OSCAR WILDE
Dominando toda la ciudad, sobre una elevada columna, se
erguía la estatua del Príncipe Feliz. Estaba enteramente cubierta por delgadas
hojas de oro fino, tenía por ojos dos brillantes zafiros y un gran rubí rojo
resplandecia en el puño de su espada. Era, en verdad, muy admirado.
—Es tan hermoso como
una veleta -observó uno de los concejales, que deseaba adquirir fama de tener
gusto artístico-. Sólo que no tan útil -añadió, temiendo que la gente le
tuviera por poco práctico, cosa que no era en realidad.
—¿Por qué no has de
ser como el Príncipe Feliz? -preguntó una madre sensata a su hijito que lloraba
pidiendo la luna-. Al Príncipe Feliz nunca se le ocurre llorar por nada.
—Me alegro de que haya
alguien completamente feliz en el mundo - murmuró
un desengañado mirando la maravillosa estatua.
—Parece un ángel
-dijeron los hospicianos al salir de la Catedral con sus brillantes capa rojas
y sus limpios dentales blancos.
—¿Cómo lo sabéis?
-objetó el profesor de matemáticas-. Nunca habéis visto ninguno.
—¡Claro que sí, en
sueños! -contestaron los niños; y el profesor de matemáticas frunció el ceño y
adoptó un aire severo, pues no aprobaba que los niños soñasen.
Una noche voló sobre la ciudad una pequeña golondrina. Sus
amigas se habían ido a Egipto seis semanas anles, pero ella se había rezagado
porque estaba enamorada del más hermosos de los juncos. Lo había conocido al
empezar la primavera, mientras volaba río abajo persiguiendo a una mariposa
amarilla, y le había atraído tanto su esbelto talle que se había detenido a
hablarle.
—¿Te amaré? -dijo la
golondrina, que era partidaria de no andar con rodeos; y el junco le hizo una
gran reverencia.
Y la golondrina voló y revoloteó a su alrededor, y al tocar el
agua con sus alas dibujaba ondas de plata. Era su manera de hacer la corte, y
duró todo el verano.
—Es una predilección
absurda -gorjeaban las otras golondrinas-. Dinero no tiene en absoluto y
parientes, demasiados.
Y en verdad que el río estaba completamente lleno de juncos.
Después, cuando llegó el otoño, todas se fueron volando. Entonces la golondrina
empezó a sentirse sola y a cansarse de su amor.
—No tiene conversación
-decía- y mucho me temo que resulte muy frívolo, porque está siempre coqueteando
con el viento.
Y efectivamente, cuando soplaba el viento, el junco hacía
las más graciosas reverencias.
—A mí me gusta viajar
y a mi amor ha de gustarle viajar también. ¿Quieres venir conmigo? -le dijo por
fin.
Pero el junco movió la cabeza: tan apegado estaba a su
hogar. -¡Has estado jugando conmigo! Me voy a las Pirámides, iadiós! -y se echó
a volar.
Voló todo el día y por la noche llegó a la ciudad. -¿Dónde
me posaré? -se dijo-. Espero que la ciudad haya hecho preparativos. Entonces
distinguió la estatua sobre su elevada co lumna. -Me posaré allí -exclamó-, es
un lugar buenísimo y bien ventilado- y fue a posarse justamente entre los pies
de la estatua del Príncipe Feliz.
—Tengo una alcoba
dorada -se dijo quedamente al mirar alrededor preparándose a dormir; pero en el
momento en que metía la cabeza bajo el ala cayó sobre ella un gran gota de
agua. -¡Qué cosa tan curiosa! - dijo-, no
hay ni una sola nube en el cielo, las estrellas aparecen enteramente claras y
brillantes y, sin embargo, está lloviendo. El clima del norte de Europa es
realmente horrible. Al junco le gustaba la lluvia, pero era por puro egoísmo.
Entonces cayó otra gota. -¿Para qué sirve una estatua si no puede resguardar de
la lluvia? -dijo-. Tengo que buscarme una buena chimenea -y decidió marcharse.
