Notas
sobre el Planteamiento
Filosófico de Jean-Paul Sartre
Josef Pieper
1. Definición sartreana de «existencialismo»
3. Involuntaria «prueba de la existencia de Dios»
Ciertamente tiene razón Sartre en su observación
(escrita ya en 1946) cuando dice que la palabra «existencialismo» se ha puesto en
relación hoy con tan diversos hechos, que ya no dice nada, rien de tout.
Sin embargo, en sus propios escritos se encuentran no pocas y exactas
respuestas, que no plantean duda alguna sobre qué entiende él mismo por
«existencialismo». Esas respuestas no son fáciles, ciertamente, de reducir a un
denominador común, pero se encuentran entre sí en una clara relación y la una
interpreta a la otra y la hace comprensible. Quisiera citar tres de estas
«definiciones» de existencialismo.
Primera: «El existencialismo no es otra cosa que el
intento de sacar todas las consecuencias de una posición unitariamente atea».
Ateísmo: ése es de hecho el punto de partida de Sartre, que él presupone sin
aducir la más mínima argumentación.
Segunda: «No hay naturaleza humana... El hombre no es
otra cosa que lo que él mismo hace de sí. Ese es el primer principio del
existencialismo». Continuamente mantiene Sartre esta posición: «Es un hecho
que... no hay naturaleza humana alguna en la que pudiera apoyarme». Y en la
discusión con un colega, que mantiene una posición distinta en diversos
aspectos, le merece estima constatar: «Somos de la misma opinión en el punto
siguiente: no hay naturaleza humana».
Tercera: «La filosofía existencialista es, sobre todo,
una filosofía que afirma: la existencia precede a la esencia». Sartre, es
cierto, diferencia «dos clases de existencialistas»: los cristianos y los
ateos, pero ambos, dice, tienen una cosa en común: la convicción de que la
existencia precede a la esencia. Aunque sea ésta una afirmación muy
problemática por lo que hace a los «existencialistas cristianos», entre los que
él cita a Gabriel Marcel y Karl Jaspers, no cabe duda alguna sobre qué quiere
afirmar él aquí.
Esa tercera caracterización me parece que es la
fundamental, dejando incluso de lado que explica clarísimamente la denominación
«existencialismo». Además, es la primera interpretación dada por Sartre. De ese
principio habló por vez primera durante la segunda guerra mundial, en una
entrevista bastante desconocida, en el semanario comunista «Action», contenida
en la edición del 29 de diciembre de 1944: «¿Ha definido usted alguna vez a sus
lectores el existencialismo? Eso es muy sencillo.» Un año más tarde intenta de
nuevo Sartre hacer una caracterización general en una conferencia publicada en
1946, y de nuevo se dice que la doctrina existencialista, aunque destinada
expresamente a expertos y filósofos, «es fácil de definir».
Cierto que se ha dicho de esa conferencia, sobre todo
por parte de la historia de la filosofía, que no hay que tomársela en serio, ya
que es muy superficial y muy periodística. Pero yo diría más bien, por el
contrario, que esa autointerpretación, no especializada, espontánea y no bien
valorada es mucho más interesante y enseña mucho más que un tratado cargado de todo
el arsenal de conceptos técnicos y vocabulario de especialistas.
Por tanto, la existencia precede a la esencia. ¿Qué
quiere decirse con eso?
Los sustantivos decisivos existence y essence
tienen también para Sartre el significado clásico tradicional, lo que, por lo
demás, le ha valido la censura de que se encuentre todavía situado en la
doctrina tradicional sobre el ser. Por essence entiende Sartre el conjunto
constante, la «comunidad» de determinadas propiedades, «el conjunto de
cualidades mediante las que es posible una definición». Esto suena no muy
distinto a la afirmación de la Summa Theologica de Tomás de Aquino: Essentia
proprie est id quod significatur per definitionem. ¿Y qué significa
«existencia»? Sartre responde: presencia efectiva en el mundo, la presencia
ante mí. Nuevamente estamos ante una definición tradicional y totalmente
plausible, por lo demás.
Pero ni una cosa ni otra dicen algo sobre el modo y
manera cómo Sartre relaciona entre sí ambos conceptos essence y existence.
