Una Casa para el Señor Biswas,
por: V. S. Naipaul
(versión castellana de Flora Casas)
—Recuento y
breve comentario de textos representativos, por Fr. Nelson Medina, OP—
Mohun Biswas, periodista de Trinidad en la primera mitad del siglo XX, es el modesto protagonista de esta epopeya en tono menor; un hombre que es un pueblo —o muchos pueblos—.
Su existencia atormentada tiene demasiadas respuestas obvias y demasiadas preguntas hondas. Desde sus orígenes hinduistas hasta los vacíos de un estoicismo reseco, Naipaul sabe conducirnos por los sencillos vericuetos de una vida anodina y sin embargo noble a su manera, de modo que todo fluye con la extraña lógica de las olas del caribe: es natural y al mismo tiempo imprevisible, bello y devastador; enigmático y seductor.
Si a este panorama se añade el encuentro de diversas religiones y el despuntar de una Guerra Mundial (la segunda), ¿qué diremos, sino que un remolino de impresiones desfilan ante nuestros ojos aterrados ante lo simplemente cotidiano?
Para este comentario he seleccionado una serie de textos que estimo representativos del contenido de la obra, más que de su estilo literario como tal. Apenas añado palabras mías a las citas textuales.
Mi enfoque, pues, atiende en cierto modo a las "grandes cuestiones" que Naipaul esboza y que sin duda pertenecen a muchos pueblos, más allá de las costas de la isla de Trinidad.
El primer
drama de la vida es aquí la vida misma. Una vida que nunca termina de saberse
si es valiosa para alguien; si a alguien de veras le importa.
¡Qué terrible hubiera sido, en aquellos momentos, haber vivido sin siquiera haber intentado reclamar su parte de la tierra, haber vivido y muerto como había nacido, innecesario y desposeído! (p. 15)
El mundo no guardaba ningún testimonio del nacimiento y los primeros años del señor Biswas. (p. 45)
Había sitio para él en la Casa Hanuman s¡ se quedaba en ella. Si se marchaba, nadie le echaría en falta. (p. 297)
A falta de otro criterio de valor, el dinero puede servir.
A veces, mientras se vestía, hacía inventario de todas las cosas que se ponía, y pensaba, sorprendido, que su persona tenía un valor de ciento cincuenta dólares. Una vez montado en la bicicleta, tenía un valor de unos ciento ochenta. (p. 339)
O la apariencia.
Con el traje, la corbata, los zapatos relucientes y el Prefect, siempre pensaba que estaba tomándole el pelo a la gente. Allí, en aquella casa de Sikkim Street, tan deseable, tan inaccesible, el engaño le resultába especialmente doloroso. (p. 545)
O también el hecho de cargarse de responsabilidades.
Allí [en la Casa Hanuman], sin nadie que le reclamase, había reflexionado sobre la irrealidad de su vida, y había sentido deseos de dejar una marca en la pared como prueba de su existencia. Ya no necesitaba tal prueba. Se habían creado relaciones donde no existía ninguna; él se hallaba en el centro. En aquella misma irrealidad se encontraba la libertad. Se sentía sobrecargado, y fue en la Casa Hanuman donde intentó olvidar la sobrecarga: los niños, los muebles desperdigados, la oscura habitación de la casa de vecindad, y Shama, tan impotence como él y, algo que llevaba tiempo deseando, dependiente de él. (p. 515)
El paladar del alma queda sin un sabor definido a fin de cuentas.
Vivir siempre había significado una preparación, una espera. Y así habían transcurrido los años, y ya no había nada que esperar. (p. 568)
El punto de partida, desde luego, es el fatalismo hindú.
El padre de Bipti hablaba del Destino con frecuencia y con afecto, como si, por el simple hecho de sobrevivir, fuera especialmente afortunado. (p. 19)
Y la rebeldía es posible, como la libertad misma, pero insípida.
Cuando le venció el cansancio, el señor Biswas empezó a desear que acabase el día, que le aliviase de su libertad. (p. 66)
Su libertad había acabado, y había sido falsa. El pasado no podía olvidarse; nunca era fícticio: lo llevaba consigo. Si había algún lugar para él, era uno que ya había sido excavado por el tiempo, por todo lo que había vivido, por imperfecto, provisional y engañoso que fuera. (p. 309)
El señor Biswas se veía reflejado en muchos de sus héroes: era joven, pobre, e imaginaba estar luchando. Pero siempre llegaba un punto en el que desaparecía la semejanza. Los héroes tenían ambiciones rígidas y vivían en países en los que podían albergarse ambiciones, en los que las ambiciones tenían sentido. El no tenía ninguna ambición, y en aquella tierra de calor, aparte de abrir una tienda o comprar un autobús, ¿qué podía hacer? (p. 80)
Por eso, lo firme, lo seguro está siempre afuera, y es inapresable.
Contó las personas que había en la sala. Ocho. Tendría que esperar mucho tiempo. Lo más probable era que todos tuvieran cita; estaban correctamente enfermos. (p. 308)
Sólo hay seguridad en la pertenencia; mucho más que en cualquier pretensión del individuo.
