¡Vaya una pregunta difícil! Creo que hay una respuesta sencilla: no plenamente; pero esta respuesta debe ser matizada: la Iglesia está siempre en camino de dar una mejor respuesta a su vocación profunda.
Institución, jerarquía, organización no son palabras amables, pero son palabras necesarias. Mas no deberíamos verlas como simples males necesarios. Sostengo que hay un modo hermoso y gozoso de ser y de vivir estas dimensiones que tal vez no han sido las más populares para el postconcilio. En efecto, así como es desagradable y desesperanzador para el pueblo sentirse mal presidido, es alegría para el alma de todos sentir que la autoridad se vive con dignidad, humildad, eficiencia y caridad. No será este el caso más frecuente, pero yo debo ser justo y reconocer públicamente que he conocido y he tenido Superiores de esa talla y talante.
Lo romano pide de nosotros un análisis más sereno y equilibrado. La Iglesia Católica en Occidente ha tenido desde los primeros siglos un vínculo muy estrecho con la romanidad. El Papa es, en primer lugar, el Obispo de Roma, sucesor de san Pedro, que, de acuerdo con una fundada tradición, fue mártir en la Ciudad Eterna.
Es indudable que la fuente última de la importancia de Roma para el cristianismo radica en que, cuando nació, padeció y resucitó Jesucristo, el Imperio más importante para el mundo tenía su cabeza en esta ciudad, la Urbs, como la llamaban los romanos. Y por lo mismo, ser o no ciudadano romano determinaba si se tenía o no existencia civil, algo así como el modo de presencia ante los demás seres humanos.
En este orden de ideas, la comunidad cristiana de Roma, en cuanto germen invicto nacido en la casa misma de los poderes de esta tierra, era la expresión visible más sobresaliente de las palabras del Señor Jesús: Yo he vencido al mundo (Jn 16:33).
Por esto, cuando se dio el caso de emperadores romanos convertidos al cristianismo, algunos cristianos vieron en ello algo así como la máxima señal de la victoria del Evangelio. Fácilmente este triunfo pudo volverse luego triunfalismo, con lo cual, paradójicamente, la fe cristiana, que parecía victoriosa, resultó finalmente perdiendo, por lo menos en algunos sentidos.
En efecto, deberíamos estar todos de acuerdo en que la llegada del Evangelio a Roma no fue un proceso unidireccional, en el que hubiera un único y pleno vencedor. La evangelización conlleva siempre una inculturación, que en cada caso es más o menos múltiple, ambigua o fructífera.
No todo fue ganancia; no todo fue pérdida. De un modo un poco crítico yo invitaría a estar especialmente atentos a aquello qué quizá hemos perdido en las aras de la romanidad. No sería sensato sacrificar lo católico a lo romano, como si fueran sinónimos. Y sin embargo pienso que muchos católicos de derecha se sienten obligados en su conciencia a defender a Roma por ser Roma y sede del Papa, con lo cual, a pesar de sus buenas intenciones, no le prestan el mejor servicio a la Iglesia.
Me atrevo a pensar que Roma inauguró para Occidente la noción de poder que en buena parte conservamos todavía. Lo nuevo del esquema romano, pienso, es que el poder público queda definido como aquello que vincula la voluntad del ciudadano y los intereses del Estado. Y así, desde el comienzo es ambiguo: conveniente y fastidioso, engorroso y útil, una especie de mal necesario que se quiere que esté en todas partes para defender al individuo, y en ninguna para no estorbarlo.
La única manera, o por lo menos la manera práctica que encontraron los romanos para resolver esta ambigüedad fue establecer una frontera neta entre lo privado y lo público. De aquí surgió una manera particular de ver a la voluntad humana, a saber, como capacidad de ejercicio del poder en el ámbito autorizado por el Estado según la ley. A la larga, tal ámbito será equiparado simplemente con la libertad.
