Las mal
llamadas uniones de hecho
Dolores García Hervás
Buscar respuestas no sólo emotivas sino reflexivas
Alfa y Omega Número 229/12-X-2000. Arvo.
La
polémica sobre las parejas de hecho y sobre el intento absurdo de asimilarlas a
los matrimonios cada vez arrecia más. Y cuanto más dejan al descubierto quienes
favorecen las parejas de hecho sus reales deseos y motivaciones, más claro
queda el intento de subvertir todo un sistema jurídico de protección a la familia,
la única que, por proyección social, exige un ordenamiento jurídico. Es el
gusto, el capricho, el egoísmo lo que decide. Nietzsche escribía: Que sea
lícito actuar al propio gusto, o como quiere el corazón; en todo caso, más allá
del bien y del mal. La autora de este profundo y cualificado análisis, doctora
en Derecho y en Derecho Canónico, es profesora titular de Derecho Eclesiástico
del Estado en la Universidad de Santiago de Compostela.
La realidad multisecular de
la familia se encuentra hoy afectada por una de las crisis más profundas de su
historia, consecuencia de la radical transformación que ha sufrido en las
últimas décadas, cuyo curso -dirá Martínez de Aguirre- ha agrietado gravemente
la estructura interna de un edificio imponente -el de la que podríamos llamar
«familia tradicional»-, hasta producir su, al menos, aparente ruina en el mundo
contemporáneo.
Es indiscutible que sobre
pocas cosas existe hoy tan rotundo desacuerdo como sobre lo que sea la familia,
una realidad por todos reconocida como la estructura primaria del entramado
social. La familia de fundación matrimonial, es decir, aquella que surgía del
vínculo conyugal estable entre un varón y una mujer, va perdiendo sus antiguos
y sólidos fundamentos, y hoy se viene hablando de la familia incierta, que se
legitima, no sólo sobre la base del matrimonio tradicional, sino también en una
serie de uniones que Navarro Valls llama a la carta, en las que coexisten
cohabitación de hecho y matrimonio, uniones homosexuales y heterosexuales, provisionales
y permanentes, sentimiento y compromiso. Una de las características más
acusadas de lo que se viene conociendo como la post-modernidad, es lo que
Malaurie llama la desafección hacia el matrimonio: cada vez hay menos
matrimonios y cada vez el matrimonio parece tener menos sentido; y una de las
consecuencias más típicas de esa desafección es el aumento progresivo de las
uniones no matrimoniales.
En todo caso, se puede
percibir ya una corriente de desafección también hacia este tipo de uniones,
sustituidas por una vida en solitario, con encuentros sexuales esporádicos u
ocasionales. En este contexto de lo que podríamos llamar con Piepoli la familia
afectiva, regulada por la lógica de la espontaneidad y arbitrariedad de los
sentimientos, es donde cabe situar el fenómeno de las mal llamadas uniones de
hecho.
La convivencia more uxorio
(matrimonial) no es una realidad novedosa; pero sí lo es, sin embargo, la
pretensión de presentarlas, social y jurídicamente, como situaciones
equivalentes, análogas al matrimonio, consecuencia de la progresiva
privatización de la familia, que pasa a ser entendida como un asunto privado,
regulado de manera determinante por la gestión personal de la intimidad. La
legislación europea Tanto en el Derecho europeo como angloamericano, la
regulación específica de nuevos modos de convivencia se halla poco extendida, y
allí donde existe es relativamente reciente. Son todavía numerosos los países
que no poseen una regulación orgánica de las uniones de hecho, si bien los
respectivos ordenamientos jurídicos les reconocen efectos fragmentarios,
dispersos en la legislación, y sus tribunales adoptan soluciones a los
problemas que de facto se plantean, mediante el recurso a figuras generales del
Derecho común de contratos y del Derecho patrimonial, rehusando aplicar, por
vía analógica, las normas que regulan el matrimonio a las uniones de hecho.
En esta situación se
encuentran, entre otros países -además de España, con las peculiaridades que
veremos-, Italia, Alemania, Bélgica y Portugal. Sin embargo, existen varios
países europeos en los que se han aprobado leyes por las cuales se concede un
estatuto jurídico orgánico, más o menos amplio, a las uniones no matrimoniales.
