronunciar la palabra
conflictiva: analogía. Conviene ahora
examinar las resonancias de este término en la doctrina «tradicional». Podemos
considerar como su exponente propio a Tomás de Aquino. De Dios, afirma Tomás,
no podemos decir lo que es, sino lo que no
es[15]. Por consiguiente, nuestras
palabras no lo representan propiamente, ni Él llega nunca a ser un objeto, en el sentido epistemológico
moderno de la palabra.
En Descartes, la independencia formal entre sujeto y objeto encontró
un sustrato real en la diferencia
entre la «res cogitans» y la «res extensa». Luego, cuando la
física-matemática sustituyó a la philosophia
naturalis, tal diferencia condujo a la implícita suposición de que es
posible describir el universo «desde fuera», como un sistema de ecuaciones
que representan fielmente la realidad del mundo. Junto a esta suposición, la
idea de que siempre es posible hallar una analogía entre lo «micro» y lo
«macro» del mundo, situó al científico en una tribuna omnicomprensiva, la
teoría, para la cual Dios a lo sumo podría entrar como hipótesis (Laplace). |
Pero,
de otra parte, las frases que hablan de Él no son pura metáfora, ni por
consiguiente tienen un modus significandi
esencialmente distinto del que necesitamos para hablar del mundo, aunque las res significatae sean infinitamente
distintas. En esta línea Tomás va muy lejos, pues dice expresamente que hay
«nombres» de Dios que dicen algo de lo que Él es en sí, precisamente aquellos
que «aluden de modo absoluto y afirmativo a una de sus perfecciones»[16]. En este sentido, cabe bien
hablar de que «Dios es la justicia», «Dios es la vida», etc., y sobre todo está
muy bien que se diga que «Dios es».
Al igual que para Tillich, para el Aquinate la afirmación clave es que «Dios
es».
Pero
sería un error de perspectiva hacer equivalentes la doctrina «tradicional» y la
de Tillich. Este parte propiamente de la noción de ser de Heidegger, con todo
lo que su sein y dasein pueden tener de claro y de oscuro. Y Tillich sabía bien
porque era necesario cambiar el punto de partida. No se trata simplemente de
prejuicios antiescolásticos. A lo largo de este siglo, tanto católicos como
protestantes han presentado diversas objeciones al modo tradicional de mirar
el lenguaje sobre Dios, modo que por lo demás es coherente con la manera
tradicional de entender la revelación.
En
efecto, los tratados neoescolásticos De
Revelatione dependían mucho del carácter «intelectualista» de la profecía,
tal como la estudia Tomás en S.Th.,
II-II, 171-175. Diríamos, quizá exagerando un poco, que en ellos la verdad
desciende de la mente divina a la mano del autor inspirado en forma de
enunciados atemporales que, o bien podrían ser demostrados rigurosa y como
«matemáticamente» a partir de los axiomas de la ontología, o bien están
avalados de una vez y para siempre por la autoridad de Dios y son por lo mismo
inescrutables e inexplorables en su devenir histórico. Por este camino, tanto
la exégesis como la teología católica, en general, se fueron aislando del
contexto vital de la Escritura y del ámbito social del ministerio.
Así las cosas, la Constitución Dei Verbum, fruto maduro del Movimiento Bíblico, arrojó nueva luz y
trajo bastante aire nuevo. Vio en las «acciones y palabras», de las que Israel
fue primer destinatario y testigo privilegiado, una pedagogía divina que
condujo al pueblo de la alianza hacia la plenitud de luz que brilla en la
Pascua de Cristo.[17] Con estas afirmaciones
fundamentales, pero sobre todo, con el espíritu
que impulsó, y que apenas va dando fruto en nuestros días, el texto conciliar
mostró también mejor el género de relación que habrá de establecerse entre el
«Dios que habla» (revelación) y el «hablar sobre Dios» (teología).
En un
intento de síntesis sobre las características propias de la revelación (y, después
de Dei Verbum, también de la
teología) enumeramos los siguientes elementos:
1. La divina revelación tiene la profundidad
del lenguaje personal y la exterioridad
del lenguaje objetivo: al mismo
tiempo expresa y representa.
2. Nace en el entorno de una cultura particular, pero su capacidad de
significación trasciende los límites
de toda cultura.
3. Es una gracia,
y por lo mismo no se circunscribe al ámbito de lo demostrativo; sin embargo,
no es antagónica ni heterogénea a la racionalidad
humana.
4. Su contenido nos aboca a lo insondable del misterio; y sin embargo, es enunciable.
5. Su lenguaje tiene una dimensión de
celebración y liturgia que no se
agota en las palabras, pero que tampoco se ata a los signos corporales, porque
puede también ser analizado, interrogado o sistematizado en una labor de docencia.
6. De hecho, es un lenguaje de símbolos, cuya verdad sabe de diversas
facetas en los diversos géneros literarios; y sin embargo no es refractaria a
los conceptos ni a ser compendiada
según criterios lógicos.
7. Participa del carácter histórico del pueblo que la escucha, pero al ser proclamada anuncia
realidades definitivas.
8. Surge en el contexto de una comunidad que se implica en cada paso del
proceso de «escuchar» y «decir», pero depende esencialmente del testimonio de personas concretas.
9. En la comunidad creyente, pertenece ante
todo a los pobres a quienes se
dirige, pero no puede renunciar al discernimiento de los legítimos pastores.
