Fr. Carlos Azpiroz Costa, O.P.,
Maestro de la Orden de
Predicadores
Nací en Buenos Aires, Argentina, el 30 de octubre de 1956. Cumpliré 46 años el próximo octubre. Soy el octavo de una familia de catorce. Mi padre era ingeniero agrónomo y mis abuelos paternos eran de Navarra, en España. Por eso mi apellido es vasco, Azpiroz. Mi madre también ha desempeñado un papel importante en mi vida: ella me transmitió los primeros valores de la fe. Velaba por las necesidades de la gran familia que formábamos con mucha delicadeza y una dulce sabiduría. Ella fue un modelo de vida cristiana, con una notable discreción y una gran finura. Tengo recuerdos maravillosos de la vida de familia. Estudié en el Colegio Champagnat, dirigido por los Hermanos Maristas.
Fui estudiante de abogacía en la Pontificia Universidad Católica de Buenos Aires, Santa María de Buenos Aires, y algunos de mis profesores de Teología eran dominicos. Esto era en 1978, un año muy apasionante pero también un tiempo doloroso, porque Argentina vivía una situación política y social incierta. Yo no era muy consciente de la situación política. Tenía veintidos años, pero estaba bastante seguro de que sería sacerdote.
Cuando acabé la educación secundaria, estaba seguro de que quería ser sacerdote, pero empecé a estudiar Derecho civil porque el estudio, y en cierta medida la práctica del Derecho, era una parte muy importante de mi vida cotidiana, y también me gustaba. Disfruté muchísimo de la carrera.
Tuve dos profesores dominicos que me enseñaron Teología Moral, y yo estaba muy interesado en la materia. Todos los días en clase yo era el que hacía las preguntas. Me gustaba mucho hablar del tema. En una ocasión uno de ellos, asistente de la Cátedra, me invitó al convento. ¡Fue un honor para mí! Así que en 1979 fui a pasar unos días al noviciado, sólo para tener una experiencia de la vida dominica. No tenía mucho tiempo, pues estaba en mi último año de estudios. Después fui al convento del noviciado y, cuando terminé mi breve experiencia de cuatro días de retiro, me sentí seguro de que ése era el lugar para mí. Tenía entonces 23 años.
Enseñar para mí ha sido una de mis ocupaciones favoritas. Yo enseñé muchos años en la Universidad Católica: enseñaba Teología a muchos estudiantes diferentes, los que estudiaban Derecho civil, Economía, Ingeniería y muchas otras carreras. El reto de enseñar Teología a personas que quizá no saben nada de Jesucristo es muy importante. Pero también he disfrutado mucho compartiendo la misión, junto con laicos y religiosas dominicas, en medios o sitios donde la gente pocas veces ha oído predicar la Buena Noticia.
En Argentina existen muchos lugares donde hay mucho sufrimiento. Trabajar en estos sitios abrió mi espíritu, mente y corazón, pues no conocía de verdad la realidad de mi país y de la Iglesia hasta que me hice dominico.
Es extraño: a veces la gente dice que no conocemos nada del
mundo porque somos religiosos, vivimos en conventos, enclaustrados, y otras
cosas por el estilo. Pero fue precisamente el hecho de ser dominico lo que me
ha abierto lo ojos, me ha abierto los oídos, me ha abierto la boca, para
entender la realidad -la auténtica realidad- del mundo. Es extraño, ¿no?
Algunos dicen: «Ustedes viven en conventos, están fuera del mundo, ni siquiera
son miembros de un instituto secular: ¿cómo pueden conocer la realidad?» Pues
yo he conocido, y entendido un poco más, los verdaderos problemas del mundo
siendo dominico, y esto es lo que aprendemos y predicamos a la gente, sea en
una facultad universitaria o en una misión entre los pobres.
Para mí, la vida consagrada significa algo así como tener los dos pies en la tierra, pero sin techo por encima de nuestras cabezas.
Algunos piensan que la vida consagrada nos encierra. ¡Nada de eso! Sin techo significa que no existen límites por arriba, pero debemos estar bien enraizados en la realidad. Y yo creo que recibir esto es un don de Dios. La tentación hoy es la alienación del mundo -pues ciertas personas no aman el mundo tal y como se les presenta- e intentan huir del mundo. Tenemos los pies en el mundo, pero con horizontes amplios, sin techo alguno por encima de nuestras cabezas, sin muros que aprisionen, sino marchando hacia delante, con Domingo. Pienso que muchos jóvenes deberían conocer el gran reto de predicar como dominicos.
La familia dominicana es como una orquesta sinfónica. En una
orquesta sinfónica, sin duda, hay toda clase de instrumentos. Tienes de todo,
desde los instrumentos de percusión hasta los flautistas. Puede que a alguno no
le guste la flauta o el tambor, pero cuando suenan juntos, la orquesta
sinfónica suena bien. Cada una de sus partes se necesita mutuamente. La verdad
es sinfónica, la verdad es nuestra música. Y si pudiera imprimir en el espíritu
de todos los capitulares un recuerdo de Timothy, mi predecesor, diría que él
nos invita una y otra vez a cantar una nueva canción. Interpretando esa música,
la música de la verdad, llegamos a ser una bella orquesta sinfónica.