La Crítica de la Razón
como posibilidad de una fe adulta

Fr. Nelson Medina, O.P.

 

1. Por qué pareció imposible optar antes de pensar

2. Un error sumamente fecundo

3. La fe como presupuesto para pensar

4. Las nuevas coordenadas de la confesionalidad

 

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1. Por qué pareció imposible optar antes de pensar

El ideal de la razón, en Occidente, puede resumirse en objetividad y claridad, análisis y totalidad. La objetividad implica o pretende una distancia, y en ese sentido se contradistingue de la opción. Optar es acercarse, y por eso la razón moderna, como diosa celosa, ha desconfiado de toda opción previa o paralela al uso consecuente y exclusivo de ella misma.

Con otras palabras: ser razonable ha parecido incompatible con ser creyente. Creer es optar antes de, o por lo menos sin, la construcción que la razón alcanza con su propia claridad. Según esto, no se puede ser un interlocutor racional desde una postura confesional.

Semejante conclusión cobra toda su fuerza allí donde la sociedad espera que la construcción racional sea más compacta y extensa, esto es, con mayor unidad interior y cohesión de discurso exterior. Hablamos de la universidad, que, desde su mismo nombre, alude a un "todo" comprendido y comprehendido.

Así pues, videtur quod... parece que es imposible una cátedra confesional, y mucho menos una universidad confesional.

Frente a esta conclusión, inexpugnable en su propia lógica, poco puede hacerse, a menos que se revisen los presupuestos que han servido de punto de partida. Con todo, en una especie de ironía de la historia, han sido los paraísos de la razón quienes han ayudado a destronar a su señora.

Pues, si es verdad que las críticas externas poco han logrado contra el racionalismo, aparte de levantar más los muros del prejuicio y el mutuo desprecio, también es cierto que la crítica de la razón, diríamos "desde sí misma", ha mostrado límites que permiten, hoy mejor que nunca, abordar la "aconfesionalidad" metodológica como un mito del que conviene empezar a despedirse.

El hecho es que el mismo recurso que arrumó en calidad de "fábulas" a todas las creencias anteriores o paralelas a la razón, hoy nos invita a desconfiar de esa nueva mitología, la que supone un saber aséptico, impersonal, autocontenido y totalizante.

Es ilustrativo repasar un poco cómo se llegó a tal crítica racional del razonar y de la razón.

2. Un error sumamente fecundo

La cosa empezó cuando los frutos más preciados de la razón, aquellos de la naciente físico-matemática, obligaron a plantearse la cuestión de la distancia entre la razón humana y su propio quehacer. Fue Kant, a la sazón, quien abordó semejante problema, aunque los términos en que lo propuso no revelaban de inmediato su contexto. Debemos a Popper el desvelamiento de la génesis de la pregunta kantiana por los juicios sintéticos a priori.

En efecto, esta pregunta no era para Kant un interrogante abierto a cualquier respuesta sino algo que él consideraba ya cumplido en el espectacular acierto de Isaac Newton, que pudo elaborar un constructo racional coherente en sí mismo, en cuanto sistema matemático, anterior a la experiencia (y que por ello es a priori), que sin embargo dice algo sobre el mundo más allá del análisis de su propio contenido semántico (y que por ello es sintético).

La obra cumbre de Newton, los Principia Mathematica, era, ante los ojos ilustrados del filósofo de Königsberg, la demostración de la riqueza y las posibilidades de aquello que la razón "pura" —esto es, antes del conocimiento del mundo— podía alcanzar. La apuesta de Kant, entonces, a favor de los juicios sintéticos a priori, lo mismo que su monolítica confianza en un sistema de categorías mentales, no nacieron "a priori", paradójicamente, sino "a posteriori", a saber, después de ver el gran triunfo de la razón que, desde sí misma, podía enseñorearse no sólo de la tierra sino incluso de los astros lejanísimos.