10. Halla su punto de contraste en las obras, pero es y debe ser verdadera en
las palabras.
11. No es ajena al saber del hombre sobre sí y
sobre el mundo, tal como lo ofrecen las ciencias;
alude sin embargo a cuestiones radicales y últimas que hacen frontera con la filosofía.
12. Ha sido dada y es entendida en el Espíritu Santo; afirmamos con verdad,
sin embargo, que su centro y plenitud es Jesucristo.
Supuesto
este amplio cimiento para el lenguaje teológico, en la perspectiva de la Dei Verbum, cabe preguntarse hasta dónde
es posible y deseable mirarlo en paralelo con el lenguaje convencional de las
ciencias. Quizá una «traducción» de la teología sería deseable también hoy. ¿De
qué modo? Abordamos la cuestión centrándonos en dos categorías básicas para el
lenguaje científico: definir y demostrar.
Ante todo, no somos inventores
del vocablo «Dios». Y decididamente,
esta no es palabra de un lenguaje convencional, ya que antes de aceptarla como
nombre de Alguien o de negarla como término vacío o inocuo, la hemos recibido
de una tradición[18] incomparablemente compleja y
extensa, en la que han intervenido más generaciones, culturas y personas que en
ninguna otra.
Nótese
que no podemos superar esta complejidad valiéndonos simplemente de una
definición. Las definiciones, como tales, no existen in rerum natura; surgen de una intención. Por ello, el acto
racional de definir simultáneamente enuncia la forma y la vincula a la
intención de quien define. Y si es verdad, como lo afirma la misma ciencia, que
no existe un «puro objeto», absolutamente independiente de un «puro sujeto»,
también es verdad que no existe una definición independiente de un definidor.
Esto
explica una frecuente paradoja con respecto a las demostraciones sobre Dios: mientras que para algunos resultan
«concluyentes», para quienes no creen suelen parecer incompletas o
«circulares». No es extraño que así suceda, si se admite como punto de partida
una «definición» sobre Dios, pues en este caso no es fácil llegar después a
ninguna afirmación explícita sobre Él, que sea totalmente independiente de
nuestra cabeza.
Pero,
por otro lado, también es cierto que la «carga semántica» propia de los
vocablos que evolucionan en la tradición de un pueblo de suyo habla de la vida
de ese pueblo en todas sus facetas, incluida la racional. En cuyo sentido es
verdad que los lenguajes no convencionales «dicen el ser». Y puesto que somos cuerpo y alma, cultura e historia,
razón y sentimiento, y tantas cosas más, no parece correcto renunciar a la
racionalidad que también somos.
Dos
consecuencias se siguen de aquí, en cuanto a la aproximación racional a la
existencia de Dios:
1. No hemos de pretender demostrar con un lenguaje convencional o formal que Dios existe,
ni por consiguiente cuáles son sus atributos. Para tales «demostraciones» es
necesario un presupuesto narrativo, no-convencional, que no disminuye la lógica
de los argumentos pero que sí da contenido a los términos. Que esto sea así no
es, por lo demás, una desventaja para el creyente, ni una dispensa de rigor
argumentativo: quienes no creen tampoco tienen otro modo de hablar sobre Dios, sea para negarlo o para declarar
insoluble la cuestión. Y si desean ser coherentes consigo mismos, tendrán que
enunciar su propia posición apelando, también ellos, a lenguajes no-convencionales.
Así pues, esta apelación no proviene del tipo del argumento sino de quienes
argumentamos.
2. Con todo, en nombre de lo que somos,
tampoco podemos renunciar a dar razones. Dos humanos tienen siempre más en
común que de distinto, en lo que a tradiciones semánticas pre-convencionales
se refiere. Y tal es el punto de partida, honesto e irrenunciable para toda
argumentación en torno a Dios. Así lo ha entendido la Iglesia (cf Rom 1,19) y
así lo expresó en el Concilio Vaticano I. Lo que no estuvo siempre claro (y
quizá por ello el Vaticano II adoptó otra aproximación) es la necesidad de un
lenguaje anterior al formal como base imprescindible para todo razonamiento
posterior.
Alguien preguntará por qué no ha sido este el
recurso normal al hablar sobre Dios. En realidad sí lo ha sido, aunque a veces
de modo implícito. Consta, v.gr., que cuando s. Tomás habla de la existencia de
Dios utiliza la expresión «vías», en
la que hay un importante matiz. Por lo demás, tanto Tomás como quienes lo
escuchaban vivían dentro de una misma
tradición semántica, la propia de ese mundo cultural que podía ser la
cristiandad medieval, tradición que nosotros, desde nuestro horizonte secularizado,
nos vemos precisados a redescubrir para escuchar sus palabras.
No hay
que confundir, sin embargo, lo que hoy nos parece evidente -que cada discurso
de cada época tiene su horizonte hermenéutico propio- con la verdad misma de cada
texto. Quiero decir: el hecho de que un autor se expresara sin conciencia de la
historicidad de sus palabras y de sus fuentes, y sin atender al contexto
no-convencional que le posibilita hablar, no implica, eo ipso, que tales palabras sean caducas. Por ello, en la exégesis
de las afirmaciones de teólogos y pastores en torno a la existencia y los
nombres de Dios, hemos de hablar
admitiendo que hay múltiples condicionamientos, unos más a la vista que otros,
que pesan sobre nuestras palabras; pero también hemos de escuchar acomodando nuestros oídos a quienes no conocieron del
mismo modo todo lo que podía condicionarlos en su momento.
