Personalmente, viví con alegría la llegada del 1° de Enero del 2000, y ello por varios motivos. El primero, porque sabía, lo mismo que tantas personas, el anhelo que Juan Pablo II tenía de llegar a ese día. Y me alegró que Dios le hubiera concedido su deseo y que fuera él quien llevara el timón de la Barca de Pedro hacia las aguas del tercer milenio.
Pero en otro sentido es un gusto ver que una de las fechas más cabalísticas transcurría con la misma naturalidad de nuestros demás días. El 2000 había sido sobresaturado de superstición, y con su llegada en paz se ha acabado el pretexto de tantos profetas de desgracias que ahora tendrán que buscar otro número, que ya no será tan bello, para seguir asustando a la humanidad.
En tercer lugar, las cámaras de televisión nos mostraron rostros sonrientes y esperanzados; nos mostraron hambre de vida, de paz de concordia. Esto no es de suyo cristiano, pero sí indica que la predicación del Evangelio no podrá ser denigrada fácilmente, por lo menos por esta generación. Ello nos invita ciertamente a volver nuestros ojos a la Teología de la Historia.
Así como hemos de ser prudentes, y no dejarnos aterrorizar, también debemos recordar que el llamado a la conversión y la advertencia de Jesucristo sobre su imprevisto retorno están plenamente en pie. Lo que sucede es que la conversión no puede ni debe estar sujeta a cuestiones de calendario.
Pienso que en esto sucede más o menos como con los cambios de año, o incluso con el comienzo y el final de cada día: son ocasiones propicias, en la medida en que las actividades propias del final de algo o del comienzo de algo a menudo disponen nuestra psicología para la introspección y el hacer balance de nuestras obras. Un cristiano puede, y en cierto sentido debe aprovechar estas coyunturas, aunque sin dejarse envolver por una especie de sentido mágico o supersticioso.
Aprecio mucho esta pregunta y la considero muy importante. Cuando se piensa en las grandes realizaciones del siglo que está terminando (pues, como sabemos, terminará el 31 de Diciembre del 2000), se habla casi siempre de los avances en la tecnología, la política o el arte. Pero la caída del ateísmo positivista es un hecho de primera magnitud.
Ante todo hay que recordar, cosa que resultará trivial para algunos, que positivismo no se dice por contraposición o superación de negativismo. Tiene su raíz más bien en un participio latino, positum, que significa lo que está puesto o como se ha dicho después a menudo, los datos. La pretensión positivista, pues, es atenerse a los datos.
Verá Ud., la noción de dato, es decir, de lo que está dado es una de las más complejas, aunque no lo parece. Detrás de esa sola palabra hay toda una teoría del conocimiento o tal vez más de una. Aparentemente las cosas son sencillas: existe un mundo exterior que ofrece datos a nuestros sentidos; la mente toma ese material que le ofrecen los sentidos, y, si lo elabora apropiadamente, alcanza enunciados fácticos verdaderos; de otro modo, está especulando, y sus aseveraciones, desde el punto de vista del pensamiento, deben calificarse de nonsense, de sin sentido, aunque desde el punto de vista práctico puedan prestar algún servicio lúdico. Tal es el esquema básico del positivismo lógico que tuvo sus horas de éxito y acogida en este siglo XX.
Ese es el punto: cuando tratamos de este tipo de cuestiones, seguimos pensando dentro del esquema básicamente decimonónico, aunque las costumbres vayan ya por otros lados. Es la casi ridícula división del hombre contemporáneo: vive en un universo supertecnológico construido sobre la base epistemológica de que sólo existe lo que podemos ver y palpar, pero mendiga el sentido último de su existencia de aquello que es indemostrable pero estéticamente aceptable y casi necesario. Por eso compra computadores y al mismo tiempo velas que absorben energías negativas.
Tiene razón. El problema, como empecé a decirle, empieza en el concepto mismo de dato. Hagamos simplemente esta pregunta: ¿Qué tanto de lo que vemos lo construimos? Si los datos fueran estrictamente eso: realidades de una vez por todas dadas, nuestra mente o nuestros sentidos deberían ser enteramente pasivos y completamente receptivos. Pero ya a comienzos de este siglo XX la línea psicológica de la Gestalt mostró que las cosas no eran ni mucho menos así de sencillas.