Las repercusiones son múltiples. Creo que la primera es lo que yo llamo Sentido objetivo del testimonio. Los Hechos de los Apóstoles nos muestran que cuando san Pablo tiene que defenderse de las acusaciones que se le hacen, no tiene dificultad en narrar su testimonio, ya se trate de los judíos de Jerusalén (Hch 22,3-21) o del pagano entiéndase romano- rey Agripa (Hch 26,9-23). Una argumentación testimonial como ésta tenía que suscitar un comentario como el del romano Festo, "¡Estás loco, Pablo, las muchas letras te hacen perder la cabeza!" (Hch 26,24).
Para los romanos, dar testimonio de algo es asegurarlo como podría decirlo cualquier otro testigo. El testimonio es un acto público que por consiguiente no debe estar ligado al mundo privado de las sensaciones, presentimientos o revelaciones. Tal vez a nosotros mismos nos parece que "así deben ser las cosas", pero ello es debido en buena parte a que hemos nacido en esta visión del mundo. El encuentro con otra cultura o con otros niveles de experiencia puede quizá llevarnos a relativizar nuestro punto de vista original.
Los romanos suponían que este modo de administrar justicia sería siempre justo. Es interesante recordar aquí como ese poder romano, en cabeza de uno de sus procuradores, Poncio Pilato, finalmente cedió ante la presión para dar muerte a un inocente, a Jesucristo. Yo intuyo que en éste, como en tantos otros casos de la historia de la humanidad, el prurito de objetividad se termina convirtiendo en búsqueda de certeza en la intersubjetividad, y por lo mismo, en búsqueda más o menos política de consenso, primero, y luego, de comodidad.
Sea de ello lo que fuere, los romanos fundaron su noción de ley sobre esta noción objetivo-intersubjetiva de testimonio. Con ella nace el concepto de lo formalis, lo oficial, entendido como aquello que, según la ley, cobra existencia pública. Es oficial aquello que ha sido promulgado debidamente por la autoridad legítima en el tiempo oportuno.
Lo debido, lo legítimo y lo oportuno son todos términos que brotan de la concepción romana de la ley. Quienes estén familiarizados con el Pentateuco notarán inmediatamente un fuerte contraste, en la medida en que lo ritual más que lo oficial ocupa sólo una parte de la atención y de la extensión del texto de la Ley. La Torah es mucho más que eso: es narración, es exhortación, es, en fin, testimonio, aunque ciertamente no en el sentido romano de la palabra.
En lo que respecta a la Iglesia, hay que admitir que la impronta que llevan sus textos más importantes, por lo menos en su forma, es básicamente romana. Nuestro Derecho Canónico debe su estructura mucho más al derecho y al estilo romanos que a la Torah judía. A ver, ¿quién podría decir del Derecho nuestro lo que cantaba espontáneamente el judaísmo sobre su Ley, por ejemplo en el Salmo 119?
Además, el Magisterio de la Iglesia se ha sentido obligado, durante centurias, a sólo generar textos oficiales. Da la impresión de que Papas, Obispos y Concilios se hubieran sentido constreñidos a decirlo todo de una manera eterna, solemne, hierática, impersonal; y lo han logrado, a precio de que la gran mayoría de sus destinatarios simplemente les hayamos ignorado.
Juan Pablo II ha realizado un importante avance en este sentido, para mí uno de los más revolucionarios, así no haya llamado tanto la atención en primera instancia. Es nuevo, profundamente nuevo, por lo menos para mi tiempo, que un Papa ofrezca una semblanza autobiográfica como la que ha escrito Juan Pablo II con motivo de su 50° aniversario de ordenación sacerdotal.
Y antes de ello, fue también una gran novedad que respondiera públicamente a las preguntas de un periodista, Vitorio Messori, dando así origen a su conocida obra Cruzando el umbral de la esperanza. Se trata todavía de un periodista abiertamente católico, y en este sentido el libro es aún muy oficial, pero no cabe duda de que supone un gran paso. Puede parecer una nimiedad, pero ¡entre los católicos hasta las profesiones de fe se nos habían vuelto sólo oficiales! Que un pastor, y en este caso, el Pastor Pastorum, hable en primera persona singular algo de su mundo interior, y nos permita alegrarnos con la aventura de la fe y de la gracia en su vida, ¡es una inmensa revolución!