Por varias razones hay un pueblo
cuya tradición de significados ha sido especialmente influyente en la historia
universal. Una de estas razones es que en ese pueblo se fraguó la mayor parte
de la Colección de Libros hoy llamada Biblia,
y ello en un proceso complejo y no totalmente conocido hoy, en el que intervinieron
más manos y modos de pensar que quizá en ningún otro libro o colección de
libros. Porque hay muchos más autores en una biblioteca moderna, pero no son
tributarios de una misma herencia semántica; y hay muchos más temas en los libros
de muchos científicos o literatos, pero cada uno refleja una vida,
multifacética y admirable, pero una. En la Biblia en cambio, ya antes de Cristo
habían intervenido cerca de dos mil años de la historia de un mismo pueblo.
En este
proceso, cada palabra ha ido revelando poco a poco, a golpe de nuevos
acontecimientos, cuánto significado guarda dentro. La vida de Israel es el
verdadero diccionario de la Biblia, en el que hay que leer qué quieren decir
términos como alianza, pascua, sangre, liberación, elección, etc.[19]
Los años de desierto y la vida
sedentaria; los tiempos de monarquía, de exilio y de vuelta a la tierra
prometida; las épocas en que el culto fue alma de la alianza y las de vacuo
ritualismo; en fin, cada contexto y cada circunstancia dieron su impronta a
aquellos autores, que inspirados por Dios para su tarea, plasmaron las certezas
y dudas de su tiempo, valiéndose de un vocabulario que así se fue enriqueciendo
incesantemente.
Viendo
al Israel de la Biblia, estamos ante un pueblo que, lejos de verse a sí mismo
como autor único de su historia, se reconoció creación de Dios[20]. Para ver de qué modo es esto
así, resulta decisivo considerar el tipo
de experiencias que hicieron nacer y crecer su vocabulario propio. Los autores
inspirados, partiendo de su propio entorno aunque no asumiéndolo sin más,
tuvieron que «estirar» semánticamente las palabras para plasmar lo que estaban
viendo y viviendo.
El Decálogo,
por ejemplo, tiene ciertamente paralelos con textos legislativos antiguos de
Oriente; en este sentido, pertenece a una «herencia común»; pero no es
herencia común el prescindir de imágenes ni el rechazar siempre los
sacrificios humanos. |
La verdad de la Escritura quedó así ligada,
para lo sucesivo, al género literario de cada texto. Porque claramente no es
lógico afirmar que Dios no tiene manos ni forma humana (cf Ex 20, 4) y pasar
luego a decir que, para liberar a los suyos «tendió su diestra» (Ex 15,11-13).
El hiato conceptual que supone esta manera de hablar se subsana cuando reconocemos
que la Biblia contiene no solo relatos
de los acontecimientos, sino también, e indisolublemente, interpretaciones de los mismos.
Más
allá del evento histórico concreto, el paso del tiempo y el uso sucesivo de
unas mismas expresiones fueron revelando, para Israel, cuánto significaron y
significan hechos como la salida de Egipto o la marcha hacia el destierro de
Babilonia. Cada nuevo libro es no solo novedad sino también hermenéutica de los
anteriores y de la tradición no escrita precedente, en búsqueda de una
«plenitud de sentido», que la fe cristiana descubre y anuncia en Jesús de
Nazareth.[21]
De
donde es claro que a la plenitud de Jesucristo se llegó a través del Antiguo
Testamento. En cierto modo, así sigue siendo para nosotros, en cuanto las
palabras como «vida eterna», «Mesías», «Día del Señor», etc. cobran su sabor y color dentro de este pueblo.
Nosotros, pues, las entendemos en cuanto somos herederos de una tradición viva,
y ello precisamente en la medida en que esa «vida» (ese Espíritu) está en nosotros.
Al contrario de lo que sucede en
los lenguajes netamente convencionales, que atienden a la delimitación
progresiva de los problemas, en el lenguaje usual el conocimiento de un término
remite indefectiblemente a una red de relaciones con otros términos y
experiencias vivas. Este proceso, pues, es claramente divergente y uno puede
preguntarse cómo llega a ser posible una «visión de conjunto» en quienes viven
dentro de una tradición (y todos vivimos dentro de alguna).
Es bien importante la diferencia con el
lenguaje convencional de la ciencia. Esta no tiende en un primer impulso
hacia lo que llamamos una visión panorámica de las cosas, sino que parte
precisamente del abigarrado conjunto de sensaciones y percepciones que
caracterizan el primer asomarse al mundo, y en un esfuerzo de análisis se fija ordenada y
secuencialmente en unos u otros hechos, estableciendo poco a poco regularidades
y leyes empíricas. A medida que se van desarrollando tanto el planteamiento
racional como la evidencia experimental, llegan a formularse leyes que
cobijan sectores más y más amplios de información en cuerpos ordenados que
son las teorías. La aspiración
entonces es integrarlas alrededor de un mismo léxico y de unos mismos
principios, para construir nuevas teorías de orden superior, sin descartar la
posibilidad de una Ciencia Universal.
