Un presidente desacreditado en una república agonizante

La carrera de Jacques Chirac ha sido una sucesión de infidelidades políticas y escándalos económicos

OCTAVI MARTÍ | París

La soledad del poder. El tópico quiere que los hombres poderosos se sientan solos. Reclaman nuestra piedad y admiración ante la terrible responsabilidad de tener que tomar decisiones que conciernen a miles o millones de personas. Jacques Chirac sabe de esa soledad, pero la suya es distinta, la de un jefe de pandilla cuya gran especialidad es ser jefe y renovar continuamente la pandilla. Jefe lo es desde 1974, cuando lanzó una OPA sobre el gaullismo. Los herederos naturales del general, Jacques Chaban Delmas y Pierre Messmer, fueron traicionados por el joven ministro -de 41 años- que era entonces Chirac, que se llevó consigo 43 diputados para ponerlos a la disposición del liberal Valéry Giscard d'Estaing.

Éste, en agradecimiento, le nombra primer ministro y le facilita el acceso al liderazgo de un partido (la Unión de Demócratas por la República -UDR-) del que nunca ha sido miembro. Dos años después Chirac presenta su dimisión a Giscard y transforma la UDR en RPR (Reagrupamiento por la República), su futura máquina de guerra con la que derrotar a Giscard.

Toda la carrera política de Chirac es una sucesión de traiciones en nombre de fidelidades sucesivas, una trayectoria seguida por otros líderes, pero nunca con tanta perseverancia.

En 1961, después de servir como soldado en Argelia, trabaja como funcionario en el Tribunal de Cuentas. Se le supone al servicio de De Gaulle, pero Chirac simpatiza con la gente de la OAS, los partidarios de mantener el imperio colonial y, antes, de asesinar al general.

Cobijado a la sombra de Georges Pompidou -a éste no deberá abandonarle pues fallece de muerte natural en 1974, sin tiempo de ver cómo maniobra su protegido-, Chirac se labra un prestigio de funcionario competente. Lo es. Se ocupa primero de Economía, luego de Transportes, más tarde lo hará de Asuntos Sociales, Empleo, Agricultura e Interior; un recorrido panorámico sobre la complicada maquinaria de la Administración francesa.

Tras abandonar a Giscard y montar la Unión por la República (RPR), se apodera del Ayuntamiento de París en 1977. Bajo su control, 30.000 funcionarios y un presupuesto millonario. París le servirá, hasta 1995, para financiar el RPR y sus sucesivos y fallidos ataques a la presidencia, en 1981 y 1988. En 1981, Chirac no gana pero logra que Giscard pierda y comience una larga historia de odio recíproco.

Antes, entre 1976 y 1978, Chirac se ha procurado un fundamento ideológico a sus vaivenes criticando 'el partido del extranjero' -léase, los europeístas- que 'prepara la decadencia de Francia' -un tema caro a la derecha extrema-, al tiempo que defiende 'un laborismo a la francesa'. Él se propone, con la ayuda de Marie France Garaud y Charles Pasqua, ser el restaurador de la grandeur.

Los tiempos cambian y Chirac con ellos. El ejemplo de Ronald Reagan y Margaret Thatcher le lleva a abrazar el ultraliberalismo. Hay que privatizar y reducir plantillas, y eso intenta durante su nueva experiencia como primer ministro, ahora cohabitando con el socialista François Mitterrand. El maquiavélico presidente podrá con él, le ridiculizará en menos de dos años y en 1988 Chirac pierde ampliamente. Su carrera parece acabada, los renovadores intentan defenestrarle de la presidencia del RPR pero él resiste, se apoya ora en una facción, ora en otra, divide y vence.

En 1995, por fin llega a la presidencia de la República tras descubrir la 'fractura social' y mostrarse como el candidato de los jóvenes. Una vez en el Elíseo se olvidará de todas las promesas -'las promesas sólo comprometen a quienes se las creen', dice- y traicionará a los electores. Éstos harán con él lo mismo en las legislativas de 1997, abandonándole para que viva una nueva cohabitación, ahora con Lionel Jospin, y se transforme de 'presidente' en 'residente de la República', según fórmula del director de Le Monde.

La reelección le llega de manera tan amplia como confusa. Le ha votado una amplísima mayoría después de que, en la primera vuelta, obtuviera el peor resultado de un presidente saliente durante la V República. Pero en vez de tener enfrente al honesto y poco carismático Lionel Jospin, se ha topado con el demagogo Le Pen.

Fortuna electoral y riesgo político. Chirac quiere aprovechar la primera sin dar el menor signo de percibir el segundo. En realidad lo suyo es conquistar el poder, no utilizarlo. ¿Para qué? ¿Para aplicar el modelo social alemán? ¿Para copiar a los japoneses en sus estrategias comerciales? ¿Para 'liberar las energías' como los estadounidenses? ¿Para ampliar Europa enseguida como reclaman los británicos? Nadie lo sabe, y, menos que nadie, se teme todo el mundo, el propio Chirac.

Parece difícil que el hombre que con sus escándalos -ha admitido en público que se metió en el bolsillo lo que quedaba de dinero de libre disposición como primer ministro cuando abandonó el palacio de Matignon en 1988- más ha contribuido a desacreditar la política y los políticos sea la persona adecuada para reformar y revitalizar una República agonizante.

Ver en Chirac -soberanista durante los años setenta, ultraliberal en los ochenta, social en los noventa y en 2002 dispuesto a reducir la presión fiscal que aumentó en 1995- la figura capaz de reconciliar a los ciudadanos con la construcción europea es, como mínimo, optimista y aventurado.

Pero con él todo es posible, porque nada le ata, ni tan sólo la supervivencia de su propia pandilla. Charles Pasqua, Édouard Balladur, François Léotard, Michel Noir, Philippe Séguin, Giscard d'Estaing son hoy, entre otros, ilustres quemados de la política, gente que se acercó demasiado al sol chiraquiano. El propio Alain Juppé o los oportunistas Nicolas Sarkozy y Philippe Douste-Blazy convalecen aún de las heridas dejadas por el abrazo de Chirac. Mitterrand sabía frenar a quienes esperaban sucederle pero no acababa con ellos; Chirac es más expeditivo, porque para él la posteridad es un diluvio.

Cuando acabe su segundo mandato -Jospin ha pronosticado que no lo logrará, pero hay motivo para dudar de las dotes de adivino del ex líder socialista-, Chirac será el presidente francés que más manos habrá estrechado -el 4% de la población-, que tendrá el récord de hablar en público más despacio -teme su propensión natural al taco- y habrá obtenido un mayor porcentaje de votos en la segunda vuelta.

Y quién sabe si también será el presidente que habrá hecho ganar más veces a la izquierda en un país con mayoría sociológica de derechas.

 

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