Propuesta en favor de una
Reforma en la Iglesia Católica
—Horizontes
Audaces de la «Nueva Evangelización»—
Fr. Nelson Medina F., OP
1. La Iglesia y la
Evangelización
1.2 La Iglesia existe para evangelizar
1.3 Evangelizar es algo específico y preciso
1.4 Fidelidad a Dios y
fidelidad al hombre
2.1 El cambio de la era agraria a la era industrial
2. Desproporción de velocidades
2.3 Sistema sanguíneo y sistema linfático
3. Principios Fundamentales para una propuesta actual en la
evangelización
3.2 Vinculación por vía de apostolado
3.3 Elección particular para un servicio universal
3.5 Coordinación potencialmente ilimitada
3.6 Mendicancia: cero patrimonio
3.7 Apertura a los recursos sin dependencia de los recursos
3.8 Donaciones y reinversiones continuas
3.9 Formación integral permanente
3.11 Persistencia, Excelencia y Eficiencia
3.12 Relación simbiótica con la historia y la tradición de la Iglesia
4.3 Una Iglesia de territorios y administraciones
4.5 Los riesgos de la «seguridad»
4.6 Algunas tentaciones de los Movimientos Espirituales
5.2 Conscientes de la anormalidad de la hora presente
5.3 Estudiosos, reflexivos y siempre orantes
5.4 En diálogo sincero, continuo y creciente
5.5 Capaces de imaginar, ensayar, evaluar
5.6 En amplia y honda comunión eclesial
5.7 Con un núcleo de gente liberada de los afanes del mundo
El término «Iglesia» significa en su raíz «Convocación», es decir, grupo de personas congregadas por una voz. Y eso es la Iglesia: la reunión de aquellos que han escuchado la Palabra de salvación y han dado fe íntegra a Ella.
Por eso encontramos continuamente que donde no se predica o se predica con graves deficiencias, está dado el caldo de cultivo para la incredulidad, la indiferencia, la magia, la superstición y las sectas.
Hoy más que nunca la Iglesia está llamada a proclamar la Buena Nueva del Evangelio, renovando su ardor y sus métodos, pero ante todo reencontrándose con su misión fundamental e inicial, para la cual fue instaurada: la predicación del amor que salva al ser humano a partir de la Cruz de Jesucristo.
A este propósito, las cuestiones sobre el cuándo, dónde, por qué, para qué y a quién de la Buena Nueva han de ser abordadas por todos los que hemos recibido esa Palabra, cada uno desde su lugar particular y su vocación en la Iglesia.
La Iglesia, nos dice el Concilio Vaticano II es «Sacramento Universal de Salvación», esto es, señal e instrumento de la salvación que Dios nos ofrece en su Hijo Jesucristo. Decía Pablo VI: «La Iglesia existe para evangelizar»[1]. Tal es su misión irreemplazable.
A veces sucede que los servicios que la Iglesia presta a la sociedad, en razón de su misión evangelizadora, terminan siendo más valorados que la misma evangelización. Hablo de servicios como atender a los desvalidos o educar a los niños y jóvenes. Pero éste es un malentendido; la afirmación fundamental es la ya dicha: la Iglesia tiene su razón de ser en el anuncio integral del Evangelio de Jesucristo.
Esto significa que quienes son testigos de la Palabra de Vida, son ministros de la novedad del Evangelio, y al mismo tiempo, servidores de aquello que es más esencial y permanente en la Iglesia. En este sentido, perdemos el camino cuando pensamos que el carisma de la predicación es o algo inexpresable y sublime, o algo corriente que casi todo el mundo hace en la Iglesia. Hay algo que podemos llamar predicación propiamente dicha o predicación por antonomasia:
· A partir de la comunidad creyente,
· desde una profunda experiencia de fe
· y de reconciliación con Dios, consigo mismo y con los hermanos,
· y desde la coherencia progresiva de vida con esta fe que se proclama,
· sobre la base del testimonio de la Sagrada Escritura,
· en comunión visible y de corazón con la Iglesia,
· y habida cuenta de las personas que escuchan
· y de aquellos que no quieren o pueden escuchar,
·
hablar con la
gracia y la fuerza del Espíritu Santo
· de las obras de Dios por nuestra salvación,
· de modo que sea manifiesta la plena revelación de Dios Padre en Jesucristo
·
y la
efusión gratuita del Espíritu mismo,
·
para
que la fe en Jesucristo como Señor de cada vida y de la historia humana
· nazca y crezca hasta su madurez,
· se alimente, exprese y plenifique en los sacramentos,
· particularmente en la Santísima Eucaristía,
· y se propague más y más
· con la santidad de vida y las palabras de quienes acogen el mensaje del Evangelio,
· de modo que la Iglesia se edifique en la esperanza y el amor
· hacia la plenitud de la Jerusalén celestial.
Cada uno de estos veinte puntos merece nuestra reflexión conjunta. Están ofrecidos aquí como un comienzo y una invitación.
No toda predicación válida y saludable en la Iglesia es «predicación propiamente dicha», pero, a largo plazo, la vitalidad de la Iglesia pende esencialmente de que haya predicación en sentido estricto.
La Iglesia no escoge a Dios ni escoge al mundo. No escoge al Evangelio, sino que más bien ha sido escogida por él. Le corresponde entonces ser fiel a la gracia que ha recibido; a esto llamamos «fidelidad a Dios».
Mas la Iglesia tampoco elige al ser humano: es Dios quien le ha mirado como objeto de su misericordia, y quien pone a la comunidad creyente en el camino de la manifestación de esta misericordia.
Nosotros, pues, como Iglesia, tenemos el derecho y el deber de conocer y amar de parte de Dios a nuestros hermanos los hombres, por quienes Cristo se ofreció en la Cruz. A esto lo podemos llamar «fidelidad al hombre».
Hubo un cambio inmenso en la sociedad con la llegada de las máquinas impulsadas por fuerzas mecánicas como el vapor o la electricidad. Antes de estas máquinas, el tamaño del trabajo estaba supeditado al tamaño y las necesidades de la casa. Después de ellas, el trabajo puede desarrollarse a su propio ritmo, incluso con perjuicio de quienes viven en las casas.
Cuando el taller salió del hogar, la sociedad definió dos bienes: uno externo, tangible y más en términos de cantidad, el del trabajo; y otro más íntimo, intangible y más en términos de calidad, el de la casa. Es verdad que el mundo laboral exige calidad, pero ella es inalcanzable sin un alto nivel de producción y rentabilidad.
El taller, la fábrica y la empresa, ya desprendidas de las proporciones de la casa, alcanzaron dimensiones gigantescas y en algunos casos incluso inhumanas. Su funcionamiento pasó a depender y al mismo tiempo a posibilitar el juego del mercado, desde la satisfacción hasta la creación de necesidades. El mundo mismo se volvió una inmensa plaza, ahora interconectada globalmente por los hilos omnipresentes de las telecomunicaciones.
Nuevos valores, muchas veces espúreos, han llenado desde entonces nuestras mentes, discursos y proyectos. La eficiencia reemplazó al bien; el bienestar a la paz; la repetición al raciocinio; la publicidad a la verdad; la información al conocimiento; el consenso a la certeza; las leyes a la justicia; el poder al Derecho, y la tecnología a la civilización.
Esto, sin embargo, no debe hacernos creer que todo era bueno antes de la modernidad, o todo malo después de su llegada
Sí es cierto, en cambio, que las fuerzas del mal han hecho amplio uso del nuevo estado de cosas. El mal se profesionalizó; logró la velocidad de las nuevas comunicaciones, se organizó en amplias redes eficaces de crimen y alcanzó los parlamentos y muchos medios de comunicación social. De hecho, cada vez es menor el tiempo que pasa entre la implementación de una nueva técnica y su uso en términos de ofensa a Dios.
Simplificando podemos decir que el pecado anda a velocidad de empresa y de fábrica, mientras que el bien avanza sólo al ritmo casero y artesanal al que venía acostumbrado. Los malvados suelen ser profesionales de su maldad, mientras que los evangelizadores son improvisados y aficionados. ¿Hemos de extrañarnos de que tantas veces el Evangelio parezca retroceder?
Ahora bien, lo bueno y lo malo no suceden como acontecimientos aislados. Para ser realmente bueno o realmente malo hay que aliarse, juntarse a otros, y engendrar una organización en que los bienes parciales tiendan a un bien más amplio y total, o en que las complicidades concurran en el logro de metas suficientemente perversas.
En orden a exponer un poco estos hechos podemos tomar una comparación de nuestro cuerpo, en el que hay muchos sistemas y órganos. La sangre es impulsada por el corazón, que se siente palpitar en el pecho, y va por las venas que casi pueden verse a través de la piel. Pero la sangre no es el único líquido vital en el cuerpo humano. Muchos de nosotros casi desconocemos que existe otro régimen de circulación, el de la linfa, que en parte hace de puente para el plasma sanguíneo, entre vasos capilares y venas. Uno no se entera de la importancia de la linfa sino cuando tiene inflamaciones de los ganglios linfáticos.
