Vamos a expresarlo con una oferta, que estimo que Ud. no podrá rechazar. Van mis cartas sobre la mesa. Partamos de una base. Diremos que algo es indecidible si, más allá del sujeto que lo enuncia, no se puede saber si es verdadero o es falso. De hecho, hay cosas indecidibles, como las frases que simplemente expresan un gusto, como: ¡la pizza hawaiana es sensacional!.
De acuerdo con eso, afirmo que hay algo verdadero. En efecto, las cosas no pueden ser todas indecidibles, porque en este caso la frase Todas las cosas son indecidibles no sería indecidible sino verdadera. No queremos decir que tengamos a mano todas las afirmaciones verdaderas, ni que hallamos encontrado un método que nos llevará a toda y sola la verdad, ni por consiguiente, que seamos los dueños de la verdad, pero sí estamos diciendo que hay cosas que podemos saber que son verdaderas, porque podemos estar seguros de que sus contrarios son decididamente falsos, y si algún sentido ha de tener la palabra verdadero, dos cosas opuestas no pueden ser ambas verdaderas.
Nuestra primera conclusión, pues, es que hay afirmaciones que podemos saber con certeza que son verdaderas.
Llamemos ahora argumentación al proceso que nos permite decidir en un número finito de pasos si una afirmación es o no verdadera. No sabemos, por el momento, cómo tendría que ser ese proceso, ni si podrá aplicarse a todas las frases, pero estamos proponiendo ¾y esta es toda nuestra propuestas¾ que, si tal proceso existe para alguna frase, deseamos aceptar la conclusión del argumento.
La llamo propuesta, porque es un hecho que uno puede resistirse a aceptar las conclusiones de una argumentación. Siempre es posible retirarse de la discusión, u obstinarse en una idea, sin dar ni aceptar más explicaciones. Pues bien, lo propuesto es que Ud. no haga eso, ni yo tampoco. Lo propuesto es que siempre que alguien no esté de acuerdo, ha de presentar un argumento, o pedir una explicación. Preguntar y contraargumentar son las dos únicas reglas de esta actividad racional que llamamos filosofía.
¡Gracias! Sólo que antes de continuar, quisiera hacer tres breves precisiones.
Primera: no hemos de partir de la base de que las palabras tienen siempre el mismo significado para todas las personas. Por ello, siempre que pudiera darse ambigüedad, será preferible decir qué es lo que cada quien está entendiendo con un término. Esto, por lo demás, es casi que un deber cuando se toman palabras como ciencia, vida, etc.
Somos conscientes de que hoy esta cuestión de la definición de las palabras es, en sí misma, todo un problema y todo un modo de hacer filosofía: la filosofía analítica. Pero, convencidos de la necesidad de examinar razonablemente cada cosa que decimos, parece indispensable pasar por el decir incompleto y perfectible para llegar a un decir más completo y más perfecto.
Seguiremos, pues, aquí el criterio de interpretación que se ha llamado del círculo hermenéutico: las palabras se entienden dentro del contexto de la frase, y la frase está hecha de palabras; la frase se entiende en el contexto del párrafo, y el párrafo está hecho de frases, y así sucesivamente en una mutua interrelación de contenidos y continentes que en sus instancias superiores alcanza las circunstancias de vida y de cultura de quien dice los párrafos, frases y palabras. Ninguno de estos contextos es definitivo, y ninguno es inútil; por lo mismo, ninguno de ellos, considerado aisladamente, nos habilita para un juicio último ni sobre la persona ni sobre su discurso.
Lo cual nos remite a la segunda precisión: nuestro discurso no quiere ser un entramado ¾acaso bello¾ de palabras que hablan de otras palabras. Pretendemos decir algo sobre la realidad, porque nuestra primera certeza: ¡Puedo decir algo verdadero!, es un juicio de realidad y no sólo una frase coherentemente hilada dentro de una teoría.
