El Cielo

Por: Fr. Nelson Medina, O.P.


Tabla de Contenido

1. ¿Un tema prohibido?. 1

2. El cielo en la predicación de Jesús. 2

3. Nuestra vocación celestial 4

4. El cielo y los cielos. 6

5. Lo esencial y lo accidental 8

6. El tiempo y el cielo. 9

7. Los Nueve Cielos de Dante. 11

8. El Cielo Imaginable. 13

9. El Cielo "Mínimo" 15

10. Primer Ciclo: el Paraíso. 16

Primer Cielo. 17

Segundo Cielo. 18

Tercer Cielo. 19

11. Segundo Ciclo: el Santuario. 21

Cuarto Cielo. 22

Quinto Cielo. 23

Sexto Cielo. 24

12. Tercer Ciclo: el Tálamo. 25

Séptimo Cielo: el Altar 26

Octavo Cielo: el Arca. 27

Noveno Cielo: el Trono. 28

13. Cuestiones Complementarias. 30

Primacía de Jesucristo en los Cielos. 30

La vida del cielo como criterio de medida de la tierra. 31

Combate en el Cielo. 32

Los Cielos Abiertos. 34

Cristo vuelve del Cielo. 35

El Cielo de la Creación. 36

14. A modo de síntesis. 37

15. Epílogo. 39

Tabla de Contenido. 40

 

1. ¿Un tema prohibido?

Trabajosamente conjeturamos lo que hay sobre la tierra y con fatiga hallamos lo que está a nuestro alcance; ¿quién, entonces, ha rastreado lo que está en los cielos?

Sabiduría 9,16

El cielo parece hoy un tema prohibido en la Iglesia Católica. Tuve que hacer alguna investigación y descubrí para mi sorpresa que la entrada cielo no aparece en un buen número de diccionarios de teología. Y si se habla de bienaventuranza, el tono es de generalidades. Creo que la sensación es que hablar del cielo nos hace "huir" de la tierra.

Es una pena que suceda así. Lo celestial está de moda en todas partes, menos entre los estudiosos católicos, que quizá no necesitan más cielo que su propia gloria. Esto significa que si alguien está interesado en ángeles, inspiraciones celestiales, o simplemente quiere trascender la ruda y burda cotidianeidad, tendrá que buscar las aguas espurias del esoterismo o de la New Age, porque su Iglesia no tiene cómo recibirle, y esto, en términos sencillos, significa: "¡váyase!".

Últimamente me pregunto cómo pretendemos que la vida adquiera impulso y dirección si no tenemos claro hacia dónde queremos dirigirla. ¿No es el cielo el término "natural" de la vida cristiana? ¿Por qué entonces se recubre de prejuicios ese hermoso destino, por qué se habla tan poco de él, por qué todo lo celeste tiene que ser de entrada tan sospechoso?

Bueno, no faltan razones. Normalmente se llega a un extremo como reacción a otro extremo. Hoy se siente un gran prejuicio frente al cielo tal vez por todos los excesos de uso y abuso que se hizo de este término sublime.

A nombre del "cielo" se predicó resignación a los pobres de la tierra. A nombre del "cielo" se enseñó una penitencia maniquea que pretendía salvar el alma para el cielo destruyendo el cuerpo en la tierra. A nombre del "cielo" se canonizó un modo de enseñar la verdad, que parecía caída del empíreo eterno y por lo mismo, inamovible, fija, intolerante, opresor. A nombre del "cielo", en fin, se maltrató la inteligencia y se manoseó la voluntad de multitudes de cristianos, muchos de ellos de buena fe. Es explicable que, como reacción a semejante estado de cosas, los nuevos intelectuales se aseguren de una cosa: ser "terrenales". Con lo cual, dicho sea de paso, le hacen caso a Nietzsche: "¡permaneced fieles a la tierra!" (Prólogo de Zaratustra, 3).

Con todo, no creo que sea sabio responder a un extremismo con otro extremismo. Todos esos teólogos "fieles a la tierra" dejan sin alimento y sin dirección a las fuerzas quizá más intensas y generosas del corazón humano. El resultado neto no es: mayor compromiso social, mayor promoción del hombre, mayor solidaridad en una economía más sana; el resultado es: egoísmo y narcisismo espirituales; veleidad esotérica pululante; multiplicación de métodos mentales y de meditación. Una teología desequilibrada nunca será una teología profética, sino sólo... una teología desequilibrada.

Es necesario, pues, volver al tema del cielo. Sin olvidar, claro está, lo que nos ha enseñado el rodeo crítico de las teologías "pegadas a la tierra": el cielo no es un escape ni una disculpa; no es una justificación ni del mal social ni de la ignorancia o pereza de nuestras mentes; no es, en fin, el patrimonio de los más poderosos, ni de los más cobardes, ni de los más agudos.

2. El cielo en la predicación de Jesús

«Vosotros, pues, orad así:
Padre nuestro que estás en los cielos...»

Mateo 6,9

Jesucristo predicó con una referencia continua al cielo. Para entender el alcance de esta opción, es necesario examinarla en el contexto del Antiguo Testamento.

El cielo es en la antigua alianza el lugar que Dios hizo (Gén 1,1), "pues nada son todos los dioses de los pueblos, mas Yahveh los cielos hizo" (Sal 96,5). El cielo o los cielos son su "morada" (Dt 26,15; 1 Re 8,39). Y sin embargo, Dios desborda esta morada, como proclama con estupor Salomón al consagrar el primer templo en Jerusalén: "¿Es que verdaderamente habitará Dios con los hombres sobre la tierra? Si los cielos y los cielos de los cielos no pueden contenerte, ¡cuánto menos esta Casa que yo te he construido!"

El esquema más común puede sintetizarse en la expresión de David: "Los cielos, son los cielos de Yahveh, la tierra, se la ha dado a los hijos de Adán" (Sal 115,16).

En efecto, el cielo es el ámbito de las decisiones de Dios, pues de allí viene su palabra: "Desde el cielo te ha hecho oír su voz para instruirte", dice el Deuteronomio 4,36. En el cielo está el ejército de Yahveh (1 Re 22,19; Lc 2,13.15) y desde los cielos Dios observa, resuelve y obra (Is 63,15).

Con ese contexto en mente, sorprende, por decir lo menos, que Jesús hable de un futuro de cielo para los suyos: "Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros» (Mt 5,12). Y también: «Vended vuestros bienes y dad limosna. Haceos bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable en los cielos, donde no llega el ladrón, ni la polilla». (Lc 12,33)

Jesús, a quien no acusaremos de "escapista" ni de "espiritualista", presentó a su propio Padre del cielo como modelo, con expresiones bien precisas: «Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (Mt 5,44-45). «Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5,48).

La idea parece ser como sigue.

El "cielo" denota el espacio inmenso de la soberanía de Dios, que no queda confinada a los poderes, recursos e intereses de los hombres. La apocalíptica del Antiguo Testamento destacaba ya esas intervenciones maravillosas, no por simple concesión a la fantasía, sino como un vehículo de lenguaje que quiere describir la infinita sabiduría y el inacabable poder de Dios que pasma nuestra mente y se impone en la historia humana.

Ese "espacio" de soberanía irrumpe en la historia humana, con pleno derecho y plena potencia, a través de la predicación y la vida de Jesús de Nazareth, que precisamente anuncia que Dios reina, que "el Reino de Dios (o de los Cielos) ha llegado" (cf. Mt 3,2; 4,17; 12,28). La atmósfera, el ambiente que rodea a Jesús y que Jesús mismo engendra no es otra cosa sino la llegada de la soberana majestad de Dios en medio de los hombres: ¡el cielo ha llegado!

Es lógico entonces que nuestro modelo sea el Padre Celestial. Con Jesucristo los cielos se han "abierto", como lo expresan varios pasajes de la Escritura. Esteban, por ejemplo, "lleno del Espíritu Santo, miró fijamente al cielo y vio la gloria de Dios y a Jesús que estaba en pie a la diestra de Dios; y dijo: «Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre que está en pie a la diestra de Dios» " (Hch 7,55-56; cf. 10,11; Jn 1,51).

Jesús nos ha abierto los cielos.

Otro modo de decir esta enseñanza —y de aproximarnos a este misterio— es decir así: Jesús, al modo de los Sumos Sacerdotes de la alianza antigua, ha penetrado los cielos. Es la perspectiva de la Carta a los Hebreos: "no penetró Cristo en un santuario hecho por mano de hombre, en una reproducción del verdadero, sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro" (Heb 9,24). "Así es el Sumo Sacerdote que nos convenía: santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores, encumbrado por encima de los cielos" (Heb 7,26). "Este es el punto capital de cuanto venimos diciendo, que tenemos un Sumo Sacerdote tal, que se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos" (Heb 8,1; cf. Mc 16,19; Lc 24,51); "teniendo, pues, tal Sumo Sacerdote que penetró los cielos - Jesús, el Hijo de Dios - mantengamos firmes la fe que profesamos" (Heb 4,14).

Estos cielos "abiertos" caracterizan bien la Pascua de Cristo, pero no deben reservarse solamente para la hora final, pues "sucedió que cuando todo el pueblo estaba bautizándose, bautizado también Jesús y puesto en oración, se abrió el cielo" (Lc 3,21).

Esto explica el intrépido lenguaje de Juan, el evangelista-teólogo, cuando pone en boca de Jesús expresiones de audacia inconcebible para el Antiguo Testamento.

Jesús viene del cielo: "El que viene de arriba está por encima de todos: el que es de la tierra, es de la tierra y habla de la tierra. El que viene del cielo, da testimonio de lo que ha visto y oído, y su testimonio nadie lo acepta" (Jn 3,31-32).

Conoce las cosas del cielo: "Si al deciros cosas de la tierra, no creéis, ¿cómo vais a creer si os digo cosas del cielo? Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre" (Jn 3,12-13).

Él es el pan del cielo: " el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo" (Jn 6,33). Afirmación inaudita que causó extrañeza suma. "Y decían: «¿No es éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: He bajado del cielo?» " (Jn 6,42).

"Este que bajó es el mismo que subió por encima de todos los cielos, para llenarlo todo" (Ef 4,10); "para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos" (Flp 2,10); "para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora manifestada a los Principados y a las Potestades en los cielos, mediante la Iglesia, conforme al previo designio eterno que realizó en Cristo Jesús, Señor nuestro" (Ef 3,10; cf. Mt 28,18).

Mirando el conjunto, uno se pregunta si es posible predicar el Evangelio sin una referencia clara, central y profunda al cielo. Pero sabemos que ha habido quienes lo intenten.

3. Nuestra vocación celestial

Pero nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas.

Filipenses 3,20-21

La Carta a los Hebreos saca una conclusión lógica de cuanto se ha dicho del sacerdocio de Cristo: "hermanos santos, partícipes de una vocación celestial, considerad al apóstol y Sumo Sacerdote de nuestra fe, a Jesús" (Heb 3,1).

Nuestro "cielo", entonces, no es una obra de nuestra imaginación, no es lo que pretenda nuestro capricho, ni una proyección de nuestros deseos profundos o inconfesados; tampoco es la oposición dialéctica simplista a lo "material" o "terreno". Nuestro cielo es una participación del cielo de Jesús. Por eso san Pablo nos llama "coherederos".

En este sentido habría que entender Rom 8,16-18, "El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados. Porque estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros."

Y también: "Sabemos que si esta tienda, que es nuestra morada terrestre, se desmorona, tenemos un edificio que es de Dios: una morada eterna, no hecha por mano humana, que está en los cielos. Y así gemimos en este estado, deseando ardientemente ser revestidos de nuestra habitación celeste, si es que nos encontramos vestidos, y no desnudos" (2 Cor 5,1-3).

Así pues, la Escritura nos indica que el uso del término "cielo" no es libre; no pertenece al albedrío de nuestros deseos, nuestra imaginación o nuestros miedos.

Con Cristo el cielo es una realidad que penetra, sana, desborda y renueva la historia terrena (Col 3,10); con Cristo nuestra tierra penetra tras la cortina del templo celeste y se hace oír en poderosa intercesión (Heb 7,25).

