ROMA E ISRAEL
(del 500 a.C. a la Era Cristiana)
Fr. Nelson Medina F., O.P.
Desde antes
del 300 a.C. Roma había iniciado un proceso de unificación de la península
itálica, bajo el principio de “asumir lo asumible” de las culturas conquistadas,
y no inmiscuirse en los asuntos puramente internos.
En el s. II
a.C. Roma había conseguido un enorme poder militar, venciendo incluso a
enemigos tan fuertes como Grecia y Cartago.
En su
interior, la social del Imperio fue conflictivo, y se presentaron intentos de
revolución, como el caso de los hermanos de apellido Graco, Tiberio y
Sempronio, quienes murieron ambas en la causa de emancipación, debido al poder
de la aristocracia.
La
situación política se centralizó en un triunvirato, después de las victorias de
Pompeyo por todo el mediterráneo, y de Julio César en las Galias.
Este 1er.
triunvirato lo formaban Pompeyo, Craso y César; cuando el segundo de ellos
murió, Pompeyo y César se enfrentaron en guerra civil, de la que salió vencedor
César y muerto Pompeyo.
El proyecto
de Julio César era ser dictador y soberano vitalicio del Imperio más poderoso
hasta entonces, pero fue asesinado en el año 44 a.C.
Entonces
fue tomado el poder por Marco Antonio, quien luego se vió forzado a pactar con César
Octavio, un hijo adoptivo de Julio César, y con Lépido, en un 2º triunvirato.
Por su
parte, Octavio eliminó a Sexto Pompeyo, un hijo de Pompeyo que quería oponerse
al triunvirato, y al mismo Lépido.
Finalmente, en la batalla de Actium venció a Marco Antonio que se había
aliado con Cleopatra. Así tomó posesión
de Egipto, y sus enemigos debieron suicidarse.
Fue así que
Octavio Augusto quedó de gobernante supremo sobre el Imperio, que prosperó
bastante en sus manos.
En el 586
a.C. fueron deportados a Babilonia los hebreos del reino de Judá, lo cual los
hizo unirse como pueblo-sin-tierra, y les abrió la esperanza en sólo Dios como
salvador.
Bajo el
reinado persa de Ciro se les concedió en 537 volver a su tierra e incluso
reconstruir el Templo, pero no todos volvieron, pues se sentía cómodos en su
cautiverio.
En 332
Alejandro Magno se adueñó de Palestina, pero esta primera etapa de la
injerencia griega fue pacífica.
Más de 100
años después el rey Antíoco IV quiso helenizar por completo a Palestina,
impidiendo el culto hebreo. Esto causó
la rebelión de los Macabeos cuya victoria fue reconocida en el 142.
En el 63,
Pompeyo se tomó Jerusalén, y en tiempos del nacimiento de Cristo, después de
algunas batallas este terreno era romano, bajo el mando del “rey” Herodes.
Paralelo a
este movimiento nacionalista apegado a la tierra, hay que notar el fenómeno de
la Diáspora, esto es, la dispersión de los judíos por pueblos incluso lejanos a
Jerusalén. Hubo muchas de estas comunidades judías, una de las cuales hizo en
Alejandría la conocida traducción “de los setenta” de la Biblia al hebreo.
Julio César
se burlaba y bromeaba con unos piratas que alguna vez lo secuestraron. Después de pagar su rescate él mismo los
atacó y mandó crucificar.
Jesús
predica el absurdo de amar a los enemigos y nunca se retractó de ello, ni
cuando era crucificado.
En ausencia
de Pompeyo, César fue hecho alcalde Roma.
En ese tiempo ofreció exhibiciones tipo Coliseo Romano que lo hicieron
popularísimo. Más tarde fue declarado Pontífex Maximus, i.e., jefe de la
religión del Estado.
Jesucristo
se ganó el afecto de las grandes masas de pobres judíos porque hacía milagros.
Aunque rechazó entonces ser proclamado rey, después admitió ante los ancianos
de Israel que él era el Hijo de Dios.
Se
considera a César como el más grande hombre de su tiempo. Pasó fundando
ciudades y organizando tribus en forma de municipios. A su muerte, las provincias romanas entendieron la urgencia de un
poder central, como el del emperador.
Jesús no
escribió ningún libro ni se ocupó de establecer una rígida doctrina o sistema
político. Ganó a sus adversarios sólo
después de su muerte, y de él sólo pudo decirse: “Pasó haciendo el bien a todos”.
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Transcrito
por Olga Gómez
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