La comprensión de este léxico queda así vinculada al uso de unas fórmulas: a medida que la vanguardia
de pioneros en cuestiones hacia la frontera avanza, muchas veces a base de
tímidas hipótesis, todo un cuerpo de investigadores y teóricos selecciona y
depura cada palabra y cada idea, hasta entregar a la comunidad científica
internacional un conjunto de ecuaciones mutuamente complementarias, junto
con un grupo de posibles o reales aplicaciones a corto, mediano y largo
plazo. En todo esto, sin embargo, la parte «sólida» son los contenidos
semánticos de las ecuaciones. En la medida en que estos contenidos aluden a
hechos más generales, las fórmulas resultan más abarcantes. El novel
estudiante, por consiguiente, debe esforzarse fundamentalmente por percibir
el alcance de esos «macro-términos», piezas claves de la descripción
científica del mundo. |
Quizá
la clave está en que no toda visión de conjunto requiere de una jerarquía
conceptual estricta. En la ciencia, la búsqueda de una mayor generalidad va
creando una rigurosa jerarquización en los conceptos y las ecuaciones. Tal es
una consecuencia del carácter deductivo que tiene toda verdadera teoría, una
vez elaborada: se le exige que unos resultados puedan deducirse y preverse a
partir de otros, cosa que, por vía netamente racional e intrínseca privilegia
un grupo de ideas, leyes y principios operacionales básicos, a los que entonces
se considera fundamentales.
Por el
contrario, la antropología cultural muestra que en los lenguajes no-convencionales,
al igual que en algunos grandes pensadores, es difícil hallar cuál es la idea fundamental, entendida como
principio a partir del cual lo demás pudiera desglosarse como en una «geometría
social».
El
lenguaje de los pueblos, y entre ellos, el de Israel, no es una entidad
jerarquizada que pudiera recorrerse del todo unidireccionalmente según algunos
supuestos racionales. Queda siempre un «plus»: algo que «se escapa», que «no
encaja», algo que habla de cómo el hombre es problema y misterio para sí.
Sin
embargo, de hecho hay quienes han asimilado una especie de síntesis de vida del
vocabulario de su propio pueblo: son quienes participan de su tradición viva.
En este caso, su síntesis no es un concepto, ni una fórmula: ellos llevan en su
entendimiento, y tal vez más en su inconsciente, una especie de «tejido» en el
que está impresa la textura de su propia vida.
En
sentido amplio, la palabra meditación
alude al camino de asimilación consciente de ese tejido, a través del
reconocimiento de las mutuas relaciones entre sus elementos y de la fuerza
expresiva de cada uno. Esta actividad no es indispensable para la ciencia, ni
menos para la técnica, porque la intrínseca jerarquización de ambas ya hace
patentes las relaciones de unos conceptos con otros, y porque cada concepto
comienza por ser delimitado.
Con
todo, la meditación no es algo privativo de un ámbito «religioso». El recuerdo
nacional, el pasado de una familia, incluso las memorias de un personaje tienen
ya la forma de meditación.
De lo
cual surgen dos consecuencias:
1. En lo que toca al Dios de Israel, no es
posible ahorrarse la meditación que revive ante los ojos las gestas de Dios.
Ningún silogismo, ninguna abstracción hará para nosotros esta tarea. La anámnesis es verdaderamente irreemplazable
para conocer la vida de un pueblo.
2. Pero no hemos de considerar a Israel, en
cuanto pueblo, como más «religioso» que los demás pueblos. Sus oraciones no
son, en principio, huída a una región «espiritual» supramundana, pues de
hecho tienen mucho de recuerdo de sucesos concretos.
En Israel sucede así: los acontecimientos de
salvación suscitan preguntas («¿por qué nos ha sucedido esto?») que hacen
avanzar la tradición teológica del pueblo, primero en forma oral y luego
escrita. Por lo mismo, para entender el sentido de las respuestas (y una proclamación
de fe en buena parte es una respuesta), es necesario participar de esa
tradición, en particular, participando de las preguntas. Una vez que uno
descubre en sí mismo aquellos interrogantes que están en la base de la
tradición escrita de Israel, fraguada luego en la Biblia, ya está de algún modo
en capacidad de recoger el sentido de las afirmaciones sobre la creación y el
Creador.
Por lo
demás, y precisamente porque Israel es un pueblo entre los demás pueblos, tales
interrogantes se hallan fuertemente vinculados a nuestro ser de personas
humanas, como veremos en 3.3.4. Por ello, dejando atrás la pregunta sobre si
puede darse verdadero «conflicto» entre la ciencia y la Biblia, conflicto ajeno
a quien se abstiene de igualar a Dios con lo creado, bien puede plantearse la
siguiente cuestión: ¿qué o quién sirve de respuesta a esos interrogantes en
quienes manifiestamente no creen en Dios?
Por su
parte, cuando el creyente da «razón de su esperanza» no hace otra cosa que dar
paso franco a la tradición viva del pueblo al que pertenece. Este «dar paso» es
la predicación, cuya estructura
semántica, como se ve, es semejante y complementaria a la de la meditación. En ambos casos se parte de
la narración de unos hechos vividos e interpretados por el pueblo de Dios, y se
pasa, bien a descubrir o a expresar las relaciones que guardan entre sí y con
nuestro hoy. Para los cristianos, el tema central de esta predicación será
desde luego el acontecimiento central de su fe: la Pascua de Jesucristo. Por lo
mismo, la predicación así entendida es el antecedente externo propio de la fe.