Ahora bien, no es obvio que nuestras palabras tengan que entroncar con las cosas. Sucede así, porque el lenguaje humano, antes de recibir el control racional que lo hace susceptible de sistematización y teoría, nace, ante todo, teniendo como referencia las cosas. Así pues, al precisar un término, convengamos en que no estamos solamente situándolo estructuralmente con relación a otros términos.
Y va la tercera precisión. Nuestra postura es realista, según las denominaciones usuales en filosofía. ¿No hay otras posturas razonables? ¿No hay otros puntos de partida? Desde luego que sí. Hablando en amplio espectro podemos decir que, para hablar de estos temas generalísimos, se han dado históricamente tres grandes puntos de partida: el ser, el conocimiento y el hombre. Como está sobre la mesa, nuestra elección es el ser.
No partimos del hombre, porque la manera de certeza de la filosofía así construida tiene el aspecto de un diálogo sensato en el que se pide al interlocutor que verifique en sí mismo ¾diríamos, en su psique¾ lo que uno va diciendo. El enfoque entonces es psicologista, en el mejor sentido del término. El diálogo se distensiona mucho, porque tiene desde el principio la calidez de una conversación, sin perder la solidez de un buen tratado.
Su grave inconveniente es, sin embargo, que el origen de las características propias de esa estructura funcional que es el hombre, reclama una explicación ulterior al mismo hombre, si no queremos limitarnos a que somos así, y compruébelo. Semejante explicación necesita un nuevo punto de partida, que entonces hay que incluir de una forma en cierto modo artificial y externa a la certeza fundamental primera, con la fragilidad que esto supone.
La otra gran alternativa es esa: partir del conocimiento. Descartes en cierto sentido la inauguró con su Pienso, luego existo, aunque quizá Kant sería su exponente más representativo. Desde luego, no vamos a hacer una crítica a la Crítica de Kant en el reducido espacio de este comentario. Pero sí conviene decir por qué no tomamos este punto de partida.
La distinción fundamental, para Kant, proviene de lo que se entiende por experiencia. Kant quiere saber qué puede la razón pura, esto es, antes o al margen de la experiencia. Pero la distinción entre el a priori y el a posteriori de la experiencia, lo mismo que el paso del pienso al existo, supone las nociones de existir y de experimentar, y por ello, también alguna noción de realidad; en lo cual se advierte que la realidad es más fundante. Aunque sea tentador, no desarrollaremos aquí lo que juzgamos debería entenderse con esta noción de realidad, para reservarlo a otra conversación.
Necesitábamos por ahora sólo dar una indicación de por qué es razonable partir del ser ¾de la realidad¾ y apoyar en ella nuestras dos únicas reglas de juego: preguntar y contraargumentar.
En verdad, no, porque en el ser humano hay algo más que lógica y argumentos. Más que por razones, nos movemos por lo que amamos; defendemos los principios que nos defienden; y nuestra primera mirada hacia las cosas suele estar marcada por el sentimiento y la emoción más que por la objetividad y el rodeo del análisis.
Sin embargo, cuando recordamos las consecuencias que a veces nos han traído las emociones dejadas a su propio arbitrio, o cuando vemos lo que a veces obran en otras personas, admitimos que en nuestros principios debe haber una instancia racional que no puede obviarse impunemente. Por ello, aunque es claro que nuestro juego no agota lo que es el ser humano, sí desea servirle: queremos tomar en cuenta todo lo que él es, pero nuestro discurso no le hablará a todo él, sino, en principio, a la luz que hay en su capacidad de razonar.
Esto excluye otras reglas con las que uno usualmente juega. Ante todo, las reglas del propio gusto. Mi tono de voz o su estilo de escribir pueden resultarnos antipáticos el uno al otro; pero yo no rechazaré un argumento ni por la cara de mi interlocutor ni por su manera de gesticular. Quizá yo le recuerdo a alguien a quien Ud. preferiría olvidar. De hecho, muy a menudo tenemos prejuicios sobre el modo de vida de los demás, sobre la formación que han recibido, o sobre sus creencias. Pero en el momento de aceptar o no una afirmación, tendremos que separarnos de nuestros prejuicios, no olvidándolos, sino precisamente teniéndolos a la vista y sabiendo que influyen en nosotros. La luz aleja a los fantasmas.
