Yo reconozco que ese riesgo existe. Mas lo que quiero indicar es sobre todo que la vida espiritual tiene un camino, un itinerario que tiene que ir más allá de la conversión inicial y prepararse apropiadamente para acoger las gracias y luces propias de su consumación mística.
Desde este ángulo es evidente el riesgo que corre aquel que no se apersona seriamente de un camino de formación: desalentado por esa desagradable sensación de no estar yendo a ninguna parte que todos hemos tenido alguna vez, terminará por abandonar las pocas semillas de bondad que hayan podido brotar en su campo. Su condición puede llegar a ser peor que si no hubiera escuchado de Cristo.
Son tres, como he comentado en más de una ocasión. Los autores de los diversos siglos las han llamado de diversos modos: etapas, vías, peldaños; a mí me gusta el término generaciones, porque ayuda a resaltar el aspecto de novedad o nacimiento que tiene cada uno de estos estadios.
No, la idea no es esa. Más bien el planteamiento sería este: cuando una persona se convierte al amor de Jesucristo, aunque ha recibido lo esencial de la salvación, en la inmensa generalidad de los casos no tiene los recursos internos necesarios para consolidar su propio proceso, ni para servir del mejor modo a la comunidad eclesial ni para resistir los reveses y contradicciones de todo género.
En el Nuevo Testamento tenemos testimonio de que esto es así. Por ejemplo, la Carta a los Hebreos deja ver que hay una etapa de leche y otra de manjar sólido (Heb 5,12). San Pedro alude también a una evolución posterior a la salvación misma en pasajes como aquel famoso: Creced, pues, en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador, Jesucristo (2 Pe 3,18). Por su parte, Pablo tiene conciencia de esta diferencia de crecimiento espiritual entre los cristianos, allí donde escribe: Nosotros, los fuertes, debemos sobrellevar las flaquezas de los débiles y no buscar nuestro propio agrado (Rom 15,1).
De este último texto, particularmente, podemos ver que sí hay un estado que podemos llamar de madurez en el que la fe adquiere una solidez distintiva. Sus términos pueden incluso sonar antipáticos hoy, pero ciertamente la Biblia no debe ser interpretada desde la simpatía o la antipatía.
En 1 Cor 2,6 leemos: Sin embargo, hablamos de sabiduría entre los perfectos, pero no de sabiduría de este mundo ni de los príncipes de este mundo, abocados a la ruina. Flp 3,13 nos trae un elocuente testimonio: Yo, hermanos, no creo haberlo alcanzado todavía. Pero una cosa hago: olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio a que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús. Así pues, todos los perfectos tengamos estos sentimientos, y si en algo sentís de otra manera, también eso os lo declarará Dios. No se trata, sin embargo, de asunto de élites espirituales, pues el mismo apóstol exhorta a todos con estas palabras: hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo (Ef 4,13).
De todo esto resulta claro que hay por lo menos dos estados fundamentales en el proceso del cristiano, a saber el de la leche y el del manjar sólido, es decir, el de los que están en camino de maduración y el de los ya maduros o formados. Lo que sucede es que con aquellos que están en camino de maduración es posible distinguir muy bien dos momentos, uno, el del puro comienzo que tiene su centro en el acontecimiento mismo de la conversión, y otro, el de la consolidación en la opción primera y en la acogida de la gracia.
Por esto resultan tres etapas, quedando muy claro que sólo la tercera se corresponde con lo que es una verdadera vida cristiana; las otras dos son en cierto modo preparación para esa tercera y definitiva. Lo cual no implica que esta tercera sea de estancamiento, sino que ya no contiene las rupturas o nacimientos de que caracterizan el paso de las otras dos.
Yo diría que su categoría fundamental es encuentro, con Dios; consigo mismo; con sus hermanos. Es aquel tiempo en que la persona deja el pecado, la autocompasión, el relegar sus culpas a otros, la indiferencia o tibieza religiosas, y recibe gracia, paz profunda, seguridad de la eficacia del sacrificio redentor de Cristo y del don del Espíritu Santo.