Hay un tiempo final, sin embargo, en el que todo será renovado. La meta última de la evangelización es preparar a la humanidad y a la creación misma para ese tiempo.

Por eso Pedro predica: "Arrepentíos, pues, y convertíos, para que vuestros pecados sean borrados, a fin de que del Señor venga el tiempo de la consolación y envíe al Cristo que os había sido destinado, a Jesús, a quien debe retener el cielo hasta el tiempo de la restauración universal, de que Dios habló por boca de sus santos profetas" (Hch 3,19-21).

Pablo utiliza palabras semejantes: "Dios, pues, pasando por alto los tiempos de la ignorancia, anuncia ahora a los hombres que todos y en todas partes deben convertirse, porque ha fijado el día en que va a juzgar al mundo según justicia, por el hombre que ha destinado, dando a todos una garantía al resucitarlo de entre los muertos" (Hch 17,30-31).

Esto indica que la predicación no tiene como término último el mejoramiento de este mundo sino algo que podemos llamar la preparación de una ofrenda, la preparación de la eucaristía celestial, universal, solemne y eterna.

Pedro lo dice sin ambages: "El Día del Señor llegará como un ladrón; en aquel día, los cielos, con ruido ensordecedor, se desharán; los elementos, abrasados, se disolverán, y la tierra y cuanto ella encierra se consumirá. Puesto que todas estas cosas han de disolverse así, ¿cómo conviene que seáis en vuestra santa conducta y en la piedad, esperando y acelerando la venida del Día de Dios, en el que los cielos, en llamas, se disolverán, y los elementos, abrasados, se fundirán? Pero esperamos, según nos lo tiene prometido, nuevos cielos y nueva tierra, en lo que habite la justicia" (2 Pe 3,10-13).

Podemos hacer una extensa hermenéutica sobre el recargo que el imaginario judío-apocalíptico introduce en la enseñanza del apóstol, pero jamás podremos negar que en éste y otros textos está implícito un mensaje de profunda conmoción cósmica, que separa —en esencia y no sólo en grado— nuestros deseos por un mundo mejor y nuestros deseos por el mejor de los mundos. La evangelización es el comienzo de la liturgia del cielo (Ap 12,11). Predicar es preparar la ofrenda, el verdadero culto grato a Dios (Rom 15,16).

4. El cielo y los cielos

Si los cielos y los cielos de los cielos
no pueden contenerte,
¡cuánto menos esta Casa que yo te he construido!

1 Re 8,27

¿Cielo o cielos? Las dos expresiones se cruzan a lo largo de la Biblia entera. Es algo semejante a lo que sucede con el sentido de la expresión que se utilice, sea una u otra: desde el cielo meteorológico hasta el cielo trascendente hay un ir y venir que no termina de resolverse con la precisión de definiciones que nuestra racionalidad occidental desearía.

Uno puede suponer, de otra parte, que el plural no tiene necesariamente un alcance semántico; es decir, su uso no implica forzosamente una correspondiente multitud de realidades yuxtapuestas o sobrepuestas. En este sentido parecen ir las expresiones de 1 Re 8,27 y 2 Cró 6,18, "Si los cielos y los cielos de los cielos no pueden contenerte, ¡cuánto menos esta Casa que yo te he construido!". Esos "cielos de los cielos" no parecen apuntar al mapa de nada contemplado o deducido, sino más bien un estado de estremecimiento interior ante la grandeza y la majestad divinas.

Lo que sí parece claro es que en el Antiguo Testamento ese cielo o esos cielos —salvo el caso de Elías (2 Re 2,1; 1 Mac 2,58) y, menos claramente, el de Henoc (Gén 5,24; Sir 44,16)— no son mencionados propiamente como destino de quien vive según Dios. Esto nos ayuda a entender lo explicable de la actitud de los saduceos "que no creen en la resurrección" (Mt 22,23), cosa que era motivo de agria disensión en el judaísmo de la época (Hch 23,6).

Cristo toma clara postura al respecto, porque enseña cosas como: "cuando resuciten de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán como ángeles en los cielos" (Mc 12,25).

La certeza de Pablo en esta materia es total: "El primer hombre, salido de la tierra, es terreno; el segundo, viene del cielo. Como el hombre terreno, así son los hombres terrenos; como el celeste, así serán los celestes. Y del mismo modo que hemos llevado la imagen del hombre terreno, llevaremos también la imagen del celeste" (1 Cor 15,47-49).

Es una realidad que, por lo menos en las llamadas "cartas de la cautividad", él ve ya incoada, si no presente: "estando muertos a causa de nuestros delitos, [Dios] nos vivificó juntamente con Cristo —por gracia habéis sido salvados— y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús" (Ef 2,5-7).

Vamos, pues, por gracia hacia la gloria, como enseña Pedro: "El Dios de toda gracia, el que os ha llamado a su eterna gloria en Cristo, después de breves sufrimientos, os restablecerá, afianzará, robustecerá y os consolidará" (1 Pe 5,10)

Lo cual revive la pregunta que inició este apartado: ¿vamos al cielo o a los cielos? ¿O es discusión inútil o de poco provecho? ¿O es especulación insoluble todo este asunto?

Estas reservas y preguntas nos permiten llegar a una afirmación de principio. Cuando descubrimos en nosotros el deseo de aprender sobre el cielo, es preciso depurar la intención.

Una actitud crédula hace tanto daño como una escéptica; el agnosticismo es tan perjudicial como la curiosidad; una mente obsesiva no alcanzará más que un alma inerte o negligente.

Deseamos conocer del cielo porque es el cielo de Jesús, porque es nuestra herencia propia, porque es nuestra ciudadanía estable y eterna; en fin, porque está escrito: "Vosotros, en cambio, os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad de Dios vivo, la Jerusalén celestial, y a miríadas de ángeles, reunión solemne y asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos, y a Dios, juez universal, y a los espíritus de los justos llegados ya a su consumación" (Heb 12,22-23)

Por decirlo de algún modo: no podemos desinteresarnos del cielo. Pablo nos dice: "fiel es Dios, por quien habéis sido llamados a la comunión con su hijo Jesucristo, Señor nuestro" (1 Cor 1,9).

Por otra parte: ¿es que nuestra ignorancia —sea ella culpable o no— nos ayudará a ser mejores cristianos? ¿olvidarnos del cielo nos hará conocer, valorar y sopesar mejor lo transitorio y lo permanente de nuestra vida terrena?

Animados por estas consideraciones, e implorando el Espíritu de humildad y de sabiduría, compartimos algunas reflexiones.

5. Lo esencial y lo accidental

Al vencedor le pondré de columna en el Santuario de mi Dios, y no saldrá fuera ya más; y grabaré en él el nombre de mi Dios, y el nombre de la Ciudad de mi Dios, la nueva Jerusalén, que baja del cielo enviada por mi Dios, y mi nombre nuevo.

Apocalipsis 3,12

A. Royo Marín en su Teología de la Salvación propone la distinción, por lo demás clásica, entre la bienaventuranza esencial y la bienaventuranza accidental. Cuando hablamos de lo esencial de la bienaventuranza pensamos en "el" cielo; cuando aludimos a sus aspectos accidentales, es posible hablar de "los" cielos.

Lo esencial del cielo, como nos enseña Santo Tomás de Aquino, es la visión y posesión de Dios. Una visión que sucede no con la lumbre de nuestra razón natural ni con la luz de la fe sino con una iluminación singular a la que los teólogos llaman lumen gloriae, la "luz de la gloria": una comunicación que Dios hace de su propia verdad, con la que impregna totalmente el entendimiento de los bienaventurados y los hace capaces de ver al mismo Dios en su esencia. Esta visión es al mismo tiempo posesión del tesoro inefable e indescriptible de los bienes propios e inagotables del ser divino.

Y tal es la bienaventuranza esencial.

Resulta un poco más difícil explicitar qué es la bienaventuranza accidental. Ante todo, el término "accidental" viene aquí prestado del lenguaje de la metafísica aristotélico-tomista. Un accidente, pues, no es una casualidad ni es algo de por sí transitorio, sino algo que para existir necesita apoyarse en otro ser, es decir, en una "sustancia". Es el caso, v. gr., del color. No existe el color, sin más, sino cosas con color; el accidente "color" subsiste "en otro", por ejemplo, en un pantalón o en una pared. Por lo mismo, lo accidental pueda estar o no estar. Un pantalón puede dejar de ser azul sin dejar de ser pantalón.

De acuerdo con esto, la bienaventuranza accidental puede tener muchos aspectos o dimensiones. Royo Marín da este ejemplo: si una persona en el cielo se reúne con otros parientes que llegan también a la patria eterna, ello implica un nuevo tipo de felicidad, aunque se trata de una felicidad que no cambia la esencia de su gozo de cielo. Sería una felicidad "accidental", en el preciso sentido metafísico aclarado más arriba.

Sin embargo, este caso muestra lo difícil que es hallar ejemplos de bienaventuranza accidental. ¿Hay acaso tiempo en la eternidad del cielo? Es complejo establecer si la existencia de los bienaventurados puede darse como "en paralelo" a la historia humana, de modo que estuvieran ellos como siguiendo desde alguna tribuna los acontecimientos de nuestra vida.

Por otro lado, si no existiera ningún tipo de tiempo para los bienaventurados, resulta insostenible afirmar a la vez que "ya" están en el cielo y que "estarán" en el juicio final, el cual, evidentemente, no ha sucedido. Ello nos obliga a detener un poco la marcha y preguntarnos por el tiempo y el cielo.

6. El tiempo y el cielo

El cielo y la tierra pasarán,
pero mis palabras no pasarán.

Mateo 24,35

Ya San Agustín hacía ver el carácter enigmático del tiempo: "si no me preguntas lo que es, lo sé; pero si me lo preguntas, no lo sé...".

La física, la filosofía, la teología y el sentido común compiten extrañamente en los linderos de ese término-problema por excelencia, el tiempo. Nosotros ni siquiera intentaremos aquí un esbozo sistemático sobre el tiempo. Nos basta por ahora reconocer que hay una asociación ineludible y reconocida por todos entre "tiempo" y "movimiento": decididamente no cabe hablar de tiempo donde no hay ningún movimiento (interior o exterior) y no puede darse movimiento sin tiempo.

Esto implica que la cuestión sobre el tiempo en la bienaventuranza puede enunciarse en términos de movimiento: ¿es posible hablar de un cambio o movimiento en el cielo?

Notemos que las descripciones que la Biblia nos ofrece del cielo son siempre dinámicas. Gozan de la estabilidad de una soberanía indiscutida, pero tal estabilidad no riñe con algún género de movimiento, ya se trate de oraciones, cantos, danzas... o el dulce departir de un banquete con los amigos.

Está claro que estas descripciones tiene siempre algo de metafórico, algo de símbolo que tiende sin pretender alcanzar. Mas ello no las hace irrelevantes ni tampoco las relega al terreno de lo puramente fantasioso. Repetimos: no son proyecciones de nuestro anhelo sino, estrictamente hablando, revelación. La pregunta sería: ¿puede "sustraerse" a estas imágenes todo su carácter temporal, es decir, todo lo que tienen de tiempo y de movimiento, para quedarnos con una "nuez" conceptual estática?

Es sabido, en efecto, por qué la Edad Media consideró más perfecto un cielo estático: algo se mueve cuando no ha encontrado su "lugar natural" —término éste que se remonta por lo menos a Aristóteles—. Así por ejemplo, la piedra cae o el humo sube cada cual en busca de su "lugar natural". Cuando llegan a ese lugar, se detienen. El reposo es entonces sinónimo de "llegada a casa". El orden alcanza su plenitud cuando el tiempo desaparece. Si el cielo es plenitud, no debería tener movimiento alguno...

Todo este razonar parte de la teoría de los lugares naturales. Hoy sabemos, sin embargo, que la misma fuerza gravitatoria que hace caer la piedra (y sin la cual tampoco "subiría" el humo) obra de modo distinto con un satélite, al cual constriñe en un movimiento elíptico, en general, o circular, en particular.

