Este era un infeliz, algo tramposo, que estaba empeñado con
todos los vecinos, y como le aburrían demasiado pidiéndole su dinero, fIngió
una enfermedad y se metió en la cama. Los vecinos fueron a visitarle, se
sentaron alrededor de su cama y, compadecidos, empezaron a decirle:
—Lo que es por mí, no
te apures. Yo te perdono las pesetas que me debes.
—¡Pobrecito! Y yo
también.
—Pues yo no quiero ser
menos, y también...
Y así todos menos uno: el sastre:
—A mí me debe un real
y me lo paga.
—Pero hombre, ¡ten
caridad! ¿Tú no ves que se muere el pobrecito?
—Si se muere, que se
muera. Pero a mí, ¡ya lo creo que me paga!
Tanto se incomodó el enfermo con la codicia del sastre, que
fingió que se moría, para que no se saliese con la suya. Lo metieron en la
caja, le pusieron en las andas y le hicieron el entierro. Colocaron el
cadáver en la iglesia, y el sastre, que no pensaba más que cobrar su real,
se refugió en el confesionario. Y sucedió que por la noche Ilegaron doce
ladrones a la iglesia y se pusieron a contar el oro que llevaban en
un saco. Pero aunque eran doce, ei capitán dispuso trece montones, pues
era tan fIero, que para acostumbrar a sus bandidos a las mayores
atrocidades, les señaló el montón que sobraba diciéndoles:
—Daré ese montón al
que pegue una puñalada a ese cadáver.
Se levantó un bandido, sacó su punal y se dirigió hacia el
muerto fíngido. El pobre cadáver no se murió de miedo por milagro; pero al
ver que el peligro era inminente, dio un brinco de pronto y tuvo la idea de
gritar al sastre, que continuaba en su escondite:
—¡Venid, difuntos!...
Y el sastre echó por tierra el confesionario con estrépito y
contestó a grandes voces:
—¡Allá vamos todos
juntos!...
Los ladrones echaron a correr aterrados, hasta meterse en el
bosque. Una vez allí se serenaron un poco y se acordaron del tesoro que
habían dejado en la iglesia. Entonces el capitán envió a ella a uno de sus
hombres para que se enterase de lo que ocurría.
El ladrón volvió atrás, lleno de miedo y entró en
el pórtico en el momento en que el cadáver y el sastre estaban repartiendo
la fortuna. Terminado el reparto, el sastre, que no olvidaba la deuda, dijo al
otro:
—Bueno, ahora, dame mi
real...
Y cuando el ladrón oyó esto se puso a temblar como un
azogado y huyó al bosque a todo correr.
—No hay que pensar en volver por el tesoro -dijo casi sin aliento a sus compañeros-, pues ¡son tantos los difuntos que hay en la iglesia que sólo tocan a un real!...
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