JAKES DE BASIN
Los falsos amantes toman, para mejor seducir, la máscara del
verdadero amor. Día y noche se ocupan en hallar tretas nuevas, y a menudo hacen
caer a inocentes corazones en sus redes. No amó así ciertamente aquel de quien
voy a contar la historia, pero también a éste lo puso su amada a prueba antes
de otorgarle su amor. Una joven, ni hija de duque ni de marqués, pero de buena
familia y de gran cortesía, estaba casada con un hidalgo opulento, pero
pacífico, a quien no seducían las glorias guerreras, y no hubiese tomado por
nada del mundo parte en un torneo. Pero por otra parte era liberal, recibía con
generosidad a los que pasaban por su castillo y cumplía todos los deberes de la
hospitalidad.
Un día llegaron a su castillo tres caballeros. En la comarca
se habían anunciado unas justas y se dirigían al lugar en donde habrían de
celebrarse. Dos de los caballeros llevaban un lucido cortejo, pues poseían
grandes riquezas. El tercero era pobre y no tenía consigo sino un escudero; sin
embargo, jamás se había abierto una liza a que él no concurriese, jamás se le
había visto retroceder ante un peligro, y cuando luchaba no había lanza ni
espada que temiera. Apenas los tres caballeros vieron a la dama del castillo,
quedaron prendados de ella. Cada uno esperó una ocasión propicia para hablarle.
y cuando así sucedió le suplicaron que les concediera su amor, ofreciéndole
rechazar toda clase de proezas y de ganar tantos trofeos que jamás dama alguna
había podido enorgullecerse de un amante como ellos. Pero la dama no contestó a
cada uno de los caballeros sino desdeñando sus ofrecimientos y solicitudes. Al
día siguiente, los tres campeones, perdida la esperanza, continuaron su camino.
La dama, sin embargo, aunque hubiese rechazado los
paladines, no había permanecido indiferente, pero antes de contestar se había
propuesto, para elegir mejor, poner a prueba a los tres. Tenía en el castillo
un escudero cuya discreción y fidelidad estaban a toda prueba. Lo llamó y
dándole una de las camisas de su armario le dijo: -
Ve al lugar del torneo y presenta esta camisa mía al más alto de los
tres caballeros que acaban de partir. Dile que si quiere vivir y morir a mi
servicio, como me había jurado, me pruebe su devoción vistiendo esta camisa, por
mi amor, y presentándose así al torneo, sin armadura, sólo con la espada, su
yelmo y su escudo. Si rehúsa la camisa, llévasela al segundo y, si éste tampoco
la acepta, al tercero El escudero tomó la camisa y partió al punto.
Llegó al lugar del torneo y fue a ofrecer el presente de su
señora al caballero que había sido designado en primer lugar. Este recibió la
prenda con reconocimiento, prometió obedecer el mandato de la señora y renovó
su juramento de realizar acciones tales como jamás se pudiera creer. Pero
cuando quedó solo y empezó a pensar que en lugar de la fuerte armadura bajo la
que era casi invulnerable su cuerpo, cubierto solamente con aquella ridícula
vestimenta, iba a quedar indefenso y expuesto a todos los golpes, palideció.
Amor y Valentía probaron vanamente a reanimarlo, vanamente le hacían ver que si
rehusaba se cubriría para siempre de vergüenza. Cobardía lo espantaba con el
pensamiento de la muerte. En fin, después de haber dudado y vacilado, el
caballero devolvió la camisa. El escudero la tomó y la presentó al segundo
paladín, que la recibió como el primero, y que después de tener el mismo temor
que éste, la rechazó. Por fin, el escudero ofreció la camisa al caballero
pobre. Este se puso de rodillas para recibir tan inestimable don. Lo besó
respetuosamente y declaró que con la camisa de su dama se creería mejor armado
que con hierro y para demostrar al mensajero su reconocimiento, le rogó que
aceptase un caballo, único presente que su fortuna le permitía hacer y que
había ganado por su valor en un torneo. Durante toda la noche besó innumerables
veces la prenda de amor y esperó impacientemente que amaneciera para hacerse
digno de ella.