Seguía en la Habitación Azul, sintiéndose seguro por ser sólo una parte de la Casa Hanuman, un organismo que poseía vida, fuerza y el poder de reconfortar, distinto de los individuos que la componían. (p. 295)
Le oprimía una sensación de pérdida: no de aquel momento, sino de algo pasado. Le habría gustado estar solo, para comulgar con aquel sentimiento; pero había poco tiempo, y siempre estaba la visión de Shama y los niños, excrecencias extrañas, afectos extraños, que se nutrían de él y le apartaban de aquella parte de sí mismo que seguía siendo puramente él, aquella parte que había estado sumergida durante largo tiempo y que estaba a punto de desaparecer. (p. 467)
Mas, ¿a qué pertenecer? ¿A qué mundo, si el mundo tiene sus propias reglas dolorosas y ridículas? Así le hablaba el jefe que más le ayudó en el periódico:
Que se enteren de las noticias por otros periódicos -decía-. Eso es justo lo que están haciendo. La única forma de conseguir lectores es escandalizarlos. Ponerlos furiosos. Asustarlos. Tráigame un buen susto y el trabajo es suyo. (p. 316)
Y de los demás, ¿qué?
Día tras día se topaba con personas tan destrozadas, tan apáticas, que se hubiera necesitado toda una vida para reconstruirlas. (p. 431)
¡Qué ridículas las atenciones que se prestaban los débiles entre sí frente a los fuertes! (p. 537)
Finalmente, la renuncia, el acto positivo de no hacer daño parece ser el único modo noble de hacer algo con la propia voluntad.
La casa se puso de luto por Hari; nadie tomó azúcar ni sal. Era uno de esos hombres que, a fuerza de una actitud negativa equivalente a la caridad, todos trataban con amabilidad. No había tomado parte en ninguna disputa; su bondad, al igual que su erudición, era una tradición familiar. Todos estaban acostumbrados a ver a Hari como el pandit que oficiaba en las ceremonias religiosas; todos estaban acostumbrados a recibir de sus manos los alimentos consagrados cada mañana. (p. 404)
En
Occidente todos estos "enredos" se abordan juiciosamente a través de
la razón; pero la razón misma no basta, porque ella, como todo en la vida
humana adquiere un lugar, sin llegar a reinar verdaderamente en el conjunto. La
razón tiene un nicho, no un trono.
Al cabo de poco tiempo empezó a aceptarse que el señor Biswas, como Hari, era demasiado incompetente y demasiado inteligence como para encomendarle las mismas tareas bajas que a los demás cuñados. Se le reservaba para las polémicas con los pandits en el salón. (p. 186)
Aunque en la obra no hay enemistad con ella, ni con la memoria.
Mientras la mente está sana, es misericordiosa. Y los recuerdos de la Casa Hanuman, The Chase, Green Vale, Shorthills, la casa de los Tulsi en Puerto España se convirtieron rápidamente en un revoltijo borroso; los acontecimientos quedaron resumidos, muchos olvidados. (p. 563)
De modo que, más adelante, muy lentamente, en épocas más seguras de diferentes tensiones, cuando los recuerdos habían perdido la capacidad de herir, con dolor o alegría, encajaban y devolvían el pasado. (p. 563)
Sin el auxilio de una razón "vigorosa", el mañana es una amenaza.
El futuro no era el día o la semana siguientes, ni siquiera el año siguiente, períodos de tiempo al alcance de su comprensión y que, por tanto, no infundían temor. El futuro que temía no podía concebirse en términos temporales. Era un hueco, un vacío como el de los sueños, en el que caía al cabo de dos días, a la semana siguience y al año siguiente. (p. 187)
Y no sólo para Biswas. Igual sentían sus compañeros de raza y religión.
Hablaban continuamente de volver a India, pero cuando surgía la oportunidad, muchos de ellos la rechazaban, temerosos de lo desconocido, temerosos de dejar la provisionalidad conocida. (p. 191)
La angustia ante el futuro se intenta conjurar con el saqueo.
Aunque rodeado de devastación, el señor Biswas siguió indiferente a todo. No pagaba alquiler; no gastaba nada en comida; ahorraba la mayor parte de su sueldo. Por primera vez tenía dinero, que aumentaba cada dos semanas. Se cerró en banda al comprender, encantado, que cada cual tenía que campar por sus respetos -le encantaba esa expresión-, continuó saqueando, disfrutando de la sensación de que en medio del caos él llevaba a cabo tranquilamente sus planes diabólicos. (p. 397)
Pero el saqueo es de mala ley. La alternativa saludable, la siempre amada y siempre aguardada, es una dosis alta de calidad. Es en el fondo lo que Biswas esperó siempre de una buena casa.
No había que añadir nada, nada era provisional; no había sorpresas como paredes de barro o ramas de árbol, ni formas secretas de hacer las cosas; todo fúncionaba como es debido. (p. 326)
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