El programa conciliar de "aggiornamento" conllevaba un propósito básico: no perder contacto con la realidad no-eclesial, entendida casi unívocamente como "no-eclesiástica".
Esta postura tenía una clara razón de ser: la segunda mitad del siglo XIX y la primera del siglo XX habían estado recargadas de condenaciones y anatemas por parte de la Iglesia. El Magisterio se sintió en el deber de denunciar lo que era incompatible con la fe, pero el tono de estas declaraciones fue en la inmensa mayoría de los casos para señalar el mal no para construir el bien. El bien quedaba implícitamente entendido como herencia o dato, algo así como un "tesoro", que no se puede dejar perder pero que es tan grande y tan precioso, que tampoco se sabe con claridad cómo continuarlo o acrecentarlo.
El resultado de este estilo "verticalista", con su fondo de miedo, que para todo hacía uso de su autoridad, fue que la Iglesia perdió capacidad de significancia ante los no creyentes... ¡y resulta que el mundo entero se estaba y se está volviendo agnóstico, subjetivista y sincrético! Poco a poco los Pastores terminaron hablando sólo a sus adictos. El ambiente se fue enrareciendo, como cuando muchas personas se quedan mucho tiempo en un recinto con las ventanas cerradas.
Así las cosas, es explicable que la palabra del Concilio fuera recibida de diversos modos, de acuerdo fundamentalmente esta es mi teoría con el momento que cada quien estaba viviendo en su proceso vocacional y ministerial. La población, que yo llamaría "en edad crítica", la de la "generación postconciliar", era la de aquellos que en la aplicación primera del Concilio estaban en el umbral de su ejercicio ministerial o estaban próximos a asumir responsabilidades en las iglesias particulares o en las comunidades religiosas.
Es una generación bastante bien delimitada: hombres y mujeres que llegaron a su vinculación definitiva con un servicio específico a la Iglesia más o menos entre 1970 y 1985. Para ellos y ellas la consigna conciliar se tradujo, diría yo, en un propósito intenso de lograr relevancia, es decir, no perder contacto con la realidad no-eclesial, entendida como "no-eclesiástica". Esto dio una impronta fuertemente social, humanista y cultural a la labor de estos sacerdotes y religiosos, con las reaciones que cabía esperar: entusiasmo, indiferencia o esa mezcla de miedo y condena por parte de las líneas más conservadoras.
Un último rasgo que quiero destacar de este grupo postconciliar de frontera es su propio temor o desconfianza ante lo expresamente "religioso" o "piadoso", y una mirada especialmente crítica al Magisterio y a lo "oficial" en la Iglesia. Precisamente por su propósito de liberarse de las limitaciones de un estilo demasiado eclesiástico y clerical.
Es una pregunta importante, porque el curso que han tomado los acontecimientos puede llevarnos a un balance muy injusto sobre los esfuerzos, las realizaciones y las personas mismas que han estado involucrados en todo este proceso.
Paso a responder a su pregunta. Yo destaco tres virtudes: fraternidad, humildad y eficiencia.
Empecemos por la fraternidad. Yo diría que para toda esta generación es una virtud mayor en la práctica indispensable, dada la desvinculación afectiva e intelectual con lo magisterial y lo devocional.
A lo cual hay que añadir que los cambios propuestos y soñados por ellos no se han cumplido ni se van a cumplir, con lo cual esta generación no sólo quedó huérfana sino también, en cierta medida, estéril. Sin referencias claras en el pasado asumido vitalmente, y sin una descendencia nítida, el vínculo casi único es el horizontal: ser hermano, preocuparse por el otro, saber reír juntos e interesarse los unos por los otros. Y a decir verdad, en esto, a menudo, hay buenos frutos, y un espíritu comunitario que, si lo contrastamos con el individualismo que nos marca hoy por hoy, significa y dice mucho.