Así, por ejemplo, sucede en Dinamarca, desde 1989; en Noruega, desde 1993; en
Groenlandia, desde 1994; en Suecia, desde 1995; en Islandia y Hungría, desde
1996; en Holanda, desde 1998; y, por último, en Francia, que aprobó, tras un
largo e intenso debate social y político, el llamado Pacto Civil de
Solidaridad, en octubre de 1999. Como es sabido, los países nórdicos fueron los
primeros en el mundo que aprobaron una amplia regulación de las parejas
homosexuales, equiparando la unión homosexual registrada al matrimonio
heterosexual.
En unos u otros términos,
todas las legislaciones nórdicas disponen que la convivencia inscrita de
homosexuales produce los mismos efectos jurídicos que el matrimonio en cuanto a
los conviventes. Sin embargo, no existe equiparación en lo que respecta a los
hijos, de tal manera que, a excepción de Islandia, no pueden ejercer
conjuntamente la patria potestad sobre el hijo de uno de ellos; no pueden
adoptar conjuntamente ni ejercer un derecho de guarda conjunto; y se excluye a
las parejas homosexuales de las prácticas sobre reproducción asistida.
La legislación holandesa
merece una mención especial. La ley de Convivencia inscrita, que entró en vigor
el 1 de enero del 98, se remite en bloque a la regulación matrimonial. En
cuanto a los hijos, hoy está admitida la posibilidad de adopción conjunta por parte
de parejas no casadas, también homosexuales, restringida, eso sí, a niños de
nacionalidad holandesa, por haber suscrito este país el Convenio de la Haya
sobre Adopción. A pesar de la amplitud de la normativa holandesa sobre uniones
de hecho, en Europa sólo Holanda se ha planteado seriamente abrir la unión
matrimonial a homosexuales, cuestión que, como es sabido, está siendo sometida
estos días a debate en el Parlamento neerlandés. De esta breve referencia a la
legislación comparada, puede concluirse que las leyes vigentes en el Derecho
continental europeo han optado por la regulación institucional de las uniones
de hecho, tanto heterosexuales como homosexuales, otorgándoles un estatuto
jurídico, más o menos amplio, muy similar al del matrimonio.
El Derecho español estatal y
autonómico
El ordenamiento jurídico
español viene reconociendo, desde hace ya algunos años, determinados efectos
jurídicos a las uniones hetero-sexuales u homosexuales que conviven more
uxorio, sin que se haya logrado hasta el momento la aprobación de una ley
estatal que las regule de modo orgánico y unitario, pese a las distintas
proposiciones de ley presentadas, tanto en la pasada legislatura como en ésta,
ante el Parlamento español. Sin embargo, se da la peculiar circunstancia de que
varias Comunidades autónomas -como la catalana, la aragonesa y, muy
recientemente, la Navarra- han promulgado sus propias leyes autonómicas,
regulando de modo institucional la convivencia de hecho.
La preocupación del
legislador español por las uniones de hecho comienza en la década de los 80,
limitándose en ese momento sólo a las uniones heterosexuales. A partir del año
81 comienzan a reconocerse ciertos derechos, hasta la fecha reservados a los
cónyuges, en algunas leyes particulares. Así, y por destacar algunos más
significativos, la ley 21/87 sobre la adopción, y la ley sobre técnicas de
reproducción asistida, de 1988, conceden prácticamente los mismos derechos en
esta materia, tanto a las personas casadas como a los unidos afectivamente sin
vínculo matrimonial. Siguiendo con el Derecho vigente, ya no estatal sino
autonómico, son en la actualidad tres las Comunidades Autónomas que han
promulgado sus propias leyes sobre convivencia extramatrimonial; por orden
cronológico: la Comunidad catalana, por ley 10/98, de 15 de julio, sobre
uniones estables de pareja; la aragonesa, por ley 6/99, de 26 de marzo, de
parejas estables no casadas; la Comunidad Foral Navarra, por ley 6/2000, de 3
de julio, para la igualdad jurídica de las parejas estables.
