El obispo de
la selva
La
autoridad más respetada del Guaviare es un cura que en 35 años ha visto desde
vender indios hasta vender coca. Séptima entrega de la serie de crónicas y
reportajes Voces de la otra Colombia.
Cuando monseñor Belarmino Correa oyó el tronar de las
ráfagas de Galil y la explosión de una granada en el patio trasero, salió
rápido a la puerta y con un tono recio les dijo a los militares:
–¡A ver! ¿Qué pasó aquí?
–¡Ahí están escondidos!– le contestó, también recio, el
oficial que comandaba el grupo de soldados, sin percatarse de que se estaba
dirigiendo a un obispo.
–¡Escondidos no!– le corrigió monseñor con la calma de
quien ha vivido buena parte de su vida bajo fuego. –Bien pueda vengan por aquí
y les muestro el camino.
Y los condujo a la parte de atrás, donde se veían los
rastros de sangre de los cuatro guerrilleros que, saltando alambres, venían
huyendo de la unidad móvil.
Ocurrió el viernes 8 de marzo, en El Hatico, una finca a 20
kilómetros de San José, donde se crían reses para sostener el proyecto de
Ganaderos Ecológicos del Guaviare, con el cual la Diócesis les ha dado la mano
a más de 300 familias para que cambien los cultivos de coca por ganado.
Mientras el obispo y los trabajadores se quedaron lidiando
cinco horas con el fuego que prendió la granada, la persecución se perdió entre
la manigua.
A sus 71 años, ‘Moncho’, como le dicen todos, está vivo de
puro milagro. En los 70, la guerrilla lo tuvo secuestrado tres días. En 1988,
quedó atrapado siete horas en medio del fuego de la primera toma guerrillera
–fracasada– a Mitú. Y en los 90, le ha tocado sacar a relucir todo su talento
para hacer el quite a los inquietos fusiles de guerrilleros y ‘paras’.
Sin embargo, en su caso, sobrevivir es una hazaña que se
puede quedar corta comparada con sus 35 años de trabajo pastoral en el antiguo
‘gran Vaupés’ (165.000 kilómetros cuadrados, una sexta parte del territorio
nacional) a donde lo mandaron en 1967 como Prefecto Apostólico y de donde,
desde entonces, no ha salido.
El comienzo en Vaupés
Lo primero que hizo cuando llegó fue darle el golpe de gracia
a la mafia cauchera. Se dio cuenta de que un cauchero llegó a la inspección a
“legalizar” la compra de 40 indígenas, con un documento que decía: “Ustedes
tales y tales, que le deben tanto a fulano de tal, pasan a deberle a tal y
tal”.
–Era deprimente. Les vendían a los indios un par de
machetes y una escopeta, que pagaban con trabajo, a un precio tan alto que
cuando terminaban de pagarlos ya le debían al dueño cualquier otra chuchería
–explica. En uno de sus viajes a Bogotá, le contó el caso a monseñor Gerardo
Valencia. Este lo llevó a una emisora, la denuncia salió al aire y, con ella,
el fin de esa época infame para los indígenas.
Con la muerte de la bonanza cauchera, que dejó al
descubierto “la más catastrófica pobreza”, ‘Moncho‘ decidió que además de las
almas y a falta de gobierno, había que salvar los cuerpos. Y le apostó, contra
la opinión de muchos sectores de la iglesia, a una intensa campaña de promoción
del ser humano.
Con el paso de los años, y con un equipo de 300 misioneros,
montó 43 centros de servicios integrales a lo largo y ancho del ‘gran Vaupés’,
para evitar que las comunidades indígenas abandonaran sus raíces. En cada
pequeño poblado —para llegar a algunos había que navegar 10 días— instalaron un
internado, un puesto de salud y un mercado, ayudaron a los indígenas a crear
sus propios proyectos (cría de patos, peces y gallinas) y conectaron vía
radioteléfono a Yacayaca con Arara de Cuduyani, por ejemplo; a Querarí,
Piracuara, Acaricuara con Mitú, a Mandi y Elpiraparaná con San Felipe,
Yuruparí, Barrancominas o Miraflores.