Además, aquella fue una fraternidad muy sensible a las realidades sociales: la justicia, ante todo, pero también la paz, la cultura, la promoción de los derechos humanos. Hoy corremos el riesgo de desentendernos de toda esta lucha. Nos tienta, en fin, dejar perder esta virtud y refugiarnos en los sueños individualistas, cuando no simplemente capitalistas y consumistas.
Es desagradable para mí tomar una postura así, pero creo que hay que ser lúcidos y honestos. Es algo que primero uno lo siente y lo comprueba en los hechos, y sólo después trata de ponerlo en palabras y argumentarlo.
Lo que uno se encuentra es que esta generación postconciliar, acaso por su misma independencia del pasado y la tradición, ha querido en multitud de ámbitos fundar sus propias instituciones entendidas estas en sentido amplio o refaccionar radicalmente las que ha encontrado. Hablo, pues, de edificios, publicaciones, criterios y políticas de acción, modos de celebración litúrgica, opciones pastorales.
Pues bien, el hecho es que estas fundaciones o refundaciones, pese a su perspectiva y enfoque comunitario cuando no abiertamente social, paradójicamente han ido quedando como proyectos personales y obras ligadas al estilo de un individuo o de un grupo pequeño de individuos.
En síntesis, yo diría que hay algo que esta generación postconciliar no logró transmitir a la generación siguiente y es la convicción, y por ende la fuerza interna para trabajar por una causa que demanda tiempo y no pocas energías. Mi predicción general reconozco que un poco lúgubre surge de esa comprobación: las instituciones como tales están alcanzando el momento de su madurez y demandan ahora más dedicación que nunca, precisamente cuando sus iniciadores empiezan a declinar en sus fuerzas, sin lograr además entregar la antorcha de relevo a los que van detrás.
Uno puede ahondar un poco más, haciendo algo de especulación. Los objetivos de estos esfuerzos institucionales podían tipificarse en dos grandes grupos: unos en el orden de los fines, y otros en el de los medios. Los fines se refieren a los grandes ideales; los medios, a la adquisición de recursos y la capacitación en ellos. Es claro que para esta segunda serie de objetivos no se necesita afiliarse a un ideario determinado, y por ello quizá ha sido la parte que ha tenido mejor suerte.
La primera serie, en cambio, la de los fines, ha perdido atractivo. Es algo complejo pero real.
Hay razones externas y razones internas. Las razones externas tienen que ver con factores que todos conocemos: la caída del comunismo soviético; la globalización en sus dimensiones económicas, filosóficas y tecnológicas; pero, más allá de esto, está el hecho mismo de la transferencia de los "centros de decisión" desde la política como tal hacia otros espacios más amplios o más reducidos que los límites de los países: ámbitos de tipo transnacional, étnico o incluso religioso.
Llamo razones "internas" a las dificultades intrínsecas de coherencia del proyecto postconciliar. Un ejemplo típico es la cuestión del uso del hábito. Nunca como ahora se ha insitido tanto en la importancia de los símbolos, en parte como un modo de superar una Iglesia con demasiadas abstracciones y conceptos. ¿Qué decir entonces de un religioso que da una preciosa charla sobre Hermenéutica y Pastoral despojado de su propio y más visible símbolo, y tratando de disolverse en una anónima corbata?
Otro caso de mayor contenido, si se quiere concierne a la justicia y la familia. Yo lo enunciaría así: por una parte se presentan como intolerables las injusticias socioeconómicas, pero, por otra parte, en lo que atañe a la estabilidad y santidad de la familia, el mensaje es: debemos aceptar que hoy hay situaciones nuevas, como el avance del homosexualismo y la generalización de los métodos contraceptivos. ¿Por qué se supone que no podemos acostumbrarnos a una serie de patologías económicas y políticas y en cambio sí debemos acostumbrarnos a las plagas que acechan el núcleo y centro de la sociedad?
