Entender el Ave Maria
Desde el regazo
materno aprendimos a balbucear la más hermosa oración que podemos dirigir a la
Virgen, es decir, la primera plegaria mariana. La hemos rezado miles y miles de
veces. Lo seguimos haciendo, quizá a diario, al levantarnos y al acostarnos, en
el Ángelus, en el Rosario, en las visitas a nuestra Patrona o imágenes de
nuestra devoción, al emprender algún viaje o bien en algún trance difícil.
Sin
embargo, surgen algunas preguntas: ¿Hemos penetrado y saboreado esta admirable
oración, frase por frase, palabra por palabra? ¿Hemos valorado sus inagotables
tesoros? ¿Hemos aprendido sus lecciones sublimes? ¿Estimulamos y alimentamos
con ella nuestra vida cristiana? En el transcurso del año 2000 que nos ha
abierto las puertas de un nuevo siglo y de un nuevo milenio, haremos una
radiografía, lo más completa posible del «Ave María» con un objetivo concreto:
rezarla bien, rezarla mejor. Recogeremos en seguida sus frutos.
Veamos
ante todo cómo nació y cuál es su armónica estructura. El Ave María consta de
tres partes: la primera está tomada del saludo angélico: Ave, llena de
gracia, el Señor es contigo (Lc 1,28). La segunda está formada por las
palabras de alabanza que Isabel, pariente de la Virgen, y esposa de Zacarías,
dirige a María al pisar su casita de Ain karim: Bendita eres entre las
mujeres y bendito es el fruto de tu vientre (Lc 1,42). La tercera parte es
una invocación de la Iglesia de origen muy posterior: Santa María, Madre de
Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
Lo
primero que hemos de advertir es que esta plegaria tiene origen divino y origen
eclesiástico. El ángel e Isabel fueron los personajes inspirados por Dios. La
Iglesia, asistida por el Espíritu Santo, completó la primera oración a Nuestra
Señora.
La
estructura íntegra del Ave María necesitó un milenio —del siglo VI al siglo
XVI— para alcanzar su actual formulación. Su historia se asemeja a un pequeño
arroyo que poco a poco va adquiriendo volumen hasta formar un caudal amazónico,
expresión del grandioso sentido de la fe.
No
obstante, pueden fijarse algunos datos de indudable certeza. La vinculación del
saludo de Gabriel con la alabanza de Isabel se debe a Severo de Antioquía, que
falleció el año 538. En una vasija de barro encontrada en Luxor (Egipto) ya se
leen estas palabras unidas. San Juan Damasceno, fallecido en el 749, las
comenta en sus homilías. La Iglesia ha añadido los nombres de «María» al
principio y de «Jesús» al final, siendo Urbano IV en el siglo XIII, su
afortunado autor. El último añadido: «ahora y en la hora de nuestra muerte»,
aparece en un breviario cartujano del 1350, siendo asumido posteriormente por
los trinitarios y camaldulenses.
En
el año 1525 se encuentra ya en los catecismos populares. Puede afirmarse que la
fórmula definitiva que ha llegado hasta nosotros fue fijada por Pío V en 1568,
con ocasión de la Reforma litúrgica. Hace pues, 432 años que los católicos
rezamos en su forma actual esta incomparable plegaria mariana, mitad himno de
alabanza, mitad súplica filial. Y no nos cansamos de repetirla por su
irresistible encanto sobrenatural. Que nos sirva siempre para ser mejores
discípulos de Jesús.