El punto es que también en el orden (o desorden) del mundo hay circulaciones linfáticas, en el sentido de “vitales” pero “invisibles”. Ello hace que, aunque en algunos aspectos parezca que muchos cristianos rompen con el «mundo», entendido en sentido de la Primera Carta de san Juan, siguen siendo cómplices de muchas de estructuras de pecado —las del “sistema linfático” del mismo mundo—.
Tal es la razón por la que no creo que una multiplicación de pequeñas comunidades sea una respuesta suficiente a la cuestión de la evangelización. Las «pequeñas comunidades» son necesarias, como las células en el cuerpo, pero, al igual que las células, son insuficientes si no hay además especialización de tejidos y funciones.
Una persona puede pertenecer a una comunidad cálida y amorosa, tener gran fervor por la Eucaristía o la Santísima Virgen, y no sentirse empujado a convertir a nadie, por la sencilla razón de que, así como está, está bien. El confort es enemigo de la misión, y por ello, con respecto a los lugares espiritualmente confortables, corremos el riesgo de equivocarnos creyendo que hemos avanzado mucho, sólo porque ya a nosotros no nos duelen los problemas en que los demás están quizá naufragando.
No debemos engañarnos más: quienes hacen carros tienen siempre un departamento de investigaciones y gente pensando cómo se pueden hacer mejores carros; y otro tanto hacen los que fabrican computadores, cepillos de dientes o preservativos. Sólo la Iglesia Católica parece que imaginara que puede responder a retos crecientes sin revisarse ella misma a fondo y sin volverse a su fuente, que es el amor del Crucificado y la gloria del Resucitado. El colmo llega cuando luego llamamos “voluntad de Dios” a nuestra desidia y a nuestro descuido.
La idea básica es: necesitamos vincular a cristianos con cierto grado de madurez a empresas de evangelización sin existencia civil, de un nivel considerable de organización no burocrática, que ofrezcan amplios servicios en plena comunión con toda la Iglesia.
Esta propuesta no pretende excluir otras obras del Espíritu Santo, que han sido y seguramente serán de inmenso provecho para la Iglesia, ni conlleva el menor rechazo o menosprecio a la labor muchas veces abnegada y fructífera de tantos cristianos, especialmente de aquellos que hace muchos años han entregado lo mejor de su vida a otros caminos.
Esto desde luego quiere decir que no todos los cristianos han de seguir lo que aquí se sugiera, ni podemos adelantar juicio alguno sobre aquellos que por cualquier motivo no se sientan llamados a abordar la evangelización desde esta perspectiva. Esta es solamente pero también explícitamente una sugerencia razonable nacida de la experiencia —limitada, pero válida— de un servidor del Evangelio.
La idea como tal merece ser desglosada en una serie de criterios o principios fundamentales que deberían dar rostro a estas «empresas de evangelización».
Así como un hombre tiene su casa y su trabajo, y aprende a preocuparse por el bien tanto de su hogar como por el de su empresa, muchos cristianos en el futuro próximo tendrán que acostumbrarse a una doble pertenencia, es decir, a pertenecer a pequeños grupos de oración, comunidades eclesiales, cenáculos, células o instancias semejantes, y al mismo tiempo pertenecer a instituciones, fundaciones o asociaciones que involucren a un mayor número de personas y que tengan la mirada puesta en la preparación y logro de objetivos bastante amplios, de cuño netamente evangelizador.
Para efectos de nomenclatura, en este artículo vamos a llamar «comunidad» al primer tipo de grupo, y «asociación» al segundo.
Hay que hacer varias anotaciones:
1. Los términos escogidos —«comunidad» y «asociación»— pueden engendrar alguna confusión. Pido que en el presente artículo se entiendan siempre en referencia al sentido que acabamos de definir.
2. Alguien dirá que toda comunidad debe ser evangelizadora. Estamos de acuerdo. El punto es que la evangelización “artesanal” —muchas veces accesoria, provisional y poco cualificada—, propia del ámbito familiar de una comunidad, es del todo insuficiente ante el avance actual del pecado. Es algo como lo que sucede con la educación: ¿qué padre de familia responsable diría hoy que sabe todo lo que su hijo necesita aprender, y que puede entrenarlo en todo lo que va a necesitar para la vida?
3. La idea con una propuesta como la que aquí deseamos perfilar no es suprimir, menospreciar o reemplazar lo que ya existe, sobre todo cuando está haciendo bien. Digámoslo abiertamente: la Iglesia necesita comunidades y cenáculos de amor y fe, lo mismo que la sociedad necesita de hogares sanos; pero así como la sociedad, para la consecución de fines económicos o semejantes rebasó el espacio familiar, así también la Iglesia necesita rebasar la esfera de las pequeñas comunidades.
En una comunidad cada persona llega con lo que es, y en principio es recibida por lo que es. Una comunidad es como una familia en la que cada sujeto es acogido con sus particularidades y su historia. Esto lo podemos llamar «vinculación abierta», porque sus requisitos son, por lo menos al comienzo, mínimos o casi inexistentes.
A una asociación, en cambio, se llega para una actividad, un apostolado; la vinculación aquí está en función de un «hacer», ciertamente fundamentado pero no dependiente del «estar» de cada uno, esto es, no subordinada a si «estoy a gusto» o «estoy desanimado» o cosas parecidas. Esta relativa independencia de las circunstancias personales en función de objetivos más altos es «vinculación por apostolado» y en ella el centro primero de atención es el propósito o meta.
Esto quiere decir que en una Asociación hay un criterio de selección y que por lo tanto su llamado no sea, sin más, universal. No es para todos entregarse en todas las tareas al servicio de toda la Iglesia.
Las que aquí llamamos «Asociaciones para la Evangelización» han de ser selectivas, pero al mismo tiempo han de cuidar con gran diligencia que toda su capacidad de especialización no sea motivo de orgullo vano o de estéril discriminación, sino un modo de servir a todo el Cuerpo de Cristo.
Es un lugar común hoy decir que ésta es la hora de los laicos. Las realidades estadísticas en cierto sentido nos obligan, pero es el Espíritu Santo quien nos invita a admitirlo así. Estas «asociaciones de evangelización», como las hemos denominado provisionalmente, tendrán no la colaboración de los laicos, sino un rostro básicamente laical, aunque quizá es más preciso decir «seglar».
En efecto, en el Derecho Canónico actual «laical» equivale a «propio de quien no ha recibido el sacramento del Orden», sentido que rigurosamente hablando implica, por ejemplo, que las religiosas son «laicas».
La Constitución Lumen Gentium del Concilio Vaticano II había hablado de otro modo, diferenciando a los laicos no sólo de los ministros ordenados sino también de los religiosos. Ésta es también la tipología de estados de vida que sigue la Carta Vita Consecrata de Juan Pablo II.
El punto es que hoy han surgido en la Iglesia movimientos de inspiración profética y espiritual, como los Foyers de Charité, que en principio no se sienten identificados con las vocaciones al ministerio ordenado o a la vida consagrada «tradicional», es decir, la de las Comunidades Religiosas. De acuerdo con la triple clasificación de las vocaciones en Vita Consecrata ello significaría que son laicos, pero su laicado o laicidad resulta extraña, porque, en la medida en que comparten una vida genuina de comunidad, ni padecen los problemas de los laicos que están plenamente en el mundo, ni tampoco carecen de algunos de los recursos (formación, estabilidad, bienes materiales en común) que tienen los religiosos.
De ningún modo quiero negar el bien que este género de iniciativas traen a la Iglesia, pero pienso que su radio de acción e influencia es proporcionalmente comparable al de otras comunidades, entendidas en el sentido del presente artículo.
La propuesta aquí es otra —dejando en claro una vez más que no pretende ni anular ni menospreciar nada de lo que Dios ha hecho y está haciendo—. La idea es que el Evangelio debe suceder ahí donde está sucediendo el pecado, y por lo tanto, que ningún ámbito separado del «mundo» puede ser realmente vanguardia en la Nueva Evangelización.
Por ello, con respecto a estas próximas «asociaciones de evangelización», quienes quizá estamos acostumbrados a ser o parecer la delantera en la Iglesia, esto es, los sacerdotes y los religiosos, e incluso algunos movimientos espirituales de relativamente reciente fundación, estamos llamados a:
1. Agradecer al Espíritu Santo la gracia de su presencia y su acción en tantos miembros del pueblo de Dios.
2. Servir a oportunamente a la Iglesia en el discernimiento del carisma de estas asociaciones.
3. Ser realistas en la apreciación del tamaño de los problemas y generosos en el aporte de fuerzas y de tiempo de algunos de nuestros queridos colaboradores.
Una comunidad no está llamada a crecer indefinidamente. Su límite está en el número de personas que pueden tratarse más o menos familiar, cercana y establemente, esto es, estimo yo, menos de 200 personas.