La epopeya era de tal magnitud que la Prefectura se hizo
socia de Selva —una empresa aérea— para poder transportar maestros y víveres a
sitios a donde los enfurecidos raudales no dejaban acercarse por río.
Al cabo de 15 años ya había indígenas que hacían de
profesores en sus propios internados y de enfermeros de los puestos de salud y
hasta 300 catequistas, que podían transmitir el evangelio en las 24 lenguas de
la región.
–A diferencia del español, él trató de que el evangelio se
adaptara a las costumbres de los indios –explica una persona que conoció el
proceso–. La misa, por ejemplo, se hacía a la manera del Dabucuri, una
celebración especial, en la que los indígenas reparten lapa, pescado, danta,
casabe, chicha, lo que tengan en cosecha.
El viernes santo —recuerda el obispo, con un humor que no
lo desampara—, los indios rezaban así: “Dios, pongo en tus manos toda nuestra
gente indígena, acéptanos como somos, tranquilos, lentos, sin problemas, y haz
que estos curas que trabajan con nosotros no nos acosen tanto”.
Para muchos de los indígenas, ‘Moncho’ sigue siendo el
único santo al que le prenden velas. En su honor, con su nombre, bautizaron un
barrio de Mitú.
No obstante, Belarmino es autocrítico:
–De dos errores me arrepiento. La educación que les dimos,
fue muy precipitada, produjo saturación de profesionales y desubicó a los
indígenas con respecto a sus comunidades. Y los famosos proyectos de
desarrollo... Todos los ríos del Vaupés y del Guainía son cementerios de
gallineros.
–Alguna vez, y cuando ya hacía diez años era Prefecto
Apostólico, le dije a una religiosa angustiada por la merma de nuestro ritmo de
trabajo apostólico: hermana, si yo hubiera llegado con la experiencia de estos
10 años, al pisar tierras del Vaupés, me hubiera contentado con ponerme de
rodillas, agradeciéndole a Dios por las bondades increíbles con que enriqueció
el corazón de estas gentes y después de esta oración, habría mermado el 60 por
ciento de la actividad que hemos realizado.
Hubo quienes lo criticaron porque los nativos dependían
mucho de él. Pero de eso sí no se arrepiente:
–Con gente que vive esa situación o se es paternalista o se
la abandona, dice convencido.
Calvario en el Guaviare
En 1989, cuando el desarrollo ya había partido en tres
tajos al ‘gran Vaupés’ (Guainía, Guaviare y Vaupés), lo nombraron Vicario
Apostólico de San José del Guaviare, una jurisdicción de 43.000 kilómetros
cuadrados.
Para entonces, y desde los años 70, la coca había subido
del Vaupés al Guaviare. Con el espíritu emprendedor de siempre, Belarmino, que
nació en Briceño (Antioquia), en una familia de 21 hijos, volvió a
comenzar.
Se inventó el fondo ganadero familiar y lo convirtió en uno
de los más exitosos proyectos de sustitución de cultivos ilícitos en el país.
Les da a los colonos una ‘semilla’ (seis reses; ahora incluso 20 o más), con
carácter devolutivo, para que levanten un hato propio. Hay 140 familias activas
y más de 200 ya pasaron por el programa.
–Si hubiera venido antecitos, habría redimido la mitad del
Guaviare –bromea.
El año pasado, de pronto, este hombre sintió que le cayó
encima un peso insoportable:
–Pasé tres meses con un estrés mortal”.
Cuando le echó cabeza al asunto, entendió que todas las
amenazas a las que les había hecho el quite en los últimos años, estaban
haciendo metástasis “en el alma”.
Una de ellas, recuerda, se la advirtió un campesino. Su
hijo era ‘para’ y le había mostrado una lista de gente para matar en la que
aparecía el obispo, de tercero. “Por qué no se va Moncho, nosotros no queremos
que lo maten”, le dijo. Belarmino, que ha tenido que exiliar a seis de sus
sacerdotes, volvió a lo que siempre ha sostenido:
–Yo por esas bobadas no me voy.
Sin embargo, estuvo cavilando.
–A los ocho días pensé: o me hago matar o se resuelve esto.
Me fui para donde el jefe de los ‘paras’ y le dije: ¿Usted es el comandante?