Para la mentalidad romana, ejercer el poder implica, como se diría en el lenguaje aristotélico, actualizar al máximo la potencia. El ser se muestra esto es, cobra existencia pública, la única en la que creyeron a fondo los romanos logrando in actu su poder ser, su potentia. Por ello, ser y crecer, ser y expandirse, ser y dominar, se vuelven sinónimos. Roma se hizo Roma convirtiéndose en el Imperium Romanum.
Sí, pero la respuesta no es tan sencilla. En el mandato de Cristo de evangelizar a todos los pueblos hay también una connotación que se extiende a todos los países, culturas y lenguas. Por esto hay que examinar las cosas con mayor detenimiento, empezando por el modo romano de relacionar poder, territorio y religión.
Es bien sabido que la religión tenía para los romanos una connotación protocolaria: meramente cultural, social y externa. Aunque el Emperador era el Pontifex Maximus, esto en realidad no decía nada de sus convicciones o de su corazón, en una sociedad para la que rito y religión eran sinónimos.
Consecuentes con que el ámbito público excluye el mundo interior, y con él a los sentimientos y la capacidad de implicar el conjunto y la hondura de la existencia, los romanos tenían una religión sin interioridad: una simple práctica tradicional, necesaria a lo sumo como vínculo con un pasado cultural, o como apuesta de contrato con brumosas deidades.
Esta falta de corazón de la religión tradicional vino a ser fuertemente sacudida por el ingreso de las religiones mistéricas y órficas, de origen griego, precisamente caracterizadas por la densidad de relación y de coimplicación que demandaban de sus seguidores. Junto a lo apolíneo de una sociedad en principio objetiva, justa y razonable, apareció así un abanico de religiones dionisíacas en las que la razón se ve desbordada por el frenesí, y lo objetivo y distinto se disuelve en una especie de comunión.
Estas exageraciones, empero, no alcanzaron la médula del estilo romano, para el cual siempre fue criterio aquello de ne quid nimis: nada en exceso. Y en este aspecto tenía que darse alguna confrontación con una religión venida de Oriente, el cristianismo, que tiene como norma básica un exceso: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con todas tus fuerzas (Dt 6:4); Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos (Jn 15:13).
El cristiano ha recibido de su Maestro una consigna: Jesús los llamó y dijo: Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos. (Mt 20:2528).
Servir, dar la vida, amar hasta el extremo son varios términos para una misma realidad, aquella autodonación que es fuente de gracia y manantial del Espíritu Santo. Sin ella es imposible el don del Espíritu, como también son imposibles la grandeza y ser el primero entre los discípulos de Jesucristo.
La verdadera autoridad, entre los cristianos, proviene de esa realidad íntima, inaugurada por el mismo Cristo, a la que hemos llamado servicio, dar la vida, amar hasta el extremo. Según lo visto, entre los romanos, en cambio, la autoridad es la facultad de ejercer la potestad , es decir, capacidad de ser señor absoluto y dominar con su poder.
Dicho concisamente: el Imperium no sabe ni puede recibir una autoridad distinta de la potestas, cuyo ámbito es precisamente la territorialidad: Si estás en este lugar, donde yo soy señor, harás las cosas a mi manera. Tener autoridad o poder es controlar, saber qué y quién llega, qué se piensa, dice y hace, qué procesos están en curso, cuáles serán los resultados y a quién finalmente beneficiarán o perjudicarán. Para una mentalidad así marcada por el control, un espíritu es como una especie de estorbo, que impide prever, organizar, realizar y evaluar.
A la vista de estas consideraciones, ¿será casualidad que en la Iglesia Católica en Occidente haya estado tan relegada la teología del Espíritu Santo? Si nuestros análisis son correctos y esta interpretación es acertada, deberíamos ver síntomas de ella en una serie de rasgos típicos del catolicismo romano: la inclinación innegable a uniformar la liturgia; la tendencia a reducir la mística al ámbito privado; la excepcionalidad de la santidad, releída como heroísmo; y algunos otros.