Una asociación, en cambio, parte de que hay un camino claro de ingreso y de formación, de modo tal que su organización interna está potencialmente abierta a recibir más y más personas y a asignarles tareas o partes de tareas en función del logro cada vez más perfecto, profundo y extenso de su meta, que es la propagación del Evangelio.
Existen ya en la Iglesia obras que cumplen con los principios anteriores. Un colegio, un hospital, una emisora son medios de evangelización. Pero, ¿qué limita su efectividad? ¿Por qué no podemos decir sin más que los colegios católicos ofrecen santos a la sociedad? ¿Por qué no identificamos a nuestras universidades católicas como lugares de conversión a Jesucristo, sino más bien como lugares donde la fe de la infancia y la primera juventud entra en grave crisis o se pierde[2]?
Creo que la razón de nuevo está en la “linfa” de que hablábamos más arriba, es decir, en que la lógica de la supervivencia económica y de la significatividad cultural o social termina consumiendo la mayor parte del tiempo y las fuerzas de sus directores o rectores.
El proceso es conocido: para llegar a un mayor número de personas se consigue una sede, se recibe un patrimonio y se establece un régimen laboral y tributario. Al principio todo resulta fácil por el fervor inicial de los fundadores y por el entusiasmo de los donantes. Pero el entusiasmo depende de que haya cambios, en el sentido de novedades, y por ello lo que al comienzo entusiasmaba como carisma excepcional después se considera sencillamente como labor o trabajo de una persona particular. Las donaciones disminuyen, y pronto tenemos una infraestructura y una nómina que hay que sostener.
Surge así un sistema paralelo de subvención económica que sin embargo tiene que ser administrado por los mismos directores de la obra evangelizadora. Así tenemos los sacerdotes gerentes en sus oficinas de consecución y gestión de recursos.
Obviamente esto implica que los criterios del “sistema linfático” del mundo terminan por entrar en la Iglesia, con lo cual resultamos predicando que “sólo Dios basta” mucho tiempo después de que nuestra confianza y nuestro bienestar están fundados en las alianzas políticas, la ciencia administrativa y la sagacidad financiera.
Todo esto lo vieron con claridad los mendicantes medievales, como san Francisco de Asís y santo Domingo de Guzmán. ¡Aunque a veces hemos creído que la mendicancia ya no tiene sentido, cuando precisamente es ahora el tiempo en que las entidades de “cero patrimonio” pueden dar quizá su mayor fruto!
“Cero patrimonio” significa que las Asociaciones más audaces del futuro próximo no tendrán existencia civil, política ni tributaria. Harán la mayor parte de sus tareas en distintos lugares —probablemente en el ciberespacio—, a partir de la generosidad de sus propios miembros, y ante todo, de Dios mismo y de su providencia.
Otro modo de expresar lo anterior es ésta: apertura a los recursos sin dependencia de los recursos. Cuando una asociación católica de evangelización depende por completo de los computadores, las oficinas, los permisos de los ministerios o de cualquier otra cosa, es el mundo quien le da permiso de actuar, y por lo tanto es también el mundo quien le puede retirar ese permiso y frenar con ello el avance del Evangelio.
Bienvenidos, pues, los computadores y demás recursos, no como donaciones que fundan un patrimonio, sino como préstamos sostenidos que hacen personas convencidas por la fuerza de la Palabra. El patrimonio cero conlleva la dependencia continua de la gracia de la conversión, y esto, según nos enseñan los santos, atrae bendiciones.
Una consecuencia de las anteriores afirmaciones es que, como política general, el dinero que no deba llamarse propio de ninguno de los particulares, es decir, aquel que provenga de actividades comunes, ha de donarse a otras obras, tal vez muy necesitadas, o reinvertirse prontamente.
Qué signifique «prontamente» es algo difícil de discernir. Más que una estrategia, es la proximidad con la prisa de Jesucristo lo que resulta decisivo aquí. Una prisa que sentimos cuando oramos ante la Cruz, o cuando meditamos en el tamaño de la victoria del Resucitado: Él, inapresable ya por las cadenas, los lazos, los clavos o el sepulcro, es en su Cuerpo Glorioso una invitación continua a la libertad.
Estas asociaciones han de tener un agudo sentido de la libertad, y hacer de sus bienes ocasión de ayuda a las Instituciones eclesiales que por todas partes necesitan, ellas sí, de patrimonio. En ningún caso, pues, se trata de juzgar a la Iglesia que sí tiene posesiones (que es prácticamente toda), ni de reeditar el movimiento de los «fratricelli». Una asociación sin patrimonio ni existencia civil en razón del Evangelio es una bendición si y sólo si prolonga como un sacramental el despojo y la libertad del Crucificado y Resucitado.
Esto quiere decir que una Asociación está supeditada por completo a la convicción de sus miembros. A su vez, esta convicción nace de la fuerza y la gracia de la Palabra. Por lo cual es claro que la escucha, meditación y adoración de la Palabra es la condición de permanencia fecunda en una Asociación de este género.
El que deja de escuchar o ya no escucha con el corazón, sólo puede sentir que los servicios que se le piden son abusivos. Echará de menos el pago que su alma mercenaria reclamará, y tendrá que desvincularse. He aquí asimismo la responsabilidad y la gracia de quienes habrán de dirigir esta clase de obras: de sus labios ungidos depende la eficacia de la obra de conjunto.
Es claro entonces que vincularse a una Asociación como las que aquí vamos describiendo no es para principiantes en el camino de la fe. Es para aquellos que han descubierto en Jesús su tesoro y en la Cruz la fuente de la salvación como pura gracia. Fascinados por este manantial escuchan con obediencia las palabras de su Maestro: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.» (Mateo 16:24).
Un ejemplo. Como seres humanos no simpatizamos siempre unos con otros. Cada quien tiene su estilo, su carácter, sus limitaciones, sus mediocridades y caprichos. No es fácil trabajar juntos y en más de una ocasión sentimos que sólo si se respeta nuestra sensibilidad personal trabajaremos. A menos que la Cruz reine con su mensaje de generosidad, abnegación y gracia, cuando lleguen estas crisis llegará también el fin opaco y estéril de nuestros esfuerzos.
Al morir en la Cruz, Jesucristo pudo decir «todo está cumplido» (Juan 19:30). Los asociados han de ser profesionales en la parte de labor que les corresponde; gente capaz de hacer bien el bien.
Y la Asociación misma ha de brindar sus servicios más allá de los asociados, pues de otro modo sería sólo un club de mutuo beneficio. Es la diferencia que hay entre una tertulia de amigos y una Universidad. En la primera, “participar” significa “vincularse”; no así en la segunda. En una tertulia, quienes hacen posible la tertulia son los que participan en ella; en cambio, en una Universidad no hay que pertenecer al grupo de los que posibles las clases para recibir clases. Del mismo modo, una Asociación ha de tener por meta y timbre de gloria producir excedentes: dinero que se dona, eventos y servicios gratuitos o a bajísimo costo, oración generosa, penitencia abundante, amor y caridad para toda la Iglesia.
Es del todo evidente que no todos los cristianos están obligados
a vincularse a asociaciones como las aquí descritas. Es también claro que la
Iglesia ha vivido y puede vivir sin este género de iniciativas. Mas nuestra
labor no es negar el pasado, ni prologar el presente, sino hacer posible, con
la gracia de Dios, un futuro
más fiel al Evangelio de salvación.
Los
asociados, pues, evitarán dos extremos: menospreciar la historia y la tradición
de la Iglesia o atarse servilmente a ellas. Si son fieles al Espíritu,
descubrirán que no son ni inventores ni repetidores de la Iglesia. Pueden, sí,
ser un camino de propagación de la Buena Noticia, para gloria de Dios Padre.
Esta parte del desarrollo de nuestro tema puede sentirse antipática en una primera lectura. Hemos de ser realistas: una propuesta de evangelización fácilmente suena a descalificación de los actuales evangelizadores, y la experiencia muestra que ello despierta toda clase de desconfianzas y malos entendidos. Duele, pero es así.
Sin embargo, fiados de la bondad de Dios y urgidos por la caridad de Cristo, queremos aguzar nuestra mirada y descubrir caminos para su Evangelio, y esto implica revisar los límites y los riesgos tanto de aquello que encontramos hoy como de aquello que deseamos proponer. Una revisión que nunca será completa y que nunca estará acabada, pero que por ello mismo es siempre necesaria.
A veces creemos que tenemos mucha gente por las multitudes carismáticas o marianas que se congregan en ciertos eventos; o por la pura tradición cultural, que con el nombre de religiosidad popular llega a plagiar las señales de una fe viva; o por unas estadísticas simples, por ejemplo, sobre asistencia a la Misa o jóvenes educándose en instituciones católicas. ¡Cuánto bien nos harían las palabras y el espíritu de san Pablo, que se olvidaba de lo que había dejado atrás y se lanzaba hacia lo que tenía por recorrer (cf. Flp 3:13)!