Básicamente descubre que Jesucristo es el Señor (cf. Hch 10,36), es decir, el núcleo mismo del Nuevo Testamento. Un texto que describe bien esta experiencia es aquel pasaje del usurero: Zaqueo se apresuró a bajar y recibió a Jesús con alegría [ ] Puesto en pie, dijo al Señor: Daré, Señor, la mitad de mis bienes a los pobres; y si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo. Jesús le dijo: Hoy ha llegado la salvación a esta casa (Lc 19,6.8-9a).
Otro texto ilustrativo es el de 1Tim 1,12-17: Doy gracias a aquel que me revistió de fortaleza, a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me consideró digno de confianza al colocarme en el ministerio, a mí, que antes fui un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero encontré misericordia porque obré por ignorancia en mi infidelidad. Y la gracia de nuestro Señor sobreabundó en mí, juntamente con la fe y la caridad en Cristo Jesús. Es cierta y digna de ser aceptada por todos esta afirmación: Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores; y el primero de ellos soy yo. Y si encontré misericordia fue para que en mí primeramente manifestase Jesucristo toda su paciencia y sirviera de ejemplo a los que habían de creer en él para obtener vida eterna. Al Rey de los siglos, al Dios inmortal, invisible y único, honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén.
La verdad es que Biblia tiene preciosas descripciones sobre esta primera generación, cuajada de la emoción de la fe. Según su temperamento y formación, el neocreyente dirá que esta primera generación es: como haber nacido de nuevo (cf. Jn 3,3); como haberse despertado o descubierto la luz (Ef 5,14); como estar enamorado (cf. Jer 20,7a); como haber encontrado algo que se había perdido (Lc 15,9).
El nuevo creyente siente que ha sido cambiado por dentro, pero desde fuera. Algo que ha sucedido en mí, pero sin mí. Ha nacido y puede ver de otro modo su pasado sin inútiles autoacusaciones y sin denigrar de nadie, su presente como una especie de primavera, y su futuro que adivina lleno de promesas.
Ciertamente sus Confesiones son un documento altamente representativo de todo este comienzo en la vida cristiana. Quiero recordar aquí uno de sus más hermosos pasajes:
Habiéndome convencido de que debía volver a mí mismo, penetré en mi interior, siendo tú mi guía, y ello me fue posible, porque tú, Señor, me socorriste. Entré y de alguna manera vi con los ojos de mi alma por encima de la capacidad de estos mismos ojos, por encima de mi mente, una luz inconmutable; no esta luz ordinaria y visible a cualquier hombre, por intensa y clara que fuese y que lo llenase todo con su magnitud. Se trataba de una luz completamente distinta. No estaba por encima de mi mente a la manera del aceite sobre el agua o el cielo sobre la tierra, sino arriba de mí, porque me hizo, y yo bajo ella, porque fui hecho por ella. La conoce quien conoce la verdad.
Y, cuando te conocí por primera vez, fuiste tú quien me elevó hacia ti, para hacerme ver que había algo que ver y que yo no era aún capaz de verlo. Y fortaleciste la debilidad de mi mirada irradiando con fuerza sobre mí y me estremecí de amor y de temor; y me di cuenta de la gran distancia que me separaba de ti, por la gran desemejanza que hay entre tú y yo, como si oyera tu voz que me decía desde arriba: Soy alimento de adultos: crece y podrás comerme. Y no me transformarás en substancia tuya, como sucede con la comida corporal, sino que tú te transformarás en mí.
Y yo buscaba el camino para adquirir un vigor que me hiciera capaz de gozar de ti, y no lo encontraba, hasta que me abracé al mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también él.
¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste y deseé con ansia tu paz. (San Agustín, Confesiones, Libros 7; 10)
Un poco ocasionalmente aquí y allá, en conversaciones y acontecimientos impredecibles y esporádicos, casi siempre acompañados por la voz o la experiencia de un cristiano convencido.
Más frecuentemente en el contexto de grupos juveniles, de oración o grupos marianos; convivencias cristianas; retiros espirituales (ignacianos, Lumen Dei, Foyer de Charité); Congresos de Sanación o de Alabanza.