Pienso que algún día todo esto debe cambiar.
El peligro fundamental está en que se llegue a creer que anexar territorios y evangelizar gentes son compatibles. Pero ello no implica que todo enfoque territorial sea de suyo negativo. Hay por lo menos tres puntos que militan a favor de una perspectiva así, y que por tanto nos orientan sobre cómo puede vivirse rectamente.
Primero, la visión territorial, en sí misma, trae un dinamismo especial a la misión, en cuanto amonesta visiblemente al celo interior e invisible que ha de caracterizar al misionero. Las tierras y pueblos enteros que no han escuchado hablar de Jesús o que le rechazan abierta o disimuladamente son un fuerte acicate para toda alma enamorada del Evangelio.
Segundo, muchos documentos del Nuevo Testamento, particularmente las Cartas de Pablo, hacen referencia esta dimensión local. Efectivamente, leemos, Pablo, siervo de Cristo a todos los amados de Dios que estáis en Roma (Rom 1,1.7); a la Iglesia de Dios que está en Corinto (1 Cor 1,2; 2 Cor 1,1); a las Iglesias de Galacia (Gál 1,2); a todos los santos en Cristo Jesús que están en Filipos (Flp 1,1); a los santos de Colosas ; a la Iglesia de los tesalonicenses (1 Tes 1,1; 2 Tes 1,1).
Tercero, La denominación territorial viene a reemplazar en la Escritura al uso judío, según el cual la persona quedaba referida a Israel a través de una denominación genealógica. Mientras que en el Antiguo Testamento el individuo es nombrado más o menos según este esquema, Había un hombre de Benjamín, hijo de Quis, hijo de Abiel, hijo de Bekorat, hijo de Afiaj (1 Sam 9,1).
Ahora bien, este reemplazo no es casual. Parece claro que cuando san Pablo se opone a las denominaciones genealógicas (cf. 1 Tim 1,34; Tit 3,9) dicha oposición debemos entenderla en el contexto de su polémica con los judaizantes, y en su esfuerzo por evitar las sectas que ya asomaban bajo los términos Yo soy de Pablo, Yo soy de Cefas, etc. (cf. 1 Cor 1,12).
Con lo cual quedamos advertidos de lo que podría suceder en la Iglesia si la referencia personal (a un Fundador, a un Santo o a un Patriarca) tomara demasiada preeminencia, la Persona de Jesucristo dejaría de ser nuestro centro de vida y unidad.
Hay dos cosas importantes que afirmar a este respecto. Primera, la idea fundamental: algo que parece obvio pero que implica mucho: puesto que somos seres corpóreos, siempre estamos en algún sitio: es nuestra misma corporeidad la que implica un vínculo con un lugar, y en últimas con un territorio.
Segunda, de acuerdo con el testimonio unánime del Nuevo Testamento, cada creyente nace y crece dentro de una comunidad. Es en ella donde la Palabra se predica, la fe se celebra, el amor se comparte, la esperanza se sostiene.
La pregunta es: ¿hasta dónde el hecho físico de la corporeidad (que liga a un territorio por medio de un domicilio) determina la comunidad a la que de hecho pertenece una persona. En cierto sentido es práctico y sencillo que una persona tenga su domicilio y su comunidad eclesial plenamente unidas, pero este no es el caso más frecuente, ni creo que debamos considerarlo el ideal.
Sí, y ese es el punto más débil de la noción de parroquia, por lo menos en su versión tradicional. Quisiera citar un ejemplo concreto.
Un típico párroco mira su parroquia ante todo en un mapa. Como hemos visto, esto tiene su aspecto positivo: a él y a sus colaboradores puede darles impulso misionero, entre otras cosas. Sin embargo, ¿hasta qué punto es honesta y realísticamente deseable que él quiera construir comunidad con todas las personas que tienen domicilio en las calles que aparecen en ese mapa? Si vamos a tomar en serio los mapas, tendríamos que hacer parroquias cada cuatro calles...