Pienso que las más grandes barreras no están, ni han estado, en el exterior. La gran barrera es no querer más: sentirse satisfecho con procesos definidos y caminos repisados para obtener resultados previsibles. Y la gran tentación es medir la urgencia de Cristo con la proporción de nuestras fuerzas y no con el tamaño de su gracia. Contar con nuestra potencia y edificar sólo con nuestros planes es seguir confiando en los «carros y caballos», y seguir pactando alianzas humanas con nuevos poderes.
La meta o propósito de la evangelización es algo maravilloso y sin límites: la santidad. Un enunciado como éste debería resultar obvio a todo el pueblo cristiano, y especialmente a los evangelizadores, pero no es así. Tres son las grandes etapas del camino cristiano: la conversión, la consagración y la santificación, y por ello tres han de ser los gozos grandes del evangelizador:
1. La gente se arrepiente de sus pecados, acoge con gozo la gracia, sale de sus vicios, se anima hacia el bien, y se acerca a la Palabra y a los sacramentos con renovada fe y amor, saludando una vida nueva en obediencia amorosa al Espíritu de Jesucristo. Esto es conversión.
2. Los convertidos descubren en la Cruz la fuente del amor que les hizo renacer, y así, superando sin anular la emocionalidad, se inician y avanzan en la práctica de las virtudes, en la formación de su inteligencia y de su conciencia, y en la justicia, la solidaridad y la misericordia. El término y culmen de esta etapa es el gozo de ver al convertido encontrar su vocación, su camino, y llegar a una consagración.
3. Los así consagrados avanzan hacia la inmolación de sí mismos, y a la plenitud de donación en amor a Dios y al prójimo. Esto es santificación.
Si esto es así, atrevámonos a preguntarnos: ¿cuántas de esas alegrías tiene un evangelizador hoy? ¿Cuántas de éstas le interesaría tener? ¿Cuánta hambre tenemos de la gloria de Dios a través de la propagación de la gracia?
La respuesta a las necesidades del mundo puede estar en algo tan sencillo y tan bello como son las pequeñas comunidades, es verdad, pero todo el que haya intentado construir uno de estas hogares de conversión y espiritualidad —ya se trate de grupos de oración, cenáculos o esquemas parecidos— sabrá que sólo un amor muy grande puede llegar a construir una comunidad que, siendo pequeña y acogedora, sea también cristiana.
Y bien, ¿en dónde se están formando los que van a soportar tantos dolores, incomprensiones, soledades y calumnias como resultan sufriendo los directores, líderes o servidores de los grupos de oración o de vida cristiana? ¡Para esto no bastan unos consejos elementales o una catequesis general! Se necesita formación, itinerario, abnegación: entrenamiento. Y más allá: oración, penitencia, ofrenda de sí, amor de caridad.
A las Comunidades, desde este punto de vista, les
correspondería ser algo así como los fundamentos irrenunciables de la educación
primaria o inicial, en donde la persona se sana y fortalece a través del
conocimiento y la vivencia de una experiencia compartida del amor de Dios. Esta savia nutre, pero no
puede alimentar indefinidamente —«engordando»— a sus propios miembros. ¡Es
egoísmo comunitario que toda la evangelización de una comunidad consista en
adquirir más miembros para la comunidad! ¡Es preciso alcanzar fruto más allá
del propio estilo y del propio carisma!
La idea que aquí se propone es que esa básica e irreemplazable acogida amorosa de las Comunidades, convertida en savia y luego en celo misionero, se proyecte al mundo a través de Asociaciones especializadas en la evangelización como tal. Así la comunidad misma se convierte en el nodo de una amplia red de comunidades y servicios con la que poco a poco sería posible responder de modo nuevo a las necesidades múltiples del mundo actual.
En este contexto debería parecer normal que los distintos miembros de una comunidad, que es como una familia, pudieran ser parte de distintas asociaciones, que son el equivalente de las empresas. Al mismo tiempo, es de esperar que la labor especializada de las Asociaciones retroalimentará a las Comunidades en términos de amplitud de horizontes, estímulo al crecimiento, formación más cualificada, conciencia más profunda de la gracia y de ser iglesia, y también en la superación de cierta mentalidad «carnal» que hace de los sentimientos y las relaciones interpersonales una especie de absoluto.
De ahí el interrogante: ¿cómo hacer conciencia en las Comunidades de que, si no se abren a nuevos y más generosos servicios, los objetivos de la evangelización se quedarán muy cortos frente a las necesidades? Las Comunidades, que con tanta paciencia y trabajo hacia adentro han logrado tener vida, ¿están dispuestas a dar de esta vida hacia fuera, en una labor de equipo con perspectivas compartidas, de modo que nuestros caminos de evangelización no sigan siendo caseros, circunstanciales, espontáneos e improvisados, frente al ímpetu empresarial, eficiente y continuamente mejorado de las fuerzas del mal?
La experiencia muestra que tres grandes obstáculos siguen en importancia a la que aquí hemos llamado «gran barrera». Son ellos: las desavenencias por el dinero, las contiendas por el poder, y los antagonismos por los afectos.
Por algo la Iglesia al canonizar el estado de vida de los consagrados consideró como votos fundamentales la pobreza, la obediencia y la castidad, que enfrentan estos tres centros de conflicto.
Esto sucede así, podríamos decir desde que el hombre es hombre, pero para efectos de nuestro tema hay que mencionarlo no sólo porque sea una cortina de fondo —la de la miseria humana— sino porque muchas de las actuales comunidades u obras de frontera ya padecen el influjo nefasto de estos frenos.
¿Por qué —me pregunto— hemos llegado a pensar que utilizar medios de comunicación significaba poseer medios de comunicación? ¿Por qué creímos que educar era hacer centros educativos? ¿Por qué hemos asociado tan espontánea y tan universalmente la evangelización con el control de todas las variables que influyen en los potenciales evangelizados?
Precisamente ese deseo de control nos ha hecho poseedores de multitud de obras que no tenían que ser de la Iglesia. ¿En dónde leemos en el Nuevo Testamento que se prescriba crear obras independientes y separadas de la sociedad humana? Y lo paradójico es que cuanto más hemos multiplicado esas obras para transformar la sociedad —nuestros colegios, nuestros hospitales, nuestros canales— más hemos tenido que responder al ritmo y las exigencias de esa sociedad extrínseca a nosotros, que precisamente no resulta evangelizada. Y entonces sucede que aislados del mundo tendemos a repetir sus esquemas, trivialidades y falsedades.
Es verdad que la Escritura no prohibe que haya bienes u obras propiamente de la comunidad cristiana, pero el hecho de que no lo mande y que ni siquiera lo recomiende indica ya muy claramente que ese no puede ser el camino normal, ni primero ni mejor de la evangelización.
El Derecho
Canónico actual todavía favorece una visión demasiado territorial de la Iglesia. Una consecuencia de ello es que el
Obispo, puesto al frente de una circunscripción, ha de organizar la planeación
o planificación que abarque en principio su territorio: a la demarcación
espacial, como punto de partida, sigue la delimitación de las demás variables
propias de la vida apostólica: el tiempo, el dinero, los edificios, y
finalmente, también las personas.
Se puede
llegar por este camino a una visión primariamente administrativa de la Iglesia, en la que el Obispo es como el
Gerente General, y la planificación apostólica responde a cada necesidad de los
fieles con una instancia específica desde un elenco de recursos a mano. La
realidad de los jóvenes, los niños, los hogares, los enfermos o los reclusos,
queda típicamente traducida en: “pastoral juvenil”, “pastoral de la infancia”,
“pastoral matrimonial”, “pastoral sanitaria” y “pastoral penitenciaria”. Cada
uno de estos departamentos tendrá después un presbítero, o un laico, o una
persona consagrada al frente, y luego se organizarán en una sede que tendrá sus
vigilantes, oficinas, cuentas telefónicas y dirección en Internet.
La visión
administrativa trae grandes bienes; por ejemplo: evita la dispersión de fuerzas o de recursos; abre los ojos hacia personas
más desprotegidas, tentadas o
alejadas; enseña a priorizar en el
servicio hacia nuevos frentes o misiones; atiende con eficiencia a la disciplina eclesiástica y a la unidad en la fe;
responde bastante bien al carácter público
de la revelación cristiana, superando excentricidades, abusos o caprichos; y
finalmente, dando la primacía a la necesidad externa sobre el gusto interno,
conlleva una gran dosis de abnegación,
y acogida generosa de la Cruz.
