Hay incluso un chiste al respecto. Un sacerdote predicaba en su homilía sobre el ausentismo en las iglesias: que ya nadie viene a misa; que sólo vienen mujeres y nunca hombres; que así el mundo iría de mal en peor, y así sucesivamente. Como el padrecito insistía con su tema, de pronto un hombre se levantó y le dijo: Oiga, padre, ¡yo sí vine!.
Creo que de ambos. Somos distintos; no en unos órganos ni en unas costumbres o roles heredados, simplemente, sino en cada una de nuestras células y en la postura inicial y fundamental ante la vida. Aunque no sea madre, la mujer sabe que potencialmente de ella, de su vientre y de sus pechos, puede salir vida y alimento; el hombre, en cambio, incluso si es padre, sabe que de su cuerpo nada sale con vida ni vivo, si no es la célula germinal que, si es acogida por la mujer, puede vivir.
Yo creo que sí. Es que toda la sociedad y toda la humanidad nace del vientre, del corazón y de las palabras de la mujer: ellas son las primeras palabras para cada ser humano. La mujer es la primera en la vida de todo hombre y de toda mujer. Esto se expresa resumidamente diciendo que las corrientes de la vida pasan por la mujer; ella es ministra de la vida.
De aquí proviene ese extrañamiento primordial del hombre, que le hace tender hacia lo racional y lo objetivo; de aquí también la radical connaturalidad de la mujer ante todo lo que existe, y su tendencia a dar la primacía a lo afectivo e intersubjetivo.
La mujer hace tema de sí misma sólo cuando no se siente querida; y de hecho detesta ser conocida si no es al mismo tiempo amada. El hombre, en cambio, se vuelve hacia sí, hacia su condición y su destino aunque esté rodeado de amor.
El riesgo existe, evidentemente, y creo que eso habría que recordárselo a menudo a los entusiastas y las entusiastas del movimiento feminista. Por otra parte, y según el hilo de razonamiento que llevamos, es claro que las crisis de la sociedad entera son crisis en torno al amor y respeto por la mujer. Por ese lado no es malo sino muy bueno que todos demos de nuestra atención y de nuestra reflexión a la mujer.
¡Yo quiero subrayar eso! Dos ejemplos. Primero: puesto que para la mujer la vida fluye entre sus manifestaciones, y para el hombre la muerte acecha en todo cuanto existe, para ella el tiempo es o un amigo implícito o un enemigo tácito; para él, en cambio, es una condición externa, como una cuenta regresiva.
Segundo: la metafísica. La pregunta metafísica fundamental puede expresarse con la pregunta ¿Qué es lo que hay? Una mujer obra sobre la base de esta respuesta: por la vida te encontrarás con todo lo que ha sido importante para alguien; un hombre tal vez diría: En el mundo sólo debería existir lo que uno necesita. Por eso, ante las cosas que no son indispensables, la mujer puede decir si adorna, aunque estorbe un poco, mientras que el hombre diría que no estorbe, así adorne.
La mujer quisiera expandir su propia vida, en todas las direcciones; por esto, hablando en general, le cuesta renunciar a posibilidades de su existencia y tomar decisiones. El hombre, por su parte, quisiera ser mayor que su propia muerte, por lo menos en una dirección. Esto explica por qué, culturalmente hablando, el tema de la inmortalidad aparece siempre primero en boca de los varones. La mujer se siente como sumergida en el mar de la vida; el hombre, como suspendido sobre el abismo de la muerte.
De hecho, el mundo está mucho más vivo para las mujeres. Sólo con resignación la mujer descubre y acepta que hay cosas que no tienen vida; el hombre espontáneamente busca averiguar qué cosas sí tienen vida. Por eso las definiciones masculinas de vida tienden a ser minimalistas, y las del pensamiento femenino maximalistas.
Para la mujer, la condición más deseable se resume en las palabras siento que todo me ama; para el hombre, en la expresión sé cuál es mi lugar en el todo. Es arduo para la mujer hacer el inventario de cuánto afecto me hace falta todavía; para el hombre el inventario difícil es de quiénes dependo todavía.
Para la mujer una situación es habitable y sana cuando es como una casa en la que hay un lugar para cada persona; para el hombre, cuando es un mundo en el que hay un sentido para cada cosa.
La mujer descubre su límite y su impotencia particularmente en la pérdida de alguien importante; el hombre, en la imposibilidad de alcanzar un objetivo. Es muy oneroso para la mujer limitarse en la abundancia; para el hombre, en cambio, lo difícil es ser generoso en la escasez.
Si se trata de influir en otros no hablamos de despotismo la mujer lo intenta creando una circunstancia que, en libertad, produzca la respuesta que ella quiere; el hombre, por su parte, prefiere expresar una dirección o línea de acción, y persuadir desde ella.
Para la mujer la justicia se expresa en términos de cada uno recibió lo que necesitaba; el hombre es menos agudo y para muchos efectos prácticos prefiere formulaciones como todos recibieron lo mismo.
Mas cuando una mujer quiere que su voluntad sea ley, adopta el papel de Madre, esto es, hace valer su lugar como conocedora de la situación y de las reales motivaciones de las personas; si es el hombre el que desea que sea ley su querer, se presenta más como Legislador, esto es, como pozo de argumentos y razones. En la situación opuesta, es decir, cuando no quieren someterse a una ley, la mujer se comporta como la excepción, y él como el anarquista.
La mujer quiere ser evaluada por lo que es, por sus intenciones y por su armonía; el hombre, por lo que hace, por sus teorías y su estilo. Así también, para el hombre cuentan casi sólo el propósito, la idea y la obra; para la mujer tiene gran importancia el camino, incluso en sus detalles.
