Conocer
a Jesús
Me has pedido conocer a Jesús. Es la petición más bella que nadie ha podido hacerme. Me hace recordar un texto del Evangelio de Juan: “Había algunos griegos de los que subían a adorar en la fiesta. Estos se dirigieron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le rogaron: «Señor, queremos ver a Jesús.» “ (Juan 12,20-21).
¿Qué hizo Felipe? Sigamos leyendo: “Felipe fue a decírselo a Andrés; Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús” (Juan 12,22). Felipe le dijo a Jesús que querían verlo. Fue como un mensajero, como un intermediario. Algo así debo y quiero ser yo. Le digo a Jesús: “Mira, Lunabella quiere conocerte.” Yo sé que Jesús no dejará de responder a esa petición.
Además, no pienses, por favor, que tu deseo ha nacido simplemente de ti. Hay otro pasaje que nos orienta sobre esta materia, allí donde Jesús dice: “Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae” (Juan 6,44). Eso me hace entender que si tú quieres saber de Jesús es porque “Alguien” obrando en ti te ha empujado, haciendo atractivo el mensaje y la persona de Jesucristo.
Por eso hemos de empezar este camino con gratitud y amor, con fe y humildad, con esperanza y paso firme. Porque Dios está detrás de nosotros empujándonos y delante de nosotros atrayéndonos.
Jesucristo
no es una idea. No es tampoco un personaje de fantasía al que podamos ponerle
las características, cualidades o defectos que a nosotros nos parezcan. Conocer
a Jesús no es enterarse de un grupo de ideas, de una colección de anécdotas o
de las aventuras de algún personaje extraño y más o menos simpático.
Conocer a
Jesús es acercarnos a una vida. Él pertenece a nuestra historia. Mira cómo
empieza Lucas su testimonio sobre Jesús y su Evangelio: «Puesto que muchos han
intentado narrar ordenadamente las cosas que se han verificado entre nosotros,
tal como nos las han transmitido los que desde el principio fueron testigos
oculares y servidores de la Palabra, he decidido yo también, después de haber
investigado diligentemente todo desde los orígenes, escribírtelo por su orden,
ilustre Teófilo, para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has
recibido» (Lucas 1,1-4).
Aquí se nos
habla de “testigos oculares”, de una “narración ordenada” y sobre todo de un
propósito: “para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido”.
La imaginación puede ser bella, pero no es sólida. Tratándose de Jesús, los
hechos tienen la primera y definitiva palabra.
Algo
parecido aprendemos de otro evangelista: «Lo que existía desde el principio, lo
que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y
tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida... os lo anunciamos, para
que también vosotros estéis en comunión con nosotros» (1 Juan 1,1.3).
¡Qué bello
ese lenguaje: “lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la
Palabra de vida...”! Jesús, la “Palabra de Vida”, se ha dejado y se deja
contemplar; es visible, y es posible tocarlo.
¿Quedó todo
esto reservado para las gentes del siglo primero y está ya prohibido para
nosotros? No nos precipitemos en dar una respuesta. Por ahora una cosa debe
quedarnos muy en claro: Jesucristo existe en la historia humana.
El
Evangelio de Marcos es tal vez el texto bíblico que mejor nos acerca en primer
plano al actuar de Jesús. Si hubiera que buscar un subtítulo para este
Evangelio, un buen candidato sería “Jesucristo en acción”. Marcos nos ofrece
palabras de Jesús, pero indudablemente su gran énfasis son los hechos. Parece
que este evangelista quisiera decirnos: “no hablemos tanto sobre Jesús,
simplemente acerquémonos, vamos a mirar quién es, cómo obra, con quiénes se
trata, qué hace en la gente...”
Podemos
decir que Jesús, en este evangelio, es aquel que “hace una diferencia” en la
vida de la gente. Leamos algunos de los primeros versículos:
«Después
que Juan había sido encarcelado, Jesús vino a Galilea proclamando el evangelio
de Dios, y diciendo: El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios se ha
acercado; arrepentíos y creed en el evangelio. Mientras caminaba junto al mar
de Galilea, vio a Simón y a Andrés, hermano de Simón, echando una red en el
mar, porque eran pescadores. Y Jesús les dijo: Seguidme, y yo haré que seáis
pescadores de hombres. Y dejando al instante las redes, le siguieron. Yendo un poco
más adelante vio a Santiago, el hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, los
cuales estaban también en la barca, remendando las redes. Y al instante los
llamó; y ellos, dejando a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros, se
fueron tras El. » (Mc 1,14-20)
Es Jesús
predicando, pero es también cambiando la vida de personas concretas, en este
caso Simón, Andrés, Santiago y Juan. El poder de su palabra va junto con la
elocuencia de su hechos.
De aquí
podemos sacar una primera enseñanza: nadie se encuentra “impunemente” con
Jesucristo. Su modo de hablar ilumina una verdad, marca un rumbo, destruye una
enfermedad, devela una mentira, en fin: hace de cada persona otra persona.
Sin
embargo, esta transformación no sucede de cualquier modo ni en cualquier dirección.
Jesús no es remolino que revuelve la corriente de la vida al azar. Su actuar
tiene una dirección, precisamente la que indican sus palabras: que Dios reine.
Si examinamos bien todas, literalmente todas sus acciones, siempre
encontraremos ese sello: el reino de Dios, el anhelo y el anuncio de que Dios
reina.
Los
enfermos curados, los posesos exorcizados, los engaños desenmascarados, el
consuelo para los pobres y el llamado a los discípulos, todas son acciones con
un solo propósito: que Dios reine.