Yo diría que en esto ha habido dos tendencias principales, que yo vería representadas en dos filósofos españoles: Fernando Savater y Xavier Zubiri.
Para el primero, lo fundamental de la filosofía es mantener vivas las preguntas fundamentales de la vida humana. El objetivo de la cuestión filosófica no es alcanzar una respuesta definitiva, que probablemente no es posible, y ello sencillamente porque hay preguntas que crecen con quien las pregunta. ¿Cuándo, por ejemplo, diremos que hemos esclarecido completamente que significa ser o cuál es el límite preciso entre el sujeto que conoce y el objeto conocido? ¡Por no hablar del sentido de la convivencia, el ejercicio de la libertad y el concepto de belleza! Savater plantea que la filosofía humaniza, en el sentido de mantener a los autores de la tecnología, que somos los humanos, más allá del uso de unos medios. No es que las respuestas no importen, sino que toda respuesta es penúltima pues el ejercicio racional no tiene un límite preestablecido.
Zubiri, en cambio, piensa en términos de una filosofía primera. Según su planteamiento sí hay afirmaciones fundantes que son, en principio, definitivas, y yo creo que él creyó encontrar varias de ellas. Esta filosofía primera es lo que comúnmente se llama una metafísica, aunque debe quedar claro que el nombre mismo no debe restringirse a los tratados de metafísica que ya conocemos, sobre todo si su enfoque es ingenuo en cuanto l problema del conocimiento.
Es evidente que Savater ve la unidad de la actividad filosófica más en el hacer y Zubiri más en lo hecho.
Tal es el escándalo de la filosofía, y Kant lo destacó en su momento. Mientras que la ciencia avanza y avanza, la filosofía parece devolverse obsesivamente a algunas cuestiones y gastando el tiempo en discutir más o menos las mismas cosas.
Kant mismo trató, desde luego, de enfrentar el problema a través de un análisis trascendental que debía haber puesto a la razón misma en su sitio, esclareciendo de una vez por todas qué era lo propiamente suyo. Así llegó a la formulación de sus famosas categorías que en últimas son algo así como el aporte que siempre hacemos en aquello que conocemos. Se suponía que de este modo la filosofía tendría ya un piso firme a partir del cual construir. ¡Pero tampoco Kant logró que todos estuvieran de acuerdo con él!
Hegel, Husserl, Heidegger y Zubiri son renovados intentos del esfuerzo kantiano, no en el sentido de apoyarse en sus conclusiones, sino en el de pretender acoger, digerir, asumir y superar el pasado filosófico por medio de una síntesis nueva, y, deseablemente, definitiva.
Savater ya ve la cosa de otro modo: no hemos alcanzado, ni alcanzaremos, ni es deseable en últimas que alcanzáramos una tal síntesis o un estribo irreprochable para comienzo de nuestra labor racional. Simplemente está bien que siempre haya que repensarlo todo, porque, como dije, ello mismo trae una luz siempre nueva y siempre necesaria a la especie humana. No cabe duda de que es un modo de plantear las cosas que resulta atrayente.
Siempre es un poco riesgoso sintetizar la mentalidad de una época en una sola o unas pocas afirmaciones. Por ejemplo, ¿es verdad que lo llamado dogmático despierta recelo o más bien que nuevos dogmas intentan abrirse paso y para ello intentan desacreditar a los anteriores. Personalmente creo que pocas afirmaciones son tan intransigentes y dogmáticas como esta: Aquí nunca aceptamos dogmas.
Sí, y no seré yo quien lo niegue. Sólo que la popularidad no es criterio de verdad ni de racionalidad.
Por otra parte, no estoy diciendo que Savater juegue a ser popular; simplemente pienso que está situado en el lugar justo en el momento preciso.
Como hemos comentado en otra conversación, la No. 1, el siglo XIX exacerbó toda posible tensión entre saber y creer, de modo que ser razonable y ser creyente quedaron por lo menos en el inconsciente colectivo, que es lo que en este caso nos interesa como antónimos irreconciliables.