Tenemos
así, hasta el momento, que al hablar sobre Dios no podemos partir de una
definición, sino que es preciso integrar el tejido de una tradición semántica a
través de un proceso que hemos llamado «meditación». Nos preguntamos ahora:
¿por qué meditación de la historia de
Israel? Si este no es un pueblo de suyo distinto de los otros, ¿en razón de
qué esperamos de él una enseñanza esencialmente distinta de la de los demás?
En cualquier pueblo que se hable de un Dios surgirá una tradición
preconvencional autorreferente de significados, ¿hay algún motivo racional para escoger la de Israel?
Hemos
mencionado ya la singularidad hermenéutica de la Biblia (cf supra 3.3.1). Esta singularidad no es
una coincidencia, sino que se apoya en una razón más profunda.
En
efecto, los lenguajes que evolucionan por tradición reciben su capacidad
significativa de los hechos (cf supra
1.2.2). Y de acuerdo con esto, el hablar sobre Dios es semánticamente relevante
si y solo si exhibe acontecimientos que hablen de la intervención divina.
En
consecuencia, las definiciones sobre Dios, y en general, los discursos
«teológicos» que prescindan en su punto de partida de unos hechos y que por
tanto no cuenten la historia de un Dios con su pueblo, terminan por hacer de
Dios un ser entre los demás seres -uno más en la lista de un cosmos-, incapaz
por sí mismo de ser llamado «Dios». Por contraste, lo que Israel dice sobre
Dios tiene una completa coherencia con el modo como lo dice. Su narración de las obras de Dios, en
cuanto forma del discurso, es coherente
con el contenido de su fe en Dios
como el Único, y ante todo, como único Creador.
Porque
partir de una convención sobre Dios lo relega al nivel de «contenido de
conciencia»: en el fondo, uno más entre nuestros pensamientos, según el esquema
que subyace al politeísmo y lo encuadra muy bien. Al contrario, la afirmación
de que todo ha sido creado no es solo
una aserción sobre lo creado, sino también sobre el Creador. Semejante
afirmación, genéticamente madurada en la meditación de las obras de Dios como
Salvador, tiene por lo menos dos grandes repercusiones, que hacen única la
tradición semántica israelita:
1. «En el principio creó Dios el cielo y la
tierra» (Gén 1,1) es una renuncia formal y profunda a hablar de Dios como un
ser entre otros. Renuncia que ocasionalmente se llevó hasta los extremos
(impronunciabilidad del tetragrama YHWH).
2. Si bien lo miramos, de Dios en sí mismo no
se afirma en realidad nada, o por lo menos: nada que pudiera sernos conocido
sin la relación que guarda Él con sus
criaturas. Así la Biblia anuncia en su mismo lenguaje la cercanía y lejanía de
Dios, y la capacidad e incapacidad de lo creado para decir algo sobre Él.
Para
que Dios pudiera decirnos su Palabra, que al mismo tiempo esclarece la verdad
del hombre y lo transforma, era necesario un lenguaje proporcionado a su
naturaleza y a nuestra condición humana; un «lenguaje
total» que nos permitiera intuir todo
el misterio de Dios en toda la
extensión y profundidad de nuestro ser, a un tiempo corpóreo y espiritual,
histórico y cultural, emocional e intelectivo.
Dos cosas
se necesitaban a este propósito: un conjunto de símbolos vitales, frutos de experiencias en un lugar y un tiempo,
en los que pudieran plasmarse estos hechos, y un vocabulario que con palabras permitiese articular estos hechos
entre sí y con el mundo interior de nuestros demás afectos y pensamientos, y
con el contexto cambiante de valores y disvalores propio de los grupos humanos.
Además,
para ser expresión y realización del plan salvífico, dos condiciones debía
cumplir este lenguaje de palabras y símbolos, de conceptos y metáforas: por una
parte, debía resultarnos comprensible;
por otra, debía estar en principio dirigido
a todo el mundo, sin más límites que la infinita sabiduría y omnipotencia
que Dios ejerce por su Palabra, por la que todo fue creado, de modo que el
Verbo Salvador no fuese distinto del Verbo Creador.
Ahora
bien, para que tal lenguaje resultara comprensible,
era necesario que naciera y evolucionara en un grupo humano que viniese a ser
como una escuela del amor, la sabiduría y el poder de Dios. Ese grupo,
socialmente cohesionado por un origen común, misericordiosa y libremente
elegido ya desde antiguo por el mismo Dios en la persona de Abrahán, constituiría las primicias de
su Pueblo. Y en la historia de ese pueblo habrían de irse aunando, en el mutuo
crecimiento de significados y significantes, la memoria de los hechos pasados, cuyo sentido se aclararía con los
sucesivos, y la esperanza de un
futuro nuevo, en el que hallase su cumplimiento toda promesa de Dios y todo
legítimo anhelo humano. Tal fue la disposición divina que, a través de los
acontecimientos, usos y costumbres de una cultura particular, conformó un
conjunto orgánico de símbolos y elaboró un tejido de palabras que podían ser
entendidas por su pueblo.
De otra
parte para llegar a todo el mundo,
la Palabra Divina necesitaba no solo de una voz, sino de toda una caja de
resonancia; y tal era la misión del pueblo elegido, al cual progresivamente se
había revelado el Señor: ser aquel eco claro y vigoroso que introdujera a los
demás pueblos y gentes en la comprensión del lenguaje total de Dios, para que
así llegase al mundo entero el anuncio de la salvación.