Programáticamente como propósito explícito, en la predicación de los Encuentros de Promoción Juvenil; la Renovación Carismática (Seminario de Vida en el Espíritu) y el Camino Neocatecumenal, entre otros.
El amor de Dios es siempre soberano, y por ello, en principio, tales disposiciones son impredecibles, como la gracia operante de Dios. Se trata de una obra del Espíritu Santo, que en esto obra particularmente como Señor y dador de vida.
Sin embargo, suele haber motivaciones externas, ante todo, la Palabra predicada (Rom 10,17), que invita a creer. Junto a ella, a menudo, situaciones límites: una enfermedad, la indigencia, una honda sensación de absurdo o de vacío, la necesidad de un amor creíble, la urgencia de superar una adicción destructiva. O también el encuentro con el pobre, el enfermo o el desvalido como prójimo; noticias próximas de parientes o amigos en esta clase de situaciones, o perdidos o fallecidos; el testimonio de alegría, paz, pureza, generosidad o claridad de horizontes de algunos ya creyentes.
Indudablemente la parte mayor la tiene la voluntad sensitiva. Según la cultura, carácter y circunstancias de conversión, primarán la alegría ingenua o un acendrado temor religioso. Por ello mismo el que aquí llamo neocreyente, intenta más o menos conscientemente repetir una y otra vez las sensaciones que rodearon su conversión, por ejemplo, volviendo a los lugares, repitiendo las meditaciones u oraciones o hablando con las mismas personas.
El neocreyente desea crecer, pero con frecuencia identifica su crecimiento con la intensidad de las experiencias religiosas que ha vivido o espera vivir. Por esto suele buscar lugares y personas que le hagan sentir de modo nuevo su condición de convertido. En general, puede decirse que tiene más impulso que dirección.
Yo diría que es una visión simplificada, dramática y sin muchas matizaciones. Todo se remite a las causas primeras y detrás de cada drama se ve o se cree ver directamente la acción del Bueno Dios o del Malo el diablo. A menudo hay exageraciones e incluso fanatismos.
También puede darse tendencia a las distinciones absolutas, por ejemplo: Antes de convertirme en cambio después de convertirme ; en el mundo, todo es maldad y pecado; con el Señor, sólo hay bienes, virtudes y bendiciones; hay sacerdotes (o religiosos, o cristianos) convertidos y sacerdotes no convertidos.
Dios es, ante todo, el Señor y el Salvador, como se nos ha revelado en Jesucristo.
El lenguaje de un neocreyente se hace enfático al hablar sobre Dios y la religión. Puede incluso dar la impresión de que conoce demasiado a Dios. Pasa también que a menudo extrapola su experiencia y quiere aplicarla a todos los casos. Ve en la conversión religiosa la solución a todos los problemas de todas las personas.
La imagen de Iglesia es más bien selectiva y quizá romántica, pero, al mismo tiempo, intransigente. El neocreyente suele sobreestimar el potencial pastoral y la eficacia evangelizadora de aquello que lo convirtió a él; paralelamente puede ser injusto en su apreciación de lo que la Iglesia hace en otros campos o de otros modos.
Por ese cierto irrealismo que marca a esta etapa, el temor casi parece desaparecer de la escena; creo que una persona en este momento de su vida espiritual sólo teme a los demás; concretamente, a que aquellos que han empezado a ser autoridad para él, descalifiquen su conversión.
Hay una palabra un poco dura, que yo tomo de los escritos de Santa Catalina de Siena, para describir el tipo de santidad de esta etapa: santidad del mercenario, que antes recibía bienes de sus pecados y ahora los espera de los consuelos espirituales. Sin embargo, la persona misma no es del todo consciente de su propia situación y fácilmente puede creer que va más delante de lo que en realidad está.
No debería ser mayor de uno o quizá dos años, tiempo en el que las distintas vivencias del año litúrgico llaman a un nuevo crecimiento.
Es un conjunto de hechos externos y procesos internos. La base, desde luego, es una experiencia de primera generación, debidamente decantada, oportunamente acompañada y progresivamente madurada a impulsos de la gracia cooperante.
La clave está en que la persona va tomando conciencia de los límites de la conversión inicial: la oración se sabe necesaria pero a veces resulta difícil, árida, inconstante. Ha pasado el tiempo de los caramelos espirituales.