Pero antes de que abriera las alas cayó una tercera gota; la
golondrina miró hacia arriba, y vio... ¡Ah! ¿qué fue lo que vio? Los ojos del
Príncipe Feliz estaban llenos de lágrimas, y lágrimas corrían por sus doradas
mejillas. Su rostro resultaba tan hermoso a la luz de la luna que la golondrina
se compadeció. -¿Quién eres? - dijo. -Soy
el Príncipe Feliz. -Entonces, ¿por qué lloras? Casi me has empapado. -Cuando
estaba vivo y tenía un corazón humano -contestó la estatua- no sabía lo que eran
las lágrimas, pues vivía en el palacio de Sans-Souci, donde no se permite la
entrada al dolor. Durante el día jugaba con mis compañeros en eljardín, y por
la noche dirigía el baile en el gran salón. Alrededor del jardín había un muro
muy elevado, pero nunca me preocupé de preguntar qué podía hihpr mfl<; allfl
tan hermoso era todo a mi alrededor. Mis cortesanos me llamaban el Príncipe
Feliz, y verdaderamente lo era, si el placer es la felicidad. Así viví y así
morí. Y ahora, que estoy muerto, me han colocado aquí tan alto que puedo ver
toda la fealdad y la miseria de mi ciudad, y aunque mi corazón es de plomo no
puedo menos de llorar. "¡Cómo! ¿No es de oro puro?" dijo para sí la
golondrina. Era demasiado bien educada para hacer observaciones personales en alta
voz.
—Allá lejos -continuó
la estatua con una voz suave y musical-, allá lejos en una callejuela hay una
pobre casucha. Una de las ventanas está abierta y a través de ella veo a una
mujer sentada a la mesa. Tiene el rostro enflaquecido y macílento, y sus manos,
ásperas y rojas, están llenas de pinchazos de la aguja, pues es costurera. Está
bordando pasionarias en un vestido de raso que ha de llevar en el próximo baile
de corte la más encantadora de las damas de honor de la Reina. En una cama, en
un rincón, yace su hijito enfermo. Tiene fíebre y pide naranjas Su madre no
tiene para darle sino agua del río y por eso llora. Golondrina, golondrina,
golondrinita, ¿no querrías llevarle el rubí del puño de mi espada? Mis pies
están clavados .a este pedestal y no puedo moverme.
—Me esperan en Egipto
-dijo la golondrina-. Mis amigas vuelan arriba y abajo sobre el Nilo, hablando
con las grandes flores de loto. Pronto se irán a dormir a la tumba del gran
Rey. El Rey en persona está allí, en su pintado ataúd. Está envuelto en lienzo
amarillo y embalsamado con especias. Lleva alrededor del cuelo una cadena de
jade verde pálido, y sus manos son como hojas marchitas. -Golondrina,
golondrina, golondrinita -dijo el Príncipe-, ¿no te quedarás conmigo una noche
y serás mi mensajera? ¡El niño tiene tanta sed y la madre está tan triste!
-Creo que no me gustan los niños -contestó la golondrina-. El verano pasado,
cuando estaba en el río, había dos niños mal educados, hijos del molinero, que
siempre me estaban tirando piedras. No me dieron nunca, claro está: las
golondrinas volamos demasiado bien para eso y además pertenezco a una familia
famosa por su agilidad; pero de todos modos era una falta de respeto.
Pero el Príncipe Feliz parecía tan desgraciado que a la
golondrina le dio pena. -Hace aquí mucho frío -dijo-, pero me quedaré contigo
una noche y seré tu mensajera. -Gracias, golondrinita -dijo el Príncipe. La
golondrina arrancó pues el gran rubí de la espada del Príncipe y voló, con él
en el pico, sobre los tejados de la ciudad. Pasó por la torre de la catedral,
con sus ángeles esculpidos en mármol blanco. Pasó por el palacio y oyó música
de baile. Una hermosa joven se asomó al balcón con su enamorado. -¡Qué
maravillosas son las estrellas -le dijo él a ella-, y qué maravilloso es el
poder del amor! -Espero que tendré a tiempo el traje para el baile ofícial
-contestó ella-; he encargado que borden en él pasionarias, pero las
costureras, ison tan perezosas! Paso sobre el río y vio los faroles que
colgaban de los mástiles de los navíos. Pasó sobre el ghetto, y vio a los
viejos judíos, regateando unos con otros y pesando el dinero en balanzas de
cobre. Finalmente llegó a la pobre casucha y ntiró al interior. El nino se
agitaba febrilmente en la cama y la madre, de puro cansada, se había quedado
dormida. La golondrina saltó dentro y depositó el gran rubí sobre la mesa,
junto al dedal de la mujer. Después voló suavemente alrededor de la cama,
abanicando la frente del niño con sus alas. -¡Qué fresquito siento! -dijo el
nino-. Debo de estar poniéndome mejor -y se sumergió en un delicioso sueño.