Es
patente entonces cuán grande fue la generosidad del único Dios, y cuán
abundante su gracia, porque al elegir, enseñar y enviar a su pueblo predilecto,
tendió un puente de comunión entre Él y nosotros. Hoy, llegados a la era
decisiva de la historia, nos resultan más admirables las etapas por las que
vemos que evolucionó el lenguaje total, cuando descubrimos que Dios, amando y proveyendo
libremente, esperó en todo tiempo de su pueblo una respuesta libre y amorosa.
Semejante
proceso, al modo de un camino que Dios recorría con su pueblo, llegó a su punto
culminante en Jesucristo, justamente
llamado «hijo de David», según la carne, y con razón reconocido después «hijo
de Dios», según el Espíritu. Porque en el centro de la memoria y de la
esperanza del pueblo elegido, y de cara a todos los pueblos de la tierra, Dios
mismo, en derroche de gracia, como una máxima manifestación de su poder
soberano, como un signo inagotable de su insondable sapiencia y como una
ventana luminosa hacia su amor interior, ya no solo habló y actuó, sino que
envió a su misma Palabra, hecha hombre.
Y «la
Palabra se hizo carne» no solo en el sentido de que tomó una humanidad singular
(cuerpo y alma), sino también en cuanto nació de una mujer, bajo la Ley, en el
pueblo que Dios quiso escoger. Pues este Pueblo, esta Ley y la presencia de
esta Mujer prefiguraban ya y como que anticipaban la Encarnación de Dios. De
ese modo, la vida, muerte y resurrección gloriosa de Cristo, en lo que hizo,
enseñó y padeció, constituyen ese lenguaje plenamente humano y divino que hemos
denominado «lenguaje total».[23]
En
efecto, la salutífera Encarnación de la Palabra dio forma y contenido a la
difusión del Amor Personal de Dios entre nosotros, al manifestar en la luz de
una sola existencia, humana y divina a la vez, cuanto ese mismo Amor había
inspirado y sugerido desde el principio del mundo. Por ello, para que esa luz
llegase a todos los pueblos, la Palabra Encarnada, superado todo dominio de la
muerte, envió desde Dios Padre la plenitud de gracia de ese Espíritu de Amor. Este Santo Espíritu,
que trajo a nuestra tierra el decreto de renovación de todas las cosas, habita
como suavísima y eficaz unción en la Asamblea de fieles, que es la Iglesia por
Él santificada, y hace de ella el Nuevo Pueblo de Dios.
Por lo
cual, a la luz del Espíritu y de la Palabra revelada que hemos recibido en el
testimonio de la Iglesia, creemos y anunciamos a toda criatura que Dios
dispensó su salvación con majestad, sabiduría y misericordia, ya desde el
principio, en la creación de cuanto existe, y luego en la elección de los
patriarcas y en la conformación de Israel. Igualmente creemos y proclamamos que
Dios, en la plenitud de los tiempos, haciéndose hombre sin dejar de ser el
Señor de todas las cosas, juntó sin confusión en la voz, el pensamiento y las
obras del Hombre-Dios toda la historia humana y toda la vida divina.
Por inmensa
providencia y piadosa dignación de Dios hemos acogido y no cesamos de acoger en
el Espíritu a su Palabra, que siendo definitiva en la Pascua de Cristo, nos
descubre sin embargo sus riquezas a medida que todo lo humano comparece ante su
presencia. Así es verdad que esta Palabra, de una vez y para siempre pronunciada
en la fe de los Apóstoles y así consignada en el Canon de las Escrituras,
revela su plenitud de sentido resonando en los recodos de la historia de los
hombres, y muestra su vigor dando forma al pensamiento de los pueblos. Por Ella
van juntas la oración que adora y aguarda, la teología que cree y reflexiona, y
la predicación que anuncia y realiza lo anunciado.
Así
hemos llegado a participar de la vida de Aquel que es Verbo y Sacramento; y
mirando en fe a quien nos lo ha dado, estamos seguros de que no nos negará ya
ningún bien verdadero. Ahora llamamos «Padre» a Dios, uniendo en nuestra voz
las voces de la creación y de la historia; ahora Él nos llama «hijos», uniendo
nuestras voces a la de su Hijo Unigénito. Ahora, mientras la memoria de las
maravillas realizadas en Israel alienta nuestra esperanza, escuchamos
asiduamente la Palabra en la Escritura y en el testimonio de la Iglesia, y
participamos en los sacramentos de la fe, porque en ellos obra en favor nuestro
cuanto fue visible en Cristo para bien de quienes en Él creyeron. De esta
manera recibe su alimento la fe que actúa por el amor.
Ciertamente
no es todavía perfecto el diálogo entre Dios y nosotros, porque aún no
alcanzamos la totalidad de sentido de su lenguaje. La verdad es que el
contenido último de lo que Dios quiere decirnos no es algo distinto de Él
mismo, y por ello cabe esperar que la plenitud llegará cuando Dios manifieste
plenamente su gloria. Entonces no serán necesarias las palabras ni los
símbolos; o mejor: se verán del todo transfigurados, porque no habrá ya más que
decir ni qué significar, cuando Dios sea todo en todos.