¿Es malo
eso? No; todo ello es muy bueno, pero no es toda la Iglesia. La perspectiva
administrativa necesita de cierto balance. Lo sugiere ya el hecho de que las
comunidades cristianas del Nuevo Testamento no siguen ciertamente un esquema
“por necesidades”. Lo esencial parece estar recogido más bien en los conocidos
textos de los Hechos de los Apóstoles: «Acudían asiduamente a la enseñanza de
los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan, y a las oraciones» (Hch 2:
42). Además, los aspectos organizativos amenazan siempre con rebasar su
carácter de “medio” y erigirse en “fines”. Es la tentación de la burocracia, con lo que esta palabra
implica de lentitud, favoritismos, costos o plazos excesivos, y tantos otros
obstáculos al Evangelio.
Además, el
ambiente de “empresa civil”, en lo que atañe a sueldos y prestaciones, y a
organigramas y cronogramas, si no tiene fuentes de inspiración que le lleven a
una trascendencia sobre el orden temporal, hace que la Iglesia entre en fáciles
alianzas: la caridad se vuelve filantropía; el apostolado, lograr y evaluar
unos objetivos; la formación permanente, organizar cursos continuados; el amor
recíproco, tener buenas relaciones humanas; la vida de fe, participar en
algunas celebraciones y sacramentos.
Por ello,
ya desde los comienzos de la Iglesia hubo quienes entendieron que su servicio
al Cuerpo de Cristo les conducía hacia formas especiales de consagración en las
cuales las particulares renuncias de
algunos querían conservar visible para
todos el absoluto de Dios, la eficacia de la Cruz y el lugar de nuestra
verdadera Patria: el cielo.
Por todo
esto es saludable que haya fieles que, sin sustraerse en cuanto bautizados a la
paternal dirección de sus Obispos, gocen de suficiente independencia de las
obras apostólicas diocesanas y sobre todo parroquiales, para bien de las mismas
diócesis y parroquias, y para honra y gloria de Dios. Es bueno para los Obispos
que en la Iglesia acontezca y tenga vida más
de lo que cabe en la planeación, los mapas y los cronogramas de los mismos Obispos.
Es preciso
entonces favorecer una visión «transversal» que nos lleve a que ni los obispos
ni sus presbiterios vean con extrañeza los servicios de evangelización
supraparroquial —sin existencia civil ni burocracia—, hasta donde sea posible.
La novedad en la evangelización no va a venir en primer término de la vida
parroquial como la conocemos, porque a menudo sucede que en sus parroquias la
Iglesia no construye muchas cosas sino muchas veces la misma cosa. Hace
bastante tiempo que la economía, la ciencia, la moda y el arte se construyen en
esquemas sociales de múltiples niveles y variadísimos géneros de interacción y
comunicación. ¿Es que acaso es intrínsecamente incompatible con el Evangelio
una visión así transversal, o más bien ella es una oportunidad para la evangelización?
No se
oculta a nuestros ojos que esta perspectiva supraparroquial requiere un camino
de desarrollo que empieza en la superación del concepto simplista de que todo
sacerdote es un «cura», esto es, un párroco. Podemos razonablemente creer que
la Iglesia necesitará tiempo para descubrir que la territorialidad es sólo un camino para aproximarse al creyente.
O tal vez haya que especular con más audacia, y debamos imaginar una Iglesia en
la que haya un gran porcentaje de obispos con jurisdicción real pero no
territorial.
En la historia de la Iglesia, los primeros que abrieron brecha en esa búsqueda de caminos, llamémoslos «supradiocesanos», fueron los religiosos. Acostumbrados por su origen a echar raíz allí donde no había iglesia local (en desiertos y tierras de misión) han llevado el Evangelio de modos nuevos, muchas veces proféticos. En este sentido, y también en teología, eclesiología, formación de presbíteros y muchos otros, han sido vanguardia de la Iglesia.
Hoy, sin embargo, no es claro para mí —que por otra parte pertenezco a una Comunidad Religiosa, la Orden de Predicadores— cuál es el lugar real de nuestros servicios ancestrales en la Iglesia actual. Nosotros, que nacimos del acto audaz de «dejar el mundo» para ir al desierto, no tenemos cómo continuar este acto que ya ha formado tras de sí una historia a la que hemos quedado ligados: obras onerosas y modos de vida holgados nos han hecho plenamente «intramundanos». No en el sentido de que hayamos perdido todo sentido de lo sobrenatural y de la gracia —aunque también pasa— sino en el sentido de que nuestros frentes de apostolado se hayan finamente integrados al tejido y a los intereses de la sociedad humana.
Nuestras obras son potencialmente capaces de transmitir Evangelio —y entonces ello sucede o no sucede—, pero de hecho son instrumentos de intercambio de unos bienes que son intramundanos y hasta cierto punto independientes del bien último de la gracia santificante. A menudo sucede que nosotros hacemos los edificios, pero es el mundo quien define los oficios; y nuestras obras apostólicas, más que mensaje, son sólo el escenario donde otros predican sus propios relatos. Cuando uno ve las pulcras carteleras de una universidad católica llenas de ofertas ajenas y aun opuestas al Evangelio, entiende qué caro nos ha salido nuestro triunfo y nuestro “lugar” en la sociedad humana. Más que predicación, hoy somos púlpito. Paradójico, pues, pero providencial, que en esta época de la historia, cuando ya estamos bastante situados, nos preguntemos por nuestra situación y lugar.
Para percibir cuánto implica esto basta con hacernos una sencilla reflexión: los que iniciaron aquello que hoy llamamos «vida religiosa» o «vida consagrada» no estaban pensando en definir las características de una porción del pueblo de Dios, sino vivir, según les pedía el Espíritu, el mismo bautismo que todo el pueblo había recibido. Esto ha sido recogido por el capítulo VI de la Constitución Lumen Gentium, del Concilio Vaticano II, allí donde se dice que los religiosos no pertenecemos a la estructura sino a la santidad de la Iglesia.
Sin embargo, somos ahora parte de una tradición y nos preocupa nuestro lugar, cosa que más bien parece una manera de ubicarnos en el orden de la estructura más que en el de la santidad. ¿Será que no encontramos la respuesta a ese asunto del lugar —a pesar de tantas reuniones de Conferencias y Asambleas de Religiosos, y de tantos artículos, teorías, propuestas y experimentos— simplemente porque la pregunta está mal planteada? “Religiosos que buscan su lugar en la actual coyuntura de la Iglesia”: lo he dicho yo mismo muchas veces, pero, ¿no es una contradicción en los términos? Tantas luchas, incluso heroicas, por «cambiar la historia» —como se ha dicho quizá con algo de envanecimiento— ¿no eran en el fondo una búsqueda casi exasperada de algo en lo que se resumen todas nuestras contradicciones: la significatividad ante la sociedad humana? ¿Y acaso eso se corresponde con el impulso del Espíritu que nos hizo nacer?
¿Qué se quiere que busquemos hoy los religiosos: cambiar la sociedad? ¿No puede pasar, y ha pasado, que en una misma Comunidad Religiosa unos digan que hay que irse a vivir con los pobres y otros que hay que educar a los ricos, y ambos concuerden en que hay que transformar la sociedad, mientras a cada uno le cuesta trabajo reconocer la legitimidad de los caminos apostólicos del otro? No digo que esta tensión interna sea mala, sino que viéndola en perspectiva no creo yo que ni aún los más profetas y los más adelantados en los caminos de la “relevancia histórica” estén liberados del mismo esquema de significatividad que les fastidia cuando lo ven en las obras de otros. Y por eso dudo que venga una grande y verdadera renovación de la Iglesia a partir de los surcos de la actual vida religiosa.
Religiosos “significativos” quiere decir religiosos embebidos en sus obras, antiguas o recientes, tradicionales o proféticas; y aunque esto convenga —en cierto sentido «político»— a una parte de la jerarquía eclesiástica, también quiere decir “religiosos autoexiliados”: tal vez heroicos, tal vez cómodos; en todo caso, y paradójicamente, poco significativos para una reforma profunda y real de la Iglesia.
No debe ser casualidad que tantas personas, sobre todo, tantas mujeres no estén sintiendo una opción de radicalidad cristiana en la actual vida religiosa. Esto no debe desanimarnos a los actuales religiosos y religiosas, sino convocarnos a buscar nuestro camino en un renovado amor por la plenitud de Evangelio en nuestras vidas y no en la relevancia ante los hombres. Ello supone, en mi concepto, apoyar con nuestra oración, testimonio, consejo —y cierto liderazgo y coordinación—, la labor de los seglares.
Desde luego, todo esto implica para nosotros un camino de conversión en la humildad, la soledad, la oración, la penitencia y el desierto. Implica descubrir, amar y predicar el misterio de la cruz. Y la cruz es escándalo y necedad, pero también salvación y fuente de pascua.
A la vista de estas limitaciones en las opciones más tradicionales, es natural preguntarse qué tiene fuerza hoy. La respuesta, hasta donde alcanzan mis ojos es: por un lado, corrientes neoconservadoras; por otro, tendencias fuertemente espirituales. Del primer grupo nos ocuparemos ahora; del segundo haremos algunos comentarios en el siguiente numeral.
Es innegable que, tanto en hombres como en mujeres, las comunidades religiosas de cuño más conservador son las que atraen mayor número de aspirantes.