¿Cuándo es que me va a matar? Él me respondió que no, que cómo pensaba
eso.
En otro episodio, también con los ‘paras’, se percató de
que un par de muchachos tomaban nota del sermón, durante la misa, y dijo:
–Aquí hay gente muy interesada en tomar nota así que les
voy a facilitar la tarea y haré un sermón muy concreto: La vida humana es el
don más preciado. El que atenta contra la vida humana es un sinvergüenza y un
déspota. –A la salida, los muchachos le replicaron: “Muy claro el sermón padre,
pero bájele el tonito”.
Con la guerrilla las cosas no han sido menos difíciles. Varias
veces, con fusil de por medio, ha salido ileso gracias a la firmeza de su
palabra, a su velocidad mental y a una buena dosis de humor.
Sin embargo, también han tratado de doblegarlo con armas no
convencionales. Hace unos dos años, el Frente Primero de las Farc, que manda en
Calamar (a 100 kilómetros de San José), expulsó al sacerdote que el obispo les
destinó. Monseñor, a manera de resistencia eclesial, dejó al municipio sin
cura. Con el tiempo, los devotos pusieron ‘contra la pared’ a los guerrilleros
y éstos a su vez a Belarmino para que les mandara un nuevo predicador. Como el
obispo no cedía, trataron de desprestigiarlo con pasquines en los que decían
que era ‘coquero’. Él les respondió con un documento público, que los enfureció
aún más, y tras siete meses les asignó un nuevo cura.
–Todo eso va agotando –dice. Otros comentan que en el
desplome de su fortaleza a prueba de todo también tuvo que, con crueldades como
la cometida por un grupo de las Farc a mediados del año pasado, cuando degolló
a 29 ‘chichipatos’ (intermediarios menores en la venta de droga), ‘Moncho’ fue
acumulando, entierro a entierro, el dolor de todas sus familias.
A pesar de que ya superó su crisis dice con cierta
socarronería:
–Todos los días me hago examen de conciencia para no ser
tan fiero.
De dos males el menor
Habla de cinco etapas en la vida del Guaviare:
–La primera, hace más de 20 años, cuando la guerrilla
defendía al campesino de la policía que lo extorsionaba. La segunda, hace más
de 10, cuando era pobre, bien acogida y tenía ideales políticos. La tercera,
cuando se dedicó a manejar la coca y empezó a matar gente, pero vivíamos
relativamente en paz, bajo una sola autoridad, así fuera ilegal. La cuarta,
hace dos o tres años, invivible, cuando se dio el encontrón de ‘paras’ y
guerrilla, acabó el comercio, encareció la vida y hubo muchas muertes. Y la
quinta, cuando representantes de la comunidad entraron en contacto con ambos
bandos para reclamar el respeto de la vida, el comercio, el transporte... Y ya
llevamos unos seis meses de tranquilidad.
Compara la coca a un lagarto, diciendo que si se le corta
la cola, que es la siembra, de nada sirve pues vuelve a crecer.
–Hay que escoger de dos males el menor. La coca es un mal,
pero es menor que la falta de gobierno, la corrupción y la violencia que
produce su penalización. El vicio se puede reglamentar pero no prohibir. Y
Estados Unidos vive feliz haciéndonos matar con ese problema de la coca.
El año pasado, el Papa se pronunció contra la legalización
de la droga. ‘Moncho’ dijo a sus colegas obispos, que lo miraban entre burlones
y afectuosos:
–Es que el Papa nunca ha vivido en el Guaviare.
Su estilo, para unos irreverente, para otros demasiado
franco, se ha hecho sentir en la Conferencia Episcopal.
–Yo he dicho a los obispos: o trabajamos como robots o como
pastores, que son los que saben en qué momento hay que quebrantar el derecho
canónico por el bien de la gente, así nos arriesguemos a condenarnos.
–Yo he sido rebelde en bobadas, en lo fundamental no –explica.
Así es este hombre, que en menos de cuatro años debe colgar
sus hábitos y que resume sus 35 años en la selva:
–He trabajado en algo importante con gente muy pobre. Creo
mucho en lo que puede hacer uno en los corazones. Y tengo una absoluta satisfacción
de haber vivido.