Desde luego, algo así es imposible: construimos templos para la comunidad que realmente se reúne, pero legislamos para la gente que vive entre tal y tal calle, sin que importe lo suficiente qué vida lleven. Necesariamente esto va conduciendo a la Iglesia hacia un estilo notarial y burocrático que más me parece un obstáculo que una ayuda para el Evangelio.
De fondo el problema está en que terminamos asumiendo que quien tiene domicilio tiene comunidad, y eso es sustancialmente falso en la inmensa mayoría de los casos. Luego resolvemos la parte legal, que depende de lo territorial y domiciliario, y nos olvidamos de la parte de evangelización y construcción de la comunidad. La gente tiene sus papeles según el orden de la Iglesia, pero sus vidas no van según el orden de Dios.
¡Así es! Yo sé que esto va a sonar sumamente duro, pero la realidad es que una parte muy importante de los ingresos pecuniarios de la Iglesia está relacionada con esa actividad casi anónima que mantiene una referencia pública de la Institución al alto precio de que su palabra, fundada en la Palabra, pierda incidencia. Las consecuencias están a la vista: se busca a la Iglesia para que, como institución, ayude a resolver problemas de convivencia social (concertaciones de paz, cultivo de una cierta moralidad, etc.), pero se la rehuye en los temas que implican el ámbito privado (la sexualidad, el respeto a la vida naciente o terminal, el manejo del dinero).
Sin embargo, advierto que es relativamente sencillo criticar y juzgar desde fuera. Cosa aún más fácil cuanto más visible es la realidad que se quiere poner en cuestión. Sin duda, esto ha sucedido superlativamente con la Iglesia Católica, tan notoria entre todas las instituciones humanas por lo prolongado de su historia, lo extenso de su geografía física y cultural, la amplitud de sus enseñanzas, la diversa calidad de sus ministros, el carácter básicamente abierto de su liturgia, y en fin, también por su propósito o pretensión de llegar a todo el hombre y a todos los hombres, según la conocida expresión de Pablo VI.
Creo que por ello es honesto hacer siempre una crítica de nuestras críticas a la Iglesia. Es fácil que detrás de la beligerancia de un supuesto celo se escondan la envidia, el ansia de poder o reconocimiento, cierto espíritu de revancha, u otro tipo de intenciones más o menos oscuras. Las credenciales de una verdadera actitud profética no tienen que ser necesariamente la agresividad o la intolerancia, ni menos la desobediencia por sistema o el espíritu cismático. Cuando se fustiga con demasiado ahínco a las instituciones o personas relacionadas con los cristianos uno puede terminar siendo un instrumento inconsciente pero útil de los adversarios del Evangelio.
Múltiples, sin lugar a dudas. La parroquia es la primera referencia de Iglesia en la mayor parte de las vidas cristianas. La parroquia ha acompañado generaciones incontables de creyentes que han visto marcadas sus vidas por los ritmos de la liturgia, el testimonio de sacerdotes a menudo abnegados y generosos, las catequesis y homilías que desde los púlpitos han alentado a todas o casi todas las vocaciones en la Iglesia. Pregúntese en dónde han nacido y en dónde han recibido sus primeros alientos de servicio a Cristo tantos sacerdotes, religiosas, misioneros y otros consagrados: la consulta llevará con grandísima frecuencia a la parroquia.
Antes de mi propuesta quiero expresar públicamente mi gratitud y testimonio de admiración a tantos sacerdotes y a sus colaboradores, en quienes he visto verdadera pasión por el servicio que Cristo y la Iglesia les han encomendado. Por eso, más que de un ataque, que sería injusto, a la institución parroquial, lo que quiero con mis palabras es animar un ministerio más humilde, humano y existencial, sobre la base de una labor de comunidad en amor a la Palabra de Dios y en una gran aceptación de los dones del Espíritu Santo.
Sobre todo quisiera yo subrayar estos dos últimos elementos: mucha más predicación y mucha mayor apertura al Espíritu de Dios.
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