La Comunidad Autónoma
Catalana promulgó, pocos meses más tarde, otra ley sobre Situaciones
convivenciales de ayuda mutua (Ley 19/98 de 28 de diciembre), a la que pueden
acogerse personas sin vínculo matrimonial ni pareja estable, que sean parientes
en línea colateral, o que tengan relaciones de simple amistad o compañerismo.
El número de conviventes queda limitado a cuatro.
Dejando al margen esta ley,
las leyes autonómicas sobre parejas estables tienen en común -con ligeras
variantes- ofrecer un amplio estatuto personal y patrimonial a los conviventes,
similar al del matrimonio, y estar abiertas tanto a uniones heterosexuales como
homosexuales; es Navarra la única que admite la adopción conjunta por parte de
homosexuales, con iguales derechos y deberes que las parejas unidas por
matrimonio, según se dispone, textualmente, en su art. 8.
De esta sucinta referencia a
la legislación española, tanto estatal como autonómica, pueden apuntarse
algunas reflexiones. En primer lugar, parece claro que la unión libre es hoy un
concepto muy difuso, social y jurídicamente. No sólo es de definición incierta
por la gran variedad de situaciones que puede abarcar, sino que, además, es una
realidad de muy plurales efectos jurídicos, que se producen individualmente
según las más diversas circunstancias, y son específicos de cada unión. En todo
caso, pienso que la unión libre que podríamos llamar típica puede definirse a
partir de las siguientes notas: convivencia; cierta estabilidad, que en la
unión libre no es más que una constatación de duración que se proyecta al
pasado; autonomía de las partes en cuanto a los derechos y deberes que la
caracterizan; y disolución informal y libre: tanto la unión matrimonial civil
como la unión de hecho, son disolubles, pero ésta, a diferencia del matrimonio,
se extingue por la mera voluntad de uno de los conviventes, y, como diría
d’Ors, sin necesidad de estrépitos judiciales. Por otra parte, resulta de la
mayor importancia destacar algunas premisas muy claras de las uniones more
uxorio, en relación con la institución matrimonial:
Deberes no, ¿derechos, sí?
En lo que se refiere al
estatuto personal de los conviventes, no cabe configurar la convivencia de
hecho, desde el punto de vista jurídico, con ninguno de los deberes del
matrimonio, y, por lo tanto, con ninguno de sus derechos. En efecto, entre los
conviventes se entrecruzan unos consentimientos difusos en cuanto a su
contenido, que no vinculan jurídicamente a las partes en lo que respecta a su
estatuto personal: como precisa Lacruz la unión libre no excluye, desde luego,
el respeto entre los conviventes, o la fidelidad que voluntariamente se guarden
(…), o la mutua ayuda; antes bien, lo usual es que se practiquen, al menos
tendencialmente, pero fuera de toda obligación, y, en general, del campo de lo
jurídico.
Puede que los conviventes,
antes de iniciar su relación estable, celebren un convenio o acuerdo que se
refiera también a los derechos y deberes entre ellos de naturaleza personal,
pero lo que pacten o determinen carecerá de eficacia jurídica: su validez y
cumplimiento queda al arbitrio de los propios contratantes, ya que esos
derechos y deberes no podrán exigirse jurídicamente ante ninguna instancia. En
segundo lugar, los pactos relativos a los hijos sólo son posibles en los mismos
términos que en el matrimonio, con absoluto respeto de lo dispuesto en los art.
154 y ss. del Código Civil, por ser esas normas de ius cogens (derecho vigente)
en su mayor parte. Sin embargo, no opera la presunción de paternidad, prevista
exclusivamente respecto de la unión matrimonial. En lo que se refiere a los
pactos que tienen por objeto regular los efectos económicos de la convivencia
more uxorio, tienen mucho mayor campo de actuación y efectos, y hoy se hallan
plenamente admitidos tanto por parte de la doctrina como por la propia
jurisprudencia, que da en ocasiones eficacia a los sólo tácitos. En ausencia de
pacto, nuestros tribunales suelen aplicar las normas del contrato de sociedad
al régimen de los bienes comunes de la pareja. En otras ocasiones, el Tribunal
Supremo ha recurrido a las normas sobre la comunidad de bienes, o sobre
enriquecimiento sin causa, cuando una de las partes haya obtenido ventajas
económicas o patrimoniales de su convivencia con la otra.
