“En ese embrión estaba la salvación de los hombres”
Tenemos que hacer violencia a nuestra
mente para descubrir en el misterio del desarrollo de un embrión humano al
Verbo de Dios que se hace hombre.
Apenas hoy, 2000 años después del
nacimiento de Cristo, estamos en condiciones de describir todas las etapas del
proceso del desarrollo del embrión, pero seguimos echando mano de la fe para
comprender que el Dios que da la vida, el Creador, el Señor de todas las cosas,
la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo de la misma naturaleza
del Padre[1],
estuvo presente en todas y cada una de las fases del desarrollo embrionario.
Ese y sólo ese es el significado profundo de la frase evangélica: "El
Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros"[2].
Hace dos mil años, un óvulo fue
fecundado prodigiosamente por la acción sobrenatural de Dios. ¡Qué hermosa
expresión: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te
cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado
Hijo de Dios"[3]!. Así,
de esa maravillosa unión, resultó un zigoto con una dotación cromosómica
propia. Pero en ese zigoto estaba el Verbo de Dios. En ese zigoto se encontraba
la salvación de los hombres.
Unos siete días después, se produjo el
adosamiento del blastocito en la mucosa del endometrio y Dios se redujo a la
nada que es un embrión humano. Pero ese embrión era el Hijo de Dios y en Él
estaba la salvación de los hombres.
Ese huevo alecítico se fue desarrollando
paulatinamente y, a medida que progresaba la segmentación del huevo, iniciaron
su diferenciación y crecimiento los esbozos de tejidos, órganos y aparatos
embrionarios. Y ese huevo alecítico era el Hijo de Dios, la Segunda Persona de
la Trinidad, y en Él estaba la salvación de los hombres, de todos los hombres,
de cada ser humano[4].
Y,
todavía en el primer mes del embarazo, cuando el feto medía ya de 0,8 a 1,5
centímetros, el corazón de Dios comenzó a latir con la fuerza del corazón de
María, y comenzó a utilizar el cordón umbilical para alimentarse de su Madre,
la Virgen Inmaculada. El Verbo de Dios era absolutamente dependiente de un ser
humano, pero poseía una total autonomía genética. Todavía tendrían que
trascurrir nueve meses en los que el Verbo de Dios flotó en el líquido
amniótico, dentro de la placenta que le protegía del frío y del calor y le daba
alimento y oxígeno, antes de nacer en Belén y ver el primer rostro humano,
seguramente el de su Madre, con unos ojos recién abiertos.
Así fue como Jesucristo, llegó a ser el
primogénito de toda criatura[5],
el nuevo Adán de la nueva creación.
El Hijo de Dios redimió la creación
desde la obra más maravillosa de ella, el ser humano. La redención del hombre
comenzó desde un estado embrionario. Por eso, el médico católico debe pasar por
esta lente para comprender su misión: el Hijo de Dios fue un zigoto, un embrión
y un feto, antes de juguetear por las calles de Nazaret, predicar en las
orillas del mar de Galilea, o morir crucificado en las afueras de Jerusalén. El
Hijo de Dios asumió completamente y, sin rebajas, la vocación de ser hombre.
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Fragmento del discurso “La medicina hoy a
la luz de la Palabra de Dios”, del Cardenal Darío Castrillón Hoyos. Roma, 16 de
noviembre de 2000