A esto se une el descontento más o menos generalizado con las virtudes que no se logran conseguir y con los defectos que no se logran erradicar. El gozo y la contrición iniciales no logran conmover lo suficiente. La persona llega a dudar de su propia experiencia; quizá se pregunta si todo no habrá sido una ilusión.
La Iglesia, por su parte, aparece de pronto en toda su crudeza y en toda su humanidad. No se siente a gusto en cualquier celebración o con cualquier sacerdote, pero, por otra parte, tampoco puede negar que ese sacerdote y esa celebración pertenecen a la misma Iglesia en la que, en el fondo, cree.
La persona experimenta la necesidad de comprometerse con algo, de hallar un lugar en la Iglesia. Tiene un deseo progresivo de ser útil y de que su trabajo se vea, seguramente porque se ha visto confrontada, a veces duramente, con otras experiencias de fe, con otras creencias y religiones, y eventualmente con el ateísmo o el agnosticismo.
Una urgencia interior le mueve entonces: aclarar preguntas más profundas, menos inmediatas y también menos emotivas. El creyente que entra a Segunda Generación quiere no sólo creer sino entender un poco mejor qué es lo que cree, qué es lo que celebra y por qué ha de vivir de un modo y no de otro.
Para una persona en esta etapa la palabra fundamental, sin duda, es formación: de su oración; de su entendimiento, su voluntad y su memoria; de sus destrezas y habilidades; de su nuevo modo de relacionarse con los demás.
En efecto, su gran descubrimiento es que el que no toma su cruz y sigue a Cristo, no puede ser su discípulo (cf. Mt 10,38), y por eso deja, o intenta dejar, la comodidad; la irresponsabilidad sobre sí mismo; el inmediatismo pastoral; los brotes de fundamentalismo; la dependencia emocional de su experiencia primera. En contrapartida recibe, o quiere recibir, la conciencia clara de su conversión como proceso; un nuevo respeto por la fe vivida; humildad y prudencia en el anuncio del Evangelio; capacidad de examinar su conciencia con más claridad y serenidad.
Su texto bíblico emblemático podría ser: Entrad por la entrada estrecha; porque ancha es la entrada y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la entrada y qué angosto el camino que va a la vida!; y pocos son los que lo encuentran (Mt 7,13-14)
Hombres y mujeres sienten que aquí, en palabras de S. Catalina, es necesario obrar virilmente. En efecto, el creyente siente que ha empezado bien, pero que ahora tiene una gran responsabilidad consigo mismo. Le afana conseguir verdaderas virtudes, desprenderse de los malos hábitos, recuperar el tiempo perdido; lograr la coherencia entre lo que piensa, lo que ama y lo que vive. Es menos entusiasta y más circunspecto. A veces incluso le puede tentar un cierto pesimismo sobre su vida espiritual.
Según su temperamento y formación, el creyente de Segunda Generación dirá que se encuentra: en un proceso, un camino (cf. Dt 1,31); en medio de una lucha, un combate (1Cor 9,26-27); en una construcción o edificación de su vida espiritual (Rom 14,19; 1Cor 3,8-9); en un ascenso, quizá penoso (Ag 1,7-8); en una etapa de instrucción y clarificación (Dt 8,5; 1Cor 9,25).
Por esto Segunda Generación es la gran etapa de los propósitos: voy a aprender; me voy a corregir; oraré más, de aquí en adelante; no me voy a dejar hundir por mi pasado. Tal vez por esto es también la etapa de los desánimos y del continuo recomenzar.
Desde luego. Ya no se contenta con un testimonio general o existencial, que le suena un poco hueco o falso. Se diría que teme decir que conoce a Dios. De otra parte, intenta acercarse más desinteresada y a la vez más críticamente a la Biblia y a la Teología. Gusta de los discursos coherentes y de las vidas transparentes y honestas, y quisiera poder hablar de Dios con autoridad y competencia.
Trata de descubrir a Dios en aquello que nunca le vaya a fallar. En este sentido, prefiere las vidas de los grandes santos (declarados o no por la Iglesia), que son como luces definidas para esta parte de su camino. Usualmente se apega con fuerza a los sacramentos y, si le es posible, a alguna obra apostólica particular.