También es un hecho que quienes se incluyen en las tendencias más «de derecha», y esto vale para los seglares, son también más estables en su opción. Así, mientras que la gente va y viene por los grupos de oración, en los movimientos de estilo más tradicionalista se va acumulando. A largo plazo, pues, el futuro termina siendo suyo.
Además, es verdad que un camino como el Opus Dei logra nuevos miembros a un ritmo menor que otras ofertas de Evangelio, pero a cada converso lo involucra de modo mucho más completo: en su inteligencia y no sólo en sus emociones; en su tiempo diario, y no sólo en sus momentos de celebración; en su dinero y bienes, y no sólo en eventuales limosnas o donaciones. Todo ello va favoreciendo una sensación profunda, inconsciente muchas veces, de que se están construyendo una sociedad y un mundo nuevos. Esta sensación retroalimenta el proceso.
Desde luego es arduo y antipático hacer listas de movimientos de derecha, pero puede servir como indicativo un criterio muy simple: aquello que es expresamente encomiado por la Curia Romana. Los demás movimientos o estilos pueden ser tolerados, aprobados, recibidos en audiencia, pero creo no equivocarme si digo que el Magisterio Supremo no puede correr muchos riesgos en lo que recomienda a los fieles que viven circunstancias tan diversos y tienen niveles tan distintos de formación. En ese sentido sus recomendados explícitos tendrán muy frecuentemente un estilo conservador.
Pueden darse muchas explicaciones de este retorno a la derecha: la ley del péndulo, la necesidad de seguridad, la urgencia sicológica de pertenecer, y muchos otros. Por mi parte, creo que aunque todo eso sea cierto, sería injusto negar, sobre la base de estas explicaciones, la profunda raíz de virtud, amor y santidad que existe en muchos de quienes buscan y sirven a Dios. Dicho de otro modo: es sobre todo Él quien ha inspirado y sigue inspirando a muchos de estos estilos de vida que son ciertamente hogar de fe y amor para numerosas personas.
Esto supuesto, hay que admitir que son claros algunos límites de la propuesta conservadora:
1. Estos movimientos tienden a consolidar un grupo selecto —élite—, más que a llegar al grueso de la población. Su impulso evangelizador no responde en este sentido al «hacerse todo para todos» de san Pablo.
2. La teología elaborada desde esta perspectiva tiende a ser una repetición o un servicio de justificación al Magisterio de la Iglesia, más que el desarrollo de la vitalidad propia de la Palabra.
3. Este tipo de movimientos nacen vinculados o pronto se vinculan a un modelo de sociedad, casi siempre el propio de la cultura en que nacieron. Tienden, pues, a confundir evangelización con transculturación.
4. Su valoración del pecado, de lo moral y de la santidad, suele ser bastante individualista y basado en la confrontación con un “modelo” o “deber ser”, más que con la persona misma de Jesucristo. Si esta tendencia crece mucho puede incluso devolver hacia esquemas veterotestamentarios.
5. El servicio de la misericordia tiende a limitarse al alivio de necesidades o a la predicación ciega de virtudes individuales, con lo cual en la práctica puede servir de cómplice a injusticias sociales establecidas.
Por todo ello, creo que la Iglesia como tal no debería apostar demasiado por el estilo conservador. Tanta seguridad es un gran riesgo.
La providencia de Dios me ha concedido conocer con mayor o menor cercanía algunas de las obras que su Espíritu Santo está realizando en la Iglesia. Por estos caminos del Señor he encontrado muchas señales de vida: Acción Católica, Comunidad Eclesiales de Base, Cursillos de cristiandad, Encuentros de Promoción juvenil, Equipos de Nuestra Señora, Focolares, Legión de las Pequeñas Almas, Legión de María, Lumen Dei, Movimiento de Schoenstatt, Movimiento Familiar Cristiano, Neocatecumenales, Renovación Carismática y Sistema Integral de Nueva Evangelización (SINE), entre otros.
Entre ellos he visto cosas que se dan con alguna frecuencia y que son tentación o incluso límite para la evangelización:
1. En general, no les gusta tener muchas cosas en común con los demás, y más bien les molesta que uno hable en términos globales tales como “los movimientos apostólicos”. Dos ejemplos: a muchos carismáticos les gusta recordar la brillante sentencia del Card. Suenens: «La Renovación Carismática no es un movimiento en la Iglesia, sino la Iglesia en movimiento». Y para los Neocatecumenales existe «el Camino», por el que ellos van; lo demás es lo demás. Pienso que para muchos miembros del Opus Dei es inconcebible que se les equipare al resto de la lista aquí ofrecida.
2. Sus fuentes son diversas: experiencias espirituales particulares, prolongación seglar de comunidades religiosas, esfuerzos de sistematización pastoral en el ámbito diocesano, carisma de un predicador o pastor. Con todo, y salvo excepciones, en general tienden a necesitar la incorporación de párrocos o sacerdotes de tiempo completo que «se casen» con el Movimiento o Grupo. Esto por cierto plantea numerosos problemas prácticos, especialmente a los sacerdotes diocesanos, por lo cual el proceso tiende a evolucionar hacia la formación de los propios sacerdotes.
3. En sus labores hacia afuera estos Movimientos básicamente buscan gente para el propio Movimiento —cosa que hasta cierto punto es natural—. Esta búsqueda y acogida a nuevos miembros en muchos casos depende de métodos «de contagio»: persona a persona, familia a familia. Circulan, pues, a la velocidad de las relaciones interpersonales y familiares, con lo que esto implica de bajo ritmo. Un número creciente, sin embargo, se ha lanzado a medios o estrategias más amplias. En este sentido destacan los Neocatecumenales con sus catequesis en las parroquias y proceso de fundación de nuevas comunidades; los carismáticos con la realización de Seminarios de Vida en el Espíritu en los más diversos lugares y con el recurso a la radio y la televisión; los miembros de Lumen Dei con su oferta omnipresente de retiros espirituales; y tantos otros. La afirmación inicial, sin embargo, permanece: todos o casi todos en principio buscan gente para el propio Movimiento; quieren que la gente se case con su Movimiento.
4. Algunos de estos Movimientos, sobre todo los de tipo más «conservador» o más «progresista», se identifican más o menos abiertamente con un determinado orden temporal. Tienen un modelo de sociedad al que tienden. Aunque es humanamente improbable que lo alcancen, esta elección hace que privilegien el trato con los sectores de la sociedad en los que ven mayor fuerza o apoyo a su modelo de sociedad. De entrada, pues, excluyen del Evangelio, en cierto modo, a algunos de sus destinatarios. También es ésta una tentación para las Asociaciones que queremos proponer. El ideal de patrimonio cero y reinversión continua trae consigo una posible trampa: preferir, y no por razones de Evangelio, el trato y cercanía con los seglares que tienen poder y medios económicos, laborales o técnicos.
5. He visto en la mayoría de estos Movimientos una gran capacidad de celotipia y de gusto por el protagonismo. A todos nos tienta, porque a todos nos gusta y nos da seguridad pensar o decir que estamos en la verdad y que hemos sido los primeros o los más entusiastas o más perfectos en alcanzarla. Tal vez nunca sabremos cuántas oportunidades le hemos negado a Cristo por la suma de nuestros pequeños egoísmos y rivalidades.
El recorrido del Evangelio por esta tierra depende fundamentalmente de su recorrido en las vidas de los evangelizadores. Ninguna estrategia o «idea genial» puede reemplazar al «poder de Dios para todo el que cree» (Rom 1:16); ningún plan de acción puede equipararse a la fuerza de arrastre que tiene una vida santa, una mirada limpia, una palabra llena de verdad, creíble por el testimonio de las obras.
Así pues, estos «caminos de realización», más que una metodología quieren ser claves de interpretación de la hora presente; más que un proyecto, desean servir como fuente de inspiración; y más que una táctica son un llamado a centrarnos en la búsqueda del designio salvador del Padre en el Amor que ungió a su Hijo Jesucristo.
El punto de partida y fuente es la Cruz. Ella es el evangelio de Pablo, el estandarte de Cristo, la señal del cristiano. Cuando sea el amor de nuestras almas, estaremos realmente listos para evangelizar.
Un misionero sin fascinación por la Cruz será vencido por las dificultades, que tendrán poder sobre su corazón para desanimarlo.
Un evangelizador que no esté embelesado por la Cruz caerá víctima de sus propios éxitos, en los que buscará razones para quitar la gloria a Dios y dársela a sí mismo.
Sin la Cruz, el predicador anunciará los Reinos de esta Tierra, y no el Reino de los Cielos; preferirá a los que prefiera su corazón y no a los que Dios buscaría; huirá del combate en el momento culminante y dejará sin la Palabra a los más necesitados.