Es precisamente su intención declarada, no sólo ponerse en contradicción con la
concepción tradicional, sino invertirla. Expresamente, empieza por interpretar
detalladamente la concepción tradicional, para luego, por contraste, poner en
claro su propia tesis. Por supuesto, ha de preguntarse si aquella
interpretación es acertada. Sartre habla de la vision technique du monde,
bajo la que entiende la convicción de que el hombre y el mundo han sido creados
por Dios. Y añade que esa «visión técnica» implica, en contraposición a su
propia tesis, la idea de que la esencia precede a la existencia.
Como ya es sabido, Sartre introduce como ejemplo de
todo esto la fabricación de una plegadera o un abrecartas: el artesano sabe de
antemano qué es lo que intenta hacer; sabe «qué» es un abrecartas; conoce aquel
conjunto de propiedades; en una palabra, conoce la essence de un
abrecartas, y, por tanto, la esencia de la plegadera precede a su existencia.
Pero, ¿es precisamente la esencia lo que allí se da de antemano? ¿No es más
bien el proyecto en el espíritu del constructor, el plan, el plano, la muestra,
el modelo?
Realmente, no hay en sentido estricto ni una
existencia que preceda a la esencia, ni, por el contrario, una esencia que
preceda a la existencia; la existencia separada de la esencia es tan impensable
como la esencia separada de la existencia. En cualquier caso es cierto que
existe una estrecha y decisiva vinculación entre la esencia, de una parte, y el
proyecto, plan, plano, muestra, modelo, de otra. Y quien conoce el proyecto de
una cosa, conoce con ello precisamente la esencia, su naturaleza, realmente es
sólo él quien conoce plenamente la esencia y naturaleza.
En opinión de Sartre, por tanto, la visión religiosa
tradicional, que él denomina vision technique du monde, se basa en la
idea (o se identifica totalmente con ella) de que existe un artesano divino
que, análogamente al fabricante de un abrecartas, da al hombre y al mundo su
esencia. Realmente, Sartre no habla ya, a partir de este momento, apenas del
mundo, sino sólo del hombre; lo que exclusivamente le interesa es el hombre.
Se podría aquí, de paso, formular la pregunta de si
esa idea de la creación no yerra en el punto decisivo. Pues el acto de la
creación es, en verdad, un acto que confiere la esencia; pero, ¿no se trata más
bien de un acto mediante el que las cosas creadas obtienen la existencia? ¿No
significa crear un poner en existencia? Para ese acto, por lo demás, no hay
analogía humana imaginable alguna. Pero, como ya dije, Sartre utiliza la que él
llama «visión técnica» sólo como telón de fondo, frente al que intenta levantar
su propia tesis y hacerla diáfana. La propia tesis, que es lo único que le
interesa, dice así: puesto que no hay una previa esencia del hombre proyectada
y concebida, pensada por un artesano divino, que se la hubiera comunicado, se
sigue de ahí que, en el caso del hombre, la existencia precede a la esencia.
Si es correcta esta conclusión desde un punto de vista
puramente lógico; si no se confunde la proposición «contraria» con la
«contradictoria» (como si alguien concluyera: esto no es negro, luego es
blanco); si, más bien, la única conclusión legítima a partir de las premisas
sartreanas debería decir: no hay esencia que preceda a la existencia humana;
todo eso son cuestiones válidas, pero de las que vamos a prescindir en este
momento.
A nosotros nos interesa, sobre todo, cómo Sartre
entiende e interpreta, en su contenido, su problemática conclusión. Hay de
hecho varias autointerpretaciones; por lo menos, tres. Primera interpretación:
«¿Qué significa aquí el principio de que la existencia precede a la esencia?
Significa que el hombre, primero, «existe» y «sólo después se define»; «el
hombre se define a sí mismo progresivamente». Segunda interpretación: «El
hombre no es definible»; la definición del hombre «permanece siempre abierta»,
Tercera interpretación: «No hay naturaleza humana alguna».
No veo la menor dificultad que me impidiera aprobar la
primera y segunda interpretación. Sartre aquí, pienso, tiene razón frente a
toda especie de falsa interpretación racionalista del hombre y del mundo, en la
que no sólo se ignore el hecho de la evolución, sino también la diferencia
decisiva que separa a las cosas artificiales, proyectadas y producidas por el
hombre, de las, digamos con precaución, cosas no artificiales, cuyo proyecto no
ha pensado el hombre y cuya «esencia» le es, por esa misma razón, mucho menos
conocida que la de las cosas artificiales.