No se cegó, sin embargo, ante el peligro. Como los otros dos
caballeros, se representó las cimitarras, las lanzas y las espadas que iban a
caer sobre su cuerpo defendido sólo por una débil tela, y cuando pensaba en la
terrible prueba a la que jamás amante alguno había sido sometido y en la que
todo valor era inútil, su cuerpo, aun en contra de su voluntad, se estremecía
de temor. «Pero mi señora lo desea y merece bien que me exponga por ella»
pensaba. Amor entonces llegaba a él y le representaba todo lo que iba a ser la
recompensa de su valor, compañía de la más bella de las damas, dulces momentos,
dulces risas y ternísimos besos. Y se decía que tales placeres bien valían el
peligro. El día se abrió, los heraldos iban por el campo gritando: «ÍA las
armas, caballeros. Ha llegado el día del honor y del triunfo. A las armas,
justadores!». Nuestro héroe vistió la camisa, tomó su espada, su escudo, se
colocó su yelmo y, montando a caballo, penetró en el campo de la liza. Se'
lanzó a la lucha, su escudo saltó pronto en pedazos, se hundió en lo más
agitado de la pelea y a aquellos que vencían a sus rivales los provocaba a
luchar, tiñendo la espada con sangre. La suya corría por más de treinta
heridas, pero el amor de su dama lo animaba, siguió combatiendo y fue el último
en abandonar el campo.
Su valor fue premiado. Heraldos y combatientes, con voz
unánime, lo proclamaron vencedor. Y tomaron sobre sí la obligación de acompañar
triunfantemente al caballero hasta el lugar en donde había plantado su tienda.
Lo vieron agotado por el cansancio y por las heridas y quisieron despojarlo de
la camisa ensangrentada, pero él se negó a ello, declarando que prefería morir
mil veces antes que permitir que se le despojase de la prenda, y para que se
sometiera al cuidado de los cirujanos hubo de permitírsele que hiciera su
voluntad. La dama ya sabía por su escudero el peligro que corría la vida de su
amante y se reprochó la cruel condición que le había exigido. Envió de nuevo al
fiel criado con orden de que pagara todos los gastos de la curación y para que
le dijese que, en recompensa de tanto amor, le concedía el suyo y para
asegurarse de ello lo esperaba impaciente.
Este mensaje, más fuertemente saludable que todos los
remedios, fue como un bálsamo maravilloso para las heridas del caballero. Se
restableció pronto e, impaciente por recibir la recompensa a su valor, marchó
al castillo de la da Mientras se celebraba allí una suntuosa fiesta. Gran
número de damas y caballeros habían acudido. El vencedor del torneo, antes de
presentarse ante su dama, quiso a su vez probar su felicidad. Y con un escudero
le envió la camisa que había recibido de ella y que estaba tinta con la sangre
de sus heridas. y le pidió que se las vistiera por encima de sus trajes y que
sirviera así el banquete con sus doncellas. La fiel amante no dudó. Contestó
que las manchas de la sangre de su amante eran más preciosas a sus ojos que el
oro y las esmeraldas y, después de haber besado la enrojecida prenda, tuvo el
valor de cubrir con ella sus vestidos y servir de este modo el banquete.
Todos los presentes quedaron asombrados cuando vieron a la castellana vestida con la sangrienta camisa, se adivinó lo ocurrido y hubo gran admiración para una dama tan heroica. Los dos cobardes que habían rehusado la camisa habían venido también, pero se retiraron llenos de vergüenza. Y en cuanto al marido, como ya hemos dicho que no era un héroe, cerró los ojos ante la aventura y se calló. Y ahora, bellas damas, jóvenes doncellas, nobles caballeros, decidme: ¿Cuál de los dos amantes hizo más, el uno por el otro? Decidid esta cuestión y que, en premio, Amor os colme con sus dones.
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