En definitiva, el
ordenamiento español estatal ha seguido, por ahora, la vía de reconocer efectos
colaterales a las uniones de hecho, en leyes dispersas, en lugar de regular de
modo orgánico en una ley unitaria dichos efectos; pero parece claro que se
trata de una opción provisional, en tanto no se resuelva el cúmulo de problemas
jurídicos que plantea su regulación orgánica, más o menos amplia.
En todo caso, que la
intención del legislador español se orienta hacia la regulación institucional
de las uniones de hecho, parece hoy tan indiscutible como inminente. El
tránsito del sistema de concesión de efectos al reconocimiento institucional de
las relaciones convivenciales more uxorio, no carece, precisamente, de
importancia. Porque una cosa es el reconocimiento de efectos parciales de
carácter económico, o dirigidos a evitar situaciones convivenciales
objetivamente injustas, y otra muy distinta la configuración por ley de una
especie de matrimonio de segunda clase, mediante la institucionalización de
dichas formas de convivencia. En efecto, la institucionalización de la
convivencia more uxorio, en la cual la disolución ad nutum (al libre albedrío),
es un elemento definitorio, distorsionaría todo el sistema familiar,
produciendo una clara debilitación de la institución matrimonial, que, llevada
a su extremo, haría prácticamente inútil la propia noción de matrimonio.
La panorámica que hemos
tratado de ofrecer sobre la regulación legal de las situaciones convivenciales
de hecho -en Derecho español y comparado-, permite, cuando menos, sospechar que
nos hallamos ante dificultades e incongruencias lo suficientemente graves como
para merecer una atenta y desapasionada reflexión. El planteamiento sería el
siguiente: si el fenómeno de las situaciones convivenciales de hecho se reduce
a un problema de simple concesión de efectos, o, más bien, nos encontramos con
el progresivo diseño de una figura institucionalizada ad instar matrimonii
(como a modo del matrimonio). La masiva concesión de efectos, o mejor, como
decimos, la progresiva institucionalización de la simple cohabitación, es el
resultado de una espiral que tiene principio pero parece no tener fin.
En efecto, esta equiparación
comienza a girar en torno a la progresiva desinstitucionalización del
matrimonio civil. Y cito a Martínez de Aguirre: Si el acceso al matrimonio está
abierto a quien quiera contraerlo, sólo por el hecho de querer contraerlo
(pérdida de importancia de los impedimentos); si el deber de fidelidad no goza
prácticamente de protección legal alguna (despenalización del adulterio,
divorcio y separación puramente objetivos); si cabe cualesquiera combinaciones
entre sexualidad, procreación, matrimonio y familia (medios contraceptivos,
técnicas de reproducción asistida, desaparición del impedimento de impotencia);
si, en fin, el matrimonio se disuelve por el consentimiento de ambos cónyuges o
la voluntad de uno de ellos; entonces hay que concluir que, en efecto, el
ordenamiento positivo carece de un concepto propio de matrimonio, y que, dentro
del mismo, caben opciones muy diferentes (…) En esta perspectiva, ¿qué queda
del matrimonio? Cada vez más, sólo un nombre y una forma. Una cáscara vacía.
¿Qué queda del matrimonio?