Pasemos a la humildad. Aunque es ésta una virtud sobresaliente de Jesucristo, lamentablemente no ha sido la más notable entre nosotros los cristianos. Con un agravante: que los ministros sagrados hemos ido más de una vez a la cabeza en la vanidad, la prepotencia y la altivez, en sus más diversas formas.
Hay muchas razones que pueden explicar este comportamiento, aunque ninguna lo justifique. Esa certeza que tenemos sobre la verdad revelada y sobre la permanencia garantizada de la Iglesia a través de los siglos, cosas que deberían despertar humilde gratitud y alabanza, también pueden ser motivo de un falso y fastidioso orgullo. A esto se añade, en los clérigos, la preparación intelectual, usualmente muy por encima del nivel del común de las personas, y también nuestros servicios de enseñanza y consejería, que con alguna frecuencia nos hacen vecinos, si no directos asesores, de los poderosos de esta tierra.
Otro factor que milita en el mismo sentido es la cercanía con lo divino. Como decía con un dejo irónico alguno de mis profesores, hay clérigos que creen que su dominio (real o ficticio) de la teología los capacita para responder cualquier pregunta humana, terrestre, celestial o cósmica. Finalmente, es posible que el hecho mismo de oír las confesiones y tener ante nosotros la miseria humana en toda su extensión pueda infundirnos una falsa confianza.
Tal vez por todo ello, tanto el católico convencido como el clérigo típico suelen parecer personas pedantes, demasiado seguras de su destino eterno, capaces de hablar sobre todo y de juzgar a todos, más dispuestas a enseñar que a aprender. Siempre lo saben ya todo, me dicen que comentó una vez Merlau-Ponty.
Frente a esta arrogancia, agravada por el miedo y la actitud defensiva que marcaron a la Iglesia durante la mayor parte de los siglos XIX y XX, la generación inmediata al postconcilio quedó simplemente fascinada por la sencillez, mansedumbre, humanidad y calidez del Papa Bueno, Juan XXIII. ¡He aquí un hombre que quiere ser Vicario de Cristo también en la humildad de Cristo!
De ahí la importancia de un verbo humilde, amado por toda esta generación: acompañar. La gran propuesta es: no pretendamos ir tan adelante, tampoco nos dejemos rezagar; nuestro verdadero lugar es al lado, como testigos sinceros y creíbles de algo que hemos descubierto y que a nosotros nos ha hecho bien.
Quisiera yo que hubieran sido mayores y más numerosos. Lo malo del acompañamiento es que, por su imperativo de no dirigir, aun teniendo el indiscutible mérito de presentar de un modo nuevo y sugestivo la faceta humilde y solidaria de Jesús, puede falsear otros aspectos de su vida y enseñanza. Así como es difícil ser firme sin ser prepotente, y la Iglesia anterior al Concilio vivió ese drama, así es difícil vivir la humildad y el diálogo sin resbalar hacia el sincretismo o el irenismo, situación en que hasta cierto punto se debate la Iglesia después del Vaticano II.
El sincretismo es la unión indiscriminada de credos, como cuando se revuelve el catolicismo con la superstición vudú. El irenismo es algo parecido; eirene, en griego, significa paz. Una actitud irenista es la de aquel que intenta crear o conservar la paz por la vía fácil de evitar las confrontaciones. Es algo así como una tolerancia irresponsable y más bien cómoda.
Tal vez es demasiado pronto para dar un diagnóstico definitivo. Yo creo que, un poco por todas partes, Juan XXIII sigue siendo una referencia viva y completamente válida. Nos gusta la claridad de Juan Pablo II y la inteligencia de Joseph Ratzinger, pero no somos pocos los que nos preguntamos: ¿y no habrá otra manera, quizá más testimonial y menos formalista, de decir las mismas verdades, con menos autoridad y mayor provecho para todos? Es mérito de la generación inmediata al postconcilio el haber conservado esta pregunta. El sucesor de Juan Pablo II la encontrará plenamente vigente.
