Había un matrimonio anciano, aunque pobre; toda su vida la
había pasado muy bien trabajando y cuidando de su pequeña hacienda. Una noche
de invierno estaban sentados marido y mujer a la lumbre de su tranquilo hogar
en amor y compañía, y en lugar de dar gracias a Dios por el bien y la paz de
que disfrutaban, estaban enumerando los bienes de mayor cuantía que lograban
otros y deseando gozarlos también.
—¡Si yo en lugar de mi
hacecilla -decía el viejo- que es de mal terruño y no sirve sino para revolcadero
de un burro, tuviese el rancho del tío Polainas!
—¡Y si yo -añadía su
mujer-, en lugar de ésta, que está en pie porque no le han dado un empujón,
tuviese la casa de nuestra vecina, que está en primera vida!
—¡Y yo -proseguía el
marido-, en lugar de la burra que no puede ya ni con unas alforjas llenas de
humo, tuviese el mulo del tío Polainas?
—¡Si yo -añadió la
mujer-, pudiese matar un puerco de doscientas libras como la vecina! Esa gente,
para tener las cosas, no tienen sino desearlas. iQuién tuviera la dicha de ver
cumplidos sus deseos!
Apenas hubo dicho estas palabras, cuando vieron que bajaba
por la chimenea una mujer hermosísima; era tan pequeña, que su altura no
llegaba a media vara; traía, como una reina, una corona de oro en la cabeza. La
túnica y el velo que la cubrían eran diáfanos y formados de blanco humo, y las
chispas que alegres se levantaron con un pequeño estallido, como cohetitos de
fuego de regocijo, se colocaron sobre ellos salpicándolos de relumbrantes
lentejuelas. En la mano traía un cetro chiquito de oro, que remataba en un
carbunclo deslumbrador.
—Soy el hada Fortunata
-les dijo-; pasaba por aquí y he oído vuestras quejas; y ya que tanto ansiáis
porque se cumplan vuestros deseos, vengo a concederos la realización de tres:
uno a ti -dijo a la mujer- ; otro a ti
-dijo al marido-, y el tercero ha de ser mutuo, y en él habéis de convenir los
dos; este último lo otorgaré en persona mañana a estas horas que volveré; hasta
allá tenéis tiempo de pensar cuál ha de ser.
Dicho que hubo esto, se alzó entre las llamas una bocanada
de humo, en la que la bella hechicera desapareció.
Dejo a la consideración de ustedes la alegría del buen
matrimonio y la cantidad de deseos que como pretendientes a la puerta de un
ministro les asediaron a ellos. Fueron tantos, que no acertando a cual atender,
determinaron dejar la elección definitiva para la mañana siguiente, y toda la
noche para consultarla con la almohada, y se pusieron a hablar de otras cosas
indiferentes.
A poco recayó la conversación sobre sus afortunados vecinos.
—Hoy estuve allí;
estaban haciendo las morcillas, -dijo el marido-; ¡pero qué morcillas! daba
gloria verlas.
—¡Quién tuviera una de
ellas aquí -repuso la mujer-, para asarla sobre las brasas y cenárnosla! Apenas
lo hubo dicho, cuando apareció sobre las brasas la morcilla más hermosa que
hubo, hay y habrá en el mundo.
La mujer se quedó mirándola con la boca abierta y los ojos
asombrados. Pero el marido se levantó desesperado, y dando vueltas por el
cuarto, se arrancaba el cabello, diciendo:
—Por ti que eres más
golosa y comilona que la tierra, se ha desperdiciado uno de los deseos. Mire
usted, señor, iqué mujer ésta! ¡Más tonta que un habar! Esto es para
desesperarse; ¡reniego de ti y de la morcilla, y no quisiese más sino que se te
pegase a las narices!
No bien lo hubo dicho, cuando ya estaba la morcilla colgando
del sitio indicado.
Ahora tocó asombrarse al viejo y desesperarse a la vieja.
—Te luciste, mal
hablado -exclamaba ésta-, haciendo inútiles esfuerzos por arrancarse el
apéndice de las narices; si yo empleé mal mi deseo, al menos fue en perjuicio
propio y no en perjuicio ajeno; pero en el pecado llevas la penitencia; pues
nada deseo, ni nada desearé, sino que se me quite la morcilla de las narices.
—Mujer por Dios; ¿y el
rancho?
—Nada.
—Mujer, por Dios; ¿y
la casa?
—Nada.
—Desearemos una mina,
hija, y te haré una funda de oro para la morcilla.
—Ni que lo pienses.
—Pues qué, ¿nos vamos
a quedar como estábamos?
—Este es todo m¡ deseo.
Por más que siguió rogando el marido, nada alcanzó de su
mujer, que estaba por momentos más desesperada por su doble nariz, y apartando
a duras penas al perro y al gato que se querían abalanzar hacia ella.
Cuando a la noche siguiente se apareció el hada y le dijeron
cual era su último deseo, les dijo:
—Ya veis cuán ciegos y necios son los hombres creyendo que la satisfacción de sus deseos les ha de hacer felices. No está la felicidad en el cumplimiento de los deseos, sino que está en no tenerlos; que rico es el que posee, pero feliz el que nada desea.
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