En particular, la admisión
del divorcio distorsiona todo el sistema matrimonial civil. En efecto, la
posibilidad de disolver el vínculo no es un fenómeno periférico o superficial,
sino que altera sustancialmente el concepto mismo de matrimonio, de tal manera
que se puede afirmar que matrimonio indisoluble y matrimonio disoluble no son,
en sustancia, la misma institución con una diferencia relativamente importante
pero, al fin, accidental, que atañe tan sólo al modo de extinción: son dos
figuras jurídicamente diferentes. En definitiva, y sin ánimo de radicalidad,
sino de pura coherencia, puede concluirse que, en el ámbito civil, ya no
existen dos instituciones perfectamente diferenciadas -el matrimonio y la unión
libre-, sino dos formas de uniones paraconyugales, más o menos libres: el
matrimonio disoluble y las uniones de hecho, más disolubles todavía. La
ausencia de vínculo, y, en consecuencia, de una relación jurídica propiamente
dicha entre los conviventes, pone de relieve las dificultades para considerar
como familia, también desde el punto de vista jurídico, la resultante de una
unión no matrimonial. En efecto, los conviventes no están ligados entre sí por
relación jurídica alguna, porque la mera convivencia no es, insisto, una
relación jurídica; de lo cual sólo puede deducirse que los meros conviventes no
constituyen una familia.
Hay, en caso de descendencia
común, relación jurídica padre-hijos, madre-hijos, y de los hermanos entre sí
como parientes, pero no entre el padre y la madre, como tampoco entre los
conviventes sin descendencia: el tejido de relaciones jurídico familiares queda
gravemente distorsionado, y es, cuando menos, incompleto. En consecuencia, el
Derecho de familia no puede pretender la protección de simples relaciones
asistenciales, amistosas o sexuales; lo que pretende es tutelar un estilo de
vida que asegure la estabilidad social y el recambio y educación de las
generaciones. La ley puede regular determinadas cuestiones económicas para
evitar la desigualdad o el enriquecimiento injusto, pero no puede ir mucho más
allá en materia de equiparación con el matrimonio.
Homosexuales
En cuanto a las parejas homosexuales,
parece innecesario añadir que los posibles efectos civiles que puedan derivarse
de este tipo de relación nunca pueden pertenecer al Derecho matrimonial o de
familia: es claro que éstas son situaciones convivenciales que se mueven en
otra órbita. Las parejas homosexuales pueden pretender cierta protección por
parte del Derecho -para evitar, por ejemplo, como hemos dicho, la desigualdad o
el enriquecimiento sin causa-, pero nunca pueden pretender ser amparadas por el
Derecho matrimonial o de familia porque esa relación no puede considerarse de
carácter conyugal, al no ser heterosexual ni estar abierta a la procreación.
Pero, además, argumentos como la libertad para decidir sobre su orientación
sexual -en terminología cada vez más empleada por la jurisprudencia, por la
doctrina y por la propia ley-, el derecho a la intimidad y al libre desarrollo
de la personalidad, etc., no justifican suficientemente las razones de interés
social en cuya virtud una relación homosexual deba ser objeto de un tratamiento
jurídico especial de carácter tuitivo por parte del ordenamiento.
Volviendo a las uniones de
hecho, en todo caso, éstas se caracterizan por la precariedad y por la ausencia
de compromisos irreversibles que generen derechos y deberes, por lo que no
pueden pretender beneficiarse de todas las ventajas del matrimonio sin asumir
ninguna de sus obligaciones. La ley no puede dar a los conviventes las
garantías que se dan a las parejas casadas, sin que la sociedad reciba a cambio
un compromiso de estabilidad. La falta de estabilidad, la ausencia de
compromisos de futuro, el sometimiento a la pura voluntad de uno cualquiera de
los conviventes, la inseguridad acerca del régimen jurídico aplicable, no
constituyen soporte suficientemente sólido sobre el que la sociedad pueda
apoyar confiadamente su propia continuidad. De ahí que se esté empezando a
hablar del retorno del matrimonio, potenciándose esta institución por no pocos
Gobiernos, también en la Europa dominada por la izquierda. Y ello porque, desde
las instancias sociales más dispares, viene alertándose -como ha señalado
Navarro Valls- que el creciente malestar del Estado del bienestar trae su
causa, en buena parte, en problemas cuyo foco radica en la desatención de la
familia. Por todo ello, considero de la mayor importancia buscar respuestas no
sólo emotivas sino reflexivas a propósito también del tema que nos ocupa, con
la convicción de que el considerar ciertas cosas como indiscutibles, proporciona
una fuerza extraordinaria.