Entonces la golondrina volvió junto al Príncipe y le contó
lo que había hecho. -Es curioso -observó-, pero el caso es que me noto muy
caliente a pesar del frío que hace. -Es porque has hecho una buena acción
-repuso el Príncipe. Y la golondrinita se puso a meditar y después se quedó
dormida. Siempre que meditaba se dormía. Al amanecer voló hacia el río y se
bañó. -¡Qué fenómeno tan interesante! -dijo el profesor de ornitología al
cruzar el puente-. ¡Una golondrina en invierno! Y escribió sobre ello un largo
artículo en el periódico local. Todo el mundo lo comentó: ¡Estaba tan lleno de
palabras que no se entendía!
—Esta noche me voy a Egipto
-decía la golondrina, se sentía muy animada ante tal proyecto. Visitó todos los
monumentos públicos y permaneció mucho rato en lo alto del campanario de la
iglesia. Los gorriones gorjeaban al verla pasar y decían: -¡Qué viajera tan
distinguida! Así que lo pasó muy bien.
Cuando salió la luna, voló hasta el Príncipe Feliz. -¿Tienes
algún recado para Egipto? -gritó-. Voy a marcharme. -Golondrina, golondrina,
golondrinita -dijo el Príncipe-; ¿no te quedarás conmigo otra noche? -Me
esperan en Egipto -respondió la golondrina-. Mañana, mis amigas volarán hasta
la segunda catarata. El hipopótamo se tiende allí entre los juncos, y en un
gran trono de granito se sienta el dios Memnón. Durante toda la noche contempla
las estrellas, y cuando brilla el lucero matutino lanza un grito de júbilo y
después queda silencioso. A mediodía los rubios leones llegan a beber a la
orilla del río; sus ojos semejan verdes aguamarinas y su rugido es más fuerte
que el de la catarata.
—Golondrina,
golondrina, golondrinita -dijo el Príncipe-. Allá lejos, al otro extremo de la
ciudad, veo un joven en una buhardilla. Está inclinado sobre una mesa cubierta
de papeles y junto a él, en un vaso, hay un ramo de violetas marchitas. Tiene
el pelo castaño y rizado, si labios son tan rojos como las granadas y sus ojos
grandes y sofíadores. Trata de acabar una comedia para el director del teatro,
pero está tan aterido que no puede seguir escribiendo. No hay fuego en su
hornilla y se ha desmayado de hambre.
—Me quedaré contigo
una noche más -afirmó la golondrina que realmente tenía buen corazón-. ¿Tengo
que llevarle otro rubí? -¡Ay, ya no tengo rubíes! -dijo el Príncipe-; mis ojos
son lo único que me queda. Están formados por dos raro zafíros traídos de la
India hace mil años. Arráncame uno de ellos y llévaselo; lo venderá a un joyero
y comprará comida y leña y acabará su comedia.
—Querido Príncipe
-dijo la golondrina-, no puedo hacer eso -y comenzó a llorar.
—Golondrina,
golondrina, golondrinita -dijo el Príncipe-, has lo que te pido. La golondrina
arrancó, pues, un ojo al Príncipe y voló hacia la buhardilla del estudiante.
Era muy fácil llegar a su lado porque había un agujero en el tejado y la
golondrina, precipitándose por él entró en el cuartucho. El joven tenía la
cabeza entre las manos, así que no oyó su aleteo, y cuando levantó la vista se
encontró el hermoso zafiro sobre las violetas marchitas.
