Mi madre solía pedirme a menudo que
pusiera la mesa con la "porcelana buena". Como esto sucedía con mucha
frecuencia, nunca me pregunté por qué lo hacía en esas ocasiones. Suponía que
era simplemente un deseo suyo, un capricho momentáneo, y hacía lo que ella me
pedía.
Una noche, mientras ponía la mesa,
llegó inesperadamente Marge, una vecina. Llamó a la puerta y mamá, ocupada en
la cocina, le gritó que pasara. Marge entró en la inmensa cocina y, al ver la
mesa puesta con tanta elegancia, observó:
-Oh, veo que tienen visitas. Vendré
en otro momento. De todos modos, tendría que haber avisado antes.
-No, no, está bien -respondió mi
madre-. No esperamos a nadie.
-Bueno -dijo Marge con expresión
confundida-, ¿por qué sacaron entonces la porcelana buena? Yo uso mi juego
bueno sólo dos veces al año, a lo sumo.
-Porque preparé la comida favorita
de mi familia -respondió mamá sonriendo-. Si ponemos la mesa con lo mejor que
tenemos para invitados especiales y gente de afuera cuando vienen a comer, ¿por
qué no para la familia? No se me ocurre nadie más especial.
-Bueno, sí, pero se te va romper
este juego tan lindo de porcelana -respondió Marge, sin comprender todavía el
valor que mi madre asignaba al hecho de estimar a su familia de esa manera.
-Oh, bueno, unas cuantas astillas en
la porcelana son un precio muy bajo por la forma en que nos sentimos cada vez
que nos reunimos a la mesa en familia, usando estos lindísimos platos -dijo
mamá como al descuido-. Además -agregó, con un guiño infantil-, cada pieza
astillada tiene ahora una historia para contar, ¿no?
Miró a Marge como si una mujer con
dos hijos adultos tuviera que saberlo.
Luego caminó hasta el armario y sacó
un plato. Sosteniéndolo, dijo:
-¿Ves esta astilla? Yo tenía
diecisiete años cuando se produjo. Nunca me olvidaré de ese día.
El tono de su voz bajó; parecía
estar recordando otra época.
-Un día de otoño, mis hermanos
necesitaban ayuda para levantar las últimas parvas (mies tendida en la era) de
la temporada, para lo cual contrataron a un hombre apuesto, joven y fuerte. Mi
madre me había pedido que fuera al gallinero a buscar huevos frescos. Fue
entonces cuando vi al nuevo ayudante. Me detuve y observé durante un momento
cómo levantaba esos fardos grandes y pesados de pasto verde y los cargaba sobre
su hombro, para luego arrojarlos sin esfuerzo sobre la parva. Les digo que era
un hombre muy guapo: delgado, de cintura estrecha, brazos fuertes y el pelo
abundante y brillante. Seguramente intuyó mi presencia, porque estando a punto
de lanzar un fardo, se detuvo, se dio vuelta, me miró y se limitó a sonreír.
¡Era tan increíblemente buen mozo! -dijo mamá lentamente, mientras pasaba un
dedo por el borde de la bandeja, y le daba unos golpecitos suaves-. Bueno,
supongo que a mis hermanos les caía bien ya que lo invitaron a comer con
nosotros. Cuando mi hermano mayor le dijo que se sentara junto a mí en la mesa,
casi me muero. Se imaginan lo incómoda que me sentía, sabiendo que me había visto
parada observándolo. Y ahora estaba sentada a su lado. Su presencia me ponía
tan nerviosa, que tenía la lengua como trabada y lo único que hacía era mirar
para abajo.
De pronto, al tomar conciencia de
que estaba contando una historia en presencia de su hija y de la vecina, mamá
se puso colorada y apresuró el fin del relato.
-La cosa es que él me pasó su plato
y me pidió que le sirviera. Yo estaba tan alterada que tenía las palmas húmedas
y las manos me temblaban. Cuando tomé su plato, se me resbaló, se golpeó contra
la cacerola y se astilló.
-Bueno -dijo Marge, para nada
conmovida con la historia de mi madre-, yo diría que suena como un recuerdo que
es preferible olvidar.
-Al contrario -replicó mi madre-. Al
año me casé con ese hombre maravilloso. Y hasta el día de hoy, cuando veo ese
plato, me acuerdo con alegría del día que lo conocí.
