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El Camino de una Palabra
Fr. Nelson Medina,
OP
Hace algo más de cuarenta años, el Papa Juan XXIII echó a rodar una palabra que cobró
inmensa importancia y que se convirtió en punto de referencia para la mayor
parte de la vida de la Iglesia durante el Concilio Vaticano II y después de él. Estoy hablando, desde luego, del aggiornamento.
El aggiornamento es la "puesta al día" de la Iglesia. Mas
será bueno dejar que hable quien convocó este Concilio, porque es interesante
ver la distancia entre la mente de Juan XXIII y los hechos que se sucedieron
después.
¿Qué era lo que
quería Juan XXIII?
Decía el Papa en la sesión inaugural del Concilio Vaticano II, el 11 de octubre de 1962 (Gaudet Mater Ecclesia,
n.5):
"El supremo interés del Concilio Ecuménico es que el sagrado depósito
de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado en forma cada vez más
eficaz. Doctrina, que comprende al hombre entero, compuesto de alma y cuerpo;
y que, a nosotros, peregrinos sobre esta tierra, nos manda dirigirnos hacia
la patria celestial. Esto demuestra cómo ha de ordenarse nuestra vida mortal
de suerte que cumplamos nuestros deberes de ciudadanos de la tierra y del
cielo, y así consigamos el fin establecido por Dios."
Y más adelante:
"Para que tal doctrina alcance a las múltiples estructuras de la
actividad humana, que atañen a los individuos, a las familias y a la vida
social, ante todo es necesario que la Iglesia no se aparte del sacro
patrimonio de la verdad, recibido de los padres; pero, al mismo tiempo, debe
mirar a lo presente, a las nuevas condiciones y formas de vida introducidas
en el mundo actual, que han abierto nuevos caminos para el apostolado
católico.
Por esta razón la Iglesia no ha asistido indiferente al admirable progreso de
los descubrimientos del ingenio humano, y nunca ha dejado de significar su
justa estimación: mas, aun siguiendo estos desarrollos, no deja de amonestar
a los hombres para que, por encima de las cosas sensibles, vuelvan sus ojos a
Dios, fuente de toda sabiduría y de toda belleza; y les recuerda que, así como
se les dijo 'poblad la tierra y dominadla' (Gén 1,28), nunca olviden que a
ellos mismos les fue dado el gravísimo precepto: 'Adorarás al Señor tu Dios y
a El sólo servirás" (Mt 4,10), no sea que suceda que la fascinadora
atracción de las cosas visibles impida el verdadero progreso."
Notemos que el Papa parte de un supuesto, que no es difícil confirmar en
otros escritos suyos: la Iglesia tiene una verdad que ofrecer al mundo. La
razón por la que habla de un Concilio que no tendrá que discernir cuestiones
de doctrina es porque el Papa siente que la doctrina está clara, y que lo que
hace falta es un corazón compasivo y avisado, a la vez, que sepa aprovechar
los adelantos en el orden de las comunicaciones para brindar al mundo de modo
nuevo la noticia siempre nueva de la fe que nos salva.
Por eso decía ya en la Constitución Apostólica Humanae Salutis, n. 6,
cuando promulgaba la realización del Concilio:
"Ante este doble espectáculo, la humanidad, sometida a un estado de
grave indigencia espiritual, y la Iglesia de Cristo, pletórica de vitalidad,
ya desde el comienzo de nuestro pontificado - al que subimos, a pesar de
nuestra indignidad, por designio de la divina Providencia - juzgamos que
formaba parte de nuestro deber apostólico el llamar la atención de todos
nuestros hijos para que, con su colaboración a la Iglesia, se capacite ésta
cada vez más para solucionar los problemas del hombre contemporáneo."
Tenemos aquí, no la mirada angustiada de un hombre que ve que el mundo se fue
delante y "el tren de la historia dejó a la Iglesia", sino un
pastor compasivo que sabe que la esencia del mensaje de salvación está a buen
recaudo en la Iglesia pero que esta Iglesia necesita aprender, por así
decirlo, el "lenguaje" del mundo, como acto de compasión
hacia el mundo.
Esto queda claro también en las palabras de apertura del Vaticano II, en la
misma Gaudet Mater Ecclesia, n.7:
"La Iglesia Católica, al elevar por medio de este Concilio Ecuménico
la antorcha de la verdad religiosa, quiere mostrarse madre amable de todos, benigna,
paciente, llena de misericordia y de bondad para con los hijos separados de
ella. Así como Pedro un día, al pobre que le pedía limosna, dice ahora ella
al género humano oprimido por tantas dificultades: 'No tengo oro ni plata,
pero te doy lo que tengo. En nombre de Jesús de Nazareth, levántate y anda'
(Hch 3,6). La Iglesia, pues, no ofrece riquezas caducas a los hombres de hoy,
ni les promete una felicidad sólo terrenal; los hace participantes de la
gracia divina que, elevando a los hombres a la dignidad de hijos de Dios, se
convierte en poderosísima tutela y ayuda para una vida más humana; abre la
fuente de su doctrina vivificadora que permite a los hombres, iluminados por
la luz de Cristo, comprender bien lo que son realmente, su excelsa dignidad,
su fin."
El tren de la
historia
Todo esto es bien interesante, porque luego ha habido muchos que, nombrándose
voceros del espíritu renovador de Juan XXIII, sí han presentado a la Iglesia
en jadeante y fatigosa carrera por alcanzar al mundo, como si fuera ella la
necesitada y el mundo su salvador.