¿Cómo, en verdad, anunciará al Crucificado aquel que le ha abandonado? ¿Qué victoria va a cantar alguien que no ha visto la batalla? ¿Qué gloria de resurrección tendrá Cristo en los labios de quien ha preferido no conocer el tamaño de su ascenso victorioso? ¿Qué será la Sangre de nuestro Señor en una predicación que ha huido de su manantial?
El amor de la Cruz es la maravilla de las maravillas. ¿Conocíamos acaso una fuerza que se hiciera más grande con sólo oponérsele? Tal es la Cruz de Cristo. De ella nació la Iglesia, y en ella y sólo en ella puede encontrar nueva juventud.
La Cruz es el imperio de la voluntad misericordiosa de Dios; fuera de ella, ¿qué habrá, sino los conocidos imperios de nuestras voluntades? ¿Y cómo servirá al Evangelio —que alcanzó su crisol en Getsemaní— alguien que quiere hacer su propia voluntad y no la del Padre?
Todo evangelizador serio debería preguntarse, a solas con Jesucristo: «¿qué podría detenerme?» Así podría detectar las áreas de su vida que aún necesitan ser purificadas por la Santísima Cruz de Cristo.
Fascinados por la Cruz, los evangelizadores del futuro tendrán que acostumbrarse a que en un mundo trastocado, lo normal es ser «anormal».
Lo más arduo, sin embargo, no es ser distinto, sino mantener
la verdadera razón de la diferencia. Singularizarse por el capricho, por
egoísmo, por orgullo o como una manera de protegerse del cuestionamiento de los
demás es relativamente sencillo, cómodo y halagador. Lo difícil es aprender a
hacer de Dios y de su obra la diferencia, y luego ayudar en su
decisión por Dios a los parientes y amigos que se orienten por el mismo camino.
Varias
tensiones aguardan a quienes acepten esta «anormalidad»: la tirantez del resto
de la familia con su carga intergeneracional de malos hábitos inveterados; la
de los antiguos amigos; la de los actuales compañeros de estudio, vecindario o
trabajo. El mundo, además, no cesa en sus propuestas contrarias al Evangelio,
ni en su capacidad de desinformar con respecto a la Iglesia, ni en su ironía y
sus críticas. A largo plazo esta presión es insoportable con las solas fuerzas
humanas, porque cualquier error será castigado implacablemente con los típicos
comentarios: «¿Y no dice que es muy católico? ¿Para qué le sirve tanto rezar?
¿Qué hace tan metido con esos curas?»
Con todo,
los evangelizadores no pueden hacer el juego al mundo llenándose de una
angustia enfermiza, de una melancolía contagiosa, de un pesimismo aplastante o
de un mórbido complejo de persecución. Es fácil caer en hipocresía, cuando
criticamos al mundo y al mismo tiempo utilizamos todos sus servicios.
Nos tentará
ciertamente la postura del fariseo: creernos buenos, despreciar todas las
iniciativas y estilos que no sean los de nosotros, erigirnos en jueces
implacables de toda opinión o modelo de trabajo distinto del nuestro, y esa
larga serie de barreras a la gracia que Cristo criticó en el Evangelio.
Hay que
saber que todas las presiones y tensiones del mundo obran más adentro de
nosotros que afuera, y que su pretensión básica es arrebatarnos tres tesoros:
la alegría, la generosidad y la paz. Y si el Señor acaso nos muestra un defecto
de algún prójimo no es para ayudar a hundirlo sino para obrar con él desde la
oración, la corrección fraterna y la verdadera misericordia. Si en algo somos
distintos, es obra de la gracia y es para que esa misma gracia se difunda y
florezca en todo y en todos.
Nuestra victoria, pues, no consiste simplemente reprimirnos de pecar, por miedo, por orgullo o por sostener una imagen. Nuestra victoria es el anuncio gratuito de una noticia que acepta y aprovecha tantas bondades de nuestro mundo, pero que trasciende todo lo creado para abrir los ojos a la maravilla de la Redención por la gracia.
Lucidez: esta es la palabra. El amor es más que un sentimiento, pero esto sólo lo sabe el que además de amor tiene luz. Sin la luz de Dios, en primer lugar, que Él concede con abundancia a través de la oración humilde, podemos empeñar nuestras fuerzas y nuestro celo en vano. El Señor dijo que habría un tiempo de tanta ceguera que la gente llegaría a matar a los discípulos de Cristo y pensaría que así le está dando gloria a Dios. No basta el impulso, no basta el celo, no basta el sentimiento, no basta la generosidad. Necesitamos lumbre, porque el camino es largo y es engañoso en muchos trechos.
La luz principal, como queda dicho es la que da Dios por su Espíritu, principalmente a través de la oración perseverante, humilde y confiada. Junto a ella, no podemos desentendernos del testimonio que nos da la historia, que con razón ha sido llamada «Maestra de la vida». Escuché alguna vez personas que tranquilamente pretendían saltar desde Pentecostés hasta sus propias vidas, como si el Espíritu Santo no hubiera hecho nada en veinte siglos, o como si toda la historia de la Iglesia hubiera sido un gigantesco paréntesis del cual sólo ahora, y precisamente con ellos, veníamos a salir.
El estudio es necesario también por otros motivos. Ante todo, porque nos lleva a profundizar en la Palabra y educarnos en la sensibilidad a lo que san Pablo llamaba la «sana doctrina». Las antiguas herejías renacen de continuo en versiones similares o más disfrazadas, y sin saberlo uno puede convertirse en modalista, nestoriano o monofisita. Si tal cosa sucediere, ¿para quién serían nuestros esfuerzos, sino para la causa funesta de dividir o confundir al pueblo de Dios?
El estudio trae sensatez; la reflexión trae serenidad. Es verdad que la ciencia puede conducir al orgullo, pero también hay muchos iletrados llenos de presunción, y por algo se ha dicho que «la ignorancia es atrevida». No es el estudio lo que nos hace soberbios, sino la idolatría de nuestros conocimientos. Los verdaderos sabios han sido siempre humildes, precisamente porque su gran saber les ha dado una medida muy justa del tamaño de todo lo que no saben.
Un fruto precioso del estudio es la apertura al diálogo. Es propio de la inseguridad pretender ocultar el miedo con capas de intolerancia. El necio siente temor de escuchar por miedo a mudar su parecer. No sabe cambiar su opinión sin contradecirse. Deja de creer rígidamente en algo sólo cuando empieza a creer firmemente lo contrario.
Necesitamos un cristianismo que sea firme en su doctrina, pero sobre todo firme en su resolución de aprender y ser siempre discípulo. Estamos urgidos de cristianos gustosos en ser la obra de Cristo, más que en darle obras a Cristo, y ello requiere que estén dispuestos a ser modelados por su gracia y por su palabra.
Dialogar supone apasionarse por la verdad y saberse siempre en camino hacia Ella; implica no considerar bueno a lo tradicional simplemente porque sabemos qué resultados produce, ni malo a lo nuevo porque no ha sido probado; pero tampoco creer que es malo lo antiguo porque han llegado nuevas cosas, o que es bueno lo nuevo porque ha aparecido de último.
Dialogar significa estar dispuesto a reconocer la parte de Dios en todas partes, y dejar libre a su Providencia para obrar antes o después de nosotros, con o sin nosotros, por encima o más allá de nuestras perspectivas. No es sólo que carezcamos de algunas respuestas: es que no podemos asegurar que hemos llegado a la pregunta justa. No es sólo permitir que otros hablen; es permitirnos escucharlos. No es sólo presentar las cosas desde nuestro punto de vista; es divisar —junto a los demás— desde dónde está viendo cada uno.
Para mi gusto, la frase más audaz de Juan Pablo II se encuentra al principio de su Encíclica Redemptoris Missio: «la evangelización está en sus comienzos».
Ahí se conoce el alma de un misionero: después de dos mil años, afirma que estamos en el comienzo. Se ha avanzado en 20 siglos, pero hay tal camino por delante, que frente a él nuestros intentos y logros son sólo una modesta preparación en orden a la tarea que nos aguarda.
Nada tan traidoramente cómodo como sentir o pensar que ya tenemos las estrategias, la doctrina y la liturgia. ¡Oigo a tantas personas hablar con orgullo de la uniformidad de la Iglesia! «Tenemos un catecismo, un derecho canónico y un misal: estamos hechos.» ¡Casi parece que ni siquiera necesitaran de la Biblia! ¿Y acaso es o debería ser un motivo de orgullo el que un mismo rito —el romano— se repita en casi todas las comunidades católicas de Occidente? ¿No tiene el Espíritu Santo más trabajo, sino ayudar a todos los cientos de millones de fieles a que sepan lo que deben hacer, decir y celebrar, según los libros? Además del don de la obediencia, ciertamente precioso, ¿qué otros dones tiene el Espíritu para los laicos?
Imagino el mal sabor que estas palabras pueden causar, no sin alguna razón, en muchos responsables del rebaño de Cristo. Y no imagino: sé que pueden ser entendidas como una invitación al capricho de los sacerdotes, o una puerta abierta a los abusos, extravagancias y excentricidades en todo género de fieles.