Esta explicación sobre el origen de la gran pregunta kantiana nos ayuda a entender también los términos de la crítica que de allí se siguió al quehacer racional. Para Kant era obvio que Newton había alcanzado un resultado tan verdadero como definitivo, y precisamente por su carácter de "definitivo" podía servir de indicación en la búsqueda de las estructuras mentales anteriores a la experiencia que habían servido para conseguir tan brillante logro. No es lo único que participa de la inmovilidad de lo eterno, según el pensamiento del filósofo alemán. Es sabido que para él la lógica poco o nada había avanzado después del genial planteamiento de Aristóteles.

De estos resultados "inmóviles" y "definitivos" casi nada queda en el concepto mismo de ciencia que hoy nos resulta común. Newton ha sido mejorado por Einstein y Aristóteles aprendería con gusto muchas cosas nuevas en la lógica matemática o las lógicas no discretas.

No recordamos estos hechos como simples errores de un pensador genial sino como hitos importantes en la comprensión del hecho mismo de razonar. Kant quería "poner orden" en la actividad racional por excelencia, es decir, según su criterio, la filosofía, de modo que, así como se veía despegar a la ciencia con vigor sostenido hacia las alturas de los astros y la gravitación universal, así también el pensar mismo pudiera encontrar por fin su camino propio, a partir de sus estructuras más básicas e inconmovibles. Pero resulta que eso básico e inconmovible recibía su fuerza de una constatación que a Kant le pareció indubitable pero que no resultó tal. Es decir: el problema quedó planteado con acierto pero la respuesta no fue acertada.

3. La fe como presupuesto para pensar

Descubramos el punto: la razón pide credenciales a todo conocimiento, se erige como árbitro de toda discusión y declara que tiene la distancia "objetiva" necesaria y suficiente para elevarse como señora, si no es como diosa. Pero cuando se le pregunta por su propia constitución y la razón de su autoridad, un primer intento, notable pero fallido, nos deja perplejos.

La brecha abierta por Kant —digámoslo con valor, aun a riesgo de simplificar demasiado los hechos—, no ha podido ser del todo sanada. ¿Cuál es el método que permite llegar a la razón antes de que ella misma nos informe del mundo? ¿Existe de hecho tal método? Hegel acude a una especie de ley dialéctica de carácter necesario, en la que unos mismos ritmos permiten hablar de la historia, la estética, la lógica y la ontología. Husserl, por mencionar sólo a otro gigante, decide nada menos que refundar el saber de Occidente sobre las bases de un conocimiento anterior a la díada trágica sujeto-objeto y establece la fenomenología. ¿Está resuelto el problema? Husserl creía que Hegel no lo había conseguido; Heidegger y con él una buena parte de los pensadores del siglo XX creen que a Husserl se le escapó algo esencial...

Y bien, ¿es esa la razón robusta, fiable y venerable que va a juzgar de todo otro conocer en la raza humana? ¡Si ni siquiera sabemos si hay una razón!

Por ahora quedémonos con ese resultado "negativo" para volver a los planteamientos iniciales. Razonar y optar parecían incompatibles desde la presuposición de completa objetividad de la razón. Pero una razón así separada (y sólo podía ser objetiva tomando distancia) resultó incapaz de explicar la fuente de su propia verdad y de revelar el principio de su propia claridad.

O dicho de un modo más drástico: para aceptar semejante autoridad de la razón hay que hacer un gran acto de fe. No se ve entonces por qué quienes hacen esta opción, a la que en justicia habría que llamar "racionalista", luego quedan autorizados para prohibir otras opciones posibles. Si el racionalismo es una fe —con un extenso credo, además— el diálogo fe-razón es en realidad un diálogo fe-fe, o mejor, un diálogo al interior de la indigencia y a la vez grandeza de la inteligencia humana, que en sus calados más íntimos se roza con el misterio. En tal profundidad, de otra parte inexorable para quien quiera llegar hasta el fondo en su preguntar, la fe no es otra cosa sino un presupuesto para pensar.