Algo que parece un juego de niños. ¿Recuerda las ilusiones ópticas, como esas paralelas que no parecen paralelas, porque están en medio de unas líneas radiadas? Pues ahí precisamente empieza lo grave: si nuestros sentidos fueran completamente pasivos y receptivos, dos líneas paralelas deberían verse siempre como dos líneas paralelas.
Sí, pero las cosas van más allá. El contexto que influye en nuestras percepciones de los datos no es sólo el contexto espacial inmediatamente presente, del cual se podría decir que también es dato. De algún modo yo mismo soy contexto para lo que percibo, porque al recibir los supuestos datos los interpreto, muchas veces completando la figura. El cerebro no es una tabla de cera blanda, sino un órgano activo que interactúa con lo que recibe y le asigna un sentido de acuerdo con su historia particular de experiencias, y también con sus intereses o preocupaciones actuales.
Pasa que la noción misma de dato cae por tierra, y entonces pasa que el programa del positivismo, montado sobre la noción de dato se vuelve insostenible. Para el positivismo, especialmente en la versión que Rudolf Carnap propagó, aquello que no fuera dato más o menos elaborado según las leyes de la lógica matemática debía ser calificado de nonsense, es decir, de pura arbitrariedad subjetiva. Ahora entendemos que lo subjetivo, y el sujeto mismo, no pueden ser químicamente separados para obtener un conocimiento destilado y puro. Y si el sujeto es parte de su conocimiento, lo absurdo es calificar de nonsense a toda intervención del sujeto; por lo mismo, es absurdo descartar por principio como palabrería a la filosofía y a la religión, cosa que pretendieron los positivistas y neopositivistas.
Ciertamente: un principio físico de inmensa importancia para el desarrollo de las teorías cuánticas, que indudablemente son uno de los legados más comúnmente apreciados del siglo XX. En palabras sencillas, Werner Heisenberg demostró que no es posible determinar simultáneamente la posición y la cantidad de movimiento de una partícula (es decir, el producto de su masa por su velocidad) con un grado ilimitado de certeza, de modo tal que el producto de los márgenes de incertidumbre en estas dos cantidades en el mejor de los casos es igual a un cierto número, la llamada constante de Planck.
Lo interesante es que este Principio de Incertidumbre traduce al lenguaje matemático y al rigor de la ciencia natural por excelencia, la Física, una convicción que venía haciendo carrera en la filosofía, a saber, que el sujeto, al conocer su objeto, en cierto modo lo modifica: al conocer el mundo, también, y de modo inextricable, nos estamos conociendo a nosotros mismos.
Aquí sucede algo curioso: la ciencia se parece a una lancha de alta velocidad que avanza por un lago y va dejando atrás una estela. Mucha gente, también dentro de la Iglesia, cree que la ciencia enseña hoy lo que enseñó hace bastante tiempo, porque miran la estela que dejó la lancha, pero desconocen dónde va la lancha ahora mismo.
Para el esquema positivista, por ejemplo, debían tratarse como inexistentes las realidades invisibles e intangibles directamente, como por ejemplo Dios mismo. Estamos ante un sistema intrínsecamente ateo. Pero muchos pensadores cristianos, al principio no católicos y luego también católicos se creyeron la historieta de que la verdad sólo podía existir si recibía el visto bueno de la ciencia positivista. Entonces nació un inmenso programa de desmitificación o desmitologización de la Biblia, cuyo propósito original era podar a la Sagrada Escritura de lo que se decía que era su ropaje simbólico-mítico, propio de una época supuestamente superada, y decir las verdades esenciales de la fe en un lenguaje compatible con el mundo moderno y la ciencia del siglo XIX. El principal representante de esta tendencia es el teólogo protestante Rudolf Bultmann.
En grado superlativo, incluso dentro del ambiente católico. En sus versiones más extremas, el método bultmanniano llevó a negar casi todo lo histórico de los relatos bíblicos, o mejor aún, a redefinir como susceptible de haber existido a todo y sólo lo que cumpliera los parámetros de existencia de la ciencia de fines del siglo XIX y comienzos del XX.
Por lo tanto, lo primero que debía ser superado era la afirmación de la divinidad de Jesucristo. Tal cosa, para este tipo de teólogos es un mito de origen extrabíblico que no puede pertenecer al depósito mismo de la fe cristiana, pues si no es razonable (con la idea de razón que surge del positivismo) no puede ser creído ni mucho menos predicado.