En este punto, por tanto, se puede compartir
totalmente la opinión de Sartre: el hombre no se deja definir de una vez por
todas. Yo diría incluso: ni una sola res naturalis, ni una cosa no
artificial puede definirse en sentido estricto, y sencillamente, porque no
podemos conocer el proyecto, la muestra, la imagen originaria de ellas. Esa
opinión no tiene nada que ver con el «agnosticismo». No es poco, por lo demás,
lo que sabemos, tanto del hombre como del mundo natural. Pero lo que no está a
nuestro alcance es solamente la definición que capte de forma plena. Con
palabras de Sartre: la definición del hombre «permanece siempre abierta».
Pero, ¿qué tiene que ver todo eso con la tercera y,
claramente, decisiva interpretación, mediante la que Sartre aclara su tesis de
partida y que dice que no hay naturaleza humana alguna? Algo es por demás claro:
esa interpretación remite al ateísmo de Sartre, a partir del que, con intención
ilustrada, quiere sacar las más extremas consecuencias. La formulación completa
dice así: «No hay naturaleza humana porque no hay Dios para concebirla». A la
pregunta, que inmediatamente se impone, de qué sea en definitiva el hombre, si
no hay realmente naturaleza humana, responde Sartre totalmente consecuente: «En
el principio es absolutamente nada» ¿Y después? Después «no es otra cosa sino
lo que ha hecho de sí mismo». El hombre se descubre y se hace a sí mismo, sin
proyecto alguno previo. Eso es precisamente lo que, en la terminología de
Sartre, se denomina libertad.
Ese concepto ha perdido, sin embargo, todos aquellos
ecos triunfalistas que poseyó en el siglo XVIII; tuvo que perderlos
necesariamente porque libertad no sólo significa que no hay vínculo ni
limitación algunos, sino expresamente también que no hay ninguna posibilidad de
orientarse, ni «una ayuda» de algún tipo, ni algo así como un punto de
referencia. Sartre mismo dice reiteradamente: «No hay señales en el mundo»; «el
hombre está solo, pues no se le presenta posibilidad alguna de apoyarse en
algo, ni fuera ni dentro de sí mismo»; «el existencialismo no quiere pensar más
que el hombre pueda encontrar ayuda en un signo dado en algún punto del mundo
para orientar-se por él». Se trata de aquella conocida especie de libertad a la
que se está «condenado».
Y también los demás conceptos, que se han hecho ya
famosos, de la filosofía sartreana de la vida tienen aquí su raíz: «Abandono» (délaissement):
«Estamos solos, sin remedio»; «el abandono significa que nosotros mismos
escogemos lo que somos». Angustia: «El abandono se presenta aquí justamente con
la angustia». Desesperación: «Esa expresión tiene un significado extremadamente
sencillo; quiere decir que nos limitamos a abandonarnos a lo que depende de
nuestra voluntad». Absurdo del mundo y de la existencia humana: «Decir que
nosotros mismos creamos los valores no significa sino que la vida no tiene
ningún sentido a priori».
La radicalidad de este pensamiento, que es de admirar,
nos obliga, me parece, a repensar por nuestra parte algunas ideas fundamentales
de nuestra propia tradición. Sobre todo, la vinculación interna entre los
conceptos «creaturidad» y «naturaleza»; más exactamente, la cuestión de si «por
naturaleza» no significará, siempre y necesariamente, tanto como «en razón de
ser creados». Sartre polemiza con razón contra los filósofos del siglo XVIII,
que, sin renunciar a hablar de Dios o incluso del carácter creado de las cosas
y del hombre, sin embargo, como si nada de esto contase, siguieron hablando de
«naturaleza» del hombre y de «esencia» de las cosas. La objeción de Sartre
quiere decir claramente: no se puede hablar legítimamente de una «naturaleza
humana», a no ser que se reconozca que hay un Dios, que la ha pensado y
proyectado creadoramente. Lo que aquí estamos obligados a repensar y a
redescubrir no es otra cosa que la oculta relación que el concepto de
«proyecto», de muestra, de modelo, de la, como dijo el maestro Eckhart, «imagen
previa», de una parte, tiene con el concepto de naturaleza, de esencia, de otra
parte. Puede presumirse que la tesis de Sartre es totalmente cierta: donde no
hay proyecto (ni proyectista), no hay esencia, ni naturaleza. En Tomás de
Aquino, en la Summa Theologica, hay una frase que viene a decir lo
mismo: «Por el hecho de que la criatura tiene una esencia modificada y
limitada, se muestra que proviene de un determinado principio». ¿No podría
formularse también así: no hay naturaleza humana a no ser que haya creador que
la pudiera proyectar (o mejor: que la proyectó de hecho)? Esta convicción
fundamentalmente es participada, sorprendentemente, por ambos: Jean-Paul Sartre
y Tomás de Aquino. Y de la misma relación conceptual entre la «naturaleza» del
hombre y su ser creado, su creaturidad, se trata en última instancia también en
no pocas discusiones, hoy suscitadas; como, por ejemplo, en la discusión sobre
el «derecho natural» o la ley moral «natural», pero también sobre escatología y
futuro, sobre la esperanza y sobre la evolución.