De acuerdo con lo expuesto, la
teología, por su origen y por su término, goza de una profunda unidad. De suyo
puede ser contemplada en una mirada sapiencial al Verbum Abreviatum, que es Cristo crucificado. Y ha sido así
teología de los místicos, incluso analfabetos, como Catalina de Siena, Doctora
de la Iglesia. También así ha sido teología en arte y símbolo para culturas
enteras, dejando a la posteridad preciosas «sentencias» en esculturas,
catedrales, poemas, pinturas y vitrales. De igual manera, e incluso antes que
de cualquier otro modo, la teología, así abreviada, ha sido saber del pueblo de
Dios, que previamente a toda formulación tiene del Espíritu Santo el don del
«sentido de la fe». Saber del pueblo, teología popular que en realidad es la
fuente de todo el teologar cristiano, aunque en su camino haya de recorrer etapas,
cardar esquemas, explicitar problemas, ofrecer soluciones y argumentos.
Precisamente,
la historia de la teología cristiana es de algún modo la historia del camino
entre lo implícito y lo explícito, entre el sensus
fidelium y el symbolon, entre la
narración y la formulación. Historia una y múltiple, que se diversifica sin
cesar al ritmo del amor que contempla y adora, y al calor de las opiniones
encontradas. En compleja simbiosis con el mundo, la teología, como la Iglesia
misma, no tiene una palabra preelaborada, aunque cuente con la certeza de una
Verdad que no termina. Pues al enunciar esta Verdad la conoce siempre más, pero
solo llega a enunciarla en el trayecto de su dialéctica relación con el mundo,
un mundo que expresa a Dios en cuanto creación y lo niega en cuanto pecado. No
existe por ello una historia del pensamiento cristiano que sea independiente
de los anhelos de santidad y evangelización, de las nuevas corrientes
filosóficas, de los desgarramientos eclesiales internos o de los imprevistos
retos pastorales. Por lo mismo, no deberíamos canonizar demasiado una distribución
única de la materias teológicas. Estas han sido, en diversos grados, caminos
de expresión de la única revelación.
Con
todo, las grandes líneas de este caminar por la historia no son algo extrínseco
a la teología misma. Ella no se limita a su historia, pero, precisamente en
cuanto lenguaje no convencional, es más cuando asume más lo que ha sido. Qué se
estudie en teología no es, entonces, un problema racional que podamos resolver
a partir de unas definiciones sobre los contenidos teológicos, al margen de los
tropiezos y alientos de la teología misma en su devenir.
El
centro, la «cumbre y fuente», pertenece de suyo a la Sagrada Escritura, desde
luego. El caminar del lector por sus páginas revive, desde la diversidad de los
autores y de los momentos de síntesis, el peregrinar de Israel hasta Palestina,
el itinerario desde los Jueces hasta los Reyes, los Profetas y los Sabios, y el
recorrido de Jesús, desde Galilea hasta Jerusalén.
A
partir de este primer encuentro, la fe «quiere entender». ¿Quién es este Jesús?
La verdad de la salvación, y la verdad del Salvador han de integrarse en la
unión dinámica entre la Soteriología y la Cristología,
entre la «oikonomía» y el «dogma», entendido en su sentido genuino.
Inseparablemente, el misterio de Cristo remite y esclarece el misterio del
hombre, que ahora percibe en sí, y como salida de sí, una innegable referencia
al absoluto de Dios: estamos en la Antropología Teológica.
Y una
vez abierta para nosotros la puerta del conocimiento del Padre, este creyente
inquiere por el Misterio de Dios. En un esfuerzo de síntesis de lo revelado,
pregunta a la Pneumatología por aquel que es llamado «Don», y capta su paso y
su acción en aquella, la siempre Discípula y siempre creyente, María,
y en la Comunidad santificada y enviada por el mismo Espíritu que engendró al
Verbo en nuestra carne: tal es el objeto de la Eclesiología. Habrá que
considerar como vértices densos de autorrealización de esta Iglesia a los Sacramentos.
Con todo, será incompleta la imagen de la obra del Evangelio en el mundo, si no
la reconocemos en la objetividad de una Historia, y de un Derecho.
Sin
embargo, «la fe sin obras es estéril» (cf St 2, 20). El indicativo se convierte
en imperativo, una vez que la verdad de Cristo es también verdad de Dios y del
hombre. Por ello, el creyente contrasta su vida y la de su comunidad, su propio
modo de pensar y las estructuras sociales en que vive, con la Palabra de Dios.
Dotado de razón, necesitará de una reflexión inicial -una Moral Fundamental- que
evite los extremos del fideísmo autoritario y de la racionalidad autocrática.
Se preguntará por la dignidad de la vida, el justo papel de la justicia, el
valor de la sexualidad y la profundidad de unión con Dios a la que ha sido
llamado por la gracia de Jesucristo.
Este
creyente no permanece aislado de la comunidad de los demás creyentes, mientras
realiza su estudio. Celebra el misterio que estudia, y por ello ha de ahondar
en las raíces de su Liturgia; además, se reconoce deudor y corresponsable de la
marcha de la comunidad, a la vista del servicio en algún ministerio Pastoral,
probablemente laical.
* * *
A modo
de conclusión, y nuevo punto de partida, desde nuestras reflexiones, ofrecemos
las siguientes propuestas:
1. El mensaje del Evangelio, en cuanto palabra, entra en el concierto de
palabras que rodean, e incluso avasallan al hombre contemporáneo; los
preconceptos de este hombre llevan la marca de un lenguaje postcientífico,
formalmente conceptual, pero intencionalmente dirigido con criterios que
permenecen ocultos para quien lo recibe acríticamente. Se impone de ello la
necesidad de reconocer mejor el lenguaje de las ciencias en sus estructuras y
gramática, pero también en las intenciones que lo difunden en nuestra cultura.