Por razones semejantes, los milagros, los exorcismos, los ángeles y los demonios han quedado, en la mente de multitud de teólogos, como rezagos supersticiosos o apéndices estériles del pasado cristiano, un pasado que para ellos vale poco simplemente porque es pre-científico. Lo jocoso del asunto es que muchos de estos expertos de la fe creían, o creen, estar prestando un servicio al pueblo de Dios, cuando en realidad están ofreciendo tributo a unas teorías de las que la ciencia se ha despedido ya hace tiempo. Y mientras ellos hacen esto, cada tema que queda sin el estudio amoroso de la Iglesia se lo vamos entregando a las fuerzas hostiles al Evangelio.
Desde luego, y muy en primer lugar. Es desalentador en grado sumo ver las librerías esotéricas repletas de obras de dudosa calidad, capaces de desorientar a mucha gente, y luego ver que algunos teólogos católicos y algunos obispos resuelven todo con simplificaciones exegéticas irresponsables, como aquello de que los ángeles son un modo de hablar de Dios, o son personajes necesarios para el estilo literario del hagiógrafo, o son arquetipos de virtudes o comportamientos humanos. El efecto final es que al pueblo sencillo se le está ofreciendo mucho de lo malo y se le están cerrando las puertas de lo bueno.
Me temo que en casi todos. ¿Qué es el Papa, en una lógica de este género? Un funcionario al frente de una multinacional. ¿Qué son los sacramentos? Prácticamente nada: rituales y memoriales, a lo sumo. La naturaleza misma de la Iglesia y el corazón de la que san Pablo llamaba sana doctrina han sido profundamente lastimados, y ello ha llevado en muchos lugares al desprecio de la fe y a que la Iglesia sea sal desabrida en medio del mundo.
Sí, pero a veces uno no sabe si el remedio es peor que la enfermedad. Cansados de la incredulidad y la falta de reverencia de sus pastores, muchos católicos han emigrado a religiones o sectas de corte más emocional, o se han afincado de tal manera en sus convicciones, que han ido construyendo una especie de extrema derecha, cosa que no es nada halagüeña para el futuro de la Comunidad de los creyentes.
Ante todo en la sistemática desconfianza del ejercicio de la razón al interior de la fe. Por decirlo de algún modo: frente a la altanería de un racionalismo que degenera en incredulidad práctica, se alza un tradicionalismo de corte intransigente, cuya máxima referencia es el pasado. Con razón se ha dicho que un extremo engendra al otro, y una exageración a su contraria.
Creo que lo primero es liberarnos de la presión de tener ya esa respuesta. Hay demasiada gente que cree tener ya la imagen acabada de lo que debe ser la Iglesia, y precisamente eso engendra incapacidad de diálogo. Nuestros diagnósticos necesitan alimentarse de un pensamiento más flexible, pero al mismo tiempo más enamorado, más ardiente en la búsqueda de la gloria de Dios.
Es curioso notar que todos los que se sienten (o quizá: nos sentimos) tan seguros de nuestros análisis son o somos herederos fieles del esquema positivista, ¡incluso con la mejor intención de superarlo!
En efecto, la pretensión de seguridad con la que habla tanta gente en la Iglesia, y probablemente eso me incluye a menudo, viene de que creemos estar frente a datos incontestables que deberían ser vistos y juzgados del mismo modo por todas las personas. Los de la teología de la liberación sienten que han alcanzado la realidad de las cosas y que por lo tanto todo el mundo debe ponerse en la misma perspectiva de ellos y emprender sus mismas tareas. Los tradicionalistas, los carismáticos, los neocatecumenales, y así, cada grupo y casi cada persona se afianza en su criterio y se cierra fácilmente al enfoque y la verdad de los demás.
Yo creo que la verdadera superación del positivismo empieza con tres cosas, que son como las patas o soportes de un trípode: la profunda humildad de alma, la sincera apertura a la versión de los demás, y la pasión por la verdad. No es asunto de simple consenso, pero tampoco de simple dogmatismo. No es relativismo moral, pero tampoco adoración a la ley por la ley. No es anclarnos en el pasado ni despreciar el pasado; no es deslumbrarnos por el futuro ni aterrorizarnos ante el futuro.
Sin duda la humildad. Ya sabemos que necesitamos escucharnos; ya presentimos que hemos de centrarnos en lo esencial, y esto en últimas es amor a la verdad; pero poco predicamos y buscamos la humildad de alma, esa que hace que la escucha florezca en diálogo y que el llamado a buscar la verdad resuene siempre más que la pretensión de haberse apoderado de ella.
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