En la actual autointerpretación de la teología
cristiana hay una inclinación, un trend, por decirlo así, a afirmar que
ser cristiano no significa sino estar abierto al futuro (citando así casi textualmente
a Rudolf Bultmann), o a decir que toda la teología cristiana no es sino
escatología, y la esperanza, la única virtud de los cristianos. En un sentido
determinado, limitado, puede ser todo esto legítimo y defendible; puede
entenderse además como una necesaria reacción contra la primacía del
racionalismo y tradicionalismo. Sin embargo, encuentro que es un síntoma
alarmante que un marxista existencialista, muy representativo y participante en
primera línea en las discusiones cristiano-marxistas de los últimos años
(Marienbad, Salzburgo), Roger Garaudy, que obviamente ha estudiado con enorme
detenimiento los escritos de algunos teólogos «progresistas», pueda llegar a la
conclusión de que, conforme a la «nueva» teología cristiana, el sentido de la existencia
humana consiste en liberarse de la propia naturaleza y del propio pasado, a fin
de estar libre para adoptar las propias decisiones. Y Garaudy no encuentra
dificultad alguna, desde su propio punto de vista, para estar de acuerdo con
esta línea.
Si yo fuera un teólogo cristiano y me encontrara
interpretado de este modo, consideraría esta coincidencia con profunda
desconfianza, y me sentiría obligado a repensar y revisar mis propias
formulaciones.
De hecho, la coincidencia no es sólo aparente. Se da allí
una base común: el desinterés más o menos expreso por lo que el hombre es «por
creación», bien sea la causa de ello la negación general de la creación del
hombre o la suposición de que la naturaleza humana se ha corrompido totalmente
(por el pecado original), lo que implica a su vez, me parece, una concepción
muy problemática de la creación y del ser creado. Sin embargo, es algo
inquietante que ateísmo y supranaturalismo se encuentren entre sí en una
conclusión común.
Y precisamente ésta podría y debería ser la ocasión
para reflexionar de nuevo sobre la relación entre el concepto de «naturaleza»
(sobre todo, «naturaleza del hombre») y el de creaturidad.
En tal contexto habría que considerar también el
problema de una «nueva» moral o más bien el problema de si se puede hablar de
«nueva» moral. También en la «vieja» moral (con la que no se alude al simple
origen de hecho de lo que debe o no hacerse, sino a las grandes concepciones
fundamentadoras de normas que se encuentran en la gran tradición), incluso en
la, en tal sentido, doctrina moral tradicional del cristianismo, se ha
reservado siempre un lugar a la «creatividad», a la respuesta «nueva» a
cuestiones imprevisibles, incluso un lugar para el «invento» (del que tan
frecuentemente habla Sartre).
Quizá, en relación con todo ello, haya que redescubrir
algo. Pienso sobre todo en el rango reservado, por ejemplo, a la prudencia por
Tomás de Aquino; se ha hablado, pienso que no sin razón, de una «supresión» de
esa parte en la teología moral de los últimos siglos. Pero, naturalmente, no
tiene que ser el «invento» (en el sentido de recomenzar desde un punto cero),
como lo es en Sartre, un concepto fundamental de la ética cristiana.
Significa más bien que la moralidad humana tiene el
carácter de «continuación», de prosecución de algo que ha empezado ya y está en
marcha. Y eso ya comenzado es lo que desde siempre somos y tenemos «por
naturaleza», esto es, «por creación».