Con cuidado, volvió a poner el plato
en el armario detrás de los otros, en un lugar especial y, al ver que yo la
miraba, me hizo un guiño.
Consciente de que la apasionada
historia que acababa de contar no le despertaba a Marge sentimientos de ningún
tipo, tomó rápidamente otro plato, esta vez uno que se había roto y había sido
pegado cuidadosamente, con pequeñas gotas de cola esparcidas en costuras
bastante desparejas.
-Este plato se rompió el día que
volvimos del hospital con Mark, nuestro hijo recién nacido -dijo mamá-. ¡Qué
día más frío! Tratando de ayudar, a mi hija de seis años se le cayó al suelo
cuando lo llevaba al fregadero. Al principio me enojé, pero me dije a mí misma:
"Es sólo un plato roto y no voy a permitir que esto altere la felicidad
que sentimos al recibir a este bebé en la familia". Por otra parte,
recuerdo que todos nos divertimos mucho con los diversos intentos que hicimos
por recomponer el plato.
Yo estaba segura de que mi madre
tenía otras historias para contar sobre ese juego de porcelana.
Pasaron varios días y no podía
olvidarme de aquel primer plato que nos mostró. Era especial, aunque más no fuera
porque mamá lo había guardado con mucho cuidado detrás de los otros. Ese plato
me intrigaba y todo el tiempo me daban vuelta ideas por la cabeza.
A los pocos días, mamá fue a la
ciudad a hacer compras. Como siempre cuando iba, me quedé a cargo de los demás
chicos. En el momento en que el auto se perdió de vista en el camino, hice lo
que siempre hacía durante los primeros diez minutos después de su partida.
Corrí al cuarto de mis padres (cosa que tenía prohibida), tomé una silla, abrí
el cajón superior de la cómoda y revisé su interior como tantas otras veces. En
el fondo del cajón, junto a ropa interior suave y muy perfumada, había un
alhajero cuadrado de madera. Lo saqué y lo abrí. Estaban los objetos de
siempre: el anillo de rubí que le había dejado a mamá Hilda, su tía favorita;
un par de delicados aros de perla que el marido de la madre de mi mamá le había
regalado el día de su casamiento; y el anillo de compromiso de mi madre, que
muchas veces se quitaba cuando ayudaba a papá en los trabajos al aire libre.
Una vez más, fascinada por estos
preciosos tesoros, hice lo que toda niña desearía hacer: me probé todo,
llenando mi mente con gloriosas imágenes de lo que para mí significaba ser una
mujer adulta y bella como mi madre y poseer objetos tan exquisitos. No veía la
hora de tener edad suficiente para manejar mi propio cajón y poder decirles a
otros que no lo tocaran.
Ese día no me demoré mucho en esos
pensamientos. Quité el terciopelo rojo que separaba las joyas depositadas en la
cajita de madera de una astilla de porcelana blanca de aspecto nada
extraordinario, hasta ese momento totalmente insignificante para mí. Saqué la
astilla de la caja, la sostuve a la luz para examinarlo con más atención y,
llevada por mi intuición, corrí al armario de la cocina, empujé una silla,
trepé y bajé el plato. Tal como lo había imaginado, la astilla -tan
cuidadosamente guardada junto a las únicas tres valiosas pertenencias de mi
madre- correspondía al plato que había roto el día en que puso los ojos en mi
padre.
Con más prudencia y respeto, repuse
con mucho cuidado la sagrada astilla en su lugar junto a las joyas y la tela
que la protegía. Ahora sabía a ciencia cierta que ese juego de porcelana
guardaba para mi madre una serie de historias de amor sobre su familia, pero ninguna
tan memorable como la que le había legado aquel plato en especial. Con esa
astilla empezó una historia de amor que actualmente va por el capítulo 53; ¡mis
padres llevan cincuenta y tres años de casados!
Una de mis hermanas le preguntó a mi
mamá si alguna vez el anillo antiguo de rubí podía ser de ella, y mi otra
hermana reclamó los aros de perlas de la abuela. Quiero que mis hermanas tengan
esas bellas herencias de familia. En cuanto a mí, bueno, me gustaría conservar
aquello que simboliza el comienzo de la extraordinaria vida de amor de una
mujer extraordinaria. Querría guardar esa pequeña astilla.
Bettie B. Youngs