Con respecto a los conocidos, esto es, en relaciones más horizontales, la mujer razona implícitamente así: lo natural es que participen de su mundo; si no me invitaron, quiere decir que me excluyeron. El hombre ve las cosas de otro modo: lo normal es que cada quien organice sus reuniones; si me invitaron, quiere decir que me incluyeron.
No es fácil. Podemos decir, sin embargo, que una mujer madura en su ser femenino es experta en humanidad; un hombre maduro en su ser masculino es un maestro de vida.
Para la mujer llegas a ser alguien para alguien cuando los dos sienten lo mismo ante lo mismo, y ambos se dan cuenta de lo que están percibiendo; para el hombre, tal cosa sucede cuando se han enfrentado juntos a los mismo problemas, y alguna vez han vencido.
En otro sentido, a la mujer le cuesta mucho ponerse completamente ante sí misma; al hombre, situarse completamente en el dolor de su prójimo. Para la mujer es difícil aceptar este pensamiento: yo soy como los demás; para el hombre, este otro: los demás son como yo.
Hay agresiones activas, ante las que todos nos sentimos mal, y que suscitan en hombres y mujeres la ira o la tristeza. Pero hay también agresiones pasivas que quedan en el ámbito de una sensación profunda de que las cosas no andan bien con alguien. La fuente principal de percepción de estas agresiones pasivas es diferente en uno y otro. Para la mujer está en la pregunta, seguramente no formulada: ¿por qué no me quiere?; para el hombre, en la pregunta, también implícita: ¿por qué es mejor que yo?.
La mujer muchas veces expresa su inseguridad cuando quiere ser amada; el hombre sólo cuando se siente amado. Por eso, tal vez, para la mujer, un secreto es algo sinuoso y evocador: una señal de intimidad; mientras que, para el hombre, es algo más bien plano: información restringida.
De fondo, sí. En general, podemos decir que la mujer procesa los problemas y dificultades en paralelo; el hombre, en serie.
El hombre adquiere certeza cuando puede decir: Yo he comprobado esto; la mujer gana convicción cuando siente: Esto coincide con otra experiencia que he tenido.
Las preguntas más propias de la mujer van en el orden de ¿cómo? y ¿para qué?; las del hombre, por la línea de ¿qué? y ¿por qué?. A partir de ahí, la mujer tiende a construir una narración; el hombre, una teoría.
La aspiración básica del lenguaje de la mujer es la intersubjetividad: tejer con otros la vida; la aspiración del hombre es más bien la objetividad: plantear la realidad.
Por eso la respuesta que una mujer espera cuando hace una pregunta es descriptiva y autoimplicativa, es decir, espera que quien responde diga no sólo lo que dice, sino que se diga, se muestre en lo que dice. El hombre, en cambio, prefiere que se le responda de manera precisa y lógica.
Cuando la mujer indaga intenta descubrir quién está detrás de lo que aparece; el hombre, en cambio, quiere llegar a qué produjo lo que se ve. La mujer, pues, prefiere el sujeto detrás del hecho; el hombre, la ley o razón detrás del sujeto.
Para la mujer la sensación de soledad es el deseo de ser visitada; para el hombre, es el deseo de ser acogido. Por ello, los sinónimos básicos del amor de pareja, para la mujer, son compartir y cuidar; agradar y ayudar. Para el hombre son preferir y proteger, sentir y admirar.
A medida que la mujer va amando más en términos de pareja, va compartiendo más su espacio vital; el hombre, cuando va amando más, ofrece más de su propio tiempo. Con los que considera íntimos de sus afectos, la mujer comparte sus secretos y su expresividad física y sus gustos particulares; el hombre en tales circunstancias comparte sus decisiones, su dinero y sus sueños.
Hay que empezar por afirmar que, cuando se enamoran, son distintos en su orden de afectos y sentidos. En la mujer suele darse este orden: sensación, sentimiento, sentido; en el hombre, sentido, sensación, sentimiento. La relación parece prosperar mejor cuando el hombre espera a sincronizar su sensación con la mujer, retrasando un poco su primera y apresurada etapa de solo sentido.
Ambos quieren ser en un sentido mejores, en otro semejantes, y en otro menores que su pareja, pero lo quieren de modo diverso. La mujer quiere que su pareja sea mejor que ella para admirarlo, semejante a ella para acompañarlo, y menor que ella para mimarlo. Él la quiere mejor que él para fascinarse en su armonía, semejante a él para encontrar interlocutora en ella, y menor que él para guiarla.
Lo reconozco; y debo decir que todas estas afirmaciones son sólo un enfoque sobre una cuestión amplia que nos implica a todos.
He expuesto estas opiniones en diversos auditorios, y en general han sido bien recibidas, muchas veces con esas expresiones de risa que a todos nos surgen cuando de repente nos vemos pillados. Sin embargo, y más allá de lo humorístico del caso, pienso que hombres y mujeres hemos de aprender a conocernos para aprender a aceptarnos y amarnos.
Dice la Sagrada Escritura: Hombre y mujer los creó (Génesis 1, 27). Dios quiso la diferencia, aunque no la discriminación; Dios quiso la semejanza, no la uniformidad.. Lo suficientemente parecidos y lo suficientemente distintos para que pudiéramos aprender unos de otros, pero sobre todo, para que, en la alegría de encontrarnos y complementarnos, alcanzáramos un destello del gozo que Él tuvo al crearnos. A Él honor, gloria y alabanza. Amén.
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