No es, por demás, mera casualidad que la pregunta por la
«naturaleza del hombre» se hace acuciante tan pronto como, por ejemplo, se
habla de «control de natalidad». Y la vacilación y reserva de la Iglesia
católica, ampliamente incomprendidas, no tienen sin duda su razón de ser en un
«concepto de naturaleza limitado a lo biológico» (como en la discusión se ha
dicho alguna vez), sino en otra cosa muy distinta: en la profunda y responsable
seriedad con que se reflexiona sobre el carácter propio del hombre como ser
creado por Dios. [...]
Naturalmente, estoy muy lejos de conocer algo así como
una fórmula mágica en virtud de la cual pudieran resolverse todos esos
problemas. Antes bien, veo con claridad que el concepto «naturaleza humana»,
que nunca puede ser definitivamente comprendido, ha de ser repensado de nuevo.
Pero estoy también convencido de que al hombre amenaza
tanto la desnaturalización como la deshumanización, desde el momento en que no
se entiende ya la «naturaleza humana» como algo creado, como algo proyectado y
llamado a la existencia por un espíritu creador, que está absolutamente por
encima del hombre. Y considerado bajo ese punto de vista representa, me parece,
el ejemplo previsor de Jean-Paul Sartre una posición clave, sumamente
característica.
Para concluir, dos observaciones más sobre lo que
Sartre llamaría posiblemente involuntaria «prueba de la existencia de Dios».
Como todos saben, su punto de partida es un ateísmo muy radical, que es más
asunto de fe que resultado de argumentación racional. De otra parte, el
pensamiento de Sartre está determinado por una experiencia especialmente
poderosa de la no necesidad del mundo, pero sobre todo del hombre mismo.
Antoine Roquentin está allí, sentado en su banco en el parque público, a «las
seis de la tarde», y de repente ve con claridad, qué fortuito, qué
«contingente», él mismo y lo mismo todas las cosas en torno a él: «Eramos un
montón de existentes, avergonzados...; ni el uno ni los demás tenían el mínimo
motivo de estar allí». «Lo esencial es lo fortuito; la existencia es, por
definición, lo no necesario. Existir significa simplemente: estar ahí. Lo que
existe es algo con lo que uno se encuentra, pero no se deja nunca deducir.
«Todo existente ha nacido sin motivo, vive por debilidad y muere por
casualidad».
La última formulación muestra ya que en todo esto no
se piensa como en una constatación teóricamente neutra de la contingencia
fáctica del mundo y del hombre. Antes bien, la contingencia ha de denunciarse y
desenmascararse como algo absurdo. «Todo es absurdo: el parque, la ciudad, yo
mismo. Si te percatas de ello, se te revuelve el estómago y todo empieza a
flotar: ahí está la náusea». «Ese monstruo está aquí, que afectaba al lugar, a
ese parque, a los árboles, viscoso, pringándolo todo, una mermelada espesa. Y
en medio de todo esto: yo... Tuve miedo, pero sobre todo me irrité. Encontraba
todo tan estúpido, tan fuera de lugar; odiaba esa vulgar mermelada... Sentí una
ira impotente contra ese ser absurdo y grasiento». «Había aprendido todo lo que
puede experimentarse sobre la existencia. Marché, volví a mi hotel y me puse a
escribir».
Ahora me pregunto: ¿No es eso exactamente lo mismo que
se afirma en el viejo argumento a favor de la existencia de Dios, que todavía
en la filosofía de la religión de Hegel se denomina argumentum e
contingentia mundi: que el mundo, dada su evidente contingencia,
dada su fundamental no necesidad, sería de hecho absurdo, a no ser que hubiera
un ser absoluto, necesario, que lo sostuviera?
Sartre quizá respondería a esto: ¿Por qué no ha de
darse un mundo sencillamente absurdo? ¿Por qué ha de excluirse que la realidad
y la existencia humana sean de hecho absurdas? «Es absurdo que hayamos nacido;
es absurdo que muramos».
Mi respuesta a todo esto tendría dos partes. Primera:
Ningún hombre en el mundo, ni el mismo Sartre, es capaz de llevar hasta el
final, con toda consecuencia, esa idea de lo absurdo de todo lo que es y
ocurre. ¿Cómo podría, si no, hablarse, como Sartre hace, de libertad, de
justicia, de responsabilidad, etc.? Segunda: Si alguien quisiera, a pesar de
todo, seguir manteniendo que todo en el mundo es realmente absurdo, no habría eo
ipso motivo para nada, pues motivo es tanto como ratio, raison,
reason. En ese caso habría de percatarse claramente de que ya nada puede
«fundamentarse». Ni siquiera la no existencia de Dios.