4. Las nuevas coordenadas de la confesionalidad

Toda simplificación tiene algo de injusticia y todo resumen algo de engaño.  En los planteamientos precedentes hay, pues, algo de injusto y algo de engañoso. Pero estimo que sus grandes trazos tiene algo que decirnos. Podemos decir que la objetividad "ingenua", esa que suponía un sujeto cognoscente desapasionado, siempre igual a sí mismo, penetrante y sereno, capaz de atraparlo todo en palabras... esa objetividad sencillamente ha muerto.

Lo cual, desde luego, no significa, sin más, el retroceso al mundo del mito, el animismo o el dogmatismo cerril. El mundo no ha quedado como si nada hubiera sucedido y nada será igual después de la crítica de la razón a todo, incluida la propia racionalidad.

Hemos aprendido, sí, que la razón crítica no es la primera palabra en el discurso racional. Hay un "relato" primero, un algo anterior a la razón pero no contrario a ella ni analizable por ella, que es el "desde dónde" de su primordial preguntar. Ese desde dónde hace posible el enunciado de aquello que luego se convierte en la pregunta madre o raíz del discurso propio de la "filosofía primera" y de las correspondientes "filosofías segundas".

En el relato primero coexisten las grandísimas y generalísimas asunciones que preparan toda la actividad de la inteligencia, tales como la estabilidad del ser y la constancia de la capacidad racional humana; algún grado de transparencia en el lenguaje, y otras cosas básicas, probablemente no categorizadas ni pronunciadas aún.

A ese relato se accede propiamente a través de la experiencia vivida, única capaz de crear un "contexto" para el "texto" de la razón. La razón, de hecho, obra haciendo un "texto" en diálogo con el "con-texto".

Como el acervo de experiencias vividas es compartido hasta un cierto punto por un conjunto de contemporáneos, cabe hablar de un horizonte de comprensión relativamente común, en el cual se propagan meméticamente algunas preguntas más o menos articuladas. Al núcleo más definible de esas preguntas se le suele llamar una problemática, atmósfera que determina qué "viene al caso" en la correspondiente altura de la historia. Con estos términos podemos ofrecer un resumen aproximado de lo más admitido en la hermenéutica de la segunda mitad del siglo XX.

Una educación confesional, pues, —o, en general, una presencia confesional fuera del ámbito privado—, no ha de consistir entonces en un retroceso al mundo precientífico, al modo de una secta iniciática, ni puede hacer pares con el fundamentalismo huraño que en todo ve enemigos; pero tampoco puede constituirse en tardío gueto de positivismos superados al interior de la ciencia misma. Por cierto, estas son todas opciones que, un poco para desgracia suya, ha tomado la Iglesia Católica, desde la "derecha" hasta la "izquierda".

No es fácil encontrar el huidizo punto medio, pero es menester buscarlo sin recetas, sin complejos, sin descanso.

Está cerca de la sensatez que permite reconocer la validez de las propias experiencias fundantes, sin erigirlas, en cuanto experiencias, en única verdad posible. Y, sin embargo, cerca también —paradójicamente— de la pretensión, en cuanto contenido, de aproximación válida a la verdad única que todos buscamos.

En efecto, así como no es posible el diálogo sin apertura, tampoco lo es sin alguna certeza innegociable. Y quien diga que en nada es dogmático tiene dos posibilidades: admitir que los demás no deben ser como él, o presionar, en contra de sí mismo, para que todos piensen lo mismo del método que pregona. Además, es simplemente honesto reconocer que uno no está dispuesto a negociarlo todo.

Aparece así el rostro, insondable pero no ambiguo, de la presencia confesional: honestidad para no traicionar lo propio, apertura para no oprimir al otro; sinceridad en camino; diálogo hondo; palabra densa, que anuncia, revela y libera.

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