Hay otro tipo de reglas que también habrá que excluir, o por lo menos, que poner entre paréntesis. Uno deja de argumentar no sólo por disgusto, sino también porque no siente el tema en discusión. Supongamos que un grupo de matemáticos dialogan sobre propiedades poco conocidas de los Grupos de Lie. Para un no matemático el problema quizá no esté en los argumentos en sí, sino en la dificultad en interesarse en el asunto. Aunque yo desearía que todo lo que aquí se dice fuera interesante para Ud. (porque atañe a su vida y a su muerte, a su mundo y a su historia), en ocasiones habrá que vencer la aridez del discurso, cuando no contemos con una referencia inmediata a la experiencia cotidiana o a la utilidad práctica. O dicho con otras palabras, quizá más bruscas: si Ud. sólo habla de lo que roza directamente su existencia o de lo que es inmediatamente aplicable, no será sencillo argumentar, no será sencillo el juego. Circunscribirse a lo inmediato es encarcelarse demasiado.
Y hay también otra regla que deberemos excluir, aunque nos cueste un poco más. No podremos emplear como criterio la opinión de la mayoría. Mientras no se demuestre lo contrario, la mayoría puede ser blanco ingenuo de la publicidad, de la negligencia o de tradiciones no suficientemente examinadas. Por consiguiente, y aunque la opinión común es un indicador respetable y de necesaria consideración, ninguna estadística será, por sí misma, un argumento último sobre la verdad o la bondad de una afirmación o de una conducta. Al fin y al cabo, al tomar esta opción no somos pioneros: muy a menudo el investigador tiene que recorrer trechos, incluso largos, en contra de la corriente.
Finalmente, no estará de más explicitar que no es nuestro interés plantear una política de izquierda, centro o derecha. Sin embargo, sabemos bien que una posición crítica ante las cosas, con base en parámetros que enunciaremos a lo largo de esta obra, termina generando estrategias que buscan ayudar eficazmente a los demás.
Será útil, para posterior referencia, reunir nuestras reglas básicas de juego:
1. Entendemos que las palabras que usamos tienen una historia que las vincula con experiencias reales (es decir, no sólo con otras palabras) de personas como nosotros; así pues, al hablar, nuestro telón de fondo y nuestra base última son esas experiencias, tal como se las puede analizar y criticar con argumentos.
2. En la medida de lo necesario y de lo posible, precisaremos el sentido en que utilizamos las palabras, siguiendo el criterio del círculo hermenéutico.
3. Ante una afirmación decidible, uno puede: o estar de acuerdo, o preguntar o contraargumentar; sin embargo, consideraremos que la afirmación tal frase es indecidible es, ella misma, decidible, y que por consiguiente, hay que demostrarla. Con ello intentamos no ser caprichosos.
4. Somos conscientes de que en el ser humano, y por lo tanto, en Ud. y en mí, hay mucho más que lógica y razones; pero en el contexto de la presente obra, no serán argumentos las emociones, los gustos o los sentimientos.
5. También sabemos que cada uno de nosotros tiene su propia carga de prejuicios; por esto, en el momento de aceptar o no una afirmación, tendremos siempre la tarea de tomar distancia ante ellos, no olvidándolos, sino teniéndolos a la vista y sabiendo que influyen en nosotros. Sin embargo, esta influencia no será considerada de suyo como un argumento.
6. Ni la aplicabilidad (mediata o inmediata) de una afirmación, ni la opinión o las estadísticas parciales que muchas personas tengan sobre ella, serán criterios últimos sobre su validez o veracidad.
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