Con respecto a la Iglesia, quiere ser simplemente realista, pero a menudo termina fijándose y destacando más los aspectos negativos. Al mismo tiempo, dentro de la Iglesia ha ido encontrando su rinconcito donde se siente bien acogido, comprendido y útil. Intelectualmente es católico (universal), pero en la práctica obra a menudo casi sectariamente.
De otro lado, le inquietan asuntos más teóricos y menos inmediatos sobre la historia de la Iglesia y el por qué y el cómo de la liturgia e incluso del derecho canónico.
Es allí donde se dan los cambios más drásticos, porque más que el demonio que le puede tentar o amenazar, o la carne que le puede seducir, es el mundo quien logra descontrolarle o desanimarle.
A veces se siente a gusto en lo profano, y entonces se dice: uno también es humano; otras veces le disgusta el utilitarismo, anonimato y dureza del mundo, y entonces tiende a buscar lugares, personas o refugios de verdadera humanidad y de verdadera fe.
Reconoce con relativa facilidad cuál es la verdadera fe y también puede admitir con sinceridad sus propias debilidades; lo que le resulta difícil es establecer un trato a la vez razonable y evangélico con el mundo. En este sentido suele obrar pendularmente: desde el extremo apartamiento y desconfianza hasta el total acercamiento.
Aprecia y valora los bienes de creación, quizá admira y utiliza la tecnología, pero no sabe qué hacer con las ocasionales o periódicas sensaciones de vacío o de mundanidad que le agobian. Difícilmente logra paz en este campo.
Definitivamente siente que son para él aquellas palabras de Hebreos:
Por tanto, también nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe, el cual, en lugar del gozo que se le proponía, soportó la cruz sin miedo a la ignominia y está sentado a la diestra del trono de Dios. Fijaos en aquel que soportó tal contradicción de parte de los pecadores, para que no desfallezcáis faltos de ánimo.
No habéis resistido todavía hasta llegar a la sangre en vuestra lucha contra el pecado. Habéis echado en olvido la exhortación que como a hijos se os dirige: Hijo mío, no menosprecies la corrección del Señor; ni te desanimes al ser reprendido por él. Pues a quien ama el Señor, le corrige; y azota a todos los hijos que acoge. Sufrís para corrección vuestra. Como a hijos os trata Dios, y ¿qué hijo hay a quien su padre no corrige? Mas si quedáis sin corrección, cosa que todos reciben, señal de que sois bastardos y no hijos.
Además, teníamos a nuestros padres según la carne, que nos corregían, y les respetábamos. ¿No nos someteremos mejor al Padre de los espíritus para vivir? ¡Eso que ellos nos corregían según sus luces y para poco tiempo!; mas él, para provecho nuestro, en orden a hacernos partícipes de su santidad. Cierto que ninguna corrección es de momento agradable, sino penosa; pero luego produce fruto apacible de justicia a los ejercitados en ella.
Por tanto, levantad las manos caídas y las rodillas entumecidas y enderezad para vuestros pies los caminos tortuosos, para que el cojo no se descoyunte, sino que más bien se cure. Procurad la paz con todos y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor. (Heb 12,1-14)
Ciertamente. Entre los textos de los Padres de la Iglesia no es difícil encontrar exhortaciones en este sentido, como esta de san Juan Crisóstomo:
El cristiano fervoroso ha de preocuparse del bien de los demás.
Y en esto no nos vale de excusa la pobreza, ya que entonces nos acusaría el ejemplo de la viuda que echó las dos moneditas en el templo. Pedro afirmó: No tengo plata ni oro. Asimismo Pablo era tan pobre, que muchas veces pasó hambre por carecer del alimento necesario.
Tampoco sirve de pretexto un nacimiento humilde, ya que éstos eran de origen humilde. Como tampoco nos excusa la ignorancia, pues ellos eran hombres sin letras. Ni la enfermedad, pues Timoteo con frecuencia padecía enfermedades.
Todos podemos ayudar a nuestro prójimo, si cada cual cumple con lo suyo.