Sin embargo, ¿no se alimentan mutuamente la tiránica rigidez de las normas, la necia rebeldía contra las normas y la absoluta indiferencia ante las normas? ¡Debe haber un carisma, un género especial de discernimiento, que permita a los obispos y demás superiores reconocer oportuna y gozosamente el paso del Espíritu Santo por otras sendas, además de la consulta a lo que ya está estudiado, resuelto, dispuesto y autorizado por la Santa Sede! Debe haber un camino para que los pastores estén más cerca de su grey que de sus decretos, y para que, conociendo bien los códigos, conozcan todavía mejor los corazones y las vidas de los fieles que Cristo les ha confiado. Así revestidos del Espíritu y conocedores de su pueblo, no vacilarán en apoyar, con discreción y prudencia, pero también con libertad y audacia, las iniciativas litúrgicas, espirituales y apostólicas que darán juventud y eficacia a la Iglesia del mañana.
Necesitamos obispos, sacerdotes, religiosos y laicos capaces de imaginar, ensayar y evaluar; gente con sentido del humor, con algún derecho a equivocarse y con el hermoso deber de mejorar. Personas serias, no por la seriedad de lo eclesiástico, sino por la gravedad del precio de la redención, y por la solemne belleza de la alabanza que brota del pueblo congregado en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu.
Todos los cristianos, pero especialmente aquellos que sean llamados por el Espíritu Santo a colaborar en Asociaciones de Evangelización habrán de sentir a la Iglesia en sus entrañas: amarla más que a sí mismos, en razón de Cristo, que por Ella entregó su vida (cf. Ef 5:25). Entendamos de una vez que, sin la intensidad de un amor así, no es posible vencer a los amores idolátricos que acechan a todos los corazones.
Nada más empezar nuestras labores, el demonio atacará, el mundo amenazará y la carne sollozará. Los celos, las incomprensiones, el cansancio, los malos entendidos, los chismes, el tedio y una larga serie de pecados que no excluyen a los escándalos, la codicia y la lujuria, intentarán detenernos, resentirnos, enredarnos, dividirnos, confundirnos o desanimarnos. Locura es entrar en semejante mar si no estamos unidos y sellados con el mismo amor con que Cristo amó a su Iglesia.
¡Qué bello pero qué escaso es el amor a la Iglesia! Levantar los ojos por encima de la propia parroquia, grupo, diócesis, movimiento, cultura o tradición particular, y amar siempre más la grandeza del don de Dios, don que no está completo en ninguno de nosotros, y quiere completarse en la comunión de todos: eso es amar a la Iglesia.
Preferir la gloria de Dios, permitir a otros nos enseñen tantas cosas y también que venzan allí donde nosotros hemos fracasado, ofrecer nuestra experiencia y no imponerla, descubrirnos provisionales y peregrinos, aprender a festejar y agradecer cosas que no hicimos ni se nos habían ocurrido: eso es amar la Iglesia.
Sufrir en silencio por la división de los cristianos, orar en lágrimas ante el Santo Sacramento, ofrecer penitencia por los pecados de todos, esforzarnos siempre más en percibir apropiadamente las preguntas y los caminos de los otros, esperarlo todo de Dios y rogarle desde las entrañas de Cristo: eso es amar la Iglesia.
Avanzar, sin complejos ni quimeras, por la senda de un servicio escaso de aplausos y poblado de peligros; levantarse de los propios errores y tener manos para el que está caído; cantar alabanzas y llorar pecados; celebrar en todo el amor de Dios y pensar siempre primero en sus intereses y en la potencia de su gracia: eso es amar la Iglesia.
Ninguno de mis superiores me pidió que escribiera esto; ninguno lo impidió, tampoco; todos, sin embargo, lo han conocido y de diversos modos lo han apoyado. Digo esto para no pasar por alto un testimonio de honestidad y largueza en la Orden de Predicadores y en la Iglesia de hoy.
En efecto, en mi Comunidad Dominicana tengo responsabilidades a las que en alguna medida he debido sustraerme para redactar y corregir muchas veces estas páginas —a las que por cierto no considero aún en su versión definitiva—. Pero mi Comunidad ha sido más que comprensiva con ese tiempo; ha sido generosa para darme espacio y libertad para que escriba; y sobre todo ha sido paciente en acoger luego lo escrito, que, como se ve, no siempre es halagador ni encomiástico.
Presento esta circunstancia personal por dos razones: por un deber de justicia y gratitud, y porque sé que mi propio caso en algún sentido es un prototipo de cuánto de puede y se debe hacer para que los ideales de transformación de la Iglesia lleguen a ser una realidad.
Dicho con palabras más sencillas: la generosidad de los obispos y superiores mayores en conceder a algunos sacerdotes el tiempo y algunos recursos para hacer teología y cultivar líneas nuevas de espiritualidad cerca de los seglares es la pieza fundamental de una renovación profunda de la Iglesia Católica. O dicho de modo negativo: una programación absorbente y total, que envuelva o pretenda envolver a todos los que hoy se llaman «agentes de pastoral» en una misma serie de actividades, es el camino eficaz para prolongar nuestras deficiencias y hacernos ciegos a nuevos modos de cultivar la viña del Señor, quizá los más necesarios hoy.
Hace tiempo la Iglesia aprendió que la santidad de sus ministros es el primer y más necesario presupuesto para su propia reforma. Tal requisito cobra hoy una dimensión en cierto sentido heroica, pues, siendo esta la hora de los laicos, lo que se pide de nosotros los sacerdotes, los obispos y los demás consagrados es una delantera en la santidad sin una vanguardia en los aspectos más visibles del proceso.
Por ello, no sólo los obispos y superiores tienen responsabilidad en esta parte de la tarea. ¿Cuántos sacerdotes están dispuestos a hacer de la Iglesia de Cristo el ámbito entero de sus amores, ilusiones y desvelos? ¡Es lamentablemente tan frecuente que sacerdotes y religiosos lleguemos a ver nuestra vida como un oficio del que se supone que tenemos derecho a “descansar”! ¡Y se da tantas veces que luego vemos este “descanso” como un escampar los dolores e intereses del Corazón de Cristo bajo las cobijas de los cariños humanos, incluso cuando tales afectos no dan ya honor y gloria a Dios!
Necesitamos un núcleo de gente liberada de los afanes del mundo, y ese núcleo deberá contar con sacerdotes enamorados de la santidad de Dios, convencidos de la gracia de Dios y celosos por la predicación, la conversión y santificación de todos. A su vez, estos sacerdotes brotarán de familias orantes y comunidades y grupos misioneros. Necesitamos entonces también de esas familias llenas de amor, oración compartida, diálogo fraterno, piedad y amor a los pobres. Familias santas.
En resumen: necesitamos lo que siempre ha necesitado la Iglesia, lo único que la hace crecer, lo único que la sana, alimenta y extiende: santos. Pero además, entre esos santos necesitamos teólogos y místicos que vean bien lejos y anuncien las bellezas de la Jerusalén prometida y las sendas que allá nos lleven.
«No me llamarías si me tuvieras», ha dicho el Señor de varios modos a algunos santos. Así pues, sabemos dónde anda Dios mirando a aquellos que más le buscan. Donde más se le busca, más se le tiene. Un alma insaciable es un alma llena de Dios. Rebosa de Dios el que le busca con ansia infinita.
Y puesto que nada para Dios se hace sin Dios,
sólo una generación de insaciables enamorados de su gloria será instrumento
idóneo para que el Señor muestre su obra y manifieste su poder.
El hambre
es algo paradójico, porque en sí mismo implica debilidad, pero tiene también su
“fuerza” que nos lleva a movernos hacia el alimento.
Así es
también el extraño pero irreprimible impulso que necesitamos: una combinación
de conciencia de la presencia del mal y certeza del poder del bien; el reino
real y sensible del deseo de que Dios reine sensible y realmente.
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[1] Evangelii nuntiandi, n. 17
[2] El servicio de Noticias Eclesiales, con fecha 22 de mayo de 1999, presentaba a este respecto una información sobre la oposición de la Asociación de Universidades Católicas de Estados Unidos (ACCU) a una reforma propuesta por la Conferencia Episcopal Americana (NCCB) «con el fin de recuperar el carácter católico de los centros de educación superior.» En su documento, los obispos norteamericanos señalaban que el presidente o rector de toda universidad católica debía pronunciar el Juramento de Fidelidad, que los católicos constituyan la mayoría de profesores de cada facultad y que los obispos locales supervisen el nombramiento de profesores de teología. En su pronunciamiento, la ACCU señala su oposición a estas tres propuestas y explica que estas medidas "afectarían gravemente" la libertad de investigación. El borrador del documento propuesto, sin embargo, señala que la libertad de investigación en una universidad católica "está supeditada a la verdad y al bien común", como señala la carta Ex Corde Ecclesiae de Juan Pablo II.