Cosa que sucede no sólo a laicos o sacerdotes con aire de intelectuales: hace
tres años, los Señores Obispos de la Comisión Episcopal de Medios de Comunicación Social de España escribían que "nos
queda, sin embargo, todavía un largo camino por recorrer, si queremos estar a
la altura del momento y no perder el tren de la historia.".
Los más enfáticos, sin embargo, suelen ser los teólogos. Para la muestra, Juan J. Tamayo, en un Encuentro Internacional
para la Renovación de la Iglesia Católica, en Madrid, septiembre de 2002:
"Un Concilio sería una gran oportunidad para retomar el tren de la
historia e invertir la actual tendencia hacia la restauración eclesiástica
por la de la renovación. Para ello lo primero que hay que cambiar es el
escenario de celebración. Los dos últimos Concilios tuvieron lugar en Roma en
correspondencia con la centralidad del catolicismo romano en el mundo. Hoy,
sin embargo, el catolicismo tiene un rostro multicultural, multiétnico,
multirracial y multirreligioso. De ahí que el Vaticano no me parezca el lugar
más adecuado para el nuevo Concilio. Me inclino, más bien, por un lugar del
Tercer Mundo; América Latina, por ejemplo, que cuenta con un vigoroso
cristianismo profético expresado a través del compromiso de los cristianos y
cristianas comprometidos con las mayorías populares, el dinamismo de las
comunidades de base y la pujanza de la teología de la liberación."
¿Qué entendía Juan
XXIII por aggiornamento?
¿Compartiría Juan XXIII el punto de vista de Tamayo? El 13 de Noviembre de 1960, es decir, ya varios meses después
del primer anuncio, pero aun faltando mucho en el proceso de preparación, el
Papa Juan XXIII explicaba cuál era el sentido de la novedad del Concilio:
"Todo lo que habrá de hacer el nuevo Concilio Ecuménico se endereza a
restaurar en todo su esplendor las líneas simples y puras que el rostro de la
Iglesia de Cristo tuvo en su comienzo, y a presentar este rostro como su
Divino Fundador lo plasmó: sine macula et sine ruga. El camino de la Iglesia
a través de los siglos aun está lejos de aquel punto en que será llevada a la
triunfo eterno. Por ello, el objetivo más alto y noble del Concilio Ecuménico
(cuya preparación apenas empieza y por cuyo éxito el mundo entero está
orando) es hacer una pausa para estudiar con amor la historia de la Iglesia y
para tratar de redescubrir las trazas de su juventud llena de vida, y
reconstruirlas de modo que muestren su poder sobre las mentes modernas, que
son tentadas y engañadas por las falsas teorías del príncipe de este mundo,
el adversario, abierto o escondido del Hijo de Dios, el Redentor y Salvador."
Y en el mismo año de la inauguración, en su Carta Apostólica Oecumenicum Concilium, del 28 de abril de 1962, vuelve
sobre el mismo tema, aludiendo expresamente a la actualización o
“aggiornamento”:
"El esfuerzo de aggiornamento en la vida de la Iglesia, el conjunto
de las distintas leyes y disposiciones que serán adoptadas o reexaminadas en
las solemnes asambleas [del Concilio Vaticano II], sólo pretenden esto: que
Cristo sea conocido, amado, imitado, con generosidad siempre creciente. ‘Es
preciso que él reine’ (1 Cor 15,25): sólo él ha de ser la aspiración
constante de nuestra vida, hasta en las cosas más pequeñas; sólo como él
hemos de vivir, porque sólo él tiene ‘palabras de vida eterna’ (Jn 6,69). La
celebración del Concilio no tiene otro objetivo, ni tampoco la renovación
espiritual que, por la gracia divina, habrá de seguirle."
* Está claro, pues, que no se trata de perseguir al mundo, ni tampoco de
mendigar del mundo lo que sólo Cristo, el Cristo de la Pascua, puede dar a la
Iglesia, según aquello de 2 Pe 1,3: "su divino poder nos ha concedido
todo cuanto concierne a la vida y a la piedad, mediante el verdadero
conocimiento de aquel que nos llamó por su gloria y excelencia."
* Ahora bien, este mundo tiene también sus bienes, y no puede en justicia ser
condenado en bloque, ni presentado sólo bajo aspecto de su indigencia o su
maldad. La Iglesia ha de aprender, más que de él, de Dios Creador que ha
dejado semillas de bondad por doquier, según el criterio de San Pablo: "todo
lo que es verdadero, todo lo digno, todo lo justo, todo lo puro, todo lo
amable, todo lo honorable, si hay alguna virtud o algo que merece elogio, en
esto meditad. Lo que también habéis aprendido y recibido y oído y visto en
mí, esto practicad, y el Dios de paz estará con vosotros." (Flp
4,8-9)
* Por último, queda claro también que la Iglesia, en la mente de Juan XXIII,
se siente abundar en una vida que no merece pero que realmente posee, la vida
de la gracia, y que es su derecho y su deber, en razón de misericordia,
ofrecer esa vida al mundo que la necesita, según escribió Pablo: "puesto
que tenemos este ministerio, según hemos recibido misericordia, no
desfallecemos; sino que hemos renunciado a lo oculto y vergonzoso, no andando
con astucia, ni adulterando la palabra de Dios, sino que, mediante la
manifestación de la verdad, nos recomendamos a la conciencia de todo hombre
en la presencia de Dios." (2 Cor 4,1-2)
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