—Empiezo a ser
apreciado -exclamó-; esto debe venirme de algún admirador. Ya puedo acabar mi comedia
-y parecía completamente feliz. Al día siguiente la golondrina voló al puerto.
Posada en el mástil de un gran navío contempló a los marineros que levantaban
enormes cofres valiéndose de maroma. "¡Ea, arriba!", gritaban cada
vez que llegaba a lo alto uno de los cofres. -Me voy a Egipto -decía la
golondrina. Pero nadie se fíjaba en ella; y cuando salió la luna volvió junto
al Príncipe Feliz.
—Vengo a decirte adiós
-gritó.
—Golondrina,
golondrina golondrinita -dijo el Príncipe-; ¿no te quedarás conmigo otra noche?
—Estamos en inviemo
-contestó la golondrina- y pronto se presentará la fría nieve. En Egipto, el
sol calienta sobre las verdes palmeras y los cocodrilos descansan en el fango y
miran perezosamente a su alrededor. Mis compañeras construyen nidos en el
templo de Baalbec y las palomas, rosadas y blancas, las contemplan y se
arrullan. Tengo que dejarte, querido Príncipe, pero no te olvidaré nunca y la
primavera que viene te traeré dos hermosas piedras preciosas para sustituir a
las que has regalado. El rubí será más rojo que una encendida rosa, y el zafíro
será tan azul como el vasto mar.
—Abajo, en la plaza
-dijo el Príncipe Feliz-, hay una pequeña vendedora de cerillas. Las cerillas
se le han caído al suelo y se han estropeado. Su padre le pegará si no lleva
dinero a casa, y está llorando. No tiene zapatos ni medias y lleva la cabeza
descubierta. Arranca mi otro ojo y dáselo y su padre no le pegará. -Me quedaré
contigo una noche más -dijo la golondrina-, pero no puedo arrancarte el ojo.
Entonces te quedarías ciego.
—Golondrina,
golondrina, golondrinita -dijo el Príncipe-, haz lo que te pido. La golondrina
arrancó, pues, el otro ojo al Príncipe y descendió con él. Voló junto a la
cerillera y deslizó la joya en la palma de su mano. -¡Qué cristal tan precioso!
-gritó la pequeña. Y echó a correr hacia su casa riendo.
Entonces la golondrina volvió junto al Príncipe: -Ahora
estás ciego - dijo-; así que me quedaré
contigo para siempre. -No, golondrinita - dijo
el pobre Príncipe; tienes que ir a Egipto. -Me quedaré contigo para siempre
-dijo la golondrina. Y se durmió a los pies del Príncipe. Todo el día siguiente
estuvo posada en su hombro y le contó las cosas que había visto en comarcas
extrañas. Le habló de los ibis rojos que forman largas hileras a los iados del
Nilo y cogen con el pico doradas carpas; de la Esfínge, que es tan vieja como
el mundo, y vive en el desierto y todo lo sabe; de los mercaderes que caminan
lentamente al lado de sus camellos y llevan en la mano collares de ámbar; del
Rey de las Montañas de la Luna, que es tan negro como el ébano y adora un
enorme cristal; de la gran serpiente verde que duerme en una palmera y a la que
alimentan veinte sacerdotes con pasteles de miel; y de los pigmeos que navegan
sobre un lago en anchas hojas planas y están siempre en guerra con las
mariposas.
—Querida golondrina
-dijo el Príncipe-. Me cuentas cosas maravillosas, pero lo más maravilloso de
todo es el sufrimiento humano. No hay misterio mayor que la miseria.
Golondrinita, vuela sobre mi ciudad y cuéntame lo que veas. La golondrina voló,
pues, sobre la gran ciudad, y vio a los ricos gozando en sus mansiones mientras
los pobres se sentaban a sus puertas. Voló sobre oscuras callejuelas y vio las
pálidas caritas de los niños hambrientos que miraban en silencio las tenebrosas
calles. Bajo el arco de un puente, dos niños, tratando de calentarse,
descansaban uno en brazos de otro. -iCuánta hambre tenemos!-decían. -No se
puede estar ahí -dijo el guarda. Y tuvieron que marcharse a vagar bajo la
lluvia. Luego regresó y contó al Príncipe lo que había visto.