Es un hecho que las exigencias de un pensamiento riguroso escapan a la mayoría de las personas, por razones de gusto, de tiempo o de capacidad. De modo que el pueblo no se enteró nunca de los detalles argumentativos que podían estar detrás de esa radical oposición; simplemente lo que quedó en últimas fue ese sabor de desconfianza ante la religión y la fe.
En aquel tiempo esa lucha frontal se suponía que se hacía a nombre de una razón que prometía grandes cosas, como por ejemplo un progreso ilimitado y una felicidad inmensa y generalizada. Tal era el espíritu de lo que se ha llamado la Modernidad.
Semejantes promesas no pudieron ser cumplidas, y los desastres bélicos y ecológicos lo mostraron palmariamente. Así vino a resultar que la humanidad que ya no se siente autorizada para creer en Dios, porque no tendría cómo responderle a los fantasmas positivistas del siglo XIX, tampoco se siente cómoda creyendo las promesas racionalistas de la Modernidad. Quedan dos caminos: o nos devolvemos a la mistificación y el encantamiento del mundo, como propone la New Age o aprendemos a usar la razón de modo más humano, menos pretencioso y más felicitario. Exactamente esto último es lo que ha ofrecido Savater: un ateísmo racional, pero sobre todo, humano y feliz.
Exactamente. Yo he nacido y crecido como persona creyente. Tal vez por eso siempre me ha atraído que haya ateos. Y he aprendido a diferenciar entre unos y otros ateos. Hay ateos angustiados y ateos tranquilos; ateos por razones científicas y ateos por decepciones morales; ateos amargados y ateos felices. Este último grupo, especialmente activo en sus posturas y propuestas, tiene todas las características de un modo de vida, y eso es simplemente fascinante: he aquí a un grupo de personas que han alcanzado las certezas fundamentales y los acuerdos básicos para una vida digna de ser llamada humana. De hecho, ellos no se llaman en primer lugar con una negación: ateos, sino con una afirmación, un título sugestivo y universal: humanistas.
Siempre es posible que alguien piense: Claro, el autor de esto tenía que ser un cura, que viene aquí a defender su religión y a reimplantar la escolástica y la inquisición. Permítame partir de esta hipotética objeción.
A mí personalmente no me parece obvio ni trivial el reparo que ella implica. Quien habla así afirma un montón de cosas, por ejemplo, que para pensar es necesario no creer, y eso, repito, no es nada obvio. Si la filosofía tiene algún oficio es sin duda el de cuestionar, y en nombre de ese derecho yo pregunto si pensar y creer tienen que ser incompatibles.
Así lo propuso y lo practicó Descartes. Pero, ¿y qué tal que pudiéramos mostrar que toda pregunta implica algún género de creencia? De hecho debería resultar evidente que incluso la formulación de una pregunta radical y primerísima requiere aceptar algo. No puedo formular una pregunta sin aceptar algo, y eso que acepto cuando hago mi primera pregunta podría también ser cuestionado, pero en tal caso esa nueva candidata a primera pregunta tendría que aceptar algo distinto, pero de nuevo algo. Por este camino he llegado a la conclusión, que estimo sumamente racional, de que lo primero no s, como creyó Descartes, la duda, sino la fe. Es la fe la que hace posible el ejercicio de preguntar.
Desde luego, pero aclarémonos. No estoy hablando en este momento de una fe estructurada y ni siquiera enunciada. Más bien me refiero a creencia. Ortega y Gasset lo expresó concisamente: tenemos ideas pero vivimos en las creencias.
Estoy diciendo que la pretensión de encontrar esa especie de primera pregunta super-radical y anterior a toda otra, es una ilusión racionalista que puede descartarse desde la misma razón. Dicho de otro modo: nadie puede demostrar racionalmente que su pregunta es la pregunta inicial de todo pensar riguroso.
Es que mi trabajo no es contradecir ni a Savater ni a nadie. Llegamos a este punto porque hablábamos de la popularidad del ateísmo humanista tipo Savater.