Así es; se trata de la eficiencia. También aquí hay que contar una pequeña historia, que yo remontaría hasta el opere operato del Concilio de Trento.
Es una expresión latina que significa por la obra realizada. Desearía explicarme en términos sencillos. La fe católica enseña que la eficacia de los sacramentos no depende de la santidad o el estado moral de los ministros. Así por ejemplo, cumplidos unos requisitos mínimos, la Hostia Consagrada por un sacerdote indigno e incluso perverso es tan Cuerpo de Cristo como la Hostia Consagrada por el más santo de los monjes o misioneros. Y otro tanto puede decirse de la absolución sacramental.
Por contraste con ésta, que es la postura católica, el protestantismo ve en los sacramentos es decir, en los que cada grupo admite como sacramentos básicamente expresiones o vehículos de la fe que tienen las personas que allí se encuentran. Un hecho práctico y bien conocido donde esto se realiza es el bautismo. Cuando alguien que ha nacido en el seno del protestantismo se vuelve hacia la Iglesia Católica no se le vuelve a bautizar. Los católicos creemos que esos que he llamado requisitos mínimos se dan perfectamente en el bautismo que ellos realizan. Mas ellos, en su mayoría, no piensan lo mismo de nuestro bautismo y por eso vuelven a bautizar a las personas que se convierten a sus creencias. Para ellos lo que cuenta es el opere operantis es decir, solamente la fe del que celebra cada rito.
Creo que influye en más de un sentido. Desde luego yo comparto plenamente la enseñanza católica, pero creo que si se subraya de modo unilateral la doctrina del opere operato queda abierta la puerta a muchos abusos. Un sacerdote puede irresponsablemente atenerse a la eficacia intrínseca de los ritos y limitarse a celebrarlos con la mirada puesta sólo en cumplir los mínimos. Con esto se hace un daño muy grande y se hace digno del reproche de Cristo: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí (Mt 15, 8).
Mas nuestra conversación no se refiere en primer lugar a la liturgia sino a la situación postconciliar en su conjunto. Y en este sentido creo que el opere operato, convertido casi en un absoluto, ha hecho estragos, porque ha acostumbrado a la Iglesia a no acoger otra evaluación que la que sale de sí misma.
Este es el punto: la Iglesia se había acostumbrado a que nadie sino Ella misma podía opinar autorizadamente sobre sus propias cosas. Su única evaluación era autoevaluación. Aquí cabe una analogía tomada del mundo del comercio. Cuando una compañía de aviación es única en un país, sus condiciones son las únicas condiciones, y por tanto la gente tiene que resignarse si los precios son demasiado altos o los servicios demasiado bajos. Pero cuando el monopolio se acaba, la antigua compañía tiene que reajustar muchas cosas porque ahora hay una evaluación externa, a saber, la de los posibles usuarios, ya dotados de capacidad de escogencia.
Sé muy bien que este símil con el comercio tiene muchos puntos flacos. No quisiera que pensáramos que la Iglesia tiene que entrar en el supermercado actual de religiones y empezar a analizar sus procesos de marketing a ver si permitiendo el divorcio o dejando que se ordenen mujeres le llegan más feligreses. Por favor: ¡no se trata de eso! Es un asunto bien complejo que tiene que ver con la evangelización y la cultura a gran escala.
Pensemos, por ejemplo, en los servicios de tipo humanitario que ha prestado tradicionalmente la Iglesia, como decir la educación, los hospitales y ancianatos. Es claro que en la justificación de su presencia en ete género de obras la Iglesia ha hablado de evangelización y obras de misericordia, pero hay que notar que este no es el único lenguaje ni la única motivación dentro de este campo.
No, no es esa mi postura. Si hay gente que todavía se hace escuchar es aquella que hace algo por los más pobres. Un ejemplo notable es la Madre Teresa de Calcuta. Allí donde la voz autorizada o autoritativa de los obispos ya no es escuchada todavía hay espacio para el sari de las Misioneras de la Caridad.