Sin embargo, hay algo plenamente válido en la postura clásica: un movimiento que provenga de un deseo natural y justo y que quede simplemente insatisfecho es incompatible con la plenitud de felicidad propia del cielo. Pero esto ciertamente no excluye todo movimiento. De hecho, el mismo Tomás, que avala el enfoque clásico del cielo "estático", ofrece interpretaciones sobre los movimientos de los ángeles. Tales movimientos no son expresión de un apetito sin respuesta sino expresión del ser angélico, de su modo de contemplar el misterio, y de las diversas maneras de comunicación de bienes entre los distintos coros de los ángeles.

En este sentido parece lógico afirmar que en el cielo ni el tiempo ni el reposo existen a la manera como nosotros los conocemos. El cielo tiene de movimiento sin carencia y de reposo sin tedio.

Decir esto no es una absoluta novedad: Santa Catalina de Siena enseña cómo en el cielo se siente la alegría del que está satisfecho y el gozo del que come con gana. No hay privación ni hay hastío. Estas dos características del alimento en el cielo son, en cuanto percepciones propias de nuestros sentidos, mutuamente excluyentes, pero en cuanto aproximaciones simbólicas de un concepto que nos trasciende se complementan para brindarnos alguna inteligencia de las maravillas de la vida celestial.

Pienso que algo así sucede con lo temporal. Decir que el tiempo "se suspende" o "desaparece" en el cielo es simplificar demasiado. El cielo es compatible con aquellos "movimientos" que provienen no de la insatisfacción, ni de apetitos no resueltos, sino de comunicaciones de vida, luz y gracia de Dios mismo o de otros bienaventurados. Tales donaciones de amor equivalen a aquella difusión de la luz de la gloria que Tomás recoge, para el caso de los ángeles, a partir de las enseñanzas del Pseudo Dionisio en la Jerarquía Celeste.

Estas donaciones o comunicaciones de amor y gloria corresponden propiamente a la bienaventuranza "accidental": un modo de bienaventuranza que hace posible un movimiento de ascenso —el amor es aditivo y multiplicativo solamente—. Tal es el fundamento para hablar de varios "cielos", caracterizados precisamente por las distintas bienaventuranzas accidentales que les son propias.

7. Los Nueve Cielos de Dante

Porque es propio de la justicia de Dios el pagar con tribulación a los que os atribulan, y a vosotros, los atribulados, con el descanso junto con nosotros, cuando el Señor Jesús se revele desde el cielo con sus poderosos ángeles.

2 Tesalonicenses 1,6-7

Queda claro, pues, que el cielo es esencialmente uno, pero que, en lo que atañe a la bienaventuranza "accidental", cabe hablar de "los cielos" en plural.

¿Cuántos? He leído que los judíos del tiempo de Jesús hablaban en ocasiones de tres, de siete o de diez cielos. Por su parte, Dante, en la Divina Comedia, habla de nueve cielos, a los que habría que añadir el décimo, el cielo que en cierto modo es Dios mismo.

Nosotros seguiremos esta numeración aunque por razones bien distintas a las de Aliguieri. En todo caso, conviene recordar aquí el esquema que preside a la descripción de este "paraíso" medieval. Nos apoyamos en una síntesis accesible en Internet:

Llegando al "Paraíso" Dante se despide de Virgilio (La Sabiduría y La Poesía) y se encuentra con Beatriz (La Teología) quien lo acompaña en su recorrido.

El Paraíso es un lugar caracterizado por esferas celestes movidas por coros angelicales, que se producen de los 4 elementos básicos: aire, fuego, agua y tierra. Está conformado por nueve cielos y la ciudad de Dios, cada uno de ellos es una esfera que rodea la tierra, los siete primeros eran los planetas conocidos, el octavo las constelaciones solares y estrellas fijas, y el noveno estaba determinado por un cielo cristalino que permanece inmóvil, donde se encuentra el paraíso mismo.

Los primeros sietes cielos o esferas simbolizan las cuatro virtudes cardinales y las tres teologales, acompañadas de consideraciones morales y espirituales:

Primer cielo: El de la Luna (fortaleza). Beatriz explica la causa de las manchas de la Luna.

Segundo cielo: El de Mercurio (justicia). Beatriz explica el modo de satisfacer los votos que han sido rotos.

Tercer cielo: Esfera de Venus (templanza), donde están las almas de los enamorados. Carlos Martel manifiesta cómo puede nacer de un padre virtuoso un hijo vicioso.

Cuarto cielo: El del Sol (prudencia). Santo Tomás de Aquino expone el orden con el que Dios creó el Universo.

Quinto cielo: El de Marte (fe), donde están las almas de los que han combatido por la fe.

Sexto cielo: El de Júpiter (esperanza), donde se encuentran los que han administrado rectamente la justicia. Cacciaguida nombra a muchos de los espíritus que componen la cruz.

Séptimo cielo: El de Saturno (caridad), donde formando una escala ascendente, están los que se dedicaron a la vida contemplativa. Sátira contra el lujo del clero en la época medieval.

Octavo cielo: Descenso de Jesucristo y de la Virgen María al octavo cielo. Coronación de la Virgen María por el Arcángel Gabriel. Este cielo esta conformado por las constelaciones, maneja una escena netamente mística y doctrinal, donde se reúnen los esplendores del cielo y de la tierra.

Noveno cielo: Llamado el Primer Móvil. Apóstrofe de San Pedro contra los malos eclesiásticos. Custodiado por nueve ángeles que giran en torno a un punto luminoso lejano se encuentra el paraíso Dantesco que simboliza la ciudad de Dios: la iglesia triunfante.

La Ciudad de Dios: El Empíreo. Triunfo de los ángeles y de los bienaventurados. Beatriz hace que Dante fije su atención en la ciudad de Dios.

Es claro que este esquema, a pesar de su abigarrada simbología sobrenatural, es en realidad un mensaje para la sociedad y para la Iglesia. Las virtudes premiadas son a la vez una invitación y una denuncia. Diríamos que, más allá de su imaginería, este es un cielo bastante "terreno", y en cuanto tal no habla directamente de la realidad sobrenatural sino del contraste entre la vocación presentida para la Iglesia y su situación impugnable y dolorosa.

No es tal nuestro propósito. No queremos hablar del cielo como un recurso para acusar oblicuamente a la Iglesia o a la sociedad en que vivimos.

Nuestro motor es otro: la convicción de que un conocimiento más amplio y sugerente del destino y herencia que Cristo nos ha concedido hace un inmenso bien, y nos deja entrever de modo más profundo un aspecto asaz profundo y bello de la revelación.

8. El Cielo Imaginable

Luego plantó Yahveh Dios un jardín en Edén, al oriente,
donde colocó al hombre que había formado.

Génesis 2,8

Toda nuestra exposición parte de la convicción de que el "paraíso" es sólo la "introducción" al cielo. "Paraíso" es lo mejor que podemos imaginar, pero no es lo mejor que Dios nos puede y quiere otorgar.

Reducir el cielo a paraíso es engañoso, y de ese engaño nos previene aquella imagen bíblica: hay ángeles y la "llama de espada vibrante" que cierra el paso al árbol de la vida (Gén 3,24). El paraíso —y algo mejor que el paraíso— nos ha sido prometido y ofrecido, pero, por decirlo de algún modo, no puede irse con prisa al paraíso; tal búsqueda ha de pasar por la cruz en la que muere toda idolatría de las creaturas. Por eso Cristo nos advirtió del peligro del camino ancho y nos invitó a seguir la senda estrecha (Mt 7,14). Algún predicador decía: "Pensemos siempre que no fue la ira vindicativa sino el amor redentor de Dios quien expulsó del paraíso a Adán y Eva; y jamás olvidemos que de ese mismo paraíso no fue expulsada la serpiente..."

De hecho, la vida de regalo y de placer, la vida sin problemas ni dolores suele, ser caldo de cultivo para las obras de la serpiente, tal vez por aquella advertencia: "No sienta bien al necio vivir en delicias" (Pr 19,10). Y los Evangelios nos hablan de la falsa certeza de aquel rico que quería tener su paraíso personal porque había acumulado bienes "para muchos años" (Lc 12,16-21).

Tal vez el texto que más ampliamente explora este camino, con honestidad inusitada y sin moralismos fáciles, es el Eclesiastés:

Hablé en mi corazón: ¡Adelante! ¡Voy a probarte en el placer; disfruta del bienestar! Pero vi que también esto es vanidad. A la risa la llamé: ¡Locura!; y del placer dije: ¿Para qué vale? Traté de regalar mi cuerpo con el vino, mientras guardaba mi corazón en la sabiduría, y entregarme a la necedad hasta ver en qué consistía la felicidad de los humanos, lo que hacen bajo el cielo durante los contados días de su vida.

Emprendí mis grandes obras; me construí palacios, me planté viñas; me hice huertos y jardines, y los planté de toda clase de árboles frutales. Me construí albercas con aguas para regar la frondosa plantación. Tuve siervos y esclavas: poseí servidumbre, así como ganados, vacas y ovejas, en mayor cantidad que ninguno de mis predecesores en Jerusalén. Atesoré también plata y oro, tributos de reyes y de provincias. Me procuré cantores y cantoras, toda clase de lujos humanos, coperos y reposteros.

Seguí engrandeciéndome más que cualquiera de mis predecesores en Jerusalén, y mi sabiduría se mantenía. De cuanto me pedían mis ojos, nada les negué ni rehusé a mi corazón ninguna alegría; toda vez que mi corazón se solazaba de todas mis fatigas, y esto me compensaba de todas mis fatigas. Consideré entonces todas las obras de mis manos y el fatigoso afán de mi hacer y vi que todo es vanidad y atrapar vientos, y que ningún provecho se saca bajo el sol (Qo 2,1-12).

En ese texto hemos destacado con cursivas el intento del Qohelet de vivir y a la vez elaborar la experiencia vivida. No estamos ante un "necio", sino ante un sabio que con cautela y audacia a la vez entra subrepticiamente a tierras de los paraísos posibles. Su diagnóstico es duro: "todo es vanidad y atrapar vientos..."

Y con todo, no podemos imaginar nada que dignamente se llame "cielo" y que no sea, por lo menos, un paraíso. El término, sin embargo, es usado con mesura en la Escritura, y más bien como una imagen de contraste que revela el poder divino para transformar la historia.

En este sentido es típico lo que presenta Isaías:

Cuando haya consolado Yahveh a Sión,
haya consolado todas sus ruinas
y haya trocado el desierto en Edén
y la estepa en Paraíso de Yahveh,
regocijo y alegría se encontrarán en ella,
alabanza y son de canciones. (Is 51,3)

Podemos decir que el paraíso se menciona aquí de modo "funcional": es un término que sirve para decir que Yahveh puede cambiar "lo peor" (la estepa) en "lo mejor" (su Paraíso). En el mismo sentido pueden leerse Ez 36,33-36

Incluso algo semejante puede afirmarse de aquel texto más conocido:

Yo te aseguro: Hoy estarás conmigo en el Paraíso. (Lc 23,43)

Cabe decir que en la cruz el Paraíso se entiende bien, porque se entiende como victoria del amor y de la gracia; mas fuera de la cruz el paraíso es aún tierra de la serpiente lugar de engaño y perdición para el hombre.

Por eso creemos que en el cielo hay paraíso pero también más que paraíso. El "paraíso" es el cielo que podemos imaginar, y que en esa medida tiene una fuerza interior que convoca la generosidad y la esperanza. O con otras palabras: hay una especie de "ciclo" en el cielo que recupera el paraíso para el hombre redimido. Veremos, empero, que no es todo lo que puede decirse de la bienaventuranza cristiana.

9. El Cielo "Mínimo"

¡Buscad a Yahveh y su fuerza,
id tras su rostro sin descanso!

Salmo 105,4

El Cielo es, por lo menos, la saciedad.

Es el encuentro con Aquel en quien hallan satisfacción todos nuestros anhelos. Aquello que pedía Moisés ya se cumple: «Déjame ver, por favor, tu gloria» (Ex 33,18).