Y es que lo cierto es que hay en nuestro tiempo una generación respetable de pensadores que son alegremente ateos, o si lo digo mejor: alegres en su opción humanista sin referencias a Dios o Divinidad alguna. Puesto que mi papel, en este trance de filósofo, no sólo es responder sino también preguntar, yo me pregunto a qué se debe esa alegría. He encontrado algunas respuestas, que giran siempre en torno a una palabra extraordinariamente amada y diversísimamente interpretada: libertad. Es esa urgencia y demanda universal de libertad la que hace que el humanismo ateo se propague; no es su mayor coherencia interna, ni cosas parecidas.
En efecto, todo parece indicar que el que no tiene un Dios, ni entonces una Iglesia con sus normas y prohibiciones, puede pensar a sus anchas, proponer lo que sea, lanzar las más audaces o irreverentes hipótesis, y en todo sentirse libre. Por contraste, el creyente está (¿o estaría?) limitado de entrada: los resultados de su filosofar serán sólo aparente filosofía, porque están desde el principio condicionados a ser coherentes con las afirmaciones básicas (racionalmente gratuitas) de su credo.
Una vez que está claro que todo preguntar tiene en su raíz alguna creencia, la manera más sencilla de responder a su primera pregunta es: ¿Por qué no?
Sobre lo segundo, no es fácil responder de modo conciso. Yo diría que, más que una filosofía perenne, lo que tenemos los cristianos católicos es una tradición de pensamiento sumamente coherente y especialmente apta para plantear de modo apropiado un número ingente de cuestiones. Creo que sobre este punto concreto deberíamos volver en otro momento.
Sinceramente me gusta su última formulación. Casi diría que connaturalizo más con una fórmula así que con un Dios pretendidamente demostrable.
Como cristiano, lo que no comparto, desde luego, y así lo expresaba en otra respuesta, es aquello de la apuesta. La fe no obra ante la suspensión de la razón, sino, en cierto modo, desde ella y más allá de ella. Como dijimos allí, nosotros, a partir de la Encarnación del Hijo de Dios, tenemos adónde dirigir nuestros ojos. En esa carne, en esa historia, en ese testimonio reposa nuestra mirada, y apoyada allí se siente convocada, atraída, movida a afirmar mucho más de lo que ve y conoce. Entonces es alcanzada por el don de la fe.
Es cierto que aquel Concilio, en lo más agudo de la polémica con el positivismo del siglo XIX, afirmó que la razón podía alcanzar conocimiento cierto de la existencia de Dios, y de muchos de sus atributos. Y también es cierto que para mí esa enseñanza es vinculante.
Debo subrayar, sin embargo, que este mismo Concilio no ofreció una tal demostración, ni dijo que una misma y única demostración sería suficiente para todo género de personas y en todos los tiempos.
Se trata, creo yo, de un enunciado de principio con el que se intenta salir al paso de autores específicos, precisamente los que querían reducir la fe a una apuesta ciega o a una opción irracional o antirracional. En general, es un hecho que las declaraciones magisteriales o conciliares quieren responder a cuestiones concretas.
Por cierto, uno podría preguntar si la afirmación conciliar es, ella misma, demostrable racionalmente. Para aquel que tiene fe, tal afirmación es doblemente útil. Por una parte, le ayuda a descubrir la maravillosa unidad de los dones que Dios le ha dado en su capacidad racional y en el don de su fe. Por otra parte, le invita a salir al encuentro del que no cree, no para presentarle un argumento ya hecho, quizá con pretensiones de una victoria dialéctica, sino para caminar con él tal es la característica de la razón hacia un encuentro con Dios más allá de la misma razón.
Para el que no cree, una enseñanza de tal rango puede ser una buen invitación a revisar con honestidad sus propias posturas y los límites de la inteligencia que tiene o quiere tener de sus experiencias y expectativas más hondas.