¿No veis los árboles infructuosos, lo firmes, hermosos, elevados, esbeltos y grandiosos que son? Pero, si poseyéramos un huerto, preferiríamos tener en él granados y olivos fructíferos, más que aquellos árboles, que sirven para solaz, no para utilidad, y si alguna utilidad proporcionan, es de mínima importancia.
Semejantes a aquellos árboles son los que se preocupan sólo de sí mismos; peor aún, pues sólo son aptos para el castigo. Pues aquellos árboles sirven al menos como material de edificación y para cobijo. [ ] Ninguno de éstos es acusado por sus pecados, por haber fornicado, cometido perjurio, ni por ningún otro pecado; sino precisamente porque no han sido útiles al prójimo. Como es el caso de aquel que enterró su talento, comportándose irreprochablemente, pero sin ser útil a los demás.
¿Cómo, me pregunto, puede ser cristiano el que así obra? Si el fermento mezclado con la harina no transforma toda la masa, ¿es verdaderamente fermento? Si la esencia no perfuma, ¿merece el nombre de esencia? [ ]
No hagas injuria a Dios. Si dijeras que el sol no puede alumbrar, harías injuria al sol. Si dijeras que el cristiano no puede ser de provecho para los demás, haces injuria a Dios, porque le tildas de mentiroso. Es más fácil que el sol no caliente y no alumbre, que no que deje de dar luz un cristiano; más fácil que esto sería que la luz fuese tinieblas.
No digas que es cosa imposible: lo contrario es imposible. No hagas injuria a Dios. Si ponemos en orden nuestra propia conducta, todo lo demás que hemos dicho se seguirá por consecuencia natural. La luz del cristiano no puede quedar escondida; una lámpara tan resplandeciente no puede ocultarse. (San Juan Crisóstomo, Homilía 20)
La Segunda Generación pide de sí misma un proceso orgánico, una formación. Allí, pues, donde se ofrece una formación cristiana más o menos integral, sin duda se encuentran cristianos de segunda generación. Este es o debería siempre ser ante todo el caso en los Monasterios, Seminarios y en las Casas de Formación de los Institutos de Vida Consagrada.
También es lo que sucede en ESPAC; los Seminarios de Crecimiento de la Renovación Carismática; los Cenáculos del P. Lootens; la Escuela de la Palabra del P. Humberto Silva; los Cursos a Distancia de la Editorial Sinfronteras (PP. Combonianos); el itinerario posterior a las catequesis iniciales en el Camino Neocatecumenal; y otros.
En otro sentido, los Cursos Libres de Teología e incluso la formación universitaria del tipo Filosofía y Ciencias Religiosas, tienen un poco este carácter de Segunda Generación.
Yo diría que el compromiso en la esperanza. Compromiso es una palabra que, según su uso actual, describe bien el anhelo que cruza toda esta etapa. La persona quiere ser lo que antes creía que era, y por ello echa mano de su entendimiento y de su voluntad activa. Según su cultura, carácter y formación, priman la dimensión penitencial-purgativa, la ascético-virtuosa o la propiamente intelectual.
Por ello mismo, le preocupa mucho saber si está avanzando o está retrocediendo. De la ingenua confianza inicial ahora pasa a la desconfianza casi radical sobre sus propias sensaciones. Puede incluso llegar a defenderse de sentir, por ejemplo mediante la racionalización, la burla o una especie de huida al mundo. Intenta ser realista y asegurar resultados en sí mismo y en lo que hace. En el fondo, a nada teme tanto como a sí mismo; es decir, a su capacidad de engañarse; fallar o patinar sin avanzar.
La santidad del obrero, que siente que hay que trabajar mucho: en sí mismo y en obras apostólicas. Para sí desea alcanzar armonía y equilibrio que consoliden lo ya vivido; para las obras espera resultados que construyan un ambiente en el que se conserven esa armonía y ese equilibrio.
Difícilmente menor de unos siete años. Es la cifra que por cierto alude al tiempo típico de la formación institucional para el sacramento del Orden. Porque la Iglesia querría que sus sacerdotes fueran todos gente de Tercera Generación.
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