En realidad la Biblia abunda de ejemplos sobre esa "sed" espiritual, que una y otra vez se expresa como gemido y súplica en los salmos: 42,3; 63,2; 143,6. Dios promete saciarla: "No tendrán hambre ni sed, ni les dará el bochorno ni el sol, pues el que tiene piedad de ellos los conducirá, y a manantiales de agua los guiará" (Is 49,10); y Cristo grita en el templo: "Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba" (Jn 7,37).

El encuentro final con Dios es además el gran descanso (cf. Sal 62,2.6); un ideal tan importante que parece ser el motivo principal de la insistencia de la Ley de los profetas en la guarda del sábado:

Si apartas del sábado tu pie,
de hacer tu negocio en el día santo,
y llamas al sábado «Delicia»,
al día santo de Yahveh «Honorable»,
y lo honras evitando tus viajes,
no buscando tu interés ni tratando asuntos,
entonces te deleitarás en Yahveh,
y yo te haré cabalgar sobre los altozanos de la tierra.
Te alimentaré con la heredad de Jacob tu padre;
porque la boca de Yahveh ha hablado.
(Is 58,13-14)

Otros textos insisten en lo mismo: Ex 16,23; 20,10; 31,15; Lev 16,31; Dt 5,14; Jer 17,22. La intención —lejos de las pretensiones opresoras de los fariseos (cf. Mt 12,1-15)— es liberadora: quien no tiene una degustación del descanso, no tiene una ruta que anuncie liberación; quien no tiene una experiencia de la gratuidad y del gozo en el Creador es siempre, de algún modo, esclavo de las creaturas.

Dios anunció: «Yo mismo iré contigo y te daré descanso» (Ex 33,14). Y así la tierra prometida queda sellada como tierra del reposo, del sabbath (Dt 12,9; cf. Jos 1,13). Aunque de hecho el reposo es Dios mismo (Sal 62,2), y por eso el sabio enuncia su conclusión: "El justo, aunque muera prematuramente, halla el descanso" (Sab 4,7).

Oráculos bellísimos anunciaban ese momento magnífico:

En aquel tiempo —oráculo de Yahveh— seré el Dios de todas las familias de Israel, y ellos serán mi pueblo. Así dice Yahveh: Halló gracia en el desierto el pueblo que se libró de la espada: va a su descanso Israel. De lejos Yahveh se me apareció. Con amor eterno te he amado: por eso he reservado gracia para ti (Jer 31,1-3).

Además de la saciedad y el descanso, que tienen que ver con necesidades, hay un anuncio de deleite, principalmente bajo la imagen del banquete, según leemos en el Evangelio: "El Reino de los Cielos es semejante a un rey que celebró el banquete de bodas de su hijo..." (Mt 22,2; cf. Ap 19,9). Alegóricamente se ha visto en otras imágenes anticipaciones de la gloria, especialmente en la poesía amatoria del Cantar de los Cantares.

Todo esto indica que el cielo, como "mínimo" es saciedad, descanso y deleite, todo ello en grado altísimo y como fruto del amor gratuito de Dios que se comunica.

10. Primer Ciclo: el Paraíso

Sé de un hombre en Cristo, el cual hace catorce años —-si en el cuerpo o fuera del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe— fue arrebatado hasta el tercer cielo. Y sé que este hombre —en el cuerpo o fuera del cuerpo del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe— fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables que el hombre no puede pronunciar.

2 Corintios 12,2-4

Este cielo "mínimo" de que hemos hablado es a la vez lo "máximo" que puede alcanzar nuestra imaginación. En efecto, todo lo que construye nuestra imaginación proviene de las experiencias sensibles y emocionales que hemos tenido, y por ello la imaginación conoce un límite. Dentro de ese límite lo que puede decirse del cielo es básicamente que es "un paraíso sin serpiente", un paraíso donde no riñen el bien de las creaturas, el bien de haber sido creado y el bien de gozarse en el Creador.

Esta imagen, tremendamente sugestiva si se mira a fondo, convoca nuestra esperanza hacia una pureza, belleza, dulzura, verdad y bondad inagotables: algo tan grande, tan firme, tan armonioso y profundo, tan alto y admirable, tan majestuoso y santo, que deja en suspenso al alma que lo medita con amorosa atención y debida gratitud.

En ese cielo esperamos, pues, una luz de verdad superior a todo razonamiento; un abrazo de amor inefable; el cordial encuentro con amigos entrañables, colmados de un afecto indecible; la alegría de un bien que no se marchita; la paz sobre todo medida, y todo ello en la contemplación del Rostro más Amable, más Amante y más Amado, sin amenaza alguna, sin temor alguno, sin duda alguna y sin prisa alguna.

La mayor parte de nosotros no tendría más que decir. Sólo añadir imágenes más o menos literarias, más o menos sugestivas sobre esa dicha honda, dilatada, interminable, inexpresable. En este nivel de aproximación y de experiencia, el cielo es un paraíso maravilloso.

Mas en esa riqueza de dones y maravillas es posible diferenciar tres cielos, de acuerdo con lo dicho sobre la bienaventuranza esencial y la accidental. Por eso hablamos de un "ciclo", el Ciclo del Paraíso, que comprende, según expondremos, tres de los nueve cielos.

Primer Cielo

Es evidente el bien propio del primer cielo: la satisfacción deliciosa de todo legítimo deseo, en la armonía de un bien gratuito, firme y asombroso.

Lo esencial de este cielo es, como en todos los demás, la visión de Dios, y esto escapa a nuestra imaginación; sin embargo, su bien accidental es la maravilla, como salto infinito entre las bondades de lo creado y la Bondad del Creador. Este bien accidental sí es imaginable como extrapolación de experiencias de gozo intenso y fascinante.

Maravilla es lo que sentimos al encontrarnos en ciertos lugares o situaciones; es una admiración intensa que suspende el tiempo y nos concede como regalo un torrente de alegría.

En este sentido la vida humana no carece de vivencias que hablan del cielo, por lo menos en esta dimensión inicial propia del ciclo del "paraíso". Jacob nos contagio de su asombro, cuando el sueño mientras iba de camino, pues "despertó Jacob de su sueño y dijo: «¡Así pues, está Yahveh en este lugar y yo no lo sabía!» " (Gén 28,16).

También Isaías tiene una visión impresionante:

El año de la muerte del rey Ozías vi al Señor sentado en un trono excelso y elevado, y sus haldas llenaban el templo. Unos serafines se mantenían erguidos por encima de él; cada uno tenía seis alas: con un par se cubrían la faz, con otro par se cubrían los pies, y con el otro par aleteaban, Y se gritaban el uno al otro: «Santo, santo, santo, Yahveh Sebaot: llena está toda la tierra de su gloria.» Se conmovieron los quicios y los dinteles a la voz de los que clamaban, y la Casa se llenó de humo. Y dije: «¡Ay de mí, que estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros, y entre un pueblo de labios impuros habito: que al rey Yahveh Sebaot han visto mis ojos!» (Is 6,1-5)

Estas dos experiencias tienen en común la maravilla y la sensación de la cercanía (casi inmediatez) de Dios, pero también un acto reflejo que vuelve sobre quien la vive: "¡Yo no lo sabía!"; "¡Ay de mí!". Tales expresiones indican la grandeza de lo que se vive, y, a la vez, la sensación de "desbordamiento", que no es sino el impacto de la trascendencia pura. El alma se siente rebosada pero no se vuelca por completo en el bien que le atrae sino que regresa sobre sí misma y percibe su pequeñez, su ignorancia o si indignidad.

Vivencias como la de Jacob o la de Isaías no son el primer cielo pero tiene una clara analogía con el bien (accidental) propio del primer cielo. Diríamos que podemos suponer qué es ello por una labor de multiplicación exponencial de algo que de todos modos se parece a algunas experiencias místicas en esta tierra.

Con toda su grandeza, hay que decir, por ejemplo, que el "matrimonio espiritual" con Jesús, vivido con tanto esplendor y profundidad por algunos santos, cae dentro de este tipo de vivencias: anticipa el cielo; alcanza su umbral: el pórtico de lo eterno, la antesala del primer cielo.

Segundo Cielo

El bien propio del segundo cielo es la percepción de la santidad divina en la raza humana redimida del pecado y de la muerte.

El hombre, como "proyecto de Dios" sobre la creación, no se agota en ningún hombre o ninguna mujer en particular, aunque ciertamente tiene en la humanidad de Cristo su resumen y en la humanidad glorificada de María su esplendente reflejo.

Esto significa que descubrir al cielo como culmen de todo lo que una persona singular haya podido imaginar o desear —superado infinitamente, además— aún no es todo.

El mismo Dios que concede el lumen gloriae para ver su esencia y abrir así el primer cielo regala también una luz que no cambia la esencia de la bienaventuranza pero sí añade un bien accidental magnífico: reconocer el paso de su amor victorioso en la humanidad glorificada, con mayor o menor profundidad según le place mostrar a cada alma.

Desde el primer cielo se siente, desde luego, la dulcísima compañía de los santos, pues ya escribía el autor de la Carta a los Hebreos: " Vosotros, en cambio, os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad de Dios vivo, la Jerusalén celestial, y a miríadas de ángeles, reunión solemne" (Heb 12,22). Pero esa proximidad sólo se convierte plenamente en discurso del amor divino en la medida en que Dios revela, según le place según su propio designio de caridad insondable, los caminos sapientes y piadosos que marcaron esas historias de camino hacia la Patria.

Ahora bien, también en los Ángeles santos hay un camino de misericordia de Dios, que no es el de la historia de esta tierra necesariamente pero que sí puede rastrearse hasta los cimientos del amor divino, y por ello es bien característico de este segundo cielo una especie de connaturalidad con los Ángeles, no por transmutación de la naturaleza humana sino por comunión en la mutua y deliciosa contemplación de las obras divinas, o mejor: de Dios obrando en quienes pueden invocarle y alabarle.

¿Qué vivencias de esta tierra darían algo del sabor de este segundo cielo? Como no se trata de encontrar santidad en alguien sino de asomarse al plan de Dios sobre sus creaturas racionales, tal cosa creo yo que se da propiamente sólo en las visiones de la realeza de Cristo o del triunfo del corazón de María, por cuanto en Ella se condensa la verdad de la Iglesia entera.

El ejemplo que estimo más apropiado de estas vivencias es la Transfiguración del Señor. Tiene algo de este segundo cielo la intervención aparentemente extraña de Pedro: "Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías" (Mt 17,4). Obsérvese el contraste con el primer cielo: ¡Pedro no habló de sí mismo, no pensó en una tienda para sí mismo! Lucas comenta: "no sabía lo que decía" (Lc 9,33). La experiencia es tan intensa que el alma no alcanza a volver sobre su propia situación, aunque no es un simple espectador, pues dice: "bueno es estarnos aquí".

Es posible que esa incapacidad de recuperar la perspectiva ante el esplendor de lo contemplado genere una sensación que se parece al "temor", pues leemos en Mc 9,6, "estaban atemorizados". No se trata de simple miedo. Lo sabemos sobre todo por otras experiencias en las que se da un encuentro muy cercano y muy intenso con la gloria de Cristo, precisamente después de la Resurrección.

Así leemos de aquellas mujeres: "Ellas partieron a toda prisa del sepulcro, con miedo y gran gozo, y corrieron a dar la noticia a sus discípulos" (Mt 28,8). Marcos destaca bastante el aspecto de este temor: "Ellas salieron huyendo del sepulcro, pues un gran temblor y espanto se había apoderado de ellas, y no dijeron nada a nadie porque tenían miedo..." (Mc 16,8).

Al parecer ese "temor" no nace de saber cercano un mal, como es propio de esta pasión, según Santo Tomás, sino de no poder recobrarse, de no ser capaz de poseerse del mismo modo después de haber sido arrebatado por una belleza y una verdad sublimes.