Lo que no deberíamos olvidar nunca es que el conocimiento de la existencia y de algunos o muchos atributos divinos no es todavía conocimiento de Dios, en el sentido que la Biblia nos habla de él. Conocer de Dios equivale en la Biblia a tener como primera palabra y principio de toda pregunta ulterior la acogida a su don y su gracia.
Hay más de un modo de responder a su inquietud. Quisiera por esta vez abordar una perspectiva histórica. A aquello que nosotros llamamos metafísica Aristóteles lo llamó de varios modos, de acuerdo con el objeto de estudio que debía tener. Lo interesante es que uno de esos posibles objetos de estudio es, según él, Dios mismo. Así como se oye: la metafísica, entraña misma y base primera de la filosofía, era para él una teología.
No era asunto de palabras, solamente; era una postura ante la realidad que procuraba introducir el mínimo de disecciones y alcanzar el grado máximo de comprensión. En efecto, de acuerdo con su manera de ver el quehacer racional manera que en este punto comparto plenamente el oficio de la razón es encontrar causas, y esto significa abarcar un conjunto más o menos amplio de hechos y fenómenos dentro de un esquema explicativo común.
Tanto para Aristóteles como para Santo Tomás, siglos después, y para tantos otros el nombre de sabio debe reservarse para aquel que conoce hasta donde es posible esas causas primigenias que son las más abarcantes de todas. Desde este ángulo, es evidente que Dios, en cuanto causa primera, no es ajeno a la razón humana. Dios, aunque pueda ser experimentado de modos intensamente subjetivos, queda entonces como afirmación expresa y básica de nuestro pensamiento racional.
Un pensador como Aristóteles veía entonces una conexión intrínseca y natural entre la religión y la ciencia; y de hecho así fue durante muchos siglos. Creo que puede decirse que, hasta Leonardo da Vinci, tal vez, el ideal de sabio fue siempre el de aquel que podía hablar con propiedad y con coherencia sobre lo que hoy llamamos teología, filosofía y ciencia. De hecho, un hombre como Galileo, al que se suele presentar como una especie de mártir de la ciencia, escribió mucho sobre Biblia y teología en un estilo tan heterodoxo, es verdad, que hoy causaría risa y burla a sus más fervorosos defensores. No fue distinto el caso del gran Isaac Newton, cuyos comentarios bíblicos de corte esotérico harían ruborizar a sus entusiastas seguidores.
En fin, más que de los resultados que estos hombres pudieran haber logrado, de lo que quiero hablar es de ese maravilloso ideal que ve a la inteligencia humana como abierta a la realidad en sus más diversas vertientes. Frente a un ideal así es posible darse cuenta de cuánto hemos perdido con nuestro programa de saberes superespecializados. ¡Hemos parcelado tanto lo que queremos saber que muchas veces ya no sabemos de qué sabemos lo que sabemos!
Nótese, a este respecto, cómo la New Age intenta a su modo recobrar ese ideal del saber universal y unificado. Lo hace de un modo abusivo, como podemos comentar en otra ocasión, pero refleja bien la necesidad de lo que ellos llaman holismo, es decir, el hambre de totalidad que sigue vivo en el corazón y los anhelos de los hombres, aun después de décadas interminables de parcelación hipertrofiada del saber.
No lo niego, pero es que para la razón todo es discutible, por lo menos en el sentido de que puede ser preguntado, y no por eso deja de ser racional.
Lo que a mí sí me parece irracional es un programa de pensamiento que diga: vamos a buscar una comprensión racional del mundo, tan honda y fundamental como sea posible, prescindiendo de Dios. El que emprende un programa así está asumiendo, sin la menor prueba, que cuando aparece Dios desaparece la razón. Por lo menos, para ser coherente, tendría que demostrar que esto es así y que no puede ser de otro modo.
Puesto que yo veo de caída al positivismo, con todas sus ingenuidades, creo que las décadas y siglos que sigan buscarán, hasta encontrarla, una nueva visión que pueda integrar el saber en una visión del mundo coherente y bella. Los creyentes formados en su fe tendrán mucho que aportar y que recibir en aquellos días.
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