2. Una sana hermenéutica de la Escritura exige
acudir a la base social y cultural que rodeó la encarnación de la Palabra, ya
desde tiempos de los antiguos Patriarcas; junto a ello, la percepción de los hechos
de nuestro tiempo que nos hacen próximos al horizonte de sentido del Israel
peregrino.
3. Por lo mismo, la comunidad cristiana, como
epifanía del mensaje que se da y que se recibe, es el gran «lugar» de la
reflexión teológica, entendida como momento de autorrealización del Evangelio
en nuestra conciencia personal y colectiva. Esta teología integral no es
heterogénea ni contrapuesta al esfuerzo por el que hombres y mujeres se ofrecen
a Jesucristo como sacramentos de su servicio pastoral a los hombres.
Para
el cap. 1:
G.
Iriarte, Realidad y Medios de Comunicación,
CAEP, Cochabamba, Bolivia, 1992. [1.2][24]
A.
Toffler, La Tercera Ola, Plaza y Janés,
Barcelona, 1986.
Para el cap. 2:
C.
Geffré, El cristianismo ante el riesgo de la
interpretación, Cristiandad, Madrid, 1984.
J.
Macquarrie, God-Talk, El análisis del lenguaje y la
lógica de la teología, Sígueme, Salamanca, 1976.
Para el cap. 3:
T. de
Aquino, Summa Theologiae, I, q.3.
K. Barth, Dogmatics in outline, New York 1959. [3.1.3]
R. Bultmann,
Jesus Christ and mythology, London 1960, 53.
J.M.Gómez-Heras, Teología Protestante, BAC, Madrid, 1972, pp. 186-189.
J.
Moltmann, ¿Qué es
teología hoy?, Sígueme, Salamanca, 1992. [3.1.2 y 3.1.4]
R.
Muñoz, Dios de los
cristianos, Ed. Paulinas, Madrid, 1987.
R.
Winling, La teología del siglo XX, Sígueme,
Salamanca, 1987, pp. 242-253. [3.1.1]
Para el cap. 4:
L. Boff, Salvación en Jesucristo y proceso de liberación, en: Concilium
96 (1974). [4.2 y 5.]
I.
Congar,
"Cristo, Imagen de Dios Invisible", en: Jesucristo, Estela, Barcelona, 1966, pp. 9-39. [4.1]
W.
Kasper, Unidad y Pluralidad en teología,
Sígueme, Salamanca, 1969. [4.2]
F.
Martínez D., Teología Latinoamericana y Teología Europea,
Ed. Paulinas, Madrid, 1989. [4.2]
K.
Rahner, El
pluralismo en teología y la unidad de confesión de la Iglesia, en Concilium
46 (1969), pp. 427-448. [4.2]
*****
[2]Para esta
parte nos apoyamos en su obra Realidad y
Medios de Comunicación, CAEP, Cochabamba, Bolivia, 1992. Se consultarán
también con provecho: La Tercera Ola,
Alvin Toffler, Plaza y Janés, Barcelona, 1986.
[3]Piénsese
en las tendencias simplificadoras que sin mucho discernimiento hacen común
denominador de las religiones, los libros sagrados y los personajes inspirados
(Jesús, Mahoma, Lao-Tse, etc.), hasta hacer de la ambigüedad norma y de la
significatividad un defecto.
[6]God-Talk, El análisis del lenguaje y la lógica de
la teología, Sígueme, Salamanca, 1976. Para esta parte seguiremos en
general la secuencia expositiva de esta obra.
[12]Ibid., p. 88. Para Tillich, la
revelación es la irrupción de lo incondicionado
-el mandato del Señor- en el mundo de lo condicionado.
Irrupción en y a través de símbolos, cuyo culmen es Jesucristo. Y precisamente
lo único no simbólico es que Dios es, no «más allá» del mundo, sino como
profundidad y «poder» del ser. Cf. José M. Gómez-Heras, Teología Protestante, BAC, Madrid, 1972, pp. 186-189.
[20]Así
clamaba, por ejemplo, Malaquías (2,10):
¿No
tenemos todos nosotros un mismo Padre?
¿No nos ha creado el mismo Dios?
¿Por qué nos traicionamos los unos a los otros,
profanando la alianza de nuestros padres?
Y en Dt
32,6 leemos:
¿Así
pagáis a Yahveh,
pueblo insensato y necio?
¿No es él tu padre, el que te creó,
el que te hizo y te fundó?
[22]Para
todo este apartado se leerá con provecho: I. Congar, "Cristo, Imagen de
Dios Invisible", en: Jesucristo,
Estela, Barcelona, 1966, pp. 9-39.
[23]Congar
destaca la mutua correspondencia entre el revelador, la verdad revelada y la
cualidad de vida o de salvación, camino a esta vida: cf. ibid., p. 12. La katábasis
de Cristo, Dios hacia nosotros, supone una anábasis
de nosotros hacia Dios. Cf. San Fulgencio, Sermo
in festo s. Stephani (PL 65, 729-730): fruto de la bajada de Cristo es la subida de los santos celebrada desde el día
siguiente de Navidad en la persona del primer mártir, s. Esteban.