Prueba de ello es lo que se nos cuenta en dos ocasiones en el Apocalipsis. El vidente de este libro por dos veces cae a los pies del ángel que le revela misterios de Dios para la historia humana. Escribe así: "Me postré a sus pies para adorarle, pero él me dice: «No, cuidado; yo soy un siervo como tú y como tus hermanos que mantienen el testimonio de Jesús. A Dios tienes que adorar.»" (Ap 19,10; cf. 22,8). ¿Cómo es concebible un "error" (idolátrico) de esta naturaleza en un judío, si no es por la radical conmoción que suscita este tipo de vivencia? Por analogía podemos entender de aquí qué nos anuncia el Señor para el segundo cielo.

Tercer Cielo

El bien propio del tercer cielo es una particular contemplación de la dispensación de los designios de Dios en todo lo creado.

Decimos que el Tercer Cielo cierra el Ciclo del paraíso porque hasta este cielo nos alcanza a acompañar ese instrumento de la imaginación que es la analogía propia, que nos permite asociar experiencias reales de nuestra vida con los bienes accidentales que caracterizan al Primer, Segundo y Tercer Cielo.

Esto no quiere decir que cualquier persona pueda, por fuerza de su sola imaginación alcanzar esta analogía, sino que la imaginación humana, bendecida por particulares gracias místicas, puede pregustar dones que tienen una analogía propia con los bienes característicos de estos Cielos.

Pienso que es por esto por lo que el Tercer Cielo ha sido considerado a veces como el más alto de los Cielos, como opina Santo Tomás en su comentario a la Segunda Carta a los Corintios. La máxima gracia, en efecto, con la que puede ser bendecida nuestra mente en esta vida es la gracia de asomarse al Tercer Cielo, allí donde, según una expresión de Santa Catalina de Siena, Dios se siente más presente que lo que puede ser percibido por los sentidos.

Dios en su misericordia concede a los bienaventurados no sólo contemplar su obra en la historia de los hombres sino cómo el señorío que fue concedido al hombre —«Vosotros, pues, sed fecundos y multiplicaos; pululad en la tierra y dominad en ella» (Gén 9,7)— alcanza su realización en el hombre unido a su Hacedor. De este modo la creación entera se convierte en un himno que por una parte puede ser leído, pero en el que uno mismo es parte, en una circularidad de exterioridad e intimidad que no puede ser equiparada a ninguna otra experiencia humana.

Por esto dijo Pablo:

Sé de un hombre en Cristo, el cual hace catorce años —si en el cuerpo o fuera del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe— fue arrebatado hasta el tercer cielo. Y sé que este hombre —en el cuerpo o fuera del cuerpo del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe— fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables que el hombre no puede pronunciar (2 Cor 12,2-4).

La insistencia, en tan breve texto, de la anotación: "en el cuerpo o fuera del cuerpo del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe", apunta a lo que hemos dicho: la experiencia es abarcante, tiene una fuerza de totalidad que sobrecoge al alma y la posee, sin permitirle, por otra parte, poder expresarse apropiadamente; se trata de "palabras inefables que el hombre no puede pronunciar".

¿Por qué esta inefabilidad, por qué no pueden ser pronunciadas? Se podría creer en una prohibición, como en Ap 10,4, "Apenas hicieron oír su voz los siete truenos, me disponía a escribir, cuando oí una voz del cielo que decía: «Sella lo que han dicho los siete truenos y no lo escribas»." Pero también es posible que la imposibilidad nazca de la experiencia misma.

De hecho, la totalidad no es comparable con ninguna relación entre las partes, y como todo lenguaje nace de comparaciones de experiencias parciales y forzosamente transitorias, cabe pensar en una inefabilidad que surge de la simple y dulce percepción del infinito:

Muchos más podríamos decir y nunca acabaríamos;
broche de mis palabras: «El lo es todo.»
¿Dónde hallar fuerza para glorificarle?
¡Que él es el Grande sobre todas sus obras!
Temible es el Señor, inmensamente grande,
maravilloso su poderío.
Con vuestra alabanza ensalzad al Señor,
cuanto podáis, que siempre estará más alto;
y al ensalzarle redoblad vuestra fuerza,
no os canséis, que nunca acabaréis.
¿Quién le ha visto para que pueda describirle?
¿quién puede engrandecerle tal como es?

(Sir 43,32)

11. Segundo Ciclo: el Santuario

Mayores que éstas quedan ocultas muchas cosas,
que bien poco de sus obras hemos visto.

Eclesiástico 43,32

Hasta este punto nos ha guiado, a modo de soporte para la imaginación y puente con las experiencias de nuestra vida terrena, la analogía propia. No es posible pedirle más, porque no cabe imaginar algo más intenso que aquello que Pablo resumió así: "Cuando hayan sido sometidas a él todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todo" (1 Cor 15,28). Lo que siga, pues, es "lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman" (1 Cor 2,9).

Porque está claro que el bien esencial del Cielo y de todos los Cielos, que es la visión y posesión de Dios, no puede darse en esta tierra, y en este sentido quiso Dios que fuera escrito: "Mi rostro no podrás verlo; porque no puede verme el hombre y seguir viviendo" (Ex 33,20). Mas de los bienes llamados "accidentales", los propios de los distintos Cielos, venimos hablando y lo que queremos decir es que la analogía propia se rinde exhausta al llegar al Tercer Cielo.

Para tener noticia de lo que sigue necesitamos de analogías impropias, es decir, aquellas cuyo contenido es propiamente distinto en esta tierra y más allá de esta tierra, pero que sin embargo, algo nos dicen sobre lo que nos ha sido prometido.

Hasta donde alcanza la imaginación hablamos de "paraíso", porque este término alude a todo lo deseable y deleitable, que se corresponde con lo que nuestra imaginación consigue, si así la bendice Dios. Más allá del paraíso, y dentro del Cielo mismo, cabe hablar de un Santuario, siguiendo los términos del Apocalipsis.

Santo Tomás de Aquino enseña que hay un acto que, si bien es propio de la voluntad, no está en la voluntad quitarlo de sí. Es el acto del deseo de lo bueno. Por buscar lo bueno hacemos todo lo que hacemos, incluso lo malo, pues es adagio en moral que no se busca lo malo sino en razón de algún bien.

Lo característico de estos tres cielos siguientes, los pertenecientes al llamado "Santuario", es que ese acto de la voluntad queda colmado de la presencia y acción de la voluntad divina.

Cuarto Cielo

El bien propio del cuarto cielo es la obediencia, de modo tal que nada sea amado en las creaturas sino por orden de Dios.

Aquí hay que aclarar algo: los bienaventurados, ya desde el primer cielo, nada aman sino en razón de Dios; pero es distinto amar en razón de Dios y amar por orden de Dios. Lo primero implica que no hay un acto personal que se oponga al acto de Dios; lo segundo entraña que la voluntad no sólo no se opone sino que recibe su vida de ser habitada especialmente por Dios mismo, cosa que no puede lograr el alma por sí misma sino por un permiso y una "llamada" singular de Dios.

Este género de bienaventuranza no es imaginable propiamente porque ninguno de nosotros puede sustraerse al amor de su propio ser y existir como algo anterior a cualquier género de consideración o decisión. Por una analogía impropia pero todavía directa podemos saber de qué se trata cuando nos abandonamos en las manos de Dios o cuando vivimos con intensísima caridad un voto de obediencia.

El Santuario es, en el Apocalipsis, el lugar del que los Santos Ángeles, siempre en razón de una obediencia, salen como emisarios del querer divino. "Después de esto vi que se abría en el cielo el Santuario de la Tienda del Testimonio y salieron del Santuario los siete Ángeles que llevaban las siete plagas, vestidos de lino puro, resplandeciente, ceñido el talle con cinturones de oro" (Ap 15,5-6).

Es interesante ver que la escena como tal se presenta en el cielo, y que allí, en el cielo, "se abría el Santuario". La imagen, desde luego, proviene de la distribución del templo de Jerusalén, pero, más allá de la arquitectura de este lugar, hay aquí un llamado a una intimidad mayor con Dios y a una relación de obediencia ágil y gozosa con su Divina Voluntad.

En el Cuarto Cielo inicia, pues, una particular familiaridad con los Ángeles: "Bendecid a Yahveh, ángeles suyos, héroes potentes, ejecutores de sus órdenes, cuanto oís la voz de su palabra. Bendecid a Yahveh, todas sus huestes, servidores suyos, ejecutores de su voluntad" (Sal 103,20-21).

La obediencia impregna todo en el Santuario, pero ella misma tiene sus grados o modos.

Entiendo que en el cuarto cielo el bien de la obediencia surge como una versión inconmensurable del sábado bíblico, en el que el descanso adquiere las proporciones del amor divino, una vez que este posee con intensidad y plenitud la voluntad humana hasta casi poder decirse que esta desfallece en la corriente del ser de Dios.

Así parece sugerirlo la Escritura cuando indica que el sábado es el día para dejar los propios proyectos: "No haréis lo que nosotros hacemos aquí hoy, cada cual lo que le parece bien, porque todavía no habéis llegado al lugar de descanso" (Dt 12,8-9).

Es interesante reconocer el mismo vínculo entre obediencia y descanso en Jos 22,2-5, y desde luego en aquella declaración de Nuestro Señor: "Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas" (Mt 11,29).

Este descanso, fruto de la oblación total de la voluntad por un regalo particular del amor eficaz de Dios, es el bien propio del cuarto cielo.

Quinto Cielo

El bien (accidental) propio del quinto cielo es el gozo de servir eficazmente al plan de Dios en favor de la humanidad.

En efecto, la comunión de los santos nos impulsa a ser útiles a la salvación de nuestros hermanos, "porque el amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron. Y murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos" (2 Cor 5,14-15).

Este "apremio" del amor, tiene su comienzo en esta tierra, y es así que hay una analogía impropia pero directa para este bien en la alegría de los misioneros cuando se cumple lo del salmo: "Al ir, va llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando trayendo sus gavillas" (Sal 126,6).

Pero el amor evangelizador está lleno de limitaciones no sólo exteriores sino también interiores, y por eso, cuando se hace fuerte, exclama: "de esta manera, amándoos a vosotros, queríamos daros no sólo el Evangelio de Dios, sino incluso nuestro propio ser, porque habíais llegado a sernos muy queridos" (1 Tes 2,8). Tal cosa no es posible realizarla y verla a la vez en esta tierra, pero sí puede darse en el quinto cielo, cuando el absoluto despojo de sí mismo equivale a esa muerte y la luz de la gloria equivale a ese conocimiento.

Así canta un alma enamorada de la salvación de las almas:

Testigo me es Dios de cuánto os quiero a todos vosotros en el corazón de Cristo Jesús. Y lo que pido en mi oración es que vuestro amor siga creciendo cada vez más en conocimiento perfecto y todo discernimiento, con que podáis aquilatar los mejor para ser puros y sin tacha para el Día de Cristo, llenos de los frutos de justicia que vienen por Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios (Flp 1,8-11).

Es, pues, en este cielo donde la intercesión de los santos cobra aquella fuerza peculiar que pueden llegar a descubrir en esta tierra algunas almas en gracia. Es sobre todo aquí donde se hace verdad la preciosa afirmación del Señor: "Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por 99 justos que no tengan necesidad de conversió " (Lc 15,7).

Sexto Cielo

El bien propio del sexto cielo es una participación en la sabiduría y la misericordia con que Dios gobierna la creación.

Quizá hay una referencia a esta situación inimaginable para nosotros en aquel texto que promete: "Al vencedor le pondré de columna en el Santuario de mi Dios, y no saldrá fuera ya más; y grabaré en él el nombre de mi Dios, y el nombre de la Ciudad de mi Dios, la nueva Jerusalén, que baja del cielo enviada por mi Dios, y mi nombre nuevo" (Ap 3,12). Semejante participación en el Nombre de Dios y el hecho de llegar a ser "columna" indica algo más que una actitud pasiva o de simple contemplación.

Tenemos una analogía impropia pero directa de esta vivencia celeste en los milagros, cuando suceden, por decirlo así, ante nuestros ojos, o mejor aún, por aquellas súplicas hondísimas que parecen conectar profunda y como directamente con el corazón de Dios.

Los Hechos de los Apóstoles nos brindan bellos ejemplos sobre estos encuentros con el Dios vivo en los que lo prodigioso, sin dejar de ser estupendo, no vale tanto por sí mismo cuanto por el profundo y perdurable mensaje de amor, libertad, misericordia y poder de Dios.

Había un hombre, tullido desde su nacimiento, al que llevaban y ponían todos los días junto a la puerta del Templo llamada Hermosa para que pidiera limosna a los que entraban en el Templo. Este, al ver a Pedro y a Juan que iban a entrar en el Templo, les pidió una limosna. Pedro fijó en él la mirada juntamente con Juan, y le dijo: «Míranos.» El les miraba con fijeza esperando recibir algo de ellos. Pedro le dijo: «No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te doy: en nombre de Jesucristo, el Nazoreo, ponte a andar.» Y tomándole de la mano derecha le levantó. Al instante cobraron fuerza sus pies y tobillos, y de un salto se puso en pie y andaba. Entró con ellos en el Templo andando, saltando y alabando a Dios (Hch 3,2-8; cf. 14,8-10).

Este género de experiencia hace patente para nosotros algo del señorío y de la majestad de Dios, para quien "nada es imposible". Esta expresión ciertamente nos conduce a la mayor y más bella obra revelatoria del sexto cielo, cuanto puede darse en la tierra: la hora de la Encarnación.

María respondió al ángel: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?» El ángel le respondió: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios. Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez, y este es ya el sexto mes de aquella que llamaban estéril, porque ninguna cosa es imposible para Dios.» Dijo María: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.» Y el ángel dejándola se fue (Lc 1,34-38).

Así pues, las experiencias que nos conducen de un modo analógico impropio pero directo a una idea del sexto cielo son aquellas en que la naturaleza muestra su docilidad y obediencia al designio de su Creador, con vistas a la redención y santificación de los hombres.

Después del milagro de la Encarnación, que supera de todo en todo cualquier otro milagro que carne de creatura racional pudiera conocer, pienso que los milagros que de modo más intenso comunican este género de experiencia son los que suponen una transmutación de la naturaleza: resurrecciones de muertos, victoria sobre sustancias ponzoñosas, bilocación, estigmas, y semejantes.

Dejando en claro que todas estas experiencias terrenas no son el cielo sino participaciones aun lejanas de los bienes accidentales del cielo.

12. Tercer Ciclo: el Tálamo

Y se abrió el Santuario de Dios en el cielo,
y apareció el arca de su alianza en el Santuario,
y se produjeron relámpagos, y fragor, y truenos,
y temblor de tierra y fuerte granizada.

Apocalipsis 11,19

Hasta concluir el Ciclo del Santuario pudieron acompañarnos las analogías directas, así fueran impropias. Decimos que una analogía es "directa" cuando el término de comparación es algo que uno puede conocer o experimentar por sí mismo; es "indirecta" cuando el término mismo de comparación tiene que ser imaginado o supuesto.

La máxima experiencia directa es la transmutación del orden natural como respuesta a un designio de amor que nos trasciende y a la vez nos levanta. Pero este máximo no es lo último que podemos saber sobre el cielo.

En efecto, el final de la vida humana tiene su propia luz revelatoria sobre quién es el hombre ante Dios y quién es Dios para el hombre. Ahora bien, de esa luz, como algo que nos abre a la eternidad irreversible, no podemos hablar directamente; ello implica que para tener algún destello de lo que sigue sólo nos quedan las analogías impropias, y además indirectas.

Con todo, y aunque sea tan poco lo que sabemos que sabemos de esos estados últimos de la bienaventuranza, ¡trae tanto bien saber de ese bien!

Guiados por el Apocalipsis, hemos asignado algunos nombres a estos estadios, los más altos de la bienaventuranza. Su nombre genérico —el tálamo— lo tomamos del ámbito de la poesía mística por excelencia: el Cantar de los Cantares.

Séptimo Cielo: el Altar

Si el Santuario es el lugar de la obediencia de amor, el primer cielo del tálamo puede ser llamado al altar. El bien propio del séptimo cielo es la donación del propio ser en una circulación de amor que diríamos que permite recibir de modo siempre nuevo la existencia. Quizá es como ser testigo de la propia creación y de la propia redención. Es el gozo puro de sentirse nacer o ser creado del puro amor de Dios.

El altar es llamado así por los mártires. Oímos al vidente: "Vi debajo del altar las almas de los degollados a causa de la Palabra de Dios y del testimonio que mantuvieron. Se pusieron a gritar con fuerte voz: «¿Hasta cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia y sin tomar venganza por nuestra sangre de los habitantes de la tierra?» " (Ap 6,10).

Aquí, más que la unión de la obediencia, aparece otro género de unión que es significada alegóricamente por el incienso, el cual a la vez es nuestro y es de Dios: "Otro Ángel vino y se puso junto al altar con un badil de oro. Se le dieron muchos perfumes para que, con las oraciones de todos los santos, los ofreciera sobre el altar de oro colocado delante del trono. Y por mano del Ángel subió delante de Dios la humareda de los perfumes con las oraciones de los santos" (Ap 8,3-4).

En el sexto cielo la imagen que servía de comparación era una "columna"; aquí se trata de una "humareda": algo más sutil, más penetrante, que se pierde en la medida en que logra su propósito. Esta cierta superioridad del altar sobre el santuario, que nos indica a su vez la mayor altura de este cielo sobre los anteriores, queda sugerida en algún pasaje:

Otro Ángel salió entonces del Santuario que hay en el cielo; tenía también una hoz afilada. Y salió del altar otro Ángel, el que tiene poder sobre el fuego, y gritó con fuerte voz al que tenía la hoz afilada: «Mete tu hoz afilada y vendimia los racimos de la viña de la tierra, porque están en sazón sus uvas.» El Ángel metió su hoz en la tierra y vendimió la viña de la tierra y lo echó todo en el gran lagar del furor de Dios (Ap 14,17-19).

Es interesante porque los ángeles del Santuario nunca aparecen

Sobre el poder del "humo" —que es una imagen más próxima a la gloria— sobre el Santuario, cabe citar también Ap 15,8,

Y el Santuario se llenó del humo de la gloria de Dios y de su poder, y nadie podía entrar en el Santuario hasta que se consumaran las siete plagas de los siete Ángeles.

En otra clave, la del amor, podemos también apuntar hacia el regalo propio de este cielo. Al parecer es lo referido en aquellas expresiones en las que "ser vencido" es "ser bendecido", como por ejemplo: "Me ha llevado a la bodega, y el pendón que enarbola sobre mí es Amor Confortadme con pasteles de pasas, con manzanas reanimadme, que enferma estoy de amor. Su izquierda está bajo mi cabeza, y su diestra me abraza." (Ct 2,4-6).

He ahí a la víctima feliz de un asedio maravilloso. Así es el séptimo cielo. Su lema podría ser aquello del Cantar: "Es fuerte el amor como la Muerte, implacable como el seol la pasión" (Ct 8,6). ¡Qué delicia morir si es morir de amor, y qué bello además si así muriendo no se muere sino que se recibe de continuo nueva vida!

No tenemos una comparación directa de esta bienaventuranza, aunque sí hay una analogía impropia e indirecta en la ofrenda de los mártires, según hemos dicho. El que entienda el gozo de los mártires al dar su vida por Cristo y la Iglesia algo entiende, aunque todavía de modo impropio e indirecto, sobre el séptimo cielo.

Octavo Cielo: el Arca

Podemos asomarnos al bien propio del octavo cielo por comparación con el séptimo. El martirio de que se ha hablado en el séptimo cielo es algo que sucede ante otros; pero esa ofrenda tiene su fuente en el secreto, a lo cual nos referimos con el Arca.

Y se abrió el Santuario de Dios en el cielo, y apareció el arca de su alianza en el Santuario,
y se produjeron relámpagos, y fragor, y truenos, y temblor de tierra y fuerte granizada
(Ap 11,19)

Mientras que el Santuario se abre en más de una ocasión, el Arca de la Alianza, siempre cerrada y celosa de su misterio, denota el bien propio de una adhesión al origen del querer y el saber de Dios. Es la intimidad que hace posible la donación, y a la vez es la perfección del acto de la donación. Es la experiencia de la fidelidad divina en su misma fuente, esto es, no medida ni mediada por sus obras visibles o invisibles. Por eso hay en este cielo una especie de "olvido" al que nos referiremos más adelante.

El arca, en efecto, es el lugar de la alianza (cf. Heb 9,4), y por eso este es el cielo en que se celebran las Bodas; es aquí donde alcanzan su contenido último las palabras del salmo:

Escucha, hija, mira y pon atento oído,
olvida tu pueblo y la casa de tu padre,
y el rey se prendará de tu belleza.
El es tu Señor, ¡póstrate ante él!

(Sal 45,11-12)

Observemos el "olvido": Dios es todo futuro e inagotable novedad para el alma bienaventurada que transita por regalo de su amor en este cielo.

El impulso, tan intenso como extraño, que nos cuenta la amada del Cantar, habla en este mismo sentido, al parecer: "Encontré al amor de mi alma. Le aprehendí y no le soltaré hasta que le haya introducido en la casa de mi madre, en la alcoba de la que me concibió" (Ct 3,4). Esta mujer, embriagada de amor, quiere unir en uno su propio origen, que es fuente primera de amor en su vida, y su último fin, o sea, aquel hombre en el que anhela desfallecer amando.

Es muy difícil hacernos una idea de este género de gozo. Tenemos, sin embargo, una analogía, impropia y además indirecta, en la vida de los penitentes que, por amor a Cristo y guiados por el Espíritu Santo, dicen lo que dijo Pablo: "Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1,24)

Noveno Cielo: el Trono

El bien propio del noveno cielo es reinar con Dios. Si todo lo demás es reino de Dios aquí se reina con Dios. Es el término natural de la deificación; es el fruto óptimo de lo que dijo Pedro:

Pues su divino poder nos ha concedido cuanto se refiere a la vida y a la piedad, mediante el conocimiento perfecto del que nos ha llamado por su propia gloria y virtud, por medio de las cuales nos han sido concedidas las preciosas y sublimes promesas, para que por ellas os hicierais partícipes de la naturaleza divina, huyendo de la corrupción que hay en el mundo por la concupiscencia (2 Pe 1,3-4).

Sabemos que Pablo lo predicó con audacia: "si nos mantenemos firmes, también reinaremos con él" (2 Tim 2,12); y también: "estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo —por gracia habéis sido salvados— y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús" (Ef 2,6).

Cuando la Iglesia celebra a María como Reina (el 22 de agosto) o cuando predica su "coronación" (en el quinto misterio glorioso del Santo Rosario) nada hace sino llevar a su consecuencia propia el anuncio del Evangelio: sabemos que el noveno y más alto cielo es el cielo de María. ¡Feliz quien pueda, como ella, hablar de "nosotros" junto a Dios, como lo anticipaba la amada del Cantar!

¡Qué hermoso eres, amado mío,
qué delicioso!
Puro verdor es nuestro lecho.
Las vigas de nuestra casa son de cedro,
nuestros artesonados, de ciprés.

(Ct 1,15-16)

La Boda es consumada:

Empieza a hablar mi amado,
y me dice:
«Levántate, amada mía,
hermosa mía, y ven.
Porque, mira, ha pasado ya el invierno,
han cesado las lluvias y se han ido.
Aparecen las flores en la tierra,
el tiempo de las canciones es llegado,
se oye el arrullo de la tórtola
en nuestra tierra.
Echa la higuera sus yemas,
y las viñas en cierne exhalan su fragancia.
¡Levántate, amada mía,
hermosa mía, y ven!

(Ct 2,10-13)

Todo encuentra su razón y su conclusión en el encuentro total y definitivo:

A nuestras puertas hay toda suerte de frutos exquisitos.
Los nuevos, igual que los añejos,
los he guardado, amado mío, para ti.

(Ct 7,14)

Para este gozo hemos sido creados; a esta felicidad hemos sido llamados en Cristo. Y es nuestra esperanza dulce llegar a esa hora y, mirando los tesoros de amor bien reservados, poder también decir: "los he guardado, amado mío, para ti".

Con razón nos mandaba Cristo: "Vended vuestros bienes y dad limosna. Haceos bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable en los cielos, donde no llega el ladrón, ni la polilla" (Lc 12,33)

Y canta el vidente del Apocalipsis:

Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar no existe ya. Y vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo. Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: «Esta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y él Dios-con-ellos, será su Dios (Ap 21,1-3).

¿Qué experiencia puede asemejarse a esto? Hay una analogía impropia e inderecta pero válida en el amor a los enemigos. Cristo en su pasión es vencido en todo, aparentemente, menos en la libertad con que sigue amando incluso a sus propios verdugos.

Cristo Crucificado es el gran vencedor de la hora de la Cruz, y la Cruz es el lugar en el que aparece de modo más claro que Dios es superior a sus enemigos. El Crucificado es, pues, el Rey del Universo,y quienes movidos por el Espíritu Santo quieren reinar con él han de padecer con él, como enseñó san Pablo (Rom 8,17; 2 Tim 2,12).

13. Cuestiones Complementarias

Este que bajó es el mismo que subió
por encima de todos los cielos,
para llenarlo todo.

Efesios 4,10

Primacía de Jesucristo en los Cielos

Debe quedarnos claro, después de admirar la liberalidad divina y su bondad infinita, que para los cristianos todo don tiene su fuente en el misterio de Cristo. Él es el que lo llena "todo", también en los cielos: "Este que bajó es el mismo que subió por encima de todos los cielos, para llenarlo todo" (Ef 4,10), enseña el Apóstol.

A riesgo de repetirnos, destaquemos una vez más que los regalos del cielo no son otra cosa sino los regalos de la Pascua, pues el Padre glorifica a su Cristo "para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos" (Flp 2,10).

Teniendo, pues, tal Sumo Sacerdote que penetró los cielos —Jesús, el Hijo de Dios— mantengamos firmes la fe que profesamos (Heb 4,14).

Así es el Sumo Sacerdote que nos convenía: santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores, encumbrado por encima de los cielos (Heb 7,26).

Este es el punto capital de cuanto venimos diciendo, que tenemos un Sumo Sacerdote tal, que se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos (Heb 8,1)

Pues no penetró Cristo en un santuario hecho por mano de hombre, en una reproducción del verdadero, sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro (Heb 9,24).

Por eso escuchamos al Señor cuando dice: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra" (Mt 28,18; cf. Mc 16,19). Y también: "El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán" (Mt 24,35).

La fuente última de esta autoridad no es otra que el origen celeste de Jesús. Y decían: "¿No es éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: He bajado del cielo?" (Jn 6,42). Y sin embargo, "el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo" (Jn 6,33).

Es un tema prácticamente eludido en muchas cristologías actuales, que gustán más de los enfoques "horizontales" y "constructivos", pero... ahí está en la Biblia, y nuestra extrañeza no hace más que confirmar la intensidad de la extrañeza que el mismo texto registra, y que se deja sentir en otros lugares:

Si al deciros cosas de la tierra, no creéis, ¿cómo vais a creer si os digo cosas del cielo? El que viene de arriba está por encima de todos: el que es de la tierra, es de la tierra y habla de la tierra. El que viene del cielo, da testimonio de lo que ha visto y oído, y su testimonio nadie lo acepta (Jn 3,12; 31,32).

Pablo lo expresa de un modo profundo:

A mí, el menor de todos los santos, me fue concedida esta gracia: la de anunciar a los gentiles la inescrutable riqueza de Cristo, y esclarecer cómo se ha dispensado el Misterio escondido desde siglos en Dios, Creador de todas las cosas, para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora manifestada a los Principados y a las Potestades en los cielos, mediante la Iglesia, conforme al previo designio eterno que realizó en Cristo Jesús, Señor nuestro (Ef 3,8-11).

En la densidad de esos versículos es claro: (1) El designio realizado en Cristo, con Cristo y por Cristo es "anterior" o en todo caso "superior" a la historia; (2) Este designio es inseparable del misterio de la Iglesia, o dicho de otro modo, la Iglesia prolonga, ofrece y contiene este misterio de Cristo; (3) Este misterio y designio rebasa desde Cristo y en la Iglesia a los seres del cielo.

La vida del cielo como criterio de medida de la tierra

El destino celestial tiene una fuerza inmensa de cuestionamiento y examen de nuestro camino en la tierra. Viene aquí a nuestra memoria todo el tema del "Día del Señor". Frente a la eternidad —que desde luego es más que "duración prolongadísima"— todo tiempo resulta pasmosamente breve.

Pablo anotó de modo lacónico y casi críptico:

Os digo, pues, hermanos: El tiempo es corto. Por tanto, los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen. Los que lloran, como si no llorasen. Los que están alegres, como si no lo estuviesen. Los que compran, como si no poseyesen. Los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen. Porque la apariencia de este mundo pasa (1 Cor 7,29-31).

Brevedad del mundo, fugacidad de la vida y atención a lo eterno van estrechamente unidos; son inseparables.

Dejando en claro que esta brevedad no es disculpa para abandonar el surco y dejar a medio hacer la tarea. "No nos cansemos de obrar el bien; que a su tiempo nos vendrá la cosecha si no desfallecemos" (Gál 6,9). Este principio ilustra cómo la noticia de la caducidad de lo terreno ha de hacernos ágiles, no mediocres; aptos para lo más perfecto, no inútiles para lo bueno; amadores de Dios, más que despreciadores del mundo.

Y sin embargo, resuena la palabra que nos sobrecoge:

El Día del Señor llegará como un ladrón; en aquel día, los cielos, con ruido ensordecedor, se desharán; los elementos, abrasados, se disolverán, y la tierra y cuanto ella encierra se consumirá. Puesto que todas estas cosas han de disolverse así, ¿cómo conviene que seáis en vuestra santa conducta y en la piedad, esperando y acelerando la venida del Día de Dios, en el que los cielos, en llamas, se disolverán, y los elementos, abrasados, se fundirán? Pero esperamos, según nos lo tiene prometido, nuevos cielos y nueva tierra, en lo que habite la justicia. (2 Pe 3,10-13)

No parece que aquí los cielos se refieran al destino eterno cerca de Dios, sino más bien a aquello más alto, bello y estable que pueden adivinar nuestros sentidos o pensamientos en la creación misma. Mas esto no quita fuerza a la impresionante imagen que nos invita a contemplar cómo sólo Dios y lo que es de Dios puede comparecer en su presencia.

He aquí una imagen semejante, esta vez del evangelista Marcos:

Mas por esos días, después de aquella tribulación, el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas irán cayendo del cielo, y las fuerzas que están en los cielos serán sacudidas (Mc 13,24).

Y una última, del Apocalipsis:

Las estrellas del cielo cayeron sobre la tierra, como la higuera suelta sus higos verdes al ser sacudida por un viento fuerte; y el cielo fue retirado como un libro que se enrolla, y todos los montes y las islas fueron removidos de sus asientos; y los reyes de la tierra, los magnates, los tribunos, los ricos, los poderosos, y todos, esclavos o libres, se ocultaron en las cuevas y en las peñas de los montes (Ap 6,13-15).

La ridícula huida de los ricos y poderosos sugiere plásticamente la imposibilidad de escapar a una luz que lo atraviesa todo y a una verdad a la que nadie puede detener. En este sentido, la meditación de la eternidad ha traido mucha sensatez a la vida del hombre peregrino sobre la tierra.

En su estilo peculiar lo enseña la Carta a los Hebreos:

Guardaos de rechazar al que os habla; pues si los que rechazaron al que promulgaba los oráculos desde la tierra no escaparon al castigo, mucho menos nosotros, si volvemos la espalda al que nos habla desde el cielo. Su voz conmovió entonces la tierra. Mas ahora hace esta promesa: Una vez más haré yo que se estremezca no sólo la tierra, sino también el cielo. Estas palabras, una vez más, quieren decir que las cosas conmovidas se cambiarán, ya que son realidades creadas, a fin de que permanezcan las inconmovibles. Por eso, nosotros que recibimos un reino inconmovible, hemos de mantener la gracia y, mediante ella, ofrecer a Dios un culto que le sea grato, con religiosa piedad y reverencia, pues nuestro Dios es fuego devorador (Heb 12,25-29).

Combate en el Cielo

"Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo" (Lc 10,18), dice Cristo al término de una misión de sus discípulos. ¿Qué indica esta expresión? ¿Estaba Satanás en el cielo hasta ser arrojado de allí por la predicación de los enviados de Cristo?

Hay otro texto que vale la pena citar:

Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza; está encinta, y grita con los dolores del parto y con el tormento de dar a luz. Y apareció otra señal en el cielo: un gran Dragón rojo, con siete cabezas y diez cuernos, y sobre sus cabezas siete diademas. Su cola arrastra la tercera parte de las estrellas del cielo y las precipitó sobre la tierra. El Dragón se detuvo delante de la Mujer que iba a dar a luz, para devorar a su Hijo en cuanto lo diera a luz. Entonces se entabló una batalla en el cielo: Miguel y sus Angeles combatieron con el Dragón. También el Dragón y sus Angeles combatieron, pero no prevalecieron y no hubo ya en el cielo lugar para ellos. Y fue arrojado el gran Dragón, la Serpiente antigua, el llamado Diablo y Satanás, el seductor del mundo entero; fue arrojado a la tierra y sus Angeles fueron arrojados con él (Ap 12,1-4.7-9).

La Biblia de Jerusalén tiene una nota explicativa a estos textos, partiendo de la categórica afirmación de Cristo en Jn 12,31: "Ahora es el juicio de este mundo; ahora el Príncipe de este mundo será derribado...". Dice así la nota:

Como en Lc 10,18 y Ap 12,9 su caída [la de Satanás] contrasta con la elevación de Cristo, que debe entenderse en dos sentido complementarios: elevación en la cruz y elevación a la derecha del Padre. El reinado de Satán sobre el mundo (Jn 14,30; 16,11; 1 Jn 5,19) va a llegar a su fin para ceder el sitio al reinado de Cristo (Ap 12,9-10).

Esta doble realeza debe entenderse en una perspectiva ética. El diablo es mentiroso por naturaleza. Desde los orígenes ha engañado a la humanidad acerca de los mandamientos divinos, lo cual les ha costado la muerte; es, pues, homicida (Jn 8,44; Gén 3; Sab 2,24). Las autoridades judías que quieren matar a Jesús lo hacen por instigación del diablo (Jn 8,44), como lo hizo Caín, 1 Jn 3,12. Es el Príncipe de este mundo quien, por sus mentiras, es la causa de todos los desórdenes morales, ver Ef 2,1-3; 6,10-17; 2 Cor 4,4. Su reinado es el del Mal y engendra la muerte.

Por el contrario, Cristo fue enviado por Dios para decirnos la verdad (Jn 8,45 opuesto a 8,44), esa verdad que debe liberarnos de la esclavitud del diablo (cf. Jn 8,34), porque nos hace saber claramente cuál es la voluntad de Dios sobre nosotros (cf Jn 8,32).

Ahora bien, será la elevación de Cristo la que nos proporcionará el "signo" por excelencia que nos probará que él ha sido en efecto enviado por Dios (Jn 2,11; 3,14), y que él nos transmite sus palabras. Cristo entonces atraerá hacia sí a toda la humanidad (Jn 12,32) en el sentido de que todos vendrán a él y recibirán su enseñanza (Jn 6,35.45; Is 55,1-3; Sir 24,19-22), que es, no de odio, sino de amor mutuo (Jn 13,34-35; 1 Jn 3;11-12). El reinado de Cristo es el del Amor y engendra la Vida: Jn 12,49-50; 5,24; 8,51; 1 Jn 3,14-15.