Pero uno puede plantear varias inquietudes. Una, que me gusta mucho es de Mons. Helder Cámara: Si doy pan a los pobres, me llaman santo; si pregunto por qué tienen hambre, me llaman comunista. La cuestión brota espontáneamente: Si el Dios que anuncian las obras de misericordia es el Dios que es también fiel, justo y veraz, ¿por qué el mundo que recibe con gratitud el asitencialismo rechaza con odio la predicación de la justicia? Y además, y dado que esto es así: ¿podemos considerar sin más que tales obras son obras de evangelización?
Por otro lado, no podemos creer que la Iglesia Católica o el cristianismo tienen el monopolio de las obras que nosotros llamamos de caridad o de misericordia. Hoy florecen por todas partes Organizaciones No-Gubernamentales (ONG's) que están mostrando que para emprender algo serio, organizado y eficaz por la humanidad no es indispensable que haya un credo. Aún más: parece a veces que la insistencia recalcitrante en el propio credo llega a volverse un estorbo a la unión de fuerzas para los trabajos a gran escala en favor de los más desposeídos...
Es este el tipo de cosas que la generación inmediatamente posterior al postconcilio aprendió a examinar con ojo singularmente crítico: la Iglesia no puede seguir viviendo de su autoevaluación y de una seguridad lejana e irrelevante, fundada sólo en la majestuosidad de su liturgia, las grandezas de los buenos tiempos pasados, la dulzura de su devoción o la pureza y ortodoxia de su doctrina. En cierto modo tiene que demostrar que hace algo que nadie más podía hacer o que lo hace mejor o más eficazmente que otros. Lo cual explica la baja sensibilidad litúrgica, devocional de esta generación, así como su creciente desconfianza cuando las instancias oficiales de la Iglesia recalcan una y otra vez la ortodoxia.
Es una pregunta que me supera, soy sincero. Yo veo hoy de todo: algunos católicos le están apostando con todas sus fuerzas a la eficacia, más o menos en estos términos: Si los que viven para su dinero o sus placeres hacen televisión, la Iglesia debe hacer televisión, y muy buena televisión; y así con todo. Un ejemplo de este modo de trabajo es la cadena EWTN. Es el apostolado de la presencia explícita.
Otros católicos piensan en una presencia implícita, que podemos enunciar así: Unamos fuerzas, desde nuestra perspectiva y nuestras motivaciones con todos los que están haciendo algo real y concreto por la gente necesitada. No tenemos que llevar nuestra bandera de católicos: basta con que nuestra presencia lo diga. Al fin y al cabo, si se supone que tenemos algo que nos hace distintos, ese algo aparecerá cuando tenga que aparecer. Un ejemplo típico de este estilo sería el trabajo por la justicia social propuesto y realizado por las Comunidades de Base en América Latina.
Todavía otro grupo con tendencias de derecha propone una ausencia explícita. Su estilo sería como una continuación de todos los pronunciamientos condenatorios, desde Pío IX hasta Pío XII. Según ellos, la Iglesia debe romper expresamente con el mundo y no ocultar sino mostrar bien claramente que no comparte las opciones políticas, económicas o litúrgicas. Si el mundo tiene sus celebraciones, nuestros sacramentos deben ser lo más distantes posibles del estilo mundano de celebrar, y así sucesivamente.
Finalmente, creo que puede hablarse de un último grupo de católicos que van por la ausencia implícita, es decir, gente que no le cree a la lógica del mundo, y por ello no piensa que la última palabra de valoración sobre la Iglesia la pueda dar el mundo, pero tampoco cree que valga la pena retroceder a los refugios psicológicamente confortables de la tradición por la tradición. Pienso que dentro de este grupo hay una valoración positiva pero no idolátrica de la eficiencia. Es algo que debemos a la generación inmediatamente posterior al Concilio Vaticano II.
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