—Estoy recubierto de
oro fino -dijo el Príncipe-, arráncalo, hoja a hoja, y llévalo a mis pobres;
los que viven creen siempre que el oro puede hacerlos felices. Hoja tras hoja arrancó
la golondrina el oro fino, hasta que el Príncipe Feliz quedó completamente
opaco y gris. Hoja tras hoja la llevó a los pobres, y los rostros de los niños
se colorearon y rieron y jugaron en la calle. -¡Ya tenemos pan! - gritaban.
Después llegó la nieve, y tras la nieve, el hielo. Las
calles, de puro brillantes y resplandecientes parecian de plata; largos
carámbanos, semejantes a dagas de cristal, colgaban de los aleros de las casas;
todo el mundo sálía envuelto en pieles y los niños pequeños llevaban gorros
escarlata y patinaban sobre el hielo.
La pobre golondrinita tenía cada vez más frío, pero no
quería dejar al Príncipe; tanto le amaba. Picoteaba las migajas a la puerta del
panadero cuando el panadero no la veía, y trataba de calentarse agitando las
alas. Por fín, supo que iba a morir. Con las fuerzas que le quedaban voló hasta
el hombro del Príncipe Feliz.
—Adiós, querido
Príncipe -murmuró-; ¿me dejas que te bese la mano? - Me alegro de que por fín te vayas a Egipto, golondnnita -dijo
el Príncipe-; has permanecido aquí demasiado tiempo; pero puedes besarme en los
labios, porque te quiero. -No es a Egipto donde me voy -dijo la golondrina-.
Voy a la Casa de la Muerte. La Muerte es hermana de Sueño,¿no?
Y besó al Príncipe Feliz en los labios y cayó muerta sus
pies.
En aquel momento se oyó un curioso crujido dentro de la
estatua, como si algo se hubiera roto en su interior. El caso es que el corazón
de plomo se había partido en dos. Verdaderamente hacía un frío espantoso. Al
día siguiente por la mañana se paseaba el alcalde por la plaza en compañía de
los concejales. Al llegar junto a la columna, miró a la estatua.
—iHombre! ¡Qué
andrajoso está el Príncipe Feliz! -dijo.
—Muy andrajoso, ya lo
creo -exclamaron los concejales que estaban siempre de acuerdo con el alcalde.
Y subieron a contemplarlo.
—El rubí de la espada
se le ha caído, no tiene ojos y ya no es dorado -dijo el alcalde-; en resumen:
¡poco más que un pordiosero!
—¡Poco más que un
pordiosero! -repitieron los concejales.
—Y hay un pájaro
muerto a sus pies -continuó el alcalde-. Tenemos que dar una orden prohibiendo
a los pájaros morirse aquí.
Y el secretario del Ayuntamiento tomó nota de la idea.
Luego quitaron la estatua del Príncipe Feliz.
—Como ya no es bonita,
no sirve para nada -dijo el profesor de arte de la Universidad.
Fundieron la estatua en un horno, y el alcalde convocó una
reunión municipal para decidir lo que se haría con el metal.
—Por supuesto -dijo-,
haremos otra estatua; y puede ser la mía.
—La mía -indicó cada
uno de los concejales; y se pi sieron todos a discutir. La última vez que oí
hablar de ellos seguían discutiendo.
—iQué cosa tan rara!
-dijo el fundidor-. Este partido corazón de plomo se resiste a fundirse.
Tendremos que tirarlo.
Y lo arrojaron a un basurero, en el cual yacía también la
golondrina muerta.
—Tráeme las dos cosas
más preciosas que encuentres en la ciudad -dijo Dios a uno de sus ángeles. Y el
ángel le llevó el corazón de plomo y el pájaro muerto.
—Has escogido bien -dijo Dios-, pues este pajarillo cantará eternamente en mi jardín del Paraíso, y en mi ciudad de oro me glorifícará el Príncipe Feliz.
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