Varias cosas nos quedan claras a partir de esta explicación: (1) El "cielo" no denota aquí primariamente una relación de cercanía con Dios, ni por lo tanto, de bienaventuranza, sino un estado de cierta potestad o "reinado" sobre la tierra. (2) Por consecuencia, "Satanás en el cielo" no indica primariamente algo sobre él mismo sino su situación de cierto gobierno sobre los acontecimientos y personas de este mundo. (3) "Satanás derribado del cielo" no implica en primer lugar una historia sobre su propio ser, por ejemplo, su rebeldía contra Dios, sino el hecho de que su gobierno perverso sobre los hombres ha tocado a su final. (4) Con todo, la aparentemente extraña alusión a Miguel (Ap 12,7; cf. Dn 10,13) parece indicar que estos hechos, que en sí mismos aluden a la historia humana, reflejan misterios que trascienden lo que alcanzan nuestros ojos. En este sentido es posible, en principio, que nuestra historia sea algo así como el eco de una confrontación profunda que simplemente no alcanzamos a abarcar con nuestros ojos.

Los Cielos Abiertos

El libro del Deuteronomio amenazaba con horribles maldiciones al pueblo, si caía en infidelidad. Una de ellas, no la menor, anunciaba: "Los cielos de encima de tu cabeza serán de bronce, y la tierra de debajo de ti será de hierro" (Dt 28,23; cf. Lev 26,19). Es una imagen pavorosa de la soledad y orfandad, antesalas de la muerte.

Los cielos cerrados, son en primer lugar, cielos sin lluvia. Así ora Salomón al consagrar el templo de Jerusalén:

Cuando los cielos estén cerrados y no haya lluvia porque pecaron contra ti, si oran en este lugar y alaban tu Nombre y se convierten de su pecado porque les humillaste, escucha tú desde los cielos y perdona el pecado de tu siervo y de tu pueblo Israel, pues les enseñarás el camino bueno por el que deberán andar, y envía lluvia sobre tu tierra, la que diste a tu pueblo en herencia (1 Re 8,35-36).

Los cielos abiertos son, por contraste, la imagen de las riquezas divinas que vienen sobre la tierra extenuada: "Yahveh abrirá para ti los cielos, su rico tesoro, para dar a su tiempo la lluvia necesaria a tu tierra y para bendicir todas tus obras" (Dt 28,12).

Con ese contexto es maravilloso leer: "Sucedió que cuando todo el pueblo estaba bautizándose, bautizado también Jesús y puesto en oración, se abrió el cielo" (Lc 3,21). La bendición que entonces desciende es el Don del Espíritu, que se posa, primero en Jesús, en este pasaje, y luego, viniendo también del cielo, sobre los discípulos en Pentecostés (Hch 2,2).

Cristo Jesús es el "lugar" en que los cielos se abren, es decir, en que se restaura la comunión y comunicación entre Dios y su creatura, permitiendo así que el hombre aproveche con gozo los tesoros de la gracia. "En verdad, en verdad os digo: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre" (Jn 1,51).

Esto explica por qué los "cielos abiertos" son un modo de expresar una revelación sublime, un asomo al misterio. Así se nos dice que Esteban "lleno del Espíritu Santo, miró fijamente al cielo y vio la gloria de Dios y a Jesús que estaba en pie a la diestra de Dios; y dijo: «Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre que está en pie a la diestra de Dios.» " (Hch 7,55-56).

Y también Pedro (Hch 10,11) y Juan, el vidente del Apocalipsis recibieron revelaciones con los cielos abiertos (Ap 19,11).

Pero tal vez el aspecto más profundo de esta expresión lo encontramos en la Carta a los Hebreos, que hace un vivo contraste entre el tiempo de los sacrificios de la Antigua Alianza, en que "aún no estaba abierto el camino del santuario" (Heb 9,8) y los tiempos "últimos" (Heb 1,2), en que Nuestro Señor "penetró en el santuario una vez para siempre" (Heb 9,12; cf. 9.24).

La consecuencia se sigue:

Teniendo, pues, hermanos, plena seguridad para entrar en el santuario en virtud de la sangre de Jesús, por este camino nuevo y vivo, inaugurado por él para nosotros, a través del velo, es decir, de su propia carne, y con un Sumo Sacerdote al frente de la casa de Dios, acerquémonos con sincero corazón, en plenitud de fe, purificados los corazones de conciencia mala y lavados los cuerpos con agua pura (Heb 10,19-22).

Cristo vuelve del Cielo

El cielo aparece como un acontecimiento definitivo, y sin embargo, ya desde los primeros textos del Nuevo Testamento se nos habla de un retorno de Cristo desde los cielos.

El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar. Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos, al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor (1 Tes 4,16-17).

Este descenso del Cristo glorioso es como el movimiento complementario de su ascenso a la diestra del Padre. Lo explicita el texto de la ascensión:

Estando ellos mirando fijamente al cielo mientras se iba, se les aparecieron dos hombres vestidos de blanco que les dijeron: «Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? Este que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como le habéis visto subir al cielo.» (Hch 1,10-11)

Hay, pues, que entender el retorno de Cristo en relación con su ascenso a lo más alto y no como un movimiento que deshace lo andado, por así decirlo. "Subió" glorioso y "retorna" para hacer aparecer esa gloria.

Si el misterio de la ascensión es ante todo una revelación de su gloria, que es participada por nosotros en cuanto heredamos con él (cf. Rom 8,17), su retorno es la consumación de la historia humana, cuando se cumpla plenamente que él "mediante una sola oblación ha llevado a la perfección para siempre a los santificados" (Heb 10,14). A esto aluden seguramente las palaras de Cristo: "Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros" (Jn 14,3).

Es decir: el retorno de Cristo desde los cielos no es una disminución o cambio de su propia situación o de su gloria sino una participación o extensión de su triunfo al conjunto de la historia humana. Por eso dice Pedro:

Arrepentíos, pues, y convertíos, para que vuestros pecados sean borrados, a fin de que del Señor venga el tiempo de la consolación y envíe al Cristo que os había sido destinado, a Jesús, a quien debe retener el cielo hasta el tiempo de la restauración universal, de que Dios habló por boca de sus santos profetas (Hch 3,19-21).

Esta "restauración universal" —o "recapitulación" de todo en Cristo, según el lenguaje de Pablo (Ef 1,10)— no es otra cosa que el designio misterioso por el cual la soberanía divina manifiesta su alcance ilimitado, ante el asombro de todos y la adoración de sus ángeles, pues "El es la Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia: El es el Principio, el Primogénito de entre los muertos, para que sea él el primero en todo" (Col 1,18).

El Cielo de la Creación

A menudo las reflexiones o planteamientos sobre la bienaventuranza toman un tono demasiado intimista o individual que no se corresponde con la enseñanza de la Sagrada Escritura.

De algún modo hemos querido superar esa visión reduccionista del cielo al mencionar muy expresamente los aspectos comunitarios, interpersonales y universales de la victoria de Cristo. Así por ejemplo al mencionar los dones propios de los cielos segundo, tercero, quinto y sexto, en especial.

Aun así, conviene repasar algunos textos específicos que nos ayudan a subrayar esta dimensión comunitaria y cósmica de la bienaventuranza.

Ante todo, viene a nuestra memoria el texto de Pablo:

Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontaneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo (Rom 8,19-23).

Otras imágenes del Evangelio evocan con fuerza el aspecto comunitario, especialmente bajo la concepción de un "banquete", especialmente, un banquete de bodas (cf. Mt 22,2).

La Eucaristía adquiere esta resonancia escatológica en las palabras que sirven de conclusión a Cristo antes de partir hacia el Monte de los Olivos,rumbo a su propia Pasión: "Yo os aseguro que ya no beberé del producto de la vid hasta el día en que lo beba nuevo en el Reino de Dios" (Mc 14,25).

Y desde luego viene aquí el texto del cuarto evangelio, que bien nos indica el espíritu de esa felicidad que sólo existe cuando el amor alcanza su doble sentido de comunión: con Dios y con los hermanos, como enseña 1 Jn 1,3: "lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo".

Cristo nos anuncia:

En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros (Juan 14,2-3).

14. A modo de síntesis

Gemimos deseando ardientemente ser revestidos
de nuestra habitación celeste.

(2 Corintios 5,2)

El cielo es, en la Biblia, un término con múltiples significaciones que van desde lo atmosférico hasta lo místico. Alude, sin duda, al poder de Dios y al destino al que somos convocados por la gracia que brota del sacrificio redentor de Cristo.

El bien esencial del cielo es la visión y posesión de Dios, algo que no podemos conocer ni imaginar en modo alguno, pues tiene su causa en la luz de la gloria (lumen gloriae) que supone la posesión irreversible de Dios sobre el alma, y por tanto, una condición en la que ningún acto voluntario es idéntico a lo que vivimos en esta tierra.

Sin embargo, la bienaventuranza tiene también un aspecto accidental que nos ayuda a asomarnos a las grandezas del bien eterno. Tales bienes accidentales tienen su fuente en Dios, por supuesto, y acontecen en el alma humana según su gobierno, aunque seguramente suceden con el concurso de otras creaturas, pues, si bien es cierto que el bien esencial del cielo sucede sin mediación alguna, nada impide que los bienes complementarios o accidentales sucedan con el concurso de causas segundas, como los Ángeles u otros Bienaventurados.

Estos dones accidentales de la bienaventuranza nos permiten, si atendemos al testimonio de la Escritura, hablar de varias situaciones progresivas a las que, con la tradición, podemos llamar "cielos".

Resultan así nueve cielos, cuyos bienes propios podemos sintetizar en el siguiente cuadro:

 

Ciclo

Cielo

Tipo de analogía

Experiencia análoga

Bien propio

Paraíso

Primero

Propia

Directa

Matrimonio espiritual

Satisfacción deliciosa de todo legítimo deseo, en la armonía de un bien gratuito, firme y asombroso.

Segundo

Transfiguración del Señor

Percepción de la santidad divina en la raza humana redimida del pecado y de la muerte.

Tercero

Visión del paraíso

Particular contemplación de la dispensación de los designios de Dios en todo lo creado.

Santuario

Cuarto

Impropia

Abandono en manos de Dios

Obediencia, de modo tal que nada sea amado en las creaturas sino por orden de Dios.

Quinto

Misiones de conversión

Gozo de servir eficazmente al plan de Dios en favor de la humanidad.

Sexto

Milagraos de transmutación

Participación en la sabiduría y la misericordia con que Dios gobierna la creación.

Tálamo

Séptimo

Indirecta

Martirio

Donación del propio ser en una circulación de amor que permite recibir de modo siempre nuevo la existencia.

Octavo

Vida de penitencia

Experiencia de la fidelidad divina en su misma fuente.

Noveno

Amor a los enemigos

Reinar con Dios.

 

15. Epílogo

Alaben el nombre de Yahveh:
porque sólo su nombre es sublime,
su majestad por encima de la tierra y el cielo.

Salmo 148,13

No es difícil suponer cuánta oposición y cuánta indiferencia pueden despertar estas reflexiones. Creo que no faltará quien diga que todo esto es demasiada especulación, fantasía alienante, huida de los problemas "reales" o reedición de mitologías superadas.

Sin embargo, lo que realmente me inquieta es haber dicho mal, o haber dicho menos de lo que debía decir.

Son grandes, bellas y ciertas las promesas de Dios, nuestro Padre, y a ellas hemos sido convocados en la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. Todo, pues, nace del Depósito de la fe de la Santa Iglesia Católica, y a ella someto con gusto estas meditaciones o cualquier enseñanza o predicación mía.

Sé que más se interesa el Cielo por nosotros, sin necesitarnos propiamente, que nosotros por él. Sé que la Patria desborda de amor por sus últimos ciudadanos, que somos nosotros y los que hayan de venir según el beneplácito de Dios, Señor de la historia.

Y una deuda de amor me llevó a escribir. Sirva a honra de Dios y de su Santa Madre, la Virgen Reina de los Cielos. Amén.

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Villavicencio, 16 de julio de 2002,
Fiesta de